viernes, 31 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 40

Debería estar avergonzada. Estaba avergonzada. Pero aun así, no había querido que él parara. Y eso la asustó, la hizo correr. Para empeorar las cosas, cuando esa mañana le vió en la cocina, había deseado arrojarse en sus brazos. ¿Debería marcharse? ¿Ir a casa de Diana? La cabeza le decía que sí, y el corazón que no.

—Menudo lío —murmuró antes de ponerse de pie y dirigirse al armario.

Justo en el momento en que levantó la cafetera, algo brillante fuera llamó su atención. Miró por la ventana y vió la furgoneta de Francisco. Las dos puertas se abrieron, y Francisco y Diana salieron. Paula gimió. Aunque disfrutaba de la compañía de Diana, ése no era un buen momento. No sólo se sentía fatal, sino que tenía un aspecto horrible, lo que provocaría preguntas que ella no quería responder. Pero como no podía ser grosera, no le quedaba otro remedio que ser cordial con Diana, que se dirigía hacia la casa mientras Francisco se encaminaba hacia el granero. Cinco minutos después, Diana estaba sentada a la mesa, bebiendo café y parloteando sin parar.

—Espero que no te haya molestado que haya aparecido aquí tan temprano, pero Francisco pensó que a lo mejor Pedro quería comenzar a reparar el granero.

—En absoluto. Yo estaba a punto de empezar a hacer algunas llamadas.

—Te sientes cada vez más frustrada, ¿Verdad?

—Me temo que sí.

Diana se estiró sobre la mesa y le dió un apretón en la mano.

—A lo mejor lo estás intentando con demasiadas fuerzas, sin concederte tiempo suficiente. Sólo ha pasado… ¿Una semana, una semana y media?

—Más o menos, pero me ha parecido una eternidad.

—Bueno, pues como yo lo veo, lo que necesitas es una fiesta.

Paula levantó las cejas.

—¿Una fiesta?

—Exacto. Nuestro club de baile organiza uno mensualmente, y esta vez toca en nuestra casa. Y será una gran fiesta.

—Estoy segura.

—Nos encantaría que vinieran.

El pensamiento de moverse con Pedro al compás de la música… La alarma se reflejó en los ojos de Paula.

—¡Oh, no! No podría.

—No tienes que bailar si no quieres. Hay otras muchas cosas que hacer.

—¿Como cuáles?

Diana se rió.

—Comer.

—Mmm, suena bien.

—Me alegra oírte decir eso. No te vendría mal algo de peso.

—Lo mismo que dice Pedro.

Diana la miró de forma extraña, pero lo que pensara, no lo dijo, para el alivio de Paula.

—Aparte de una barbacoa, habrá pescado frito, perritos calientes y patatas fritas.

—¿Cuántas personas van a ir? ¿Quinientas?

—No, sólo un puñado. Nuestro club es pequeño, pero todos son muy comilones.

—Parece divertido.

—Entonces vengan, Pedro y tú.

—¡Oh, no…! No creo…

Aunque su voz decayó, sus pensamientos no. Las posibles consecuencias de bailar con Pedro, ser estrechada contra su cuerpo, moviéndose al ritmo de la música, era algo en lo que no podía soportar pensar.

—Tenía la esperanza de que tú convencieras a Pedro —dijo Diana con tono decepcionado—. Las dos sabemos que tiene la mollera dura de pelar. Desde que llegó aquí, hemos estado intentando que se uniera a nuestro club para que pudiera conocer a sus vecinos. Pero siempre se ha negado, y no hemos podido persuadirle.

—No me sorprende.

—A mí tampoco, pero eso no significa que no pueda cambiar. Además, te haría bien a tí. Al menos pondría algo de color en tus mejillas.

—Bueno… lo pensaré. Pero no puedo hablar por Pedro.

—Estupendo. Mientras tanto, ¿Por qué no vienes de compras conmigo? Tengo un montón de cosas que comprar. A mí me vendría bien tu compañía y a tí el cambio de ambiente. ¿De acuerdo?

—Debería empezar a hacer las llamadas…

—¡Oh, vamos!

Paula no sabía qué hacer. Pero aunque sentía la urgente necesidad de tratar de averiguar su identidad, quería tomárselo con calma. Así que al fin venció la última sugerencia.

Recuerdos: Capítulo 39

Sin poderlo evitar, Pedro sonrió.

—Mejor mantente alejado de este asunto.

—¿Qué asunto? —preguntó Francisco con cara de inocente.

—Te mato… Tú sabes el qué.

Francisco se frotó el estómago y sonrió.

—Ah, la verdad es que ahora mismo…

—Estoy de acuerdo. A mí también me vendrían bien un par de cervezas.

Francisco se puso serio.

—Lo siento. No debí…

—No es necesario que te disculpes.

—¿Es por tu invitada?

La primera reacción de Pedro fue decirle que se metiera en sus propios asuntos, pero no lo hizo. Sabía que su amigo estaba realmente preocupado. Le había contado, al rato de conocerse, su problema con la bebida, porque Francisco había insistido en que se tomara una cerveza con él.

—De acuerdo… Sí, ella es el problema.

—¿Crees que alguna vez recuperará la memoria?

Pedro tomó un trapo de la mesa desvencijada que había junto a él y empezó a frotar la silla.

—Lo empiezo a dudar.

—Sería una pena —dijo Francisco con ojos brillantes—. Es una mujer muy hermosa.

Pedro levantó la cabeza y le miró, pero Francisco no se inmutó.

—¿Nos unimos a las mujeres para tomar una taza de café? —preguntó Francisco.

—¿Ha venido Diana contigo?

—Sí, está dentro, hablando con Paula.

—¿Sobre qué?

¿Estaría Diana tratando de convencer a Paula para que se fuera a vivir con ellos?

—Sobre el baile que vamos a organizar en nuestra casa.

Por una parte, Pedro se sintió aliviado, pero por otra, empezó a sospechar.

—Espero que no insinúes lo que estoy pensando. Ya sabes que no me gustan las fies…

—Bueno, pues algo me dice que eso va a cambiar —le interrumpió Francisco.

Esa vez, fue Pedro el que dió un bufido.

—De ninguna manera.

—Ya lo veremos —dijo Francisco riéndose con astucia—. Ahora vamos a tomar ese café.



Paula enterró la cabeza entre las manos en busca de alivio. Además detener otra pesadilla, la cabeza le daba vueltas por la pelea que había tenido con Pedro. Un rato antes, había entrado a trompicones en el cuarto de baño, y después de llenar un vaso de agua, se había tomado dos de las pastillas recetadas por Lautaro. Había vuelto a la cama diciéndose a sí misma que necesitaba dormir. En realidad, sabía que estaba posponiendo el pensar en el desastre del día anterior. En esos momentos, mientras se vestía, la escena apareció con toda claridad en su mente. ¿Cómo se podía haber comportado como una obsesa? También podía haberle dejado que le rasgase las ropas y le hiciera el amor allí mismo. ¿Qué le había pasado? Al principio, le había echado la culpa a las condiciones en que se encontraba, al miedo y la incertidumbre que se cernían sobre ella como un oscuro nubarrón. Eso era sólo parte de ello, seguro; pero no lo era todo. En sus brazos, se sintió viva, cautivada por todo lo que le estaba sucediendo.

Recuerdos: Capítulo 38

Silencio.

—A lo mejor debería aceptar…

Pedro sabía lo que iba a decir, y la sola idea le puso enfermo.

—Mira, sé que esto no perdona lo que hice pero te aseguro que no volverá a ocurrir —dijo, maldiciéndose a sí mismo por su falta de control.

—Yo tengo tanta culpa como tú.

—No, tú no. Yo me pasé de la raya.

Ella no había discutido. Se había puesto de pie y le había preguntado si quería desayunar algo, a lo que Pedro rehusó. Después de llenar su termo de café, se había marchado a toda prisa hacia la puerta, como el cobarde que era. No disminuyó la marcha hasta que llegó al granero. No sabía cuánto tiempo más podía continuar así. Una presión exigente creció en su entrepierna cuando pensó en lo mucho que la deseaba, en lo mucho que quería chupar sus pezones, penetrar en ella… Las sensaciones que empezaron a crecer en su interior fueron tan grandes, que no vió a Francisco apoyado contra la puerta del granero hasta que casi estuvo encima de él.  Aflojó las riendas y el caballo se detuvo. Bajo el ala de su sombrero, Francisco miró al caballo y al jinete, y habló con voz cansina:

—Justo a tiempo. Ya me iba a marchar.

—¿Qué te trae por aquí tan temprano?—preguntó Pedro bajándose de la montura.

Francisco se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.

—Pensé que podíamos comenzar con el granero.

—Me gustaría, pero hay un par de vacas en el prado sur que necesitan atención. Acabo de encontrarlas.

—¿Necesitas ayuda?

—No, pero gracias de todas formas.

—Cuando quieras.

Pedro levantó la mirada hacia la ruinosa estructura.

—Puede que la semana que viene podamos empezar… ¿Crees que este lugar llegará a estar alguna vez en buen estado?

—Los dos sabemos lo que hace falta. Tiempo y dinero.

Usando su Stetson, Pedro se limpió un poco de polvo de los muslos.

—Tiempo tengo. Dinero no.

—Ya sabes el remedio.

Pedro extendió la mano.

—Ni lo digas. No aceptaré tu dinero, Francisco. Con lo poco que me queda del tío Carlos y con lo que he conseguido ahorrar, lo arreglaré.

—Eres la persona más cabezota que conozco.

Pedro sonrió.

—¿Tanto?

—Sí, y tú lo sabes.

Pedro sonrió de nuevo mientras le quitaba la silla al caballo y entraba en el granero. Francisco le siguió. El granero estaba oscuro y fresco, y era un alivio después de la brillante luz del sol y la humedad de abril.

—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Francisco como sin darle importancia.

Pedro lanzó a su amigo una mirada dura.

—Bien.

—Eh, vamos. Hay algo que te preocupa.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Sólo una corazonada.

—Si estuviera en tu lugar no haría caso de las corazonadas.

Francisco dió un resoplido.

Recuerdos: Capítulo 37

El caballo cabalgaba deprisa; caballo y jinete formaban un todo. Pedro no aflojó las riendas hasta que llegó al estanque cercano al granero. Mientras el caballo bebía agua fresca, descansó un brazo sobre la silla. Hacía rato que el sol le había dado al cielo un tono dorado rojizo. A él le gustaba esa hora de la mañana, cuando estaba solo con la naturaleza. Incluso después de que el caballo terminara de beber, se quedó quieto un rato más, completamente absorto en el silencio. Ese día, daría un paso más en la puesta en práctica de las ideas que había aprendido en Arkansas. El rebaño había crecido de forma muy significativa. Pero aún tenía que recorrer un largo camino antes de que pudiera llevarlo al mercado y obtener beneficios. También había hecho planes para remodelar el granero. Había sido un milagro que no se hubiera derrumbado sobre su cabeza. Francisco se había ofrecido a ayudar, y había aceptado su oferta. Los dos estaban ansiosos por comenzar. Todas las cosas que tenía que hacer se apilaron en su mente hasta que le agobiaron, pero se las sacó de la cabeza; había que hacerlas poco a poco.

Deseó que también pudiera sacarse de la cabeza a Paula. El profundo suspiro de Pedro rompió el silencio. Tomando las riendas, dirigió al caballo hacia el granero. Había dudado que pudiese volver a mirarla a la cara después de lo que había hecho. Se sentía como un sinvergüenza. Era un sinvergüenza. Se había aprovechado de ella cuando ella estaba más vulnerable, así que se merecía las consecuencias. Pero durante ese breve momento, cuando había descansado su ardor contra la suavidad de Paula, y había tomado sus labios con los suyos, se había sentido en el paraíso. Ella sabía tan bien, olía tan bien… Había estado pensando precisamente en eso cuando había entrado en la cocina esa misma mañana a las seis y la había visto sentada a la mesa. Sus ojos se encontraron al instante, y durante unos instantes, ninguno fue capaz de hablar. Finalmente, Pedro se aclaró la garganta y dijo:

—No esperaba que te levantases tan temprano.

Ella miró hacia otro lado.

—No podía dormir.

Las ojeras y la caída de su labio inferior eran testimonio de que había dicho la verdad. Esos detalles, en lugar de quitarle belleza, la aumentaban, especialmente cuando la blusa morada le daba un reflejo violeta a sus ojos y al pelo negro. Pero a Pedro se le puso un nudo en la garganta. Paula parecía tan desolada… Se insultó a sí mismo antes de confesar:

—Yo tampoco he podido dormir.

