viernes, 31 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 37

El caballo cabalgaba deprisa; caballo y jinete formaban un todo. Pedro no aflojó las riendas hasta que llegó al estanque cercano al granero. Mientras el caballo bebía agua fresca, descansó un brazo sobre la silla. Hacía rato que el sol le había dado al cielo un tono dorado rojizo. A él le gustaba esa hora de la mañana, cuando estaba solo con la naturaleza. Incluso después de que el caballo terminara de beber, se quedó quieto un rato más, completamente absorto en el silencio. Ese día, daría un paso más en la puesta en práctica de las ideas que había aprendido en Arkansas. El rebaño había crecido de forma muy significativa. Pero aún tenía que recorrer un largo camino antes de que pudiera llevarlo al mercado y obtener beneficios. También había hecho planes para remodelar el granero. Había sido un milagro que no se hubiera derrumbado sobre su cabeza. Francisco se había ofrecido a ayudar, y había aceptado su oferta. Los dos estaban ansiosos por comenzar. Todas las cosas que tenía que hacer se apilaron en su mente hasta que le agobiaron, pero se las sacó de la cabeza; había que hacerlas poco a poco.

Deseó que también pudiera sacarse de la cabeza a Paula. El profundo suspiro de Pedro rompió el silencio. Tomando las riendas, dirigió al caballo hacia el granero. Había dudado que pudiese volver a mirarla a la cara después de lo que había hecho. Se sentía como un sinvergüenza. Era un sinvergüenza. Se había aprovechado de ella cuando ella estaba más vulnerable, así que se merecía las consecuencias. Pero durante ese breve momento, cuando había descansado su ardor contra la suavidad de Paula, y había tomado sus labios con los suyos, se había sentido en el paraíso. Ella sabía tan bien, olía tan bien… Había estado pensando precisamente en eso cuando había entrado en la cocina esa misma mañana a las seis y la había visto sentada a la mesa. Sus ojos se encontraron al instante, y durante unos instantes, ninguno fue capaz de hablar. Finalmente, Pedro se aclaró la garganta y dijo:

—No esperaba que te levantases tan temprano.

Ella miró hacia otro lado.

—No podía dormir.

Las ojeras y la caída de su labio inferior eran testimonio de que había dicho la verdad. Esos detalles, en lugar de quitarle belleza, la aumentaban, especialmente cuando la blusa morada le daba un reflejo violeta a sus ojos y al pelo negro. Pero a Pedro se le puso un nudo en la garganta. Paula parecía tan desolada… Se insultó a sí mismo antes de confesar:

—Yo tampoco he podido dormir.

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