lunes, 6 de mayo de 2019

Paso a Paso: Capítulo 52

—Paula —susurró él de nuevo.

Otro sollozo escapó de sus labios.

—Paula, no… por favor —su voz sonaba quebrada.

—Oh, Pedro —gimió ella—. Yo…

Se detuvo y se lo quedó mirando mientras se acercaba lentamente a ella. Parecía no darse cuenta de que sus piernas se estaban moviendo. ¡No! Aquello era una locura. Si la tocaba ahora… tenía que pararlo. No podía dejar que se acercara a ella, y menos ahora, en su estado de debilidad. Tenía que ser fuerte. Pero, con cada paso que daba él, aquella voz de advertencia iba disminuyendo. Se acercó más, y a ella casi dejó de latirle el corazón. Ninguno de los dos dijo nada. Las lágrimas marcaban su rostro.

—Paula… —se detuvo a medio metro de ella.

Ella alzó los ojos hacia él, y en ellos se reflejaba su alma. La necesitaba. La necesitaba en aquel momento. Era una necesidad devoradora que no conocía límites. Y, por primera vez, sus sentimientos hacia Paula no estaban atemperados por la culpa. Su conciencia había quedado en silencio. Durante horas después del tiroteo, ella había permanecido obsesivamente en sus pensamientos. Finalmente, había decidido que no podría estar tranquilo hasta que no se asegurase una vez más de que estaba durmiendo tranquilamente. Había salido de su habitación y se había dirigido por el pasillo a la de Paula. Sin ninguna vacilación, había aferrado el pomo y había abierto la puerta. No había llegado más lejos. Sus músculos se habían quedado como agarrotados. La luz de la luna le permitió ver claramente. Un hombro y una de sus esbeltas piernas estaban fuera de las sábanas. Su piel parecía brillar como el satén. Cuando sus ojos se encontraron, sintió que se ahogaba en aquellas oscuras profundidades. Supo que tenía que dar la vuelta y marcharse, y lo intentó, pero su voluntad pareció no responder. «Tienes que pedir disculpas por irrumpir de esta manera», se dijo a sí mismo. «Y salir de aquí cuanto antes». La disculpa se le quedó atorada en la garganta. No podía apartar los ojos de ella, ni de sus pechos. Eran generosos, firmes y blancos como la porcelana. Los pezones eran pequeños y brillaban bajo la luz de la luna como piedrecillas rosadas. Su cuerpo cobró vida.

Paula gimió y pareció que temblaba. Los ojos de Pedro descendieron más, captando la perfecta piel, la estrecha cintura, el plano estómago, el ombligo, y se detuvieron sobre el elástico de las bragas. A él se le secó la saliva en la boca, mientras su mente la despojaba de aquella última y breve prenda. Ella le devolvió la mirada y susurró algo incoherente. Finalmente, él extendió la mano y le pasó el pulgar por los labios… suaves como la seda. Le temblaron.

—Paula…

Sin decir palabra, ella extendió los brazos.

—Paula, oh, Paula —masculló él, sentándose en la cama y dejándose abrazar—. No… no debería estar aquí.

Los dedos de Paula se hundieron en sus hombros.

—Por favor… no me dejes —sus mejillas estaban manchadas de lágrimas.

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