–¿Qué te pasa ahora?
Pedro simuló estar cautivado por un escaparate con algodón de azúcar: rosa, azul y amarillo.
–¿Crees que el amarillo es de sabor a plátano?
–Sí. Y también creo que evitas mi pregunta.
–¿Cómo sabes que es de plátano?
–Porque es mi favorito y lo compro a menudo –ella suspiró–. ¿Estás evitando mi pregunta?
–Desde luego. ¿Puedes dejar de hacerla?
–Perdooooón –dijo ella, levantándose de la mesa. Tiró el vaso de plástico y los restos de patatas fritas a una papelera. A él le pareció ver que le temblaban las manos–. Estaré en la sección de ropa hasta que terminen con el coche, ¿Vale? Mientras comprabas repuestos, cambié todos los pañales y rellené los biberones, así que podrás ocuparte de los bebés solo. Si sigo aquí, te retorceré el pescuezo.
Pedro se quedó allí sentado, contemplando la marcha de Paula. Se maldijo por no haber intentado explicarse. La egoísta desaparición de su hermana ya lo había tensado mucho, pero el último fiasco lo había llevado al límite. Apoyó los codos en la pegajosa mesa y el rostro entre las manos. Cerró los ojos e inspiró varias veces. «Cálmate, hombre. El pasado, pasado está». Igual que no había podido controlar la muerte de su hermanito Mateo, no podía controlar lo que estaba ocurriendo. Esas eran las malas noticias. Las buenas eran que solo tenía que aguantar hasta llegar a la cabaña y entonces se arreglaría todo. «Ya, seguro. ¿A quién pretendes engañar?» Llevaba toda la tarde mirando las largas piernas de Paula, soñando con el momento en que entregaran a los bebés a su hermana para pedirle a su atractiva vecina una cita formal. Pero si seguía tan malhumorado, ella se negaría hasta a subir a la furgoneta. Miró a sus sobrinos dormidos. Inspiró profundamente y dejó que lo invadiera la calma de saber que estaban tranquilos y a salvo.
Luciana también estaba a salvo. En la cabaña. Leyendo revistas de cotilleo, bebiendo refrescos y comiendo galletas. Cuando llegaran, todo estaría hecho un desastre y lleno de migas, seguro. En cuanto a su futuro, había llegado la hora de empezar a dar coba de mala manera. Compró una bolsa de algodón de azúcar de sabor a plátano.
–Lo siento, señora, pero me temo que tendrá…
–¡No! –gritó Luciana, intentando apartar a la enfermera que le impedía entrar en la habitación de Marcos–. Es mi marido. Tengo derecho a saber lo que está ocurriendo –unos minutos antes había estado dándole la mano a Howie ycontándole cuánto habían crecido los bebés en la semana que él había estado fuera. La habitación había estado silenciosa. De repente, había empezado a sonar un terrible pitido; era demasiado horrible recordarlo–. Tengo que verlo – suplicó, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor.
–Señora Fernandez, deje a los médicos hacer su trabajo. Hablarán con usted en cuanto estabilicen a su marido.
Luciana deseó discutir, pero estaba demasiado cansada. La amable enfermera le puso un brazo sobre los hombros y la condujo a la zona de espera que se había convertido en su nuevo hogar. Habría dado cualquier cosa por estar en su casa. Con los tres bebés sobre el regazo mientras Marcos cambiaba el canal de televisión un millón de veces con el mando a distancia.
–¿Estará bien? –preguntó la enfermera, ayudándola a sentarse en una butaca.
Luciana, helada de miedo, asintió.
–¿Puedo traerle algo? ¿Café? ¿Una manta y una almohada?
«A mi esposo». «Por favor, dígame que va a ponerse bien».
viernes, 31 de agosto de 2018
Paternidad Temporal: Capítulo 14
–¡Cuiden bien de esos encantos! –el fornido conductor del camión se despidió con la mano y se incorporó al atasco que habían originado las compras de «vuelta al cole» en el estacionamiento de la zona comercial.
–Cuando le ponga las manos encima a ese cuñado mío, voy a… –farfulló Pedro, rodeando a Joaquín con un brazo y a Camila con el otro.
–Cálmate –dijo Paula–. Solo es un pinchazo –le quitó a Camila y la sentó delante de sus hermanos, en el cochecito de paseo para tres.
–Un pinchazo que podría haberse solucionado en el arcén en menos de diez minutos –Pedro resopló–. Pero no. Marcos es el único hombre del mundo que permite que su esposa y sus hijos conduzcan por ahí sin rueda de repuesto.
–No puedes saberlo –Paula se llevó la mano a la frente para proteger los ojos del sol ardiente–. Tal vez usaron la rueda de repuesto y no han tenido oportunidad de reemplazarla.
–No hagas eso –dijo Pedro, guiando a Paula hacia la zona de piezas mecánicas de la tienda.
–¿El qué?