Recuerdos: Capítulo 36

Pedro salió por la puerta del granero y la vió. Y vió a la vaca. Empezó a correr. La alcanzó en el momento en que ella llegó al roble gigante. Sin decir palabra, ella se arrojó a sus brazos. Él sujetó su cuerpo tembloroso contra el suyo.

—¡Oh, Pedro! —dijo separándose, tragando saliva y luchando por respirar—. ¡Oh, gracias a Dios!… Gracias…

Una vez que dejó de tragar saliva, levantó los ojos suaves y empañados hacia él. En ese momento fue cuando algo se partió dentro de Pedro. Aún seguía conmocionado por el susto que se había dado cuando creyó que la valla la había lastimado. Pero al sentirla a ella, su miedo tomó un nuevo rumbo.

—¡Maldita mujer! ¿No tienes cabeza o qué?

Paula echó la cabeza hacia atrás. El pulso de su cuello palpitaba con fuerza.

—¿Qué?—dijo de forma apenas perceptible.

—¿Qué diablos estabas haciendo?

La furia de su voz la sacó a ella del estado aturdido en que se encontraba. Ella le devolvió el grito.

—¡Estaba hablando y mirando a un becerro, eso es todo!

—¡Es la cosa más estúpida que nunca he oído! ¡Podía haberte matado!

—¡A lo mejor esa sería la respuesta a mis problemas!

—¡Estupendo! ¡Realmente estupendo!

—¿Vas a dejar de gritarme?

—¡No! Deberías haber pensado antes.

La respiración de Paula era tan agitada como la de él, pero su furia mayor.

—¡Bueno, no lo hice! ¿Cómo iba a saber que… esa cosa negra me perseguiría?

—¡Con un poco de sentido común!

—¡Vete al diablo!

Pedro la agarró del brazo con sus largos dedos. Los dos se quedaron así, con las miradas sostenidas y la respiración acelerada.

—Vigilaría mis palabras si estuviera en tu lugar.

—Aléjate de mí —dijo ella lanzándole una mirada asesina.

—No hasta que te calmes y atiendas a razones.

—¡No! —dijo luchando por liberar su brazo.

—Tranquilízate, gatita salvaje.

—¡Déjame!

—¿Quieres callarte?

—¡No me callaré! Tú no tienes ningún derecho a…

Pedro la levantó del suelo y la apoyó contra el tronco del árbol, poniendo sus brazos a ambos lados de ella. Su cuerpo se convirtió en una barrera, y antes de que ella pudiera decir nada, él bajó la cabeza y la besó. Al instante, todo el cuerpo de Pedro se alteró, como si hubiera tocado un alambre electrificado. Entonces se retiró.

—Pedro… por favor…

—¿Por favor qué? Tú deseabas esto tanto como yo.

Pedro adelantó sus caderas, dejando que ella sintiera su endurecimiento y tras unos segundos, sintió su respuesta.

—Te gusta esto, ¿verdad?

—Por favor… no —dijo en un tono poco convincente.

Sabiendo que podía ser suya, Pedro se sintió seguro. Su dura expresión se suavizó y sonrió mientras se frotaba contra ella con unos movimientos que eran indicios claros de sus intenciones.

—¡Oh… Pedro! —gimió Paula.

—Lo sé.

Su voz sonó ronca mientras se mantenía apoyado contra ella. Una sonrisa cruzó los labios de ella y él la besó de nuevo, introduciendo su lengua más y más en su boca, deseándola, necesitándola… Con la misma rapidez con la que la besó, dejó de hacerlo. Entonces, respirando profundamente varias veces, le dió la espalda y se apartó. El sol calentaba con fuerza. Pedro no había permitido que su voluntad de hierro se resquebrajase durante mucho tiempo, y esa experiencia le dejó vulnerable. Finalmente, cuando hubo recuperado algo de ese control, giró sobre sus talones y dijo:

—Mira, yo…

Pero cerró la boca, al darse cuenta de que estaba hablando solo. Paula estaba a medio camino de la casa.

miércoles, 29 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 35

Paula no tenía idea de cuánto tiempo había estado andando ni dónde estaba. Aunque el tiempo no importaba. No había razón para que volviera corriendo a la casa. Pero al menos tenía dos cosas que esperar con ansiedad: tratar de encontrar su pasado e ir al cine. Sonrió. Aunque la vida en el rancho era algo completamente extraño para ella, se estaba adaptando bien. Si Pedro le dejase hacer algo para ayudar, estaría casi contenta. No podía creer que Pedro se hubiera ofrecido a llevarla al cine. Estaba segura de que en esos momentos él se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Era un hombre de lo más imprevisible, lo que le hacía más excitante. Y peligroso. Su sonrisa desapareció y suspiró. Lo último que necesitaba era la complicación de un amorío, especialmente con un hombre tan distinto de ella, tan duro. Aunque creía que bajo esa cara fría y sarcástica, había un corazón que necesitaba desesperadamente amor. Él nunca lo admitiría ni permitiría que nadie se acercara tanto. Y menos ella. Pero cuando la miraba con esos ojos ardientes…  Se sacó esos pensamientos de la cabeza y se concentró en los alrededores. Había entrado en un prado donde había un rebaño ocupado en mascar hierba y flores. A lo lejos se alzaban unos pinos. Cerca había robles y un solitario algodonero, aunque su tronco era dos veces mayor que el de los robles. El ganado pastaba cerca de un estanque. Una belleza indescriptible se extendía por doquier. Paula se quedó quieta, mirándolo todo. Se inclinó y recogió un ramillete de flores mientras el viento soplaba con suavidad contra su cara. No vio al animal hasta que se irguió de nuevo. Descansando entre unas hierbas altas, a unos pocos metros enfrente de ella, había un becerro.

—¡Oh, es precioso! —dijo acercándose con cuidado para no asustarlo.

¿Había visto alguna vez uno tan pequeño? Creyó que no, excepto quizá en dibujos. Paula se paró a un metro de distancia y se puso en cuclillas. Su piel era negra, pero fue de todo lo que pudo darse cuenta antes de que el becerro la viera a ella. Inmediatamente, tembló y trató de levantarse, pero sus piernas delgadas y larguiruchas eran tan inestables que no pudo.

—Lo siento, no quise asustarte —murmuró.

Pero su tono suave, no tuvo el efecto deseado. El becerro continuó temblando y mirándola con cautela a través de sus ojos negros. Paula se había puesto de pie con la intención de alejarse del animal cuando oyó un sonido extraño. El corazón le dio un vuelco y se quedó con la boca abierta. Se quedó horrorizada. Galopando por el prado a una gran velocidad y resoplando por la nariz, se aproximaba la vaca más grande, negra y fea que estuvo segura que Dios había puesto sobre la faz de la tierra. Y la criatura iba directa a ella.

Paula no podía pensar. No podía respirar. No podía moverse. Tenía los pies pegados al suelo mientras miraba con estupor. Lo que liberó sus miembros de la parálisis fue algo que nunca supo. Sólo supo que en un segundo pudo moverse y al siguiente estaba gritando. El grito pareció encolerizar aún más al animal, que aumentó su velocidad. Gritó de nuevo, pero no después de girarse y empezar a correr.

—¡Dios mío, ayúdame por favor! —gritó con miedo de girarse y con miedo de no girarse.

Pero sabía que no estaba sola. El sonido de los cascos estaba justo tras ella. Corrió como si su vida dependiera de ello. Y en ese momento, ella sabía que era así.

Recuerdos: Capítulo 34

—Confío en Lautaro.

—Yo también, pero…

—¿Aún tienes… esas pesadillas?

Paula se humedeció los labios, y una vez más sus miradas se encontraron. Recordó de pronto la noche en la que había llorado en sus brazos. Él pensaba lo mismo, ella lo supo, al ver la expresión de sus ojos y su respiración agitada.

—Algunas veces.

Se quedaron mirándose un rato más, entonces Pedro se aclaró la garganta.

—¿Tienen algún sentido?

—Sí y no… una vez soñé con el accidente… Soñé que estaba ardiendo…

—Continúa.

—Eso es todo. Por eso estoy tan frustrada. Es como si estuviera ahí, pero no lo está.

—Bueno, yo creo que es una buena señal.

—Puede. Pero mientras tanto, necesito algo en que ocupar mi mente.

—Te dije que yo tenía que trabajar —dijo con censura.

Paula bajó la mirada. Se puso colorada.

—Lo sé… Es sólo…

—¿Recuerdas que mencioné hablar con las líneas aéreas y llamar a las tiendas de joyas?

Los ojos de Paula cobraron vida.

—Yo podría hacer algunas llamadas, ¿Verdad?

—Supongo que sí, ahora que te encuentras mejor.

—Seguro que podré encontrar un listín telefónico de Houston en la biblioteca.

Pedro se quedó mirándola en silencio.

—Te atrae mucho la idea, ¿Verdad?

—Te he dicho que me iba a volver loca sin nada que hacer.

—Hablando de algo que hacer… Tengo que volver al trabajo —dijo retirándose del árbol—. ¿Qué harás tú?

Las facciones de Paula se entristecieron al imaginarse el día largo que le quedaba por delante.

—Supongo que daré un paseo.

Pedro vaciló antes de hablar.

—Puede que… eh… podríamos ir a la ciudad esta noche, a ver una película… Si te apetece, claro.

Paula se quedó tan sorprendida que no estuvo segura de haber oído bien. Pero al ver la expresión de la cara de Pedro supo que sí. Parecía como si fueran a colgarle de un árbol en lugar de lo que había sugerido. Bueno, pues esa vez había hablado más de la cuenta. Ella esbozó una sonrisa radiante.

—Me encantaría. Me gustaría muchísimo.

Mucho rato después de que él hubiera regresado a sus quehaceres, ella seguía sonriendo.


Pedro estaba de mal humor. No se podía creer que se hubiera ofrecido a llevarla al cine. De nuevo, se insultó por haberse ido de la lengua, descargando su furia con la horca y las balas de heno. Acababa de llenar los sacos con bloques de sal para su distribución. Y aún tenso, había decidido empezar con el heno. Sin camisa, hundió la horca en la tercera bala, la levantó y la puso sobre otra. Sus músculos se tensaron. A lo mejor debía haber animado a Paula para que fuera a quedarse con los Liscomb. No sabía cuánto más podría soportar estar tan cerca de ella. Había pensado que ella era demasiado frágil, pero ya no estaba tan seguro. A pesar de su falta de memoria, era mucho más capaz que él para enfrentarse con las situaciones. La veía en su mente, de pie al lado de él, con la luz del sol calentando su piel blanca y dándole un tono de miel, una piel que era tan suave y perfecta como un diamante. Ardía en deseos de tocarla. Se sentía físicamente enfermo, y no era sólo por el celibato. La quería a ella. Pero no podía ser, y lo sabía.

—¡Olvídala, ella no merece la pena!

El sonido de su propia voz pareció calmarlo, y durante unos instantes pudo pensar racionalmente. Él no tenía nada que ofrecerle excepto una caída en un saco sin fondo. Y ella se merecía algo mejor. Y él también. Ella había trastornado su cabeza más de lo que nunca estuvo.

Se paró y tomó aire, entonces se secó la frente. Se guardó el pañuelo en el bolsillo y entonces oyó el grito. El miedo se apoderó de él. La sangre se le convirtió en agua y paralizó sus miembros. Entonces lo oyó de nuevo. Tiró la horca y salió a toda prisa del granero.

Recuerdos: Capítulo 33

—¿Qué pasa? —preguntó Pedro sin preámbulo alguno, aunque su tono no tenía nada del desdén de la noche anterior.

—Tenemos que hablar.

—Te has levantado muy temprano, ¿No?

—Por simple aburrimiento.

Ella vió un brillo en sus ojos y supo que su sarcasmo le había afectado. Pero entonces, Pedro sonrió con burla, mientras sus ojos recorrían su esbelta figura con apreciación.

—¿Por eso?

—No lo encuentro divertido —dijo Paula empezando a irritarse.

La expresión de Pedro cambió.

—No, supongo que no. Pero no lo sé, nunca me he aburrido.

—Por desgracia yo no me puedo permitir ese lujo —dijo ella con sarcasmo.

—Vamos, demos un paseo.

—De acuerdo —dijo Paula mirándolo de reojo—. ¿Puedes dejar de trabajar un rato?

—¿Serviría de algo que te dijera que no?

Sus miradas se encontraron.

