lunes, 21 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 1

Una fiesta al aire libre no era la clase de ambiente que solía frecuentar. Pedro Alfonso se había sentado en un rincón del jardín bajo una palmera. El sol brillaba, por supuesto. ¿Se atrevería acaso a ser de otro modo en la fiesta anual de la señora de Roberto Hayward III? Estaba allí solo, como él prefería estar. En ese momento no estaba saliendo con nadie y llevaba así una temporada. Tal vez se había cansado del viejo juego de la caza y de la inevitable capitulación que terminaba, de un modo igualmente inevitable, poniendo fin a otra aventura amorosa. Desde luego hacía tiempo que no había conocido a nadie que lo hubiera cautivado lo suficiente como para invitarlo a abandonar su soledad.

Pedro miró a su alrededor sin un objetivo concreto. Los invitados de Rosa Hayward eran, como de costumbre, una excéntrica mezcla de artísticos inconformistas y millonarios muy conocidos en sociedad. Pero cada uno de ellos conocía las reglas: traje y corbata para los hombres, vestidos y sombreros para las mujeres. Se rumoreaba que los dos tipos enormes que había delante de las verjas de hierro no habían permitido el paso a un famoso pintor que vestía vaqueros con manchurrones de pintura acrílica y a una heredera con unos pantalones pirata tachonados de diamantes. Aquello era el Ascot de San Francisco, pensaba Pedro divertido. Su traje de verano estaba confeccionado a mano, sus zapatos eran italianos, su camisa y su corbata de seda. Incluso había peinado su cabello negro y rizado de aspecto despeinado para mostrar una imagen más refinada.

Una mujer joven pasó delante de él. Tenía la cabeza inclinada mientras escuchaba la conversación de una señora mayor, que a él le resultaba familiar y que llevaba puesto un vestido malva que parecía recién resucitado de las bolas de naftalina. Trató de acordarse de su nombre, ya que recordaba que la había conocido el año anterior. Beatríz Yarrow, eso era. La última de una saga de implacables magnates del acero. La mujer joven había roto las reglas de Mariana. No llevaba sombrero e iba vestida con una vaporosa túnica sobre unos pantalones de campana. Su rizada y despeinada melena pelirroja brillaba al sol como una bola de fuego. Pedro se levantó de su sitio bajo la palmera y echó a andar hacia ella, sonriendo al pasar junto a un grupo de conocidos y rechazando una copa de champán que le ofreció un camarero de guantes blancos. El corazón le latía un poco más deprisa de lo habitual. Cuando se acercó un poco más vió que la joven tenía los grandes ojos de un azul muy turquesa, enmarcados por unas cejas bien dibujadas; su boca era suave y voluptuosa y tenía un mentón fuerte que añadía carácter a un rostro ya animado por una inteligencia apasionada. Y llena de bondad, pensaba. No todo el mundo habría elegido pasar la tarde con una grosera y caprichosa anciana de noventa años. Arrugó la naríz. Una anciana que desde luego olía a naftalina. Entonces la joven echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, con una risa deliciosa que conmovió a Pedro hasta lo más hondo. El cabello le caía por los hombros, brillante como la seda.

Pedro se quedó inmóvil. Le sudaban las palmas de las manos y el corazón le golpeaba en el pecho mientras sentía una tirantez en la entrepierna. ¿Cómo podía sentir una atracción tan fuerte hacia alguien que ni siquiera conocía? Parecía como si sus largos meses de abstinencia fueran a tocar a su fin. Tenía que conocerla si no quería que le diera algo. ¿Pero de dónde había surgido aquella idea? «Tranquilo», se dijo. Lo que sentía no era más que deseo; un deseo normal y corriente. Como si hubiera percibido la intensidad de su mirada, la joven se volvió a mirarlo directamente a él. Su sonrisa se desvaneció y en su lugar apareció una mirada confusa.

—¿Pasa algo? —preguntó—. ¿Nos conocemos?

Tenía una voz suave como la miel, cálida como un buen brandy. Pedro notó que tenía un poco de acento.

—No creo que nos hayamos visto antes, no —dijo Pedro—. Me llamo Pedro Alfonso. Hola, señora Yarrow, tiene usted buen aspecto.

La mujer mayor emitió una carcajada grosera.

—Cuidado con éste, jovencita. Es más rico que tú. Posee dinero y virilidad; es uno de los favoritos de Mariana.

—¿Por qué no nos presenta, de todos modos? —dijo Pedro.

—Presentense  ustedes mismos —respondió Beatríz Yarrow mientras se colocaba el hombro de su vestido—. Mirense, parecen sacados de un anuncio de dos californianos distinguidos. Necesito más champán —añadió la buena señora.

Pedro se agachó cuando la anciana levantó su bastón de ébano para llamar a uno de los camareros. Después de tomar una copa de la bandeja del criado, se la bebió de un trago y tomó otra antes de dirigirse muy derecha hacia donde estaba la anfitriona. Trató de no echarse a reír mientras buscaba con la mirada ese par de increíbles ojos de color turquesa.

—Yo no soy de California. ¿Y usted?

—No —ella le tendió la mano—. Me llamo Paula Chaves.

Tenía los dedos delgados y sin embargo le estrechó la mano con firmeza; Pedro siempre se fijaba en cómo daba la gente la mano. El contacto le provocó una especie de latigazo eléctrico. Abrió la boca para decir algo cortés, genial o culto.

—Eres la mujer más bella que he conocido en mi vida —dijo sin saber por qué.

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