–Intentar justificar a mi hermana. Aunque ese desastre de cuñado mío sea demasiado vago para reemplazar la rueda, Luciana tendría que haberlo solucionado. ¿Cuántas veces le he dicho que siempre tiene que estar preparada?
–Igual que tú estabas preparado para llamar a la grúa tras olvidarte el móvil en el cargador –Paula se rió–. Hemos tenido suerte de que el tipo de asistencia en carretera pasara por aquí.
–Por favor, no me recuerdes lo del móvil.
–Perdona. Pero me ha parecido que Marcos necesitaba que lo defendieran. Además, creo que eres demasiado duro contigo mismo. Siempre pasan cosas. No se puede controlarlo todo.
«¿Quieres apostar?», pensó él. Desde luego, haberse olvidado el móvil era una metedura de pata monumental, igual que no haber comprobado él mismo si llevaban rueda de repuesto. Pero a partir de ese momento el viaje iba a desarrollarse con precisión militar. Cuando llegaron a la zona de los neumáticos, Pedro apretó la mandíbula mientras el dependiente explicaba que el éxito de la oferta de cambio de ruedas por la «vuelta al colegio» era el causante de que los pedidos fueran con dos horas de retraso. Amablemente, les indicó la zona de espera.
–Señor, ¿Las llaves? –pidió, tras la explicación.
Pedro buscó en el bolsillo el horrible llavero rosa que le había dado su hermana. Gruñó al comprender lo que había hecho.
–Señor, ¿Sus llaves? –repitió el encargado.
–Las has dejado en la furgoneta, ¿ A qué sí, Don Siempre Preparado? – Paula soltó una risita.
–¿No son encantadores? –dijo Paula, mirando a los tres angelitos dormidos, mientras sorbía los restos de un delicioso granizado de cereza.
Pedro, que acababa de comprobar sus mensajes, o falta de ellos, desde un teléfono público, gruñó.
–Oh, vamos –dijo ella–. ¿Puedes superarlo de una vez? Todo el mundo comete errores. Yo me dejo las llaves dentro del coche a menudo, por eso ahora guardo una llave de repuesto en una cajita magnética, dentro del hueco de la rueda delantera.
–Yo también la tengo –dijo él–, bajo el eje de la camioneta. De bien poco sirve allí cuando estoy conduciendo la estúpida furgoneta de mi hermana.
–¿Estás más molesto con tu hermana o contigo mismo? –preguntó Annie, conteniendo el deseo de estirar la mano para tocarlo.
–¿Qué quieres decir?
–¿Por qué estás tan enfadado? ¿Sigues irritado por lo de la rueda de repuesto? ¿O tu malhumor es por haberte dejado las llaves en el coche?
–Déjalo, ¿Vale? –Pedro tomó un trago de su botella de agua.
–Cuando le ponga las manos encima a ese cuñado mío, voy a… –farfulló Pedro, rodeando a Joaquín con un brazo y a Camila con el otro.
–Cálmate –dijo Paula–. Solo es un pinchazo –le quitó a Camila y la sentó delante de sus hermanos, en el cochecito de paseo para tres.
–Un pinchazo que podría haberse solucionado en el arcén en menos de diez minutos –Pedro resopló–. Pero no. Marcos es el único hombre del mundo que permite que su esposa y sus hijos conduzcan por ahí sin rueda de repuesto.
–No puedes saberlo –Paula se llevó la mano a la frente para proteger los ojos del sol ardiente–. Tal vez usaron la rueda de repuesto y no han tenido oportunidad de reemplazarla.
–No hagas eso –dijo Pedro, guiando a Paula hacia la zona de piezas mecánicas de la tienda.
–¿El qué?
–Intentar justificar a mi hermana. Aunque ese desastre de cuñado mío sea demasiado vago para reemplazar la rueda, Luciana tendría que haberlo solucionado. ¿Cuántas veces le he dicho que siempre tiene que estar preparada?
–Igual que tú estabas preparado para llamar a la grúa tras olvidarte el móvil en el cargador –Paula se rió–. Hemos tenido suerte de que el tipo de asistencia en carretera pasara por aquí.
–Por favor, no me recuerdes lo del móvil.
–Perdona. Pero me ha parecido que Marcos necesitaba que lo defendieran. Además, creo que eres demasiado duro contigo mismo. Siempre pasan cosas. No se puede controlarlo todo.
«¿Quieres apostar?», pensó él. Desde luego, haberse olvidado el móvil era una metedura de pata monumental, igual que no haber comprobado él mismo si llevaban rueda de repuesto. Pero a partir de ese momento el viaje iba a desarrollarse con precisión militar. Cuando llegaron a la zona de los neumáticos, Pedro apretó la mandíbula mientras el dependiente explicaba que el éxito de la oferta de cambio de ruedas por la «vuelta al colegio» era el causante de que los pedidos fueran con dos horas de retraso. Amablemente, les indicó la zona de espera.