—No.

Pedro no respondió; apretó la mandíbula. Durante un rato, anduvieron en silencio, cada uno perdido en sus propios pensamientos. Cuando llegaron a un grupo de árboles dentro de un prado vallado, él se detuvo y se apoyó contra uno.

—¿A qué viene todo esto? ¿Es por Diana?

Paula frunció el ceño.

—¿Diana?

—Sí. Diana te preguntó si querías quedarte con ellos.

—¿Lo oíste?

—Sí —dijo con voz vacía—. ¿Qué vas a hacer?

—¿Qué… qué quieres que haga?

—¡Por el amor de Dios, Paula!

—¿Significa eso que… que quieres que me marche?

—No. ¡Diablos, no!

Paula respiró profundamente, y al hacerlo, su olor a sudor, a ganado, llenó sus pulmones. En ese momento fue más consciente de su presencia que nunca antes. Pedro la miró a los ojos, como si estuviera tratando de abrazarla. El aire entre ellos se estremeció. Entonces un débil suspiro escapó de los labios de ella y rompió el hechizo. Los ojos y el rostro de él, se quedaron, de golpe, inexpresivos.

—Entonces, no es porque te quieras marchar —dijo sonando cansado e impaciente.

—A pesar de lo que dijo el doctor, siento que tengo que hacer algo para tratar de averiguar quién soy.

—¿Has pensado en un detective privado?

Paula inclinó la cabeza a un lado, como para aclararse las ideas.

—No, pero tampoco he estado pensando racionalmente. Aunque eso suena sensato.

—Si decides ir por ese camino, dímelo. Conozco gente.

—Algunas veces pienso que estoy condenada a permanecer en esta oscuridad para siempre.

—No lo estás.

—Pareces muy seguro.

Recuerdos: Capítulo 32

¿Llevaba en el rancho de Pedro sólo una semana? Le parecía toda una vida. Los últimos dos días habían estado vacíos y llenos de frustración. Algo le dijo a Paula que ella era una mujer muy activa, que trabajaba duro y se enorgullecía por su habilidad de hacer frente a cualquier situación. Pero no tenía nada que hacer para pasar el tiempo, y esa inactividad la deprimía cada vez más. ¿Cuánto tiempo hacía que no se reía? Incluso las dos visitas más que habían hecho a Francisco y Diana no habían conseguido animarla, aunque ellos habían hecho lo posible por levantarle la moral.

La última vez que había ido a la ciudad con Pedro a comprar comida, se había comprado un montón de revistas y libros. Pero se había hartado de leer. Y también estaba él. Aunque hacía todo lo posible porque ella tuviera cuanto necesitaba, también hacía todo lo posible por evitarla. Rara vez comía con ella, excepto en la cena, que la preparaba ella. Sabía que él apreciaba su esfuerzo, porque disfrutaba de sus comidas, pero después, con cualquier excusa, se retiraba a la habitación que le servía de oficina. Dos veces se había quedado a tomar una taza de café. Pero su compañía tuvo sus desventajas. Su proximidad, la calidez de su cuerpo y la forma en que la miraba alteraban la compostura de Paula, de una forma que no hubiera podido hacerlo hablando. Pero aun así, ella prefería su presencia, tan perturbadora como le resultaba, a la soledad. Ese día estaba entrando en la misma rutina que el resto, sólo que esa vez, ella no iba a quedarse ociosa. Las cosas no podían continuar así. Había llegado el momento de ponerse a trabajar y averiguar quién era. Había decidido levantarse temprano para abordar a Pedro antes de que se fuera a cuidar su ganado. Pero de nuevo, llegó demasiado tarde. Cuando salió fuera, vio que el sol teñía el cielo de muchos colores. Se detuvo, se quedó mirándolo, y se llenó los pulmones del limpio aire matinal. Entrecerrando los ojos, miró hacia el granero, esperando tener suerte y pillarle.

La noche anterior, durante la cena, había comentado que tenía que cargar varios sacos de sal para su recogida.

—Me gustaría ayudar —había dicho ella sin pensarlo—. ¿Puedo?

—No puedes estar hablando en serio.

—¿Por qué no?

—Porque en el granero hace calor, está sucio y no es un lugar apropiado para una mujer.

—Quieres decir que no es el lugar para mí, ¿Verdad?

Los ojos de Pedro recorrieron su cuerpo.

—No creo que te gustara el granero.

—Tú no sabes lo que me gusta —dijo con dolor.

Pedro se levantó de pronto, y al hacerlo, las patas de las sillas arañaron el suelo.

—Tienes razón, no lo sé.

Y con eso, se giró y se dirigió hacia la puerta. Ella se había quedado mirándolo, temblando. Entonces se tragó las lágrimas y recogió la mesa. Antes de terminar, había roto dos platos. Había planeado hablar con él esa noche, pero después de esa conversación, desistió. En ese momento, Pedro salió del granero.

—¡Pedro!

Él se giró.

—¿Sí?

—Espera, por favor. Tengo que hablar contigo.

Él se dirigió hacia ella con impaciencia. Tenía unos vaqueros llenos de polvo, una camisa azul y su Stetson. Definitivamente, era un hombre estupendo. Pero su aspecto físico era sólo algo superficial. Su presencia era formidable, y no importaba la forma en que estuviera vestido. Simplemente irradiaba poder. Cuando llegó a su lado, Paula tenía la boca reseca. Fuera o no una locura, la atracción estaba allí, latente y poderosa.

Recuerdos: Capítulo 31

—Me siento como si hubiera sido arrojada en medio del océano sin chaleco salvavidas.

—Debe ser espantoso —dijo Diana tomando su mano—. Es un milagro que Pedro y tú estén vivos.

—Cuando empiezo a compadecerme de mí misma, siempre recuerdo eso.

—¿Qué planes tienes?

Paula se pasó una mano por su espesa melena.

—No lo sé.

—¿Piensas quedarte con Pedro indefinidamente? —insistió Diana con suavidad.

—No… no, claro que no.

Diana la miró con cuidado.

—Serás bienvenida a quedarte aquí si así lo deseas. Sólo estamos Francisco y yo en esta enorme casa.

Paula no había esperado la invitación. Y aunque se sintió conmovida por la oferta de Diana, la idea de dejar a Pedro la llenó de pánico. Era una locura, pero era la verdad. Y no podía decirle a Diana que…

—Yo…

—Piénsatelo —la interrumpió Diana con tranquilidad.

—¿Estás lista para que nos marchemos?

La voz ruda e inesperada de Pedro, la sobresaltó. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Había oído la oferta de Diana? Paula se giró y encontró su mirada. Como de costumbre, no revelaba nada. Estaba apoyado contra el marco de la puerta como si no tuviera ninguna preocupación en la vida. Paula desvió la mirada y se puso de pie.

—Cuando quieras.

—¿Seguro que os tenéis que marchar ya, Pedro?

—Me temo que sí. Diana. Llevo levantado desde las cuatro de la mañana reparando vallas y aún no he acabado.

—No merece la pena que le cuentes esas cosas —dijo Francisco apareciendo junto a Pedro—. Ella cree que el día no empieza hasta las nueve.

—Eso es una mentira, Francisco, y tú lo sabes.

Todos se rieron y se despidieron.

—Son encantadores —comentó Paula unos minutos más tarde, observando cómo Pedro conducía.

—Los mejores.

—Me lo he pasado muy bien. Gracias por traerme.

Pedro se giró hacia ella y su mirada recorrió despacio su cara.

—¿Te apetecía de verdad que volviésemos a casa?

A casa.

—Claro —dijo en un susurro.

Cuando Pedro devolvió su atención a la carretera, Paula cerró los ojos. A casa. Su mente se deleitó. Le gustaba cómo sonaba. Demasiado.

lunes, 27 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 30

Se quedó sentado en lo alto del caballo y la miró en silencio. Sus ojos traspasaron su blusa, diciéndole a Paula, sin necesidad de hablar, que sabía en qué estaba pensando. Entonces Pedro se bajó con elegancia de la montura y se quedó de pie.

—Hola —dijo Paula con las mejillas encendidas.

—Hola.

Silencio.

—Eh… ¿Has terminado de trabajar por hoy?

—Sí. Voy a ir a visitar a Francisco.

—¡Oh!

Paula intentó no mostrar su decepción al pensar en quedarse sola durante el resto de ese espléndido día.

—¿Quieres venir?

A Paula le gustó Diana Liscomb a primera vista, al igual que la barba de su marido. Los dos le dieron la bienvenida.

Ansiosos de enseñar su hogar, Francisco y Diana los llevaron a dar un paseo por los jardines antes de entrar. El interior era más exuberante que el exterior. El suelo del salón y del vestíbulo eran de roble y brillaban como un espejo. El mármol cubría las escaleras y la entrada. En todas partes, las paredes eran blancas y se advertía el aroma a popurrí de melocotón. Insistieron en que se quedaran a almorzar. Incluso a pesar de que Pedro no parecía querer, Diana le engatusó. Tras disfrutar de un delicioso almuerzo, Diana y Paula disfrutaron de una segunda taza de café en la habitación de al lado de la cocina, mientras Pedro y Francisco hablaban de negocios en otra sala.

—He de admitir que nos quedamos muy sorprendidos, y aún lo estamos, cuando nos enteramos de que Pedro te llevó a su casa —dijo Diana sonriendo.

Paula le devolvió la sonrisa.

—Es fácil de entender.

—Pedro no suele hacer cosas así.

Paula sonrió de nuevo.

—La verdad es que cuando miro atrás, no estoy segura de que le quedara otra opción.

Diana alzó las cejas.

—¿Y eso?

—¿No te ha dicho Pedro que yo prácticamente le rogué que no me abandonara? —dijo, un poco molesta al confesarlo.

Diana se rió con ganas.

—Hablar es la única cosa que él no hace.

—Tienes mucha razón.

—Tú no sabes ni la mitad. No te permitiría que hicieras algo por él a menos que pudiera devolverte el favor, lo que prueba que bajo esa dura apariencia, hay un hombre amable. Sabes que es piloto, ¿No?

Paula hizo un gesto negativo con la cabeza, tratando a la vez de seguir el cambio de tema de Diana.

—La verdad es que no importa. Lo que quería decir, es que Francicso le ha ofrecido su avión muchas veces, pero no creas que ha aceptado la oferta. Por supuesto que no. Es muy orgulloso y terco en extremo.

—Pero tú no cambiarías nada en él, ¿Verdad? —preguntó Paula sonriendo pero con tono serio.

Diana sonrió profundamente.

—Le queremos como a un segundo hijo.

—Entonces deben conocerlo bien.

—Nadie conoce a Pedro. No se deja. Supongo que es porque ha sufrido.

—Sé que estuvo casado.

—Sí, pero no duró. Mientras estuvo en el hospital con un agujero en el costado, su esposa apareció con los papeles del divorcio.

A Paula le dió un vuelco el corazón.

—Qué horrible.

—Eso es lo que nosotros pensamos. Aunque está claro que él no habla de ello. Así que no preguntamos ni presionamos.

—Yo sólo espero poder pagarle algún día por su ayuda.

—¡Oh!, debe ser horrible no saber nada sobre tí.

Paula dió un sorbo de café como si así pudiera contener las lágrimas que amenazaban con salir a sus ojos. Hasta ese momento había sabido controlar muy bien sus emociones.

Recuerdos: Capítulo 29

Si no fuera por la pérdida de la memoria, ella estaría contenta con su recuperación. Y había sido gracias al descanso. Se podía mover sin hacer muecas de dolor, y los terribles dolores de cabeza eran más soportables. Pero sabía que aún le quedaba mucho para estar en perfectas condiciones. Tenía suerte de poder descansar durante el día mientras Flint trabajaba. Por la noche le daba miedo cerrar los ojos. Temía que otra pesadilla asaltara su subconsciente. No quería una representación repetida de lo ocurrido la primera noche. Sólo pensar en ese incidente la hacía sentirse molesta. Pensar en él la hacía sentirse molesta. A pesar de su hospitalidad, ella sabía que había trastornado su vida. Pedro estaba resentido por ello; estaba resentido con ella, aunque la mayor parte de las veces ella no podía descifrar qué se escondía detrás de esos profundos ojos verdes. A pesar de ello, o puede que por ello, él la intrigaba y la hacía desear conocer qué le hacía ser un hombre solitario.

