viernes, 31 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 38

Silencio.

—A lo mejor debería aceptar…

Pedro sabía lo que iba a decir, y la sola idea le puso enfermo.

—Mira, sé que esto no perdona lo que hice pero te aseguro que no volverá a ocurrir —dijo, maldiciéndose a sí mismo por su falta de control.

—Yo tengo tanta culpa como tú.

—No, tú no. Yo me pasé de la raya.

Ella no había discutido. Se había puesto de pie y le había preguntado si quería desayunar algo, a lo que Pedro rehusó. Después de llenar su termo de café, se había marchado a toda prisa hacia la puerta, como el cobarde que era. No disminuyó la marcha hasta que llegó al granero. No sabía cuánto tiempo más podía continuar así. Una presión exigente creció en su entrepierna cuando pensó en lo mucho que la deseaba, en lo mucho que quería chupar sus pezones, penetrar en ella… Las sensaciones que empezaron a crecer en su interior fueron tan grandes, que no vió a Francisco apoyado contra la puerta del granero hasta que casi estuvo encima de él.  Aflojó las riendas y el caballo se detuvo. Bajo el ala de su sombrero, Francisco miró al caballo y al jinete, y habló con voz cansina:

—Justo a tiempo. Ya me iba a marchar.

—¿Qué te trae por aquí tan temprano?—preguntó Pedro bajándose de la montura.

Francisco se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.

—Pensé que podíamos comenzar con el granero.

—Me gustaría, pero hay un par de vacas en el prado sur que necesitan atención. Acabo de encontrarlas.

—¿Necesitas ayuda?

—No, pero gracias de todas formas.

—Cuando quieras.

Pedro levantó la mirada hacia la ruinosa estructura.

—Puede que la semana que viene podamos empezar… ¿Crees que este lugar llegará a estar alguna vez en buen estado?

—Los dos sabemos lo que hace falta. Tiempo y dinero.

Usando su Stetson, Pedro se limpió un poco de polvo de los muslos.

—Tiempo tengo. Dinero no.

—Ya sabes el remedio.

Pedro extendió la mano.

—Ni lo digas. No aceptaré tu dinero, Francisco. Con lo poco que me queda del tío Carlos y con lo que he conseguido ahorrar, lo arreglaré.

—Eres la persona más cabezota que conozco.

Pedro sonrió.

—¿Tanto?

—Sí, y tú lo sabes.

Pedro sonrió de nuevo mientras le quitaba la silla al caballo y entraba en el granero. Francisco le siguió. El granero estaba oscuro y fresco, y era un alivio después de la brillante luz del sol y la humedad de abril.

—¿Qué tal van las cosas? —preguntó Francisco como sin darle importancia.

Pedro lanzó a su amigo una mirada dura.

—Bien.

—Eh, vamos. Hay algo que te preocupa.

—¿Por qué dices eso?

—No lo sé. Sólo una corazonada.

—Si estuviera en tu lugar no haría caso de las corazonadas.

Francisco dió un resoplido.

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