–Señor, ¿Las llaves? –pidió, tras la explicación.
Pedro buscó en el bolsillo el horrible llavero rosa que le había dado su hermana. Gruñó al comprender lo que había hecho.
–Señor, ¿Sus llaves? –repitió el encargado.
–Las has dejado en la furgoneta, ¿ A qué sí, Don Siempre Preparado? – Paula soltó una risita.
–¿No son encantadores? –dijo Paula, mirando a los tres angelitos dormidos, mientras sorbía los restos de un delicioso granizado de cereza.
Pedro, que acababa de comprobar sus mensajes, o falta de ellos, desde un teléfono público, gruñó.
–Oh, vamos –dijo ella–. ¿Puedes superarlo de una vez? Todo el mundo comete errores. Yo me dejo las llaves dentro del coche a menudo, por eso ahora guardo una llave de repuesto en una cajita magnética, dentro del hueco de la rueda delantera.
–Yo también la tengo –dijo él–, bajo el eje de la camioneta. De bien poco sirve allí cuando estoy conduciendo la estúpida furgoneta de mi hermana.
–¿Estás más molesto con tu hermana o contigo mismo? –preguntó Annie, conteniendo el deseo de estirar la mano para tocarlo.
–¿Qué quieres decir?
–¿Por qué estás tan enfadado? ¿Sigues irritado por lo de la rueda de repuesto? ¿O tu malhumor es por haberte dejado las llaves en el coche?
–Déjalo, ¿Vale? –Pedro tomó un trago de su botella de agua.
Paternidad Temporal: Capítulo 13
Una botella de dos litros rodó por el suelo hasta chocar con un letrero de madera que urgía a los visitantes a «Tirar la basura en su lugar».
–Hay que oíros, santo cielo –Paula abrió la puerta de la furgoneta–. Cualquiera diría que han retirado Barrio Sésamo de la programación infantil.
Desató a Camila y la levantó de su asiento. Palpó sus pantaloncitos de color rosa.
–¿Qué te pasa, cielito? Tu pañal está seco –mientras hablaba con Camila, le frotó la tripita a Mateo–. A juzgar por cómo han rechazado el biberón, diría que no tienen hambre, así que todo este jaleo es puro malhumor. Vamos, dijo, levantando a Joaquín de su asiento–. Tú agarra a Mateo, les daremos un paseo rápido.
–¿Un paseo? –Pedro había bajado de la furgoneta y estaba de pie junto a Paula–. Ya tendríamos que estar a mitad de camino. Esto va a dar al traste con el horario programado.
–¿Qué horario? –con dos bebés y la bolsa de los pañales en brazos, Paula retrocedió hacia la puerta–. ¿Podrías ayudarme a bajar? No quiero tropezar.
De pronto, Pedro no solo tuvo que preocuparse del tiempo perdido, sino también del contacto de las suaves curvas de Paula. La agarró por la cintura y la guió hasta el suelo, embriagándose con el aroma de su perfume floral.
–No, no –dijo él, intentando concentrarse–. ¿Por qué bajas de la furgoneta? Tardaremos mucho en volver a ponernos en marcha.
–¿Podrías agarrar a Mateo, por favor? –preguntó Paula por encima del hombro, yendo hacia una de las mesas–. Ya que hemos parado, me gustaría hacer una revisión oficial de pañales.
Mascullando entre dientes, Pedro hizo lo que Paula le pedía. Hizo una mueca cuando llegó a la mesa y la encontró extendiendo el cambiador sobre la mesa sucia y pintarrajeada.
–¿Qué pasa? –preguntó ella, sujetando los pies del gorjeante Jaoquín con la mano derecha, mientras le limpiaba el culito con la izquierda.
Camila estaba tumbada sobre la manta que Paula había extendido bajo un arbusto reseco. La pequeña tramposa sonreía de oreja a oreja mientras chupaba un salamandra de goma que su tío le había comprado en el zoo.
–¿Qué pasa? –repitió él con las manos en las caderas–. Estos niños nos están enredando.
–Pedro, solo tienen unos meses –Paula le dedicó una sonrisa alegre–. No pueden haber decidido ponerse de acuerdo para arruinar tu horario.
–¿No? ¿Y qué otra cosa puede explicar esto? –le mostró a Mateo, que pasaba de la risa al gorjeo.
Paula alzó la cabeza y volvió a bajarla, concentrándose en acabar de ponerle el pañal a Joaquín y reajustarle el pelele. Tenía la sensación de que sus mejillas se habían encendido por algo más que el sol y el seco viento de Oklahoma. Por ejemplo, por la imagen del guapísimo Pedro con gafas de sol Ray-Ban, pantalones cortos color verde camuflaje y camiseta blanca, con el pequeño Mateo en sus brazos. Cuando aprendiera a relajarse, Pedro sería un gran padre. Obviamente, de los hijos de alguna otra afortunada mujer, no de ella.