Paula se rió de sí misma por pensar tales tonterías, y se recordó que ella estaba allí temporalmente y nada más. Además, no quería estropear ese día maravilloso con pensamientos oscuros. Terminó de vestirse y salió de su habitación. Se paró en seco. Al principio pensó que estaba viendo visiones. El cuarto de estar, aunque no reluciente, estaba limpio y ordenado. Estaba claro que Pedro había estado muy ocupado. Una sonrisa se dibujó en sus labios y se dirigió a la cocina. Ahí también había estado trabajando Pedro. Salió fuera por la puerta de la cocina, al viento y al sol. En el instante en que rodeó la esquina de la casa, lo vió. Cabalgaba por el prado, y de nuevo, ella se quedó inmóvil. Se le veía muy alto sobre la silla de montar; hombre y bestia moviéndose como un sólo cuerpo.

Pedro debía haberla visto apoyarse contra la valla en el patio trasero, porque inmediatamente guió al caballo en su dirección. El corazón de Paula se aceleró. Intentó no mirar, permitiéndose echarle sólo ojeadas furtivas, pero cuando estuvo más cerca, lo estudió de arriba a abajo, desde su sombrero caído hasta sus botas desgastadas. Era un ejemplar magnífico, más perfecto que el caballo en el que montaba. Intentó no pensar en eso y levantó la mirada, pero no pudo, especialmente después de que él  detuviera el caballo justo enfrente de ella. Estaba empapado en sudor. El pelo que le asomaba bajo el Stetson estaba húmedo y la camisa, pegada a su escultural cuerpo. Respiraba con dificultad. Paula sintió que su propio cuerpo respondía a ese magnetismo, tan fuerte que la dejó débil y más perdida que nunca. Ni siquiera sabía quién era ella; estaba luchando por encontrar su identidad. Entonces ¿cómo podía pensar en ese hombre desde el punto de vista sexual? Pero él era sexy, tanto que a ella se le hacía la boca agua.

Recuerdos: Capítulo 28

Aún podía ver la cara afligida de Paula; podía oírla, rogando a Lautaro que la ayuda Paula se había sentado frente de la mesa de Lautaro, con los ojos muy abiertos y expresión preocupada.

—Creí que ya habría recordado algo.

—¿Recuerdas lo que te dije en el hospital? —dijo Lautaro con paciencia—. No puedes pretender que esto vaya rápido. Así que trata de no preocuparte, eso sólo agrava las cosas. Simplemente continúa tomando estas pastillas cuando te duela la cabeza. Y no hagas esfuerzos.

En esos momentos, mientras Pedro ajustaba otra pieza de alambre en la valla, el último consejo de Lautaro le recordó el ofrecimiento de Paula de limpiar la casa. Dudaba que hubiera tomado una escoba en toda su vida, y mucho menos un trapo de limpiar el polvo. De todas formas, ésa era la última cosa que ella necesitaba hacer, especialmente cuando estaba tan frágil. Pero eso no evitaba que también fuera terriblemente sexy… Tomó otro clavo, mientras pensaba que era un asco ser pobre. Para entonces, se había imaginado que podría haber contratado a alguien para que la ayudara, pero su ganado no había progresado lo suficiente como para permitirse ese lujo. La única cosa peor que estar en la bancarrota era su obsesión por Paula Chaves. Había tratado de evitarla y se había asegurado a sí mismo que estaba inmunizado contra las mujeres de su tipo. Pero no lo estaba. Ella era demasiado atractiva. La sensación de tenerla entre sus brazos había despertado en él un apetito que pensó que había muerto hacía mucho. Llevaba bajo su techo sólo tres días, y él ya se la había imaginado retorciéndose y gimiendo bajo él. ¿Entonces por qué no la tomaba? ¿Qué podía haber de malo en sentir de nuevo? A lo mejor perdiéndose dentro de ella, se encontraba a sí mismo otra vez. Pero esa no era la respuesta, y él lo sabía. Incluso si ella le permitía tocarla, lo cual era improbable, hacer el amor con ella no funcionaría. Su relación sería un callejón sin salida. Él no veía razón para iniciar algo que no llevaría a ningún lugar. La única solución era averiguar quién era ella y que se marchara. Se quedó mirando sus manos temblorosas; necesitaba una bebida desesperadamente.

—¡Para ya, Alfonso! —se gritó a sí mismo, y se llenó los pulmones de aire.

Sabía que debía tomar la iniciativa, contratar a alguien que los ayudara a averiguar la identidad de Paula. Debido a sus años al servicio de la ley, tenía contactos que podía utilizar. Todo lo que tenía que hacer era llamar por teléfono a un amigo detective de Lufkin. Aun así, vaciló. ¿Por qué? ¿Podría ser por que no quería que ella recuperase su memoria y dejase de depender de él? Esperaba que no. No podía haberse rebajado tanto. No, ése no era el caso. Quería que ella se marchara antes de que él cometiera alguna estupidez, algo de lo que se arrepentiría durante el resto de su vida. Sus pensamientos empezaron a liarse y le confundieron. Así que más que tratar de aclararse, cogió sus cosas, se subió al caballo y se dirigió a la casa.

Recuerdos: Capítulo 27

Decidiendo que obtener la información deseada iba a ser difícil, Paula insistió con una tenacidad caracterizada por su naturalidad.

—¿Entonces cómo te ganabas la vida?

—Trabajé en el DN.

Paula no fingió su sorpresa.

—¿En el Departamento de Narcóticos?

—El mismo.

—¿Y ya no trabajas para ellos?

—Me marché.

—¿Ocurrió algo?

Paula sabía que la paciencia de Pedro se estaba acabando, y pensó que, en realidad, estaba aguantando demasiado.

—Sí, se podría decir que ocurrió algo. Me trincharon como a un pedazo de carne.

La cara de Paula perdió su color.

—¿Satisfecha? —dijo con dureza.

—Lo… lo siento… No pretendí…

Pedro tomó su sombrero Stetson y se lo puso en la cabeza.

—Olvídalo. Yo lo he hecho.

Paula, con el corazón latiéndole como si acabara de correr una maratón, se dirigió a la puerta.

—¿Dónde vas?

Paula se paró.

—A mi… habitación.

—Vale, pero tienes que estar lista en… quince minutos.

—¿Para qué?

—Vamos a ir a la ciudad, tienes que ver a Lautaro… Después pararemos en la tienda para que puedas… cambiar esa prenda que te está pequeña.

Se puso colorada y bajó la mirada.

—Bueno, ¿A qué esperas?

Paula siguió avanzando a toda prisa hacia la puerta, y al llegar, se giró.

—¿Me dirás la verdad?

—¿Sobre qué?

Paula se pasó la lengua por los labios resecos.

—Sobre anoche.

—¿Qué quieres saber?

—¿Entraste en mi habitación?

—¿No lo recuerdas?

—No.

—Tuviste una pesadilla.

Paula miró al suelo y luego levantó la vista.

—¿Me… abrazaste?

—Sí.

Ninguno de ellos se movió ni habló durante unos segundos.

—Gracias —murmuró Paula al fin.

—De nada.

Otro silencio. Al final Pedro habló.

—¿Y bien?

—¿Qué? —dijo Paula respirando para calmarse.

—¿Te vas a quedar todo el día ahí de pie?

—No, claro que no —dijo, y girándose, abandonó la cocina.

No estuvo segura, pero más tarde, cuando pensó en el incidente, Paula estuvo segura de que tras marcharse, él se había reído.



El viento de Abril rugía. Le revolvió el pelo y silbó entre la hierba como un reptil. El sol, igual de fuerte, le hacía resplandecer como si fuera un dios.  Pedro hizo caso omiso de ambos y descargó sus frustraciones con la valla que estaba arreglando. No recordaba haber martillado un clavo en un trozo de madera con tanta fuerza como en esos momentos. Paró y se secó el sudor de los ojos y de la frente, pero no le sirvió de nada. Cuando volvió a clavar otro clavo, el sudor le empapó de nuevo. Pero aun así, siguió trabajando. Habían pasado tres días desde que había llevado a Paula a la ciudad. Primero, ella había hecho algunas compras. Y después la había llevado a visitar al doctor.

Recuerdos: Capítulo 26

—Yo… no quiero que pienses que soy una desagradecida… no es cierto. Y en cuanto pueda te lo pagaré todo.

Los ojos de Pedro se movieron desde su cabeza hasta sus pechos, pasando por su rostro y su cuello.

—Lo que tú digas.

Y de pronto, no tuvieron nada que decirse el uno al otro. Los dos se dieron cuenta a la vez, y eso hizo la situación más embarazosa. Sus miradas se encontraron, y se separaron. Los dos fingieron escudriñar la habitación como si estuvieran buscando algo. Paula trató de relajar el ambiente; se levantó y se dirigió de nuevo a la ventana. Al llegar, habló con naturalidad.

—Mientras esté aquí, quiero ganarme mi sustento.

Pedro se quedó estupefacto.

—¿En qué estás pensando?

—Sólo eso.

—Las órdenes del doctor fueron que descansaras.

—Lo haré, pero no puedo estar… gratis.

—A mí no me importa.

—Podría limpiar la casa.

Pedro se levantó de la silla, y un segundo después se puso amenazadoramente a su lado.

—Olvida eso.

—¿Vas a abalanzarte sobre mí cada vez que diga algo que no te gusta?

Pedro dió un paso atrás.

—Lo siento.

—Entonces, déjame ayudar —dijo Paula con una sonrisa forzada, decidida a no dejarse intimidar, y sospechando también que él no era tan fiero como aparentaba—. Si estaba metida en el negocio de joyas antiguas, me deben gustar las casas antiguas.

—¿Estás segura?

—Sí. Además, este lugar tiene posibilidades.

—Bueno, puede que te permita que ordenes la casa un poco. Pero nada más. Y sólo después de que estés más fuerte.

—¿Has pensado alguna vez en arreglarla?

—Sí, un millón de veces, pero no tengo dinero.

Paula se quedó helada, sin saber qué decir. Finalmente, para romper el silencio, preguntó:

—¿Has sido siempre un ranchero?

—No.

viernes, 24 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 25

—Bueno, ¿Cómo prefieres los huevos?

La pregunta de Pedro la sobresaltó. ¿Cómo le gustaban a ella los huevos?

—No… no lo sé —murmuró girándose y mirándole.

—¡Eh, tranquila! —dijo Pedro al ver sus ojos tristes—. No pasa nada. Te freiré un par para que los tomes con el bacon y las tostadas.

Paula, ya recuperada de la espantosa realidad de no saber qué tipo de comida le gustaba, movió la cabeza.

—Me da la impresión de que es demasiada comida.

—No creo que tengas que preocuparte por tu peso.

Pedro la miró, y a ella le apreció que se detuvo más tiempo del necesario en su cuello, y luego en sus pechos, que rozaban directamente con la camisa. El sujetador que le habían dejado con la ropa había sido demasiado pequeño. Cuando él miró sus ojos de nuevo, ella estaba temblando por dentro.

—Todas las mujeres deben preocuparse por su peso —dijo impaciente por disimular.

Pero no tenía que preocuparse. Él no la miró más. Se concentró en la tarea de sacar el bacon de la sartén y colocarlo sobre papel de cocina para que escurriese. Paula observaba sus manos preguntándose si realmente ella las había sentido sobre su piel la noche anterior o había sólo un sueño. Sintiendo que empezaba a ponerse colorada, desvió la mirada, horrorizada por sus pensamientos. Más que eso, estaba horrorizada por su comportamiento. El que encontrara a ese hombre atractivo no era algo en lo que debiese pensar. Debía preocuparse únicamente por recuperar la memoria.

—Come —dijo Pedro.

Su voz brusca y el sonido del plato sobre la mesa de formica, le hicieron ponerse en acción. Se acercó a la mesa y se sentó. Comieron en silencio. Paula no tomó más que dos o tres bocados de cada cosa y apartó el plato.

Pedro la miró con las cejas alzadas.

—¿Ocurre algo?

—No, estaba delicioso.

Pedro hizo una mueca.

—Ya.

—En serio —dijo Paula con una sonrisa—. Es sólo que ahora tengo otras cosas en la cabeza que no son la comida.

Pedro echó su plato a un lado y tomó la taza de café. Después de beber, la miró por encima del borde.

—¿Nada todavía?

—Nada —dijo con decepción—. ¿No lo has notado cuando no he podido saber si me gustaban los huevos o no?

—No te hará ningún bien atormentarte, ya lo sabes.

