lunes, 28 de noviembre de 2016

Seducción: Capítulo 27

—Es una de nuestras mejores benefactoras.

—Magdalena, calla —dijo Paula con inquietud.

Pero Magdalena continuó:

—Por esa razón se le permite a la señora que pose con uno de nuestros vestidos.

—Lo devolveremos mañana a primera hora —le prometió Pedro. —Cuidaré del vestido, Magdalena —dijo Paula con acento débil—. ¿Puedes traerme mi maleta?

—Por supuesto —la recepcionista sacó una pequeña maleta de cuero de un armario—. La ropa de la señora —dijo, pasándosela a Pedro.

Cinco minutos después, él la ayudaba a meterse en el asiento trasero de la limusina.

—Pedro, quiero volver a mi hotel.

—Por una vez no te saldrás con la tuya.

—Por favor... Necesito estar sola un rato.

—Relájate, llegaremos a mi casa dentro de diez minutos.

 Ella le respondió con algo parecido a la desesperación.

—No puedo enfrentarme a tí... No tengo fuerzas.

—Entonces no lo intentes —le dijo, sonriéndole para quitarle hierro a sus palabras—. Deja que alguien se ocupe de tu vida para variar. Veinte minutos después la limusina se detenía delante de una casa de piedra en el barrio de los artistas. El chófer de la limusina salió y utilizó la llave que Pedro le había pasado para abrir la vieja puerta de roble situada bajo el arco de mampostería.

Pedro sonrió con agradecimiento, levantó a Paula con mucho cuidado, como si fuera a romperse y la llevó al interior. Cuando la puerta se cerró detrás de ellos, cerró el pestillo doble. Las escaleras eran amplias, cubiertas por una alfombra burdeos. Los frescos en tonos marrones, tierra y rojizo decoraban las paredes de escayola.

—Utilizo las dos plantas de abajo para asuntos de negocios y reuniones y las tres superiores para mi uso personal.

Su dormitorio estaba en el último piso, con su pequeño balcón desde donde se disfrutaba de una magnífica vista de la espléndida aguja dorada del Duomo y la lejana y nebulosa silueta de las colinas toscanas; era una vista de la que jamás se cansaba. Sus pocos tesoros descansaban en las pequeñas hornacinas que había en la pared: un pequeño Donatello, una caja con incrustaciones que había pertenecido a uno de los Médicis o una estatua de bronce de Verocchio de un joven cazador. La cama era grande, de madera vieja y la colcha del mismo tono rojizo de los tejados de la ciudad que tanto amaba. Nada de lo que había en la habitación pegaba con nada; y sin embargo constituía un todo armónico. La tendió en la cama.

—Ojalá me hubieras llevado a mi hotel —dijo ella mientras trataba de incorporarse.

—Deja que cuide de tí por una vez, Pau—dijo él de pie junto a la cama—. Está bien que seas independiente, pero no hay por qué exagerar. Y, la verdad, tienes muy mala cara.

—Nunca dejo que nadie cuide de mí —dijo ella con un arranque de su disposición habitual.

—Todos deberíamos estar abiertos a nuevas experiencias —dijo Pedro en tono seco—. ¿Crees que tengo la costumbre de cuidar de las mujeres? —fue al alto armario de nogal que ocupaba toda una pared y sacó una camisa—. Toma, ponte esto. Lo primero es quitarte ese tocado de la cabeza. Con lo apretado que te queda, no es de extrañar que te hayas desmayado.

—Ya me lo quito yo.

—Estoy seguro de que eres capaz. Pero no te voy a dejar. Dió con los automáticos que cerraban el tocado a la altura de la nuca, bajo los pliegues de gasa blanca, y le quitó el adorno de la cabeza. Entonces empezó a desabrocharle los botones en la espalda del vestido.

Con un hilo de voz, sabiendo que no podía seguir posponiéndolo, Paula dijo:

—Yo... Te ruego que vayas a la farmacia por mí.
—Tengo un botiquín de primeros auxilios... ¿Qué te hace falta? ¿Algo para el dolor de cabeza? ¿Un relajante muscular?

No llevaba sujetador. Al ver su espalda desnuda, Pedro sintió deseos de acariciársela. Le retiró el vestido de los hombros, recogió la camisa y se la pasó. Ella se tapó los pechos con la camisa cuando el vestido le cayó por la cintura.

—No vas a tener lo que necesito —dijo ella—. O tal vez sí; y entonces te odiaré por ello.

—Levántate —dijo Pedro, que no había entendido lo que ella le pedía—. Vamos a quitarte éste vestido. Te traeré algo para calentarte los pies en cuanto estés en la cama y luego iré a por lo que sea que necesites.

—Se me ha adelantado —soltó ella bajando la vista—. Por eso no estoy preparada. No se me habría ocurrido posar con esta joya de vestido si me hubiera dado cuenta de que... Me ha venido el período.

—¿Y te desmayas cada vez que te viene? —le dijo él, horrorizado.

—No... Pero no tengo que subirme a un pedestal cada mes para emular a una estatua. Me dan calambres y me siento fatal durante doce horas más o menos.

A Pedro le pareció suficiente.

—Entonces estoy el doble de contento de que estés aquí para poder cuidar de tí — dijo—. En cuanto te hayas acomodado, bajo a una droguería que está a unas calles de aquí. Porque no, no tengo lo que tú necesitas.

Paula pensó en lo que le había dicho hacía un momento, que lo odiaría por ello... ¿Querría eso decir que estaba celosa de que hubiera otras mujeres en su vida?


1 comentario:

  1. Muy buenos capítulos! Que ocurrencias tiene Paula! Pero esta vez le salió mal!

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