–Bueno –dijo, con alegría forzada, levantando a Joaquín–. Camila está seca; deja que compruebe el pañal de Mateo y podremos marcharnos.
–¿Así que ella también estaba simulando las lágrimas? –Pedro suspiró.
Paula lo miró con irritación cuando se acercó demasiado a ella para que comprobara el pañal.
–También está seco –dijo, girando rápidamente con la intención de levantar a Camila con la manta y la bolsa de pañales.
–Espera –los dedos de Pedro le rozaron el antebrazo.
A pesar de la brisa, hacía el insoportable calor típico de agosto y ella sintió la impronta de cada dedo como una brasa.
–¿Qué? –preguntó, mirando a Pedro.
–Gracias.
–¿Por qué? –la brisa hizo que algunos mechones de pelo revolotearan ante sus ojos y, como tenía los brazos ocupados con Joaquín, Pedrousó la mano libre para apartarlos.
–¿Tú por qué crees? –miró al bebé que tenía en brazos él y después al que tenía ella–. Aunque odie admitirlo, tenías razón. No podría haber hecho este viaje solo. Así que, por si luego se me pasa decirlo, gracias.
Ella perdonó de inmediato su actitud gruñona.
–De nada –dijo, temiendo mirarlo por si eso incrementaba aún más su atracción por él–. ¿Puedes poner a Mateo en su asiento mientras agarro a la princesa?
–Yo me ocuparé de ella y de las cosas –dijo él–. Tú eres el cerebro y la belleza de esta operación. Yo, la fuerza bruta.
Paula acomodó a Joaquín en su sillita y luego ocupó su asiento y simuló consultar el mapa. Intentar no enamorarse de Pedro iba a ser tan fácil como mantener a tres bebés contentos durante un viaje de mil doscientos kilómetros.
–Hay que oíros, santo cielo –Paula abrió la puerta de la furgoneta–. Cualquiera diría que han retirado Barrio Sésamo de la programación infantil.
Desató a Camila y la levantó de su asiento. Palpó sus pantaloncitos de color rosa.
–¿Qué te pasa, cielito? Tu pañal está seco –mientras hablaba con Camila, le frotó la tripita a Mateo–. A juzgar por cómo han rechazado el biberón, diría que no tienen hambre, así que todo este jaleo es puro malhumor. Vamos, dijo, levantando a Joaquín de su asiento–. Tú agarra a Mateo, les daremos un paseo rápido.
–¿Un paseo? –Pedro había bajado de la furgoneta y estaba de pie junto a Paula–. Ya tendríamos que estar a mitad de camino. Esto va a dar al traste con el horario programado.
–¿Qué horario? –con dos bebés y la bolsa de los pañales en brazos, Paula retrocedió hacia la puerta–. ¿Podrías ayudarme a bajar? No quiero tropezar.
De pronto, Pedro no solo tuvo que preocuparse del tiempo perdido, sino también del contacto de las suaves curvas de Paula. La agarró por la cintura y la guió hasta el suelo, embriagándose con el aroma de su perfume floral.
–No, no –dijo él, intentando concentrarse–. ¿Por qué bajas de la furgoneta? Tardaremos mucho en volver a ponernos en marcha.
–¿Podrías agarrar a Mateo, por favor? –preguntó Paula por encima del hombro, yendo hacia una de las mesas–. Ya que hemos parado, me gustaría hacer una revisión oficial de pañales.
Mascullando entre dientes, Pedro hizo lo que Paula le pedía. Hizo una mueca cuando llegó a la mesa y la encontró extendiendo el cambiador sobre la mesa sucia y pintarrajeada.
–¿Qué pasa? –preguntó ella, sujetando los pies del gorjeante Jaoquín con la mano derecha, mientras le limpiaba el culito con la izquierda.
Camila estaba tumbada sobre la manta que Paula había extendido bajo un arbusto reseco. La pequeña tramposa sonreía de oreja a oreja mientras chupaba un salamandra de goma que su tío le había comprado en el zoo.
–¿Qué pasa? –repitió él con las manos en las caderas–. Estos niños nos están enredando.
–Pedro, solo tienen unos meses –Paula le dedicó una sonrisa alegre–. No pueden haber decidido ponerse de acuerdo para arruinar tu horario.
–¿No? ¿Y qué otra cosa puede explicar esto? –le mostró a Mateo, que pasaba de la risa al gorjeo.
Paula alzó la cabeza y volvió a bajarla, concentrándose en acabar de ponerle el pañal a Joaquín y reajustarle el pelele. Tenía la sensación de que sus mejillas se habían encendido por algo más que el sol y el seco viento de Oklahoma. Por ejemplo, por la imagen del guapísimo Pedro con gafas de sol Ray-Ban, pantalones cortos color verde camuflaje y camiseta blanca, con el pequeño Mateo en sus brazos. Cuando aprendiera a relajarse, Pedro sería un gran padre. Obviamente, de los hijos de alguna otra afortunada mujer, no de ella.