—Sí, pero no lo puedo evitar. Me siento tan inútil y frustrada…

—Te ayudaré en todo lo que pueda. Ya te lo dije y fue en serio. Así que si hay algo que recuerdes, cualquier cosa…

—Nada. Y eso me asusta, eso y el hecho de que en algún lugar mi familia esté desesperada. Y… —se detuvo y suspiró.

—¿Y qué?

—Y que no tengo dinero.

—Yo te lo puedo prestar.

—No puedo permitirlo.

—¿Por qué?

—Porque no.

—Como gustes.

Paula enderezó sus delgados hombros.

—Aparte del dinero está la ropa que tú… compraste.

—Yo no la compré.

—¡Oh!

Posiblemente una de sus amigas tuvo ese honor, pero Paula no se atrevió a preguntarlo.

—¿Qué hay de malo? —preguntó cortante.

La pregunta la pilló por sorpresa.

—¿Con qué?

—Con la ropa —dijo impaciente.

—No hay nada malo, sólo que… algunas cosas no me están bien.

—Ya veo.

Una vez más, sus ojos se clavaron en sus pechos, como si supiera exactamente a qué prendas se refería. Y una vez más, Paula enrojeció, aunque intentó, como antes, controlarse.

Recuerdos: Capítulo 24

—¿Qué haces levantada tan temprano?

La voz de Pedro, áspera y repentina la dejó helada. Pasó un rato antes de que pudiera contestar.

—No es tan temprano. Pero aunque lo fuera, no podía quedarme más tiempo en la cama.

Paula trató de hablar con naturalidad, pero no lo consiguió; su voz había sonado jadeante e indefensa. Pedro intentó sonreír, pero tampoco lo consiguió; sólo flexionó ligeramente los músculos de su rostro.

—Puedes sentarte. El desayuno está preparado.

Paula vaciló, mientras recorría con la mirada la cocina. Al igual que el cuarto de estar, a través del cual acababa de pasar, estaba desordenada y sucia. las paredes necesitaban una mano de pintura, igual que los armarios. Pero antes de nada, las cortinas, los mostradores y el suelo necesitaban una buena limpieza. Aparentemente, Pedro leyó en sus ojos la censura, porque cuando habló, su voz fue insultantemente fría.

—Supongo que no esperaría que esto fuera el Hilton, señorita Chaves.

—Mira… yo…

Pedro la cortó.

—No es malo que todos no podamos obtener lo mejor de la vida.

—No creo que el jabón y el agua se incluyan en esa categoría.

Pedro la miró con crueldad.

—Me importa un comino lo que pienses.

—Ya lo sé, sólo…

—¿Y quieres saber algo más? No todo el mundo ha nacido con una cucharilla de plata en su boca.

A Paula se le pusieron los pelos de punta.

—¿Y crees que yo sí?

—Para empezar, no llevas ropa cara ni eres la dueña de una tienda de joyas a menos que tengas dinero.

—Eso no es verdad —dijo con ardor—. Pero de todas formas, no me puedo defender.

Él no dijo nada durante un rato. Paula deseaba desesperadamente que mejorase su humor, pero no se le ocurría nada que decirle. Entonces, como llovido del cielo, Pedro murmuró:

—Si hubiera sabido que iba a tener compañía, habría hecho limpieza.

Paula le vió apretar la mandíbula, y se dió cuenta del trabajo que debía haberle costado decirle eso.

—No quiero que pienses que estaba criticando, porque no lo estaba… Sólo me siento agradecida por tu ayuda.

—Tienes una extraña forma de demostrarlo.

Paula no quería agravar una situación que era de por sí tensa, así que se tragó una respuesta mordaz y se dió la vuelta. Pasado un momento, Pedro dijo:

—¿Qué te parece si desayunamos?

—Gracias —dijo Paula un poco temblorosa, pero contenta de que él hubiera cambiado de tema—. Pero no te tomes ninguna molestia por mí.

Una breve sonrisa dió calidez a las facciones de Pedro.

—No es molestia. Debes estar muerta de hambre.

—La verdad es que sí.

—¿Quieres una taza de café?

—Me parece estupendo.

Pedro llenó una taza de líquido humeante.

—Gracias —murmuró Paula.

En lugar de sentarse, se dirigió a la ventana que había tras la mesa y miró fuera. Parecía que iba a ser un buen día. En un prado distante, unas flores azules se balanceaban con la brisa de primavera. Un enorme roble se alzaba sobre ellas, mientras dos ardillas juguetonas lo usaban como pista de juegos. De alguna forma, Paula supo que antes ella nunca se había fijado en algo tan trivial como eso. Pero el haber estado tan cerca de la muerte lo había cambiado todo. Ella había cambiado.

Recuerdos: Capítulo 23

El sol se filtró por las finas cortinas y le dió a Paula directamente en la cara. Cambió de posición e hizo una mueca de dolor. ¿Por qué estaba tan dolorida y tenía el cuerpo tan entumecido? Abrió los ojos despacio, y sin moverse miró a su alrededor. No le decía nada. Pensó que esa habitación tenía la personalidad y calidez de una habitación de hospital y sintió que un miedo desconocido crecía en su interior. Junto a la cama de hierro, había una cómoda y una mecedora. ¿Dónde estaba? Como un puñetazo en el estómago, la respuesta la golpeó.

—¡Oh, no! —gimió.

Para suavizar otro gemido, sacó la almohada de detrás de su cabeza y se tapó con ella la cara. Estaba en un sitio extraño con un hombre extraño, y no podía recordar quién era ella. La verdad, en ese oscuro momento, fue tan agobiante que pensó que iba a ponerse histérica. Respiró profundamente varias veces y se calmó. Se destapó y se irguió, dejando las piernas al borde de la cama. No iba a permitir que sus miembros entumecidos le impidiesen levantarse. Se quedó sentada unos instantes y se le pasó el mareo. Su visión estaba más clara que nunca. Y tenía hambre, mucho hambre. ¿Había sido el olor del bacon lo que la había despertado? Pero aún vaciló unos instantes. El pensamiento de enfrentarse al hombre serio y malhumorado que era su anfitrión no le hacía mucha gracia, y entonces se acordó del sueño que había tenido. Había soñado que él la había abrazado y lo protegida que se había sentido.

Los dedos de Paula se hundieron en la almohada. ¿Por qué le estaba jugando su cabeza esas malas pasadas? Ese hombre no significaba nada para ella. ¿Se estaba volviendo loca? No, simplemente estaba sufriendo las repercusiones del accidente. Tenía que creer que había hecho lo correcto al ir allí. También tenía que creer que él la ayudaría a recuperar su identidad. Flint era su única esperanza, ya que nadie más en el hospital tenía tiempo para preocuparse de ella. Al ponerse de pie, vio un montón de ropas dobladas en los pies de la cama. Se preguntó de dónde habían salido y quién las había puesto allí. Él había entrado en la habitación. Se puso colorada. El corazón le latió con fuerza. ¿Seguro que no la había tocado al colocar allí aquellas cosas? No. Había sido sólo un sueño, y no había significado nada. Cuando se dirigió a tomar la ropa, se dió cuenta de que sus piernas tenían la consistencia de la gelatina. Al cabo de un rato, con vaqueros, camisa rosa y zapatillas de deporte, se encaminó a la cocina.

Él estaba de pie frente a la cocina. También llevaba vaqueros y camisa. Pero su ropa era nueva y la de él no. Los vaqueros estaban desteñidos y muy apretados, lo que hizo que se fijara en sus esbeltas caderas y sus musculosos muslos. Su camisa también estaba muy gastada y la llevaba abierta, revelando un estómago liso. Sin quererlo, los ojos de Paula vagaron por su piel bronceada. Trató de mirar hacia otro lado; de ignorar ese sentimiento confuso que empezó a surgir en su interior. Pero no pudo. Como si él hubiera sentido su presencia, levantó la mirada. Las miradas de ambos se encontraron y se mantuvieron así unos instantes. Humedeciéndose los labios, ella tartamudeó:

—Yo… uh… buenos días.

Recuerdos: Capítulo 22

—Bueno, chaval. Será mejor que nos vayamos y te dejemos con tus cosas. Pero si nos necesitas, no vaciles en llamar.

—Lo haré.

—En cuanto puedas tenemos que vernos de nuevo. Quiero que nos cuentes qué tal fue tu viaje.

—Dentro de un par de días —dijo Pedro acompañándolos a la puerta—. Gracias otra vez por todo.

Acababa de cerrar la puerta cuando oyó el ruido. Al principio no supo que era. Pero entonces lo oyó de nuevo. ¡Paula! Con el corazón en la garganta, corrió por el pasillo. Estaba gritando como si sufriera. Cuando llegó a la puerta, se quedó parado. La luz de la luna que entraba por la ventana le permitió ver cada detalle de ella, que estaba sentada en el centro de la cama. Su rostro, lleno de lágrimas, parecía completamente blanco bajo la masa de cabello negro. Pero era el contorno de su cuerpo bajo la camisa que le había dado lo que llamó su atención y la mantuvo. Tenía los hombros desnudos, y él se imaginó lo que sería abrazarlos. Se agarró al pomo de la puerta, sin respiración al contemplar su belleza.

—¿Paula? —dijo al fin incapaz de moverse—. ¿Qué pasa?

—¡Oh, por favor, ayúdame! —le pidió con ojos febriles.

Pero Pedro sabía que no le estaba viendo. Estaba en las angustias de una pesadilla.

—Ayúdame… mi cuerpo está en llamas —murmuró temblando.

Pedro se acercó a la cama y se detuvo en el borde, lo suficientemente cerca para tocarla, para olerla. Su aroma inundó sus fosas nasales y le alarmó.

—Por favor —lloró Paula extendiendo los brazos hacia él.

Pedro se sentó y la abrazó.

—Ssh, no pasa nada.

Sólo que para él no era así. El sudor empezó a correr por su cuerpo. No debería estar abrazándola. Con un esfuerzo sobrehumano, trató de soltarla.

—No —le rogó mirándole—. No me dejes.

Él no quería hacerlo. No quería. Le gustaba tenerla en sus brazos. Se estaba tan bien… Pero no estaba bien. Estaba mal, ¡Mal, mal! Intentó de nuevo separarla. Pero ella se aferró a él con más fuerza, apretando sus pechos contra el suyo.

—No —dijo Pedro con voz poco clara.

Incluso a través de la camisa, sentía sus pezones como si fueran dos puntas de fuego. Deseaba chuparlos con su lengua. Todo el cuerpo se le encendió. Un escalofrío recorrió su nuca, mientras una oleada de calor le invadió con tal intensidad que le cortó la respiración. Apretó la mandíbula hasta que los músculos sele quedaron rígidos, mientras colocaba las manos en sus hombros y, con suavidad pero con firmeza, la volvió a depositar sobre la almohada. Por suerte, se había quedado dormida. Pedro no se levantó. No podía. Tendría que esperar a que se calmase el daño que había sufrido su propio cuerpo. Al abrazarla, la sangre caliente se había acumulado en su ingle. A duras penas se podía mover o respirar. No supo cuánto tiempo estuvo hasta que se arrastró con dificultad hasta la puerta. Allí se giró y contempló sus pechos, que subían y bajaban con ritmo regular. Minutos después, en su dormitorio, miró a la cama como si fuera algo amenazador. Iba a ser una noche muy larga.

Recuerdos: Capítulo 21

Francisco rompió el silencio.

—Por cierto, nos alegra que estés bien.

—Dios, sí —dijo Diana—. Cuando oímos lo del accidente de avión y nos dimos cuenta de que era el tuyo… bueno, no hace falta que te diga las cosas que pensamos —añadió estremeciéndose.

Los ojos de Pedro estaban tristes.

—Yo también pensé que estábamos perdidos.

Francisco se sentó al lado de su esposa en el sofá. Pedro estaba apoyado en la chimenea.

—Bueno, supongo que aún no había llegado tu hora.

—No quiero volver a pasar por algo así nunca más.

—¿Qué ocurrió realmente? —preguntó Diana—. Las noticias dijeron que fueron unos pájaros, pero lo encuentro difícil de creer.

—Pues, créelo. Cuando el avión chocó con ellos, la hélice se soltó del motor derecho e hizo un agujero en el ala. Después de eso, todo fue rápido y devastador.

—Entonces no me extraña que ese cacharro se fuera abajo. Ha sido un milagro que alguien sobreviviera —dijo Francisco.

—Sólo los de la parte delantera —dijo Pedro con una voz tan vacía como sus ojos.

Los ojos de Diana se humedecieron.

—¿Entonces… fueron esas pobres almas de la parte trasera las que murieron?

—Casi todos, sí.

