miércoles, 1 de mayo de 2019

Paso a Paso: Capítulo 44

El teléfono se convirtió en el enemigo. Pasó una semana y nadie llamó. Ningún mensaje. Ni la menor noticia de sus secuestradores.

Paula hizo un esfuerzo por recuperar el horario normal de trabajo, pero le fue imposible. Policías de paisano rondaban por todas partes, recordando con su presencia a todo el mundo lo peligroso de la situación. Pedro entraba y salía de la oficina, recordándole a ella lo peligroso de su situación. Cada vez que sus ojos se encontraban, accidentalmente o de cualquier otra manera, se le aceleraba el pulso. Sin embargo, era evidente que nada había cambiado entre ellos.

Él aún no se fiaba de Paula y tenía gran cuidado de no quedarse a solas con ella, sobre todo en el rancho. Ella estaba dispuesta a reconocer que la espera era dura y que se había cobrado su tributo en él; y en ella también. Pero ella no se comportaba como un animal herido que arremetía contra todo lo que la rodeaba. Por las noches él no iba a casa hasta muy tarde, mucho después de que ella se hubiera acostado. En las dos únicas ocasiones en que él se había apartado de aquella rutina, apenas habían sido capaces de mantener la mínima amabilidad durante la cena. Luego se había disculpado y se había encerrado en su despacho. Pero esa noche iba a burlarle. No estaría acostada. Antes, cuando había vuelto de visitar a su padre —con el FBI a sus espaldas—, se había duchado, se había puesto un confortable mono de algodón y se había acomodado en el estudio. Tras tomar una revista, se había arrellanado en el sofá, había encendido la lámpara de pie y se había puesto a hojearla perezosamente. Sabía que debía haberse dormido, porque no lo oyó hasta que él la llamó por su nombre.

—¿Paula?

Por un instante, ella lo miró con ojos aturdidos por el sueño. Luego se puso torpemente en pie.

—¿Pedro?

—¿Quién si no?

—De… debo haberme quedado dormida —dijo ella, con una débil sonrisa.

En dos zancadas, Pedro se plantó junto a ella. Ella retrocedió automáticamente y se dió la vuelta. Su proximidad agitaba demasiado sus sentidos.

—¿Por qué estás levantada aún?

—¿Qué… qué hora es?

—Casi medianoche.

Ella se pasó una mano por el cabello revuelto. Sabía que debía estar hecha un desastre, pero no le importaba.

—Deberías estar acostada —su voz sonaba áspera.

—Y tú también —susurró ella, mirando por fin a su rostro pálido y extenuado.

Iba ataviado de nuevo con unos vaqueros desgastados y una camisa entreabierta que dejaba vislumbrar una espesa mata de vello negro en su pecho. Paula experimentó un estremecimiento y alzó bruscamente la cabeza. Al hacerlo, sus ojos se encontraron con los de Pedro.

—Será mejor que me digas de qué va todo esto —dijo ásperamente él.

—Me gustaría hablar contigo.

—¿Ahora?

—Sí, ahora.

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