–Bueno –dijo, con alegría forzada, levantando a Joaquín–. Camila está seca; deja que compruebe el pañal de Mateo y podremos marcharnos.
–¿Así que ella también estaba simulando las lágrimas? –Pedro suspiró.
Paula lo miró con irritación cuando se acercó demasiado a ella para que comprobara el pañal.
–También está seco –dijo, girando rápidamente con la intención de levantar a Camila con la manta y la bolsa de pañales.
–Espera –los dedos de Pedro le rozaron el antebrazo.
A pesar de la brisa, hacía el insoportable calor típico de agosto y ella sintió la impronta de cada dedo como una brasa.
–¿Qué? –preguntó, mirando a Pedro.
–Gracias.
–¿Por qué? –la brisa hizo que algunos mechones de pelo revolotearan ante sus ojos y, como tenía los brazos ocupados con Joaquín, Pedrousó la mano libre para apartarlos.
–¿Tú por qué crees? –miró al bebé que tenía en brazos él y después al que tenía ella–. Aunque odie admitirlo, tenías razón. No podría haber hecho este viaje solo. Así que, por si luego se me pasa decirlo, gracias.
Ella perdonó de inmediato su actitud gruñona.
–De nada –dijo, temiendo mirarlo por si eso incrementaba aún más su atracción por él–. ¿Puedes poner a Mateo en su asiento mientras agarro a la princesa?
–Yo me ocuparé de ella y de las cosas –dijo él–. Tú eres el cerebro y la belleza de esta operación. Yo, la fuerza bruta.
Paula acomodó a Joaquín en su sillita y luego ocupó su asiento y simuló consultar el mapa. Intentar no enamorarse de Pedro iba a ser tan fácil como mantener a tres bebés contentos durante un viaje de mil doscientos kilómetros.
Paternidad Temporal: Capítulo 12
Eran las nueve de la mañana del día siguiente cuando por fin salieron a la autopista 75, que iba de Pecan a Tulsa, donde cambiarían a la 412. Paula había convencido a Pedro para que se echara una siesta que, por suerte, se había convertido en una noche de descanso. Entretanto, ella había ido a la tienda a comprar provisiones más realistas de leche maternizada, pañales y toallitas húmedas, y también había conseguido dormir un rato, mientras lo hacían los bebés.
Durante el breve periodo que había pasado alejada del formidable atractivo de Pedro , por no mencionar el de los trillizos, se había dado una charla para motivarse. Él solo era su vecino. Sí, era guapísimo, pero eso no implicaba que estuviera enamorándose de él. Era una mujer adulta; no tenía por qué sentirse confusa. ¿Por qué creía que acceder a realizar un breve viaje por carretera equivalía casi a entregar su corazón? «¿Será porque tu corazón vibra cuando el tipo está a un metro de distancia?», pensó.
–¿Quieres que busque atajos? –preguntó Paula, abriendo el mapa.
Pedro, con ambas manos en el volante de la furgoneta de su hermana, negó con la cabeza.
–Prefiero las carreteras estatales. No veo razón para tentar a la suerte.
–Oh –se quitó las sandalias, apoyó los pies en el salpicadero y admiró su reciente pedicura–. ¿No te encanta este tono de rosa? Las pintitas plateadas hacen que parezca que hay una fiesta en mis dedos –lo miró y captó su gesto resignación.
–¿Por qué haces eso? –preguntó él.
–¿El qué?
–Poner los pies sucios en el salpicadero. Le he quitado el polvo esta mañana.
–Mis pies no están sucios –giró en el asiento para mostrarle las plantas–. ¿Ves?
No llevaban ni diez minutos de viaje y la mujer casi le había hecho estrellar el coche. Pedro carraspeó y agradeció la norma de «mantener la vista en la carretera». Si no fuera por eso, lo habría tentado agarrar esos pies tan limpios y… No. Ni pensarlo. Ese era un viaje familiar. Para todos los públicos, de principio a fin. Cerró los ojos un instante y tomó aire. Se preguntó si ella sabía que al levantar los pies también se había levantado el bajo de sus pantalones cortos. La dulce curva de su trasero le había hecho pensar en cosas más picantes que dulces. Apretó las manos sobre el volante.
¡Buaaaaauu!
–¿Qué pasa? –le preguntó Paula a uno de los niños–. ¿Ya quieres comer? –sacó un biberón templado de un termo, probó la temperatura de la leche en la parte interna de la muñeca y se lo ofreció al sobrino de Pedro, que le dió un manotazo–. Supongo que eso significa que no tienes hambre.
¡Buaaaaauu! ¡Buaaaaa!
Camila acababa de unirse a la serenata.
–Santo Dios –dijo Pedro–. Ni siquiera hemos llegado a Tulsa y ya están llorando. ¿No se suponía que a los bebés les gusta ir en coche?