—Lo que encuentro incomprensible es cómo fuiste capaz de ayudar —dijo Diana—. Yo me hubiera quedado paralizada.

—No, no lo hubieras hecho —dijo Francisco mirando a su esposa—. Te hubieras subido las mangas de la camisa y te hubieras puesto a trabajar como Pedro, ayudando a tanta gente como pudieras.

Diana se limpió una lágrima.

—Puede ser… no lo sé.

—Fueron unas horas infernales, se los aseguro —dijo Pedro quitándose el sombrero y colgándolo en el respaldo de una silla—. Estaba cargado de adrenalina, pero nunca me sentí más inútil ni frustrado… ni ví tanto sufrimiento.

De nuevo, Diana se estremeció y la habitación se quedó en silencio. Francisco se levantó y se puso junto a Pedro en la chimenea.

—Bueno… y volviendo a tu… invitada. Está claro que no fue seriamente herida.

Pedro suspiró y respondió de mala gana.

—No, no mucho.

—¿Entonces por qué está aquí? —preguntó Diana visiblemente desconcertada.

—Se dió un golpe en la cabeza —respondió Pedro mirándolos a los dos—, que le ha causado amnesia temporal.

—¡Oh, no! —exclamó Diana—. Pobre mujer.

—Eso todavía no explica la razón de que esté aquí —dijo Francisco con energía y sin entenderlo.

—Estaba sentada a mi lado en el avión, y supongo que me vió como su salvador… Diablos, ¡Yo qué sé! Simplemente sucedió.

Francisco y Diana se miraron y luego miraron a Pedro. Pero después de ver su expresión cerrada y oscura, supieron que no serviría seguir preguntando; no les diría nada más.

—Bueno… si podemos serte de alguna ayuda… —se ofreció Diana.

—Ya han ayudado. Por cierto, tengo que pagarte la ropa.

Diana se levantó.

—No te preocupes por eso ahora.

—Insisto —dijo Pedro sacando su cartera del bolsillo y dándole a Diana varios billetes—. ¿Vale con esto?

Diana asintió.

—Gracias de nuevo —dijo Pedro.

Francisco se aclaró la garganta.

miércoles, 22 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 20

—¿Y bien?

—¿Bien qué?

Francisco Liscomb lanzó un bufido.

—¡Ah, diablos, chaval! No te hagas el tonto.

Francisco era la única persona que podía llamar chaval a Pedro sin salir castigado.

—Yo tampoco te voy a dejar en paz esta vez hasta que nos lo cuentes —añadió con dulzura Diana, su esposa.

Pedro descansó en ella su mirada suave.

—¿Quieres decir que te vas a poner al lado de este vejete?

Diana sonrió, pero sus ojos eran serios.

—Esta vez, sí. Cuando nos llamaste y nos dijiste que tenías una invitada, una mujer a la que no conocías, me quedé demasiado sorprendida como para hacer preguntas. Pero ahora ya las puedo hacer.

Aparte de Sergio Holt, su ex compañero en el Departamento, Francisco y Diana eran los únicos amigos que tenía. Generalmente no le gustaba que la gente se metiera en sus asuntos. Pero con ellos esa regla no se aplicaba. Se lo toleraba porque eran personas buenas y auténticas y se preocupaban por él realmente.

Dos días después de que él se hubiera hecho cargo del rancho por primera vez, ellos habían ido a visitarlo para darle la bienvenida. Sus tierras, de varios cientos de acres, estaban a cuatro kilómetros al sur de las suyas. Mientras él estaba luchando para empezar, Francisco ya estaba acomodado. Pedro sospechaba que su vecino era millonario. Había tenido éxito con el petróleo antes de que el mercado colapsara. Era una pena que no tuviesen hijos para que continuasen su trabajo; el único que tuvieron perdió la vida en un accidente de coche. De todas formas no daban la impresión de ser ricos. No había en ellos ni un sólo gramo de pretensión.

Francisco era tan alto como Diana bajita. los dos eran esbeltos, exceptuando la panza de Francisco. A los sesenta años, su barba gris estaba muy poblada y su voz ronca manifestaba su amor por la cerveza. Diana, por el contrario, tenía la voz suave y muy atrayente, de aspecto tranquilo y pelo corto salpicado de tonos grises. Los dos eran amables y generosos en extremo. Y le gustara o no a Pedro, le habían acogido en su regazo. Diana no paraba de decir que iban a humanizarlo, a integrarlo en la vida. Él lo dudaba. A él le gustaba su vida tal y como era y no veía razón para cambiarla. Y cuanto antes se librara de su invitada, antes podría continuar con ella. Aunque de todas formas tenía que explicarles quién era ella y por qué estaba allí. Pero simplemente pensar en Paula y su reacción cuando llegaron al rancho pocas horas antes hacía que su corazón latiese con fuerza. A pesar de su juramento de no dar importancia a lo que ella pensara, se dió cuenta de que sí le importó. El cuarto de estar parecía una pocilga, peor de lo que él lo recordaba. Pero Paula pareció no darse cuenta, y si lo hizo, no dijo nada. Su cara reflejaba cansancio, y la principal prioridad había sido llevarla a la habitación para que pudiera acostarse. Él se había quedado de pie apoyado en la puerta y mirándola.

—Eh… ¿Necesitas algo? ¿Una taza de café?

Una ligera sonrisa relajó los labios de Paula, pero Pedro se dió cuenta de que no le miró. Ella sentía la tensión en el aire tanto como él.

—No, estoy bien. Sólo quiero descansar un rato.

—Por supuesto, pero si necesitas algo…

—Gracias —murmuró Paula.

Eso había sucedido varias horas antes, y aún seguía durmiendo. Mientras tanto, había llamado a Francisco y Diana para decirles que estaba bien y para pedir a Diana que comprara algo de ropa para Paula, y otros artículos necesarios para las necesidades femeninas. Él había planeado comprar las cosas, pero no quería dejarla sola. Parecía tan frágil…

Recuerdos: Capítulo 19

Pero por alguna extraña razón confiaba en él. Y el doctor Lautaro Powell también confiaba en él. De momento eso era suficiente para ella. Lo que no se podía imaginar era la razón por la cual se había ofrecido a llevarla a su rancho. Él se arrepentía de haberse ofrecido; eso era obvio. Era el tipo de hombre que disfrutaba de su intimidad. Ella lo había sentido en el hospital, y mucho más en ese momento. Pero incluso así, sabía que no faltaría a su palabra. Al igual que ella, él llevaba la misma ropa que el día anterior. Stephanie se fijó en el movimiento de los músculos de sus brazos mientras conducía con habilidad. Su piel era de color miel y estaba salpicada de pelo fino y oscuro. Paula sintió su masculinidad. Le miró y vió que él la observaba tras los párpados caídos.

—¿Estás… casado? —preguntó sin pensar.

Pedro se quedó blanco.

—No.

—¿Lo has estado alguna vez?

Sabía que debía dejarle en paz, especialmente porque parecía que iba a explosionar de un momento a otro. Pero algo le hizo seguir.

—No creo que sea asunto tuyo.

—No, supongo que no —dijo Paula, oyendo el temblor de su propia voz y odiándose por ello.

—Estuve casado una vez —dijo Pedro con una sonrisa sardónica.

—¿Divorciado?

—Sí.

—Lo siento.

—¿Por qué? Yo no.

Se produjo un silencio embarazoso.

—¿Crees… que yo estoy casada?

El coche dió un ligero viraje.

—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó Pedro una vez que el coche estuvo de nuevo bajo control.

—A lo mejor el hombre del aeropuerto era mi marido.

—Imposible —dijo con un gruñido.

—Pareces muy convencido.

Pedro se encogió de hombros.

—El instinto me dice que tengo razón.

—¿Es eso todo?

—Digamos que creo que tienes mejor gusto.

Paula se quedó desconcertada.

—¿Ocurría algo malo con él?

—Sí. Era un idiota de primera clase. Y no es tu marido. Confía en mí.

Un corto silencio se hizo entre ellos.

—¿Cuánto queda? —preguntó Paula con desánimo, sabiendo que Pedro no le iba a decir nada más. Pero entonces se dió cuenta de que no podía decirle nada más; ya le había contado todo lo que sabía.

—Dentro de unos pocos kilómetros encontraremos el desvío que lleva a mi rancho.

Sintiendo el estómago encogido, Paula cerró los ojos. Cuando los abrió, él estaba frenando frente a una casa blanca que necesitaba desesperadamente reparaciones. El corazón le dió un vuelco al mismo tiempo que levantó la mirada hacia Pedro. Leyendo en su mirada, las facciones de él se volvieron frías.

—Te gustaría haberte quedado en el hospital, ¿Verdad?

Paula se obligó a mirar su rostro oscuro.

—No… yo…

—Ahórratelo —dijo con ferocidad y abrió la puerta.

Paula respiró varias veces profundamente. Pero no le sirvió de nada. Nada le serviría excepto la vuelta de su memoria. No podía soportar pensar en las consecuencias si eso no ocurría.

Recuerdos: Capítulo 18

—Ojalá lo supiera.

Paula se sintió herida por su respuesta.

—Puedes parar y me bajaré.

—¿Y a dónde irás?

—No… no lo sé.

Pedro la observó en silencio, molesto consigo mismo por su brusquedad. Ella no le había pedido que la llevara al rancho. Había sido idea sólo de él, y no era justo descargar su furia contra ella.

—Mira… olvida lo que he dicho. No será fácil, porque no estoy preparado para recibir invitados, pero nos las arreglaremos.

—¿Qué pasa con la… ropa? —preguntó vacilante—. También necesito otras cosas.

Paula no le miró, y se sonrojó, como si sintiera vergüenza de pedirle cualquier cosa. Pedro la comprendió; él había odiado tener que depender de alguien que le mantuviera. Ya había pasado por ello. Y una vez había sido suficiente.

—¿Te encuentras bien para ir de compras?

—La verdad es que no. Pero puedo intentarlo.

—No hace falta. Yo me encargaré.

—¿En serio?

El tono con el que lo preguntó daba a entender que no se lo imaginaba ocupando de semejantes menesteres. Pedro la miró de forma burlona.

—Sí.

Otra vez el silencio.

—En cuanto lleguemos a tu casa, quiero ponerme en contacto con las líneas aéreas.

—Ya he pensado en ello. Y también deberíamos llamar a las tiendas de joyas de Houston, a todas ellas si es necesario —dijo viendo cómo se le alegraba la cara—. Pero sólo si descansas. Ahora mismo no necesitas agotarte más de la cuenta, a menos que quieras regresar de nuevo al hospital.

—No, claro que no, sólo…

—Entonces no hay más que hablar.

—¿Cómo es tu rancho? —preguntó de repente.

—Ruinoso. Pero estoy trabajando mucho para mejorarlo.

—¿Te va bien?

Pedro se encogió de hombros.

—Eso lo dirá el nuevo ganado con el que estoy experimentando.

—Ya veo.

—No, no lo ves —dijo Flint cortante—. Tu vida es tan distinta de la mía que no lo ves y nunca lo harás.

Paula respiró profundamente antes de lanzarle una mirada fulminante.

—Mira… no pretendía que sonara así.

—Olvídalo —dijo Paula—. Los dos estamos bajo una gran presión.

Se produjo otro silencio, violento esa vez.

—¿Por qué no echas la cabeza hacia atrás y descansas? —sugirió Pedro con dificultad—. Todo saldrá bien. Sólo dale tiempo. Y deja de preocuparte.

Paula deseaba poder dejar de preocuparse. Pero era imposible. Hasta que no recuperase la memoria, su mente y su cabeza seguirían confundidas. De todas formas tenía muchas cosas que agradecer. ¿Cuántas personas sobrevivían a accidentes de avión? Se obligó a concentrarse en la belleza de su alrededor. No creyó que hubiese visto nunca algo tan maravilloso como el resplandor de las flores salvajes. Campanillas azules, tréboles rojos y otras más crecían a ambos lados de la carretera. Ningún pincel de ningún artista, no importaba el talento que tuviera, podría captar tal belleza. Durante unos instantes, sintió la paz mental que tan desesperadamente necesitaba. Ese sentimiento de tranquilidad desapareció cuando echó un vistazo al hombre que había a su lado. La cruda realidad se impuso de nuevo. No sólo no conocía a ese extraño, sino que además dependía de él.

