viernes, 17 de mayo de 2019

Recuerdos: Capítulo 10

—¿Inglesa? ¿En Inglaterra?

—Ahí mismo.

—Debe ser estupendo.

Si Paula detectó una nota de sarcasmo en su voz, la ignoró.

—Sí lo es. Es muy divertido. Nunca se sabe qué se va a encontrar. Una vez, en un pueblo recóndito, tropecé con un carro lleno de cosas. Compré un joyero victoriano que tenía pendientes, brazaletes, gargantillas y anillos. Fueron dadas a la novia por el novio antes de la ceremonia.

—¿Y cómo sabe que no está comprando chatarra?

—La mayoría de nosotros usamos una especie de lupa. Y yo también llevo una sonda de diamantes en mi bolso.

—Suena a arma letal.

De nuevo, ella se rió. De nuevo, él dió un bote en su asiento.

—Es un simple mecanismo electrónico muy pequeño. Indica si la piedra es un diamante o una falsificación.

—Muy ingenioso.

—Le estoy aburriendo con todo esto. Una vez que empiezo a hablar, no sé parar.

Esbozó una sonrisa encantadora y su escote enrojeció ligeramente.

—¿Y quién se ocupa de la tienda mientras usted hace todo eso? —preguntó Pedro de repente, para distraer sus pensamientos del sendero que estaban tomando.

—Una buena amiga.

Como Pedro no respondió, ella siguió hablando.

—Hace poco he hecho dos negocios estupendos. El primero fue en una venta de joyas heredadas. Una mujer estaba subastando las posesiones de su abuela. El collar por el que pujé y conseguí tenía una historia que databa de los tiempos napoleónicos. Pero fue después de que otro joyero me lo confirmara cuando supe realmente lo que tenía. Fui a hablar con la mujer y le pregunté si lo quería. Me dijo que no, que estaba satisfecha con el dinero que le había pagado. No puede imaginarse lo contenta que yo estaba…

No, no podía, pensó Pedro en silencio. Nunca se había permitido un lujo así. Ella era todo lo que él no era. Ella tenía todo lo que él no tenía. Tenía clase; él no. Era de la alta sociedad, y él era un agente fracasado luchando por ser un ranchero. El resentimiento azotó su interior, cuando sus fracasos pasados desfilaron uno tras uno por su mente, por no mencionar el riesgo que estaba corriendo con el ganado, y que aún tenía que pagar.

—¿Me está escuchando?

Como no contestó, Paula continuó:

—¿Qué ocurre? ¿He dicho algo incorrecto?

—No —murmuró Pedro, incapaz de mirar su rostro perplejo.

Paula abrió la boca para hablar, pero la cerró cuando una azafata con el carrito de las bebidas se paró en el pasillo junto a Pedro.

—¿Les gustaría beber algo? —preguntó mirando a ambos.

—No, gracias.

—Para mí agua, por favor —dijo Paula.

Largo rato después de que la azafata se hubiera marchado, el silencio continuaba. Paula se bebió el agua y le ignoró. Estaba enfadada, y él no la culpaba. Se había comportado como un idiota, pero no iba a disculparse. Era mejor así. Ese viaje acabaría pronto y nunca la volvería a ver.

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