–A la mayoría, sí –dijo ella, alzando la voz–, pero parece que estos son la excepción. Bueno, menos Joaquín. Él está profundamente dormido.
–¿Cómo sabes que ese es Joaquín?
–Técnicamente, no lo sé. Pero tiene las cejas algo más gruesas que su hermano; eso me ayuda a diferenciarlos.
Pedro suspiró. No sabía por qué no se le había ocurrido eso a él.
–Cuando hagamos la primera parada en Kansas, echaré un vistazo.
–¿Kansas? Siento pinchar tu burbuja, pero a juzgar por los aullidos vamos a tener que parar mucho antes de llegar a la autopista de peaje.
–De eso nada –para demostrarlo, Pedro pisó el acelerador.
Ocho kilómetros después, junto a una descuidada zona de picnic, con el suelo lleno de basura que el viento seco y caliente removía, Pedro hizo una mueca. Los tres bebés gritaban.
–Este sitio no parece muy limpio –dijo.
–No vamos a revolcar a tus sobrinos por el suelo.
–Ya, bueno, pero… –alzó la voz para hacerse oír por encima del berrido de Camila–. Quizás deberíamos…
Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó de la furgoneta. Pedro miró el estacionamiento de cemento desteñido por el sol y las destartaladas mesas de picnic y movió la cabeza.
Durante el breve periodo que había pasado alejada del formidable atractivo de Pedro , por no mencionar el de los trillizos, se había dado una charla para motivarse. Él solo era su vecino. Sí, era guapísimo, pero eso no implicaba que estuviera enamorándose de él. Era una mujer adulta; no tenía por qué sentirse confusa. ¿Por qué creía que acceder a realizar un breve viaje por carretera equivalía casi a entregar su corazón? «¿Será porque tu corazón vibra cuando el tipo está a un metro de distancia?», pensó.
–¿Quieres que busque atajos? –preguntó Paula, abriendo el mapa.
Pedro, con ambas manos en el volante de la furgoneta de su hermana, negó con la cabeza.
–Prefiero las carreteras estatales. No veo razón para tentar a la suerte.
–Oh –se quitó las sandalias, apoyó los pies en el salpicadero y admiró su reciente pedicura–. ¿No te encanta este tono de rosa? Las pintitas plateadas hacen que parezca que hay una fiesta en mis dedos –lo miró y captó su gesto resignación.
–¿Por qué haces eso? –preguntó él.
–¿El qué?
–Poner los pies sucios en el salpicadero. Le he quitado el polvo esta mañana.
–Mis pies no están sucios –giró en el asiento para mostrarle las plantas–. ¿Ves?
No llevaban ni diez minutos de viaje y la mujer casi le había hecho estrellar el coche. Pedro carraspeó y agradeció la norma de «mantener la vista en la carretera». Si no fuera por eso, lo habría tentado agarrar esos pies tan limpios y… No. Ni pensarlo. Ese era un viaje familiar. Para todos los públicos, de principio a fin. Cerró los ojos un instante y tomó aire. Se preguntó si ella sabía que al levantar los pies también se había levantado el bajo de sus pantalones cortos. La dulce curva de su trasero le había hecho pensar en cosas más picantes que dulces. Apretó las manos sobre el volante.
¡Buaaaaauu!
–¿Qué pasa? –le preguntó Paula a uno de los niños–. ¿Ya quieres comer? –sacó un biberón templado de un termo, probó la temperatura de la leche en la parte interna de la muñeca y se lo ofreció al sobrino de Pedro, que le dió un manotazo–. Supongo que eso significa que no tienes hambre.
¡Buaaaaauu! ¡Buaaaaa!
Camila acababa de unirse a la serenata.
–Santo Dios –dijo Pedro–. Ni siquiera hemos llegado a Tulsa y ya están llorando. ¿No se suponía que a los bebés les gusta ir en coche?
–A la mayoría, sí –dijo ella, alzando la voz–, pero parece que estos son la excepción. Bueno, menos Joaquín. Él está profundamente dormido.
–¿Cómo sabes que ese es Joaquín?
–Técnicamente, no lo sé. Pero tiene las cejas algo más gruesas que su hermano; eso me ayuda a diferenciarlos.
Pedro suspiró. No sabía por qué no se le había ocurrido eso a él.
–Cuando hagamos la primera parada en Kansas, echaré un vistazo.
–¿Kansas? Siento pinchar tu burbuja, pero a juzgar por los aullidos vamos a tener que parar mucho antes de llegar a la autopista de peaje.
–De eso nada –para demostrarlo, Pedro pisó el acelerador.
Ocho kilómetros después, junto a una descuidada zona de picnic, con el suelo lleno de basura que el viento seco y caliente removía, Pedro hizo una mueca. Los tres bebés gritaban.
–Este sitio no parece muy limpio –dijo.
–No vamos a revolcar a tus sobrinos por el suelo.