Recuerdos: Capítulo 17

El cielo de primera hora de la mañana tenía un suave tono amarillo y en él flotaban algunas nubes espumosas. El aire cálido, lleno de aroma a flores, perfumaba el típico día al este de Tejas. De todas formas, Pedro no estaba fijándose en el tiempo. Estaba preocupado por sí mismo, preocupado porque había perdido la cabeza. Paula Chaves, sentada muy recta a su lado, era testimonio de ello. Acababan de entrar en la autopista con el coche alquilado, y estaba tan tenso que sentía que podría romper el volante con poco esfuerzo. ¿En qué había estado pensando al decir que la llevaría con él? Tenía problemas para cuidar de sí mismo como para cuidar de una mujer que no sabía ni cómo se llamaba. El deteriorado estado en el que se encontraba su rancho, de pronto le molestó. Deseó haberse esmerado más en su conservación, especialmente dentro. Al menos había una habitación que era medianamente decente. Se acordó del desorden que había dejado: papeles tirados por todas partes, ropas esparcidas, platos enjuagados pero sin lavar en el fregadero… Hizo una mueca al imaginarse qué pensaría ella, pero se riñó a sí mismo. ¿Qué importaba lo que ella pensara? No importaba. Pero él había hablado demasiado y se había comprometido, y eso era lo que le preocupaba, con lo que iba a tener que enfrentarse. ¿Pero, cómo?  La miró de reojo y sintió la misma sensación que no supo identificar y por la que había decidido llevarla a su casa. Ella le había parecido perdida, vulnerable, sola; pero maravillosa. Su rostro blanco, la caída cansada de su labio inferior, las ojeras moradas bajo sus ojos, añadidos a su belleza, la hacían parecer etérea. Pero eso no justificaba lo que él había hecho.

Paula se movió de repente. Su suave blusa de seda reveló los frágiles huesos de sus hombros. Y de nuevo, Pedro percibió sus pezones señalados bajo la tela. Apartó la mirada. ¿Se habían debido sus acciones a la lujuria? No, por supuesto que no. Él no había deseado a una mujer durante mucho tiempo, y no quería una en esos momentos. ¿Entonces por qué se endurecía su cuerpo cuando la miraba? Pedro era un hombre que actuaba por instinto. Sus instintos le habían mantenido vivo en su trabajo cuando debería haber estado muerto. Pero ese impulso loco le asustaba. Había evitado todo tipo de trampas en su vida, y se había metido en una con los ojos muy abiertos. Una de la que seguramente se arrepentiría.

—¿Pedro?

La suavidad con la que pronunció su nombre, le hizo mirarla.

—¿Sí?

—¿Por qué… por qué haces esto? ¿Por qué me llevas a tu rancho? Admito que no hubiera podido soportar la idea de quedarme sola en el hospital, pero…

Recuerdos: Capítulo 16

¿Y su marido? El corazón casi dejó de palpitarle. No. Algo le decía que no estaba casada. Su respiración volvió al ritmo normal. Además, no llevaba anillo. Entonces, si no tenía marido, seguro que tenía trabajo. Claro que sí. Todo el mundo trabajaba, ¿No? Su ropa, aunque sucia y arrugada, era de buena calidad, cara. La voz baja y dura de Pedro interrumpió sus pensamientos.

—No vas a solucionar nada preocupándote.

Algo dentro de ella se partió, y descargó en él sus frustraciones.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó enfadada.

Pedro se pasó las manos por el pelo con impaciencia.

—No lo sé, pero… —empezó a decir, y al ver que a Paula le temblaba la barbilla, habló con dulzura—. ¡Eh, no! No hagas eso. Hasta ahora lo has hecho muy bien.

Paula se tragó las lágrimas e intentó sonreír.

—¿Quién dice eso?

—Yo.

—¡Oh, Pedro! ¿Qué voy a hacer? No tengo dónde ir…

Lautaro llegó, abrió la puerta de una habitación y sin preámbulo dijo:

—Pedro, si la metes aquí, les diré los resultados de las pruebas.

Una vez que Paula estuvo sentada en una pequeña oficina, Lautaro le sonrió.

—Como yo había pensado, no hay señales de daño ni hinchazón en el tejido.

—¿Qué está… diciendo? —preguntó Paula.

Lautaro la miró a los ojos.

—La pérdida de memoria no tiene nada que ver con el golpe en la cabeza.

—¿Entonces… por qué?

—Deja que termine y lo entenderás. Sufres lo que se llama amnesia psicológica.

—¿Y qué es eso? —preguntó Pedro desde detrás de la silla de Paula.

—La pérdida de memoria normalmente tiene lugar tras una experiencia traumática o un episodio de tensión.

—¿Significa eso que no puedo recordar nada por… miedo?

Muy triste, Paula se levantó y se acercó a la ventana. Se quedó ahí de pie, luchando por no llorar, sufriendo ante su impotencia.

—Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Cuando la vida de una persona está en peligro, el miedo puede hacer un daño enorme. De todas formas, este tipo de amnesia normalmente desaparece de forma tan repentina como aparece, con una recuperación completa y sólo una posibilidad muy pequeña de reincidencia. Mientras tanto, recordarás algunas cosas y podrás vivir con normalidad.

—¿Pero no hay nada que pueda hacer?

—Me temo que no. Sólo esperar. Pero más tarde, si no vuelve la memoria como te he dicho, entonces podremos tomar algunas medidas como la hipnosis.

La debilidad obligó a Paula a regresar a su asiento, desde donde miró directamente a Lautaro.

—¿Y mientras tanto?

Lautaro se frotó la barbilla.

—Mientras tanto, te diría que te quedases esta noche en observación. Pero como necesitamos tu cama, no veo razón para que tengas que quedarte más tiempo, excepto que no tengas dónde ir —dijo con amabilidad.

Paula se desplomó.

—No…

—Sí que tiene dónde ir.

Los ojos de Paula fueron del doctor a Pedro. Bajo su sombrero vaquero, vió cómo ella le miraba sorprendida.

—¿Qué…? —empezó a preguntar Paula.

Ignorándola, Pedro miró a Lautaro.

—Me la llevaré al rancho.

lunes, 20 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 15

—De acuerdo, tú ganas —dijo vencido—. No te dejaré.

Pedro estudió el rostro cansado de Lautaro.

—¿Estás bien?

Estaban solos, en la sala de los doctores.

—No —dijo Lautaro tomando una lata de zumo de frutas del frigorífico—. Pero no me queda otra opción. Seguiré hasta que me desplome. Ya lo sabes.

—Sí, ya lo sé —dijo Pedro medio sonriendo.

Después de que Pedro saliera del hospital de Houston, había sido enviado al de Crockett, que estaba a sesenta kilómetros de su rancho, para terminar su recuperación. Lautaro había sido su médico. Los dos se habían peleado constantemente porque eran muy parecidos: cabezotas, testarudos y poco comunicativos. De todas formas, al final, Pedro aprendió a respetarlo y a confiar en él, y sabía que Lautaro sentía lo mismo por él. Gracias a esa confianza, se habían hecho amigos.

—¿Y tú? —preguntó Lautaro rompiendo el silencio—. ¿Estás tú bien? —se aclaró la garganta—. Según me han dicho, no has dejado que te examinen.

Pedro se encogió de hombros.

—No hubo tiempo. De todas formas yo no resulté herido, y otros sí. Hice lo que tuve que hacer.

—Cuando pienso en lo que has pasado…

—Ya lo sé. Cuando el avión empezó a caer en picado, era… —se detuvo, incapaz de continuar.

—El fin. Y debería haberlo sido para todos ustedes. No mucha gente se salva de un accidente así.

—¿Crees que se recuperará?

—Sí, pienso que su pérdida de memoria es sólo temporal, aunque no puedo asegurarlo.

—Eso espero.

Lautaro se frotó la calva y miró a Pedro con cuidado.

—¿Qué significa ella para tí?

—Nada.

Lautaro le miró de forma extraña.

—¿Entonces dijiste en serio que no la conocías?

—Claro que sí. Nunca la ví hasta que se sentó a mi lado en el avión.

Lautaro bebió un poco de zumo. Cuando terminó, se limpió la boca.

—Nunca lo hubiera dicho por la forma en que ella se aferra a tí… ¿Así que sólo sabes su nombre?

—Y poco más. Sé que vive y trabaja en Houston.

—Con un millón de personas más.

—Cierto.

Lautaro suspiró.

—Una pena —dijo frotándose de nuevo la calva—. Cuando las cosas se organicen un poco, a lo mejor se puede conseguir ayuda de las líneas aéreas.

—Recemos para que sea así.

Se produjo un silencio, mientras Lautaro se sentaba en el sofá y cerraba los ojos.

—Prácticamente me ha suplicado que no la abandone.

Lautaro abrió los ojos de golpe.

—¿Significa eso lo que yo pienso que significa?

—Sí.

—¿Qué vas a hacer?

—Quedarme con ella.

—¿Y después?

—Ojalá lo supiera —dijo desolado.



Para Paula, las horas siguientes pasaron de forma borrosa. Le hicieron varias radiografiar y la llevaron de nuevo al pasillo, donde se quedó dormida. Cuando despertó, Pedro estaba sentado en la silla junto a la camilla, con la cabeza inclinada hacia un lado y los ojos cerrados. Ella aprovechó la oportunidad para estudiarlo, dándose cuenta de lo ancha que era su frente, apreciando la espesura de sus pestañas y cejas arqueadas, la nariz estrecha y recta, la boca ancha y la mandíbula cuadrada. Y enmarcándolo todo, el pelo, espeso y revuelto. Era un rostro que llamaba la atención, pero que no revelaba nada.

Como si sintiera que estaba siendo observado, Pedro abrió los ojos y se enderezó. Sus miradas se encontraron y el aire a su alrededor pareció llenarse de electricidad. Para alejarse de esa tensión, él se levantó y se acercó a la ventana. Por primera vez, Paula se sintió incómoda en su presencia. El silencio no ayudaba; la dejaba sola para soportar sus pensamientos tortuosos. Por dentro se sentía vacía. Si pudiera hacer algo para recuperar la memoria… En algún lugar, su familia, o sus amigos, debían estar preocupados por ella.

Recuerdos: Capítulo 14

—¿Estás seguro de que no hay nada más?

—Estoy seguro —dijo Pedro intercambiando una mirada con el doctor.

Paula se frotó la frente, sintiendo que sus esperanzas se desvanecían.  Se sentía confundida y asustada, atrapada en el cuerpo de una extraña.

—¿Por qué no vuelves a echarte? —le aconsejó el doctor—. Mandaré que una enfermera te traiga algo para la cabeza.

—¿Qué me va… a… ocurrir?

—Tranquilízate, nosotros nos ocuparemos de tí —dijo Lautaro.

—Pero yo no debería estar aquí, ocupando el espacio de otra persona.

—Deja que nosotros nos preocupemos de eso —dijo el doctor con voz tranquila pero ligeramente brusca—. Ahora mismo, el descanso es la mejor medicina para tí.

—Pero… pero…

Pedro, que se había apoyado en la pared, se acercó y entró en la conversación.

—Secundo la moción —dijo metiéndose las manos en los bolsillos y mirando la cara pálida de Paula—. Te has dado un buen golpe en la cabeza.

—Pedro tiene razón. Y debes ser examinada.

Paula asintió en silencio.

—Después de que tengamos los resultados de las pruebas hablaremos. Mientras tanto, tienes que seguir mis órdenes.

—Lautaro, yo estaré por aquí para ayudar en lo que sea —se ofreció Pedro.

—Todo parece estar bajo control. De todas formas, ya has hecho más que de sobra.

—No me importa. Aún hago falta.

Lautaro sonrió débilmente.

—Gracias.

Después de que el doctor se marchara, Paula miró a Pedro.

—No… te vas… ¿Verdad?

—Sólo para ayudar.

—¿Y… después?

—Supongo que alquilaré un coche para ir hasta mi rancho.

—¡No, por favor!

Paula no pudo ocultar la desesperación de su voz mientras se empeñaba en levantarse. Pedro corrió a su lado.

—Quédate quieta. No estás tan fuerte como tú piensas.

Paula se dejó caer sobre la almohada.

—Es cierto —dijo débilmente—. No lo estoy.

Pedro no dijo nada.

—¿Te quedarás conmigo durante las pruebas? —preguntó con suavidad.

—Yo…

Sintiendo que iba a negarse, Paula gritó:

—¡Por favor!

Ella sabía que estaba siendo egoísta y que Dios iba a castigarla, porque Pedro hacía falta a otros, aunque en ese momento pareciera necesitar una cama más que ella. Pero no podía soportar la idea de estar separada de él. Era la única cosa sensata en esa locura en la que había convertido su vida.

—Por favor no… me dejes —murmuró.

Recuerdos: Capítulo 13

—¿Qué ha pasado? —preguntó de nuevo con voz temblorosa.

Pedro se sentó a su lado en una silla y desenredó su mano de la suya.

—Nuestro avión se estrelló… ¿No lo recuerdas?

—¡Oh Dios mío! ¡Oh Dios mío! —murmuró sollozando—. No puedo recordar nada —su voz subió de tono—. ¿So… sobrevivieron muchos?

—La mitad más o menos.

Otro sollozo.

—¿Dónde… ocurrió?

—En una pradera cerca de Crockett.

—¿Y éste es el hospital de Crockett?

Pedro asintió.

—Pero no está equipado para ocuparse de todos los heridos. Por eso estás en el pasillo.

—¿Por qué no puedo recordar nada? —se lamentó.

Se puso un mechón detrás de la oreja e hizo una mueca de dolor.

—Ten cuidado. Te has dado un golpe en la cabeza.

—Y el resto… parece estar bien, ¿No?

—Cierto. Excepto las magulladuras en tus brazos y piernas.

—¿Y tú? —preguntó secándose las lágrimas con la mano y mirando su venda—. ¿Estás… herido?

—Estoy bien —dijo con brusquedad—. No te preocupes por mí.

El labio inferior de Stephanie empezó a temblar, y le miró horrorizada.

—No… no puedo creerlo. ¡No… no sé quién soy ni dónde vivo!

Agarró de nuevo la mano de Pedro y se aferró a ella. Antes de que él pudiera hablar, una sombra cayó sobre ellos. Un hombre calvo, vestido de blanco con cara cansada estaba de pie al lado de Pedro. Despacio, Pedro retiró su mano y se puso de pie.

—Hola, Lautaro.

El doctor Lautaro Powell sólo tenía ojos para Paula.

—Bueno, es estupendo que estés despierta, damita.

A pesar del estado lamentable en que se encontraba, a Paula enseguida le resultó simpático. Al igual que Pedro, se le veía agotado. Pero tenía los ojos más amables y comprensivos que nunca había visto.

—¿Por qué no puedo recordar nada? —preguntó con voz estridente, luchando contra el pánico que se agitaba en su interior.

El doctor Powell se puso a su lado y tomó sus dos manos entre las suyas.

—Deja que yo me preocupe de eso. A pesar de nuestras limitaciones, vamos a hacer todo lo que podamos por tí.

Paula intentó sonreír como prueba de gratitud, pero incluso eso era demasiado penoso. Estaba empezando a sentirse tan cansada como parecían estarlo ellos. Mover un hueso o un músculo, le provocaba un dolor insoportable.

—Creo que está a punto de desmayarse, Lautaro —dijo Pedro.

Paula levantó los ojos hacia él.

—No… no… Es sólo que estoy… estoy tan cansada…

—Tienes amnesia, casi seguro producida por el golpe en la cabeza —dijo el doctor Powell—. Sabremos más cuando hagamos una exploración a fondo.

—¿Cuánto… durará? La amnesia, quiero decir —preguntó en un susurro.

El doctor suspiró.

—Me temo que no puedo responder. Podrías recordarlo todo dentro de una hora. O podrían ser días, meses o…

—¿Nunca? —terminó Paula por él.

—Lo dudo. Pero por ahora no hay que precipitarse en hacer diagnósticos. Hay que tomarse las cosas con calma.

Los ojos de Paula buscaron a Pedro.

—¿Sabes… algo sobre mí?

—Sólo que eres la dueña de una tienda de joyas antiguas en Houston y que hablaste con un hombre antes de subir al avión.

Antes de que ella pudiera seguir haciendo preguntas, Pedro le contó todo lo que sabía sobre ese incidente.

Recuerdos: Capítulo 12

Paula pestañeó, y se frotó los ojos con el revés de la mano. Dentro del pecho, sentía una presión que le ahogaba. «¡Socorro! ¡Que alguien me ayude!» ¿Pero por qué necesitaba ayuda? La presión empujó hacia sus pulmones hasta que su grito salió al exterior. Se forzó a abrir los ojos. Al principio no pudo controlar la visión. Pero entonces vió la silueta de un hombre. Estaba de pie a su lado. Pestañeó de nuevo, varias veces, intentando enfocar su rostro. Cuando lo consiguió, creyó reconocerlo, aunque no estaba segura.

—¿Paula?

¿Paula? ¿Quién era Paula? ¿Le estaba hablando a ella? Si era así, ella no conocía ese nombre. Cerró los ojos de nuevo y se hincó las uñas en las palmas de las manos. ¿Dónde estaba? ¿Qué era todo ese ruido? ¿Por qué estaba tumbada? Preguntas sin respuestas empezaron a retumbar en su cabeza y le hicieron marearse más que en toda su vida. Si pudiera pensar. Pero no podía. Su mente se negaba a funcionar, y la cabeza le martilleaba como si alguien se la estuviera aporreando.

—Paula, ¿Estás despierta? ¿Puedes oírme?

Una vez más, abrió despacio los ojos, y esa vez pudo ver con claridad. El hombre alto y fuerte seguía ahí. Una venda le cubría una ceja, y su rostro parecía cansado.

Paula se resistió al deseo de gritar, y se obligó a hablar.

—Sí… puedo oírte. Pero… ¿Quién es Paula?

Vió cómo las arrugas de la frente del hombre se hacían más profundas.

—Tú eres Paula. Paula Chaves.

Ella se humedeció los labios resecos y agrietados y se apoyó en los codos.

—¡Eh, tranquila! —la amonestó él, ayudándola hasta que estuvo sentada.

El silencio que se produjo a continuación, sólo se vió alterado por el ruido de pisadas sobre el suelo de baldosas. El aire estaba cargado de olor a medicina. A Paula se le revolvió el estómago.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó él, con ojos amables.

Ella no respondió. Al fin, cuando la habitación dejó de tambalearse, se dió cuenta de que estaba en un hospital, en una camilla, en lo que parecía ser un pasillo. ¡Y no sabía quién era!

—¿Qué… qué ha pasado? —murmuró, mirándole con ojos atolondrados y desorientados—. Yo te conozco, ¿verdad? —dijo cogiéndole la mano—. Por favor, dime que te conozco.

—Ssh, tranquilízate. Sí, me conoces. Soy Pedro Alfonso.

Recuerdos: Capítulo 11

Pedro la miró de reojo, y la vió beber. En ese momento el avión pilló una turbulencia. El vaso cayó en su pecho y el agua se derramó en su regazo.

—¡Oh, no! —exclamó Paula mirándole horrorizada—. Dios mío, lo siento muchísimo. Permítame ayudarle.

Tomó las dos servilletas de papel que le habían dado con el vaso de agua y empezó a frotar los muslos de Pedro. Él respiró profundamente y tomó su mano, para que parara. Sus dedos sintieron los frágiles dedos de su muñeca. Entonces, de golpe, soltó su mano. La expresión de Paula era difícil de leer, pero bajó la cara sonrojada y de nuevo empezó a limpiar la mancha de agua.

—No lo haga —dijo Pedro con voz rara, intentando sacarse el pañuelo de su bolsillo.

—Por favor, permita que le ayude.

—No, yo…

Las palabras murieron en su garganta cuando la mano de Paula, accidentalmente, rozó el miembro rígido de su entrepierna. Los dos se quedaron helados. Entonces, diciendo una palabrota, Pedro le quitó la mano. ¿Había sentido ella su excitación? ¡Claro que sí, imbécil! La forma en que respiraba y sus ojos, como platos, eran muy reveladores.

—Mire, manténgase alejada de mí.

Paula se guardó sus palabras, echó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. Pero no podía evitar que su rostro estuviera ardiendo y su corazón acelerado. ¿Cómo podía haber sido tan descuidada? Pero había sido un accidente, y no importaba lo bien dotado que él estuviera; eso no explicaba su rudo comportamiento. Aunque ella también tenía algo de culpa. Él le había dejado claro desde el principio que no deseaba ser molestado. Pero ella había insistido, hasta que le había forzado en una conversación que derivó en una confrontación. ¿Cuándo habían empezado a ir mal las cosas? Mucho antes del incidente con el agua, eso era seguro. ¿Qué había hecho que Pedro volviera la cabeza y entrecerrase los ojos? Algo que ella había dicho. De todas formas, ¿a quién le importaba? A ella no. El señor Pedro Alfonso no tendría que preocuparse más por ella en todo lo que les quedaba de viaje.

Sintiéndose bien por su decisión, decidió relajarse y dormir. En ese preciso momento, un sonido alto alcanzó sus oídos. ¿Una explosión? ¿Qué era? Antes de que pudiera averiguarlo, el avión vibró. Un pasajero chilló. Otro dijo una palabrota. Otro se levantó y llamó a gritos a la azafata. Paula  se sentó muy derecha en su asiento y se giró hacia Pedro. Abrió la boca, pero sólo un débil sonido salió de ella. El miedo, como una fría hoja de acero, oprimió su garganta. La boca se le secó. Los labios se le pusieron blancos. Podía sentir los pelos de su nuca erizados.

—¿Qué… qué ha sido eso? —consiguió decir.

—El motor. Algo le ha ocurrido a…

No pudo decir más. Sin previo aviso, el avión empezó a caer en picado.

—¡Dios mío! —gritó Paula—. ¡Vamos a estrellarnos!

viernes, 17 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 10

—¿Inglesa? ¿En Inglaterra?

—Ahí mismo.

—Debe ser estupendo.

Si Paula detectó una nota de sarcasmo en su voz, la ignoró.

—Sí lo es. Es muy divertido. Nunca se sabe qué se va a encontrar. Una vez, en un pueblo recóndito, tropecé con un carro lleno de cosas. Compré un joyero victoriano que tenía pendientes, brazaletes, gargantillas y anillos. Fueron dadas a la novia por el novio antes de la ceremonia.

—¿Y cómo sabe que no está comprando chatarra?

—La mayoría de nosotros usamos una especie de lupa. Y yo también llevo una sonda de diamantes en mi bolso.

—Suena a arma letal.

De nuevo, ella se rió. De nuevo, él dió un bote en su asiento.

—Es un simple mecanismo electrónico muy pequeño. Indica si la piedra es un diamante o una falsificación.

—Muy ingenioso.

—Le estoy aburriendo con todo esto. Una vez que empiezo a hablar, no sé parar.

Esbozó una sonrisa encantadora y su escote enrojeció ligeramente.

—¿Y quién se ocupa de la tienda mientras usted hace todo eso? —preguntó Pedro de repente, para distraer sus pensamientos del sendero que estaban tomando.

—Una buena amiga.

Como Pedro no respondió, ella siguió hablando.

—Hace poco he hecho dos negocios estupendos. El primero fue en una venta de joyas heredadas. Una mujer estaba subastando las posesiones de su abuela. El collar por el que pujé y conseguí tenía una historia que databa de los tiempos napoleónicos. Pero fue después de que otro joyero me lo confirmara cuando supe realmente lo que tenía. Fui a hablar con la mujer y le pregunté si lo quería. Me dijo que no, que estaba satisfecha con el dinero que le había pagado. No puede imaginarse lo contenta que yo estaba…

No, no podía, pensó Pedro en silencio. Nunca se había permitido un lujo así. Ella era todo lo que él no era. Ella tenía todo lo que él no tenía. Tenía clase; él no. Era de la alta sociedad, y él era un agente fracasado luchando por ser un ranchero. El resentimiento azotó su interior, cuando sus fracasos pasados desfilaron uno tras uno por su mente, por no mencionar el riesgo que estaba corriendo con el ganado, y que aún tenía que pagar.

—¿Me está escuchando?

Como no contestó, Paula continuó:

—¿Qué ocurre? ¿He dicho algo incorrecto?

—No —murmuró Pedro, incapaz de mirar su rostro perplejo.

Paula abrió la boca para hablar, pero la cerró cuando una azafata con el carrito de las bebidas se paró en el pasillo junto a Pedro.

—¿Les gustaría beber algo? —preguntó mirando a ambos.

—No, gracias.

—Para mí agua, por favor —dijo Paula.

Largo rato después de que la azafata se hubiera marchado, el silencio continuaba. Paula se bebió el agua y le ignoró. Estaba enfadada, y él no la culpaba. Se había comportado como un idiota, pero no iba a disculparse. Era mejor así. Ese viaje acabaría pronto y nunca la volvería a ver.