–Ya, bueno, pero… –alzó la voz para hacerse oír por encima del berrido de Camila–. Quizás deberíamos…
Paula se desabrochó el cinturón de seguridad y bajó de la furgoneta. Pedro miró el estacionamiento de cemento desteñido por el sol y las destartaladas mesas de picnic y movió la cabeza.
Paternidad Temporal: Capítulo 11
¡Ni siquiera había empaquetado un abrelatas! La necesitaba, sí, pero a ella la asustaba llegar a necesitarlo a él. No podía permitírselo porque, en cuanto acabara esa locura de viaje, él dejaría de necesitar una niñera pero ella, en cambio, tendría mayor necesidad de compañía. Su corazón y su mente empeorarían.
–¿Paula? –musitó él–. ¿Por favor?
Ella se puso en pie. Tenía que alejarse de Pedro, de su aroma cítrico, de su fuerza y, sobre todo, de su vulnerabilidad. Sus amigos le decían que se preocupaba demasiado de los problemas otros y no lo bastante de los suyos. Había llegado el momento de escucharlos; sus amigos tenían razón. Pedro y sus adorables sobrinos suponían problemas con mayúscula. Fue hacia la puerta de entrada.
–Tengo que irme –«No puedo permitirme enamorarme de tí», pensó.
Aún estaba demasiado dolida tras Fernando. Y ni siquiera había empezado a desbrozar el caos que Diego había dejado en su alma. Estaba cansada de echar de menos a su abuela y de estar sola en esa ciudad y, prácticamente, sola en el mundo.
Pedro se levantó, fue hacia ella y puso las manos sobre sus hombros.
–Desde que nuestros padres murieron –dijo con voz queda–, Luciana ha sido mi responsabilidad. Fue una buena niña, la mejor. Y la peor adolescente. Pasé un infierno con ella. La noche que entregó su virginidad al primer punk de pelo grasiento que se lo pidió, yo fui quien la recibió en casa, quien la abrazó mientras lloraba. Igual que cuando la encontré bajo un puente en un mal barrio de Tulsa. Se había escapado porque la enfureció que la obligara a fregar los cacharros. Estaba tiritando y la envolví en la colcha que mi madre le había hecho para su quinto cumpleaños, a juego con las margaritas blancas y amarillas que adornaban las paredes de su dormitorio. Cuando nuestra casa se incendió, mamá envolvió a Lu en esa colcha mientras huíamos.
Pedro la miró a los ojos. Para Paula eso supuso casi un suicidio emocional. Ya había sufrido mucho. No podía abrirse a sentir más dolor. Se había trasladado a Pecan para sanar. Para empezar de cero. Pedro tomó sus manos y las apretó con suavidad. Ella sintió una deliciosa sensación de compañerismo, puro y simple, que hacía años que no sentía. Pero sabía que no era incondicional, llegaba con ataduras. Ataduras que desaparecerían cuando reunieran a Luciana con sus bebés.
–Yo… tengo que irme –Paula se volvió hacia la puerta y puso la mano en el frío pomo de latón.
–Marcos es su esposo –dijo Pedro–. Él tendría que estar a su lado ahora. Pero no lo encuentro, Paula. Hasta que lo haga, soy lo único que tiene. Tengo que ayudarla. Ella es lo único que tengo.
Paula tragó con fuerza. Se preguntó cómo lo había adivinado él. De todas las palabras de la lengua inglesa, esas eran las que más alto oía su corazón. Expresaban exactamente lo que ella sentía por su abuela.
–Paula, soy el primero en admitir que tengo mucho orgullo. Odio pedir ayuda. Peor aún, odio necesitar ayuda. Pero en este caso…
–Lo haré.
–¿Lo harás?
Paula apretó los labios y, luchando contra unas estúpidas lágrimas de emoción, asintió. Pedro la abrazó. La sensación fue cálida y reconfortante, como meterse en un baño caliente. Eso no la iba a ayudar a luchar contra lo que sentía por ese hombre.
–¡Genial! –la soltó y se frotó las manos–. Deja que haga unos recados. Suplicaré, cambiaré o robaré días en el trabajo y nos pondremos en marcha. Supongo que tendrás que llamar a tu familia. O a tu abuela. O… ¿a tu novio?
–Mi abuela es mi única familia, y no voy a preocuparla por un viaje tan corto.
–¿Seguro?
Ella asintió. No merecía la pena hablar con Abu. La sabia mujer pensaría que estaba loca, y seguramente tendría razón.
–De acuerdo. Si no te importa esperar aquí un rato más, acabaré enseguida –agarró el móvil que había en la mesita y lo puso a cargar–. ¿La batería de tu móvil está a tope?
–No tengo móvil.
–¿Y eso por qué?
–Prefiero gastarme esos cincuenta dólares mensuales en material de decoración.
–Ya sabía que me gustabas –él sonrió–. Por fin una mujer que prefiere una actividad a hablar.
–No he dicho que no me guste hablar –le guiñó un ojo–. Pero no quiero que mis conversaciones me cuesten más al año que un sofá y un sillón tapizados a mi gusto.
–¿Paula? –musitó él–. ¿Por favor?
Ella se puso en pie. Tenía que alejarse de Pedro, de su aroma cítrico, de su fuerza y, sobre todo, de su vulnerabilidad. Sus amigos le decían que se preocupaba demasiado de los problemas otros y no lo bastante de los suyos. Había llegado el momento de escucharlos; sus amigos tenían razón. Pedro y sus adorables sobrinos suponían problemas con mayúscula. Fue hacia la puerta de entrada.
–Tengo que irme –«No puedo permitirme enamorarme de tí», pensó.
Aún estaba demasiado dolida tras Fernando. Y ni siquiera había empezado a desbrozar el caos que Diego había dejado en su alma. Estaba cansada de echar de menos a su abuela y de estar sola en esa ciudad y, prácticamente, sola en el mundo.
Pedro se levantó, fue hacia ella y puso las manos sobre sus hombros.
–Desde que nuestros padres murieron –dijo con voz queda–, Luciana ha sido mi responsabilidad. Fue una buena niña, la mejor. Y la peor adolescente. Pasé un infierno con ella. La noche que entregó su virginidad al primer punk de pelo grasiento que se lo pidió, yo fui quien la recibió en casa, quien la abrazó mientras lloraba. Igual que cuando la encontré bajo un puente en un mal barrio de Tulsa. Se había escapado porque la enfureció que la obligara a fregar los cacharros. Estaba tiritando y la envolví en la colcha que mi madre le había hecho para su quinto cumpleaños, a juego con las margaritas blancas y amarillas que adornaban las paredes de su dormitorio. Cuando nuestra casa se incendió, mamá envolvió a Lu en esa colcha mientras huíamos.
Pedro la miró a los ojos. Para Paula eso supuso casi un suicidio emocional. Ya había sufrido mucho. No podía abrirse a sentir más dolor. Se había trasladado a Pecan para sanar. Para empezar de cero. Pedro tomó sus manos y las apretó con suavidad. Ella sintió una deliciosa sensación de compañerismo, puro y simple, que hacía años que no sentía. Pero sabía que no era incondicional, llegaba con ataduras. Ataduras que desaparecerían cuando reunieran a Luciana con sus bebés.
–Yo… tengo que irme –Paula se volvió hacia la puerta y puso la mano en el frío pomo de latón.
–Marcos es su esposo –dijo Pedro–. Él tendría que estar a su lado ahora. Pero no lo encuentro, Paula. Hasta que lo haga, soy lo único que tiene. Tengo que ayudarla. Ella es lo único que tengo.
Paula tragó con fuerza. Se preguntó cómo lo había adivinado él. De todas las palabras de la lengua inglesa, esas eran las que más alto oía su corazón. Expresaban exactamente lo que ella sentía por su abuela.
–Paula, soy el primero en admitir que tengo mucho orgullo. Odio pedir ayuda. Peor aún, odio necesitar ayuda. Pero en este caso…
–Lo haré.
–¿Lo harás?
Paula apretó los labios y, luchando contra unas estúpidas lágrimas de emoción, asintió. Pedro la abrazó. La sensación fue cálida y reconfortante, como meterse en un baño caliente. Eso no la iba a ayudar a luchar contra lo que sentía por ese hombre.
–¡Genial! –la soltó y se frotó las manos–. Deja que haga unos recados. Suplicaré, cambiaré o robaré días en el trabajo y nos pondremos en marcha. Supongo que tendrás que llamar a tu familia. O a tu abuela. O… ¿a tu novio?
–Mi abuela es mi única familia, y no voy a preocuparla por un viaje tan corto.
–¿Seguro?
Ella asintió. No merecía la pena hablar con Abu. La sabia mujer pensaría que estaba loca, y seguramente tendría razón.
–De acuerdo. Si no te importa esperar aquí un rato más, acabaré enseguida –agarró el móvil que había en la mesita y lo puso a cargar–. ¿La batería de tu móvil está a tope?
–No tengo móvil.
–¿Y eso por qué?
–Prefiero gastarme esos cincuenta dólares mensuales en material de decoración.
–Ya sabía que me gustabas –él sonrió–. Por fin una mujer que prefiere una actividad a hablar.
–No he dicho que no me guste hablar –le guiñó un ojo–. Pero no quiero que mis conversaciones me cuesten más al año que un sofá y un sillón tapizados a mi gusto.
miércoles, 29 de agosto de 2018
Paternidad Temporal: Capítulo 10
–Para tu información, señorita Sabelotodo, ese siseo que se oía en el contestador era el viento. El viento soplando entre los pinos y abetos que rodean la cabaña. Allí hay poca cobertura de móvil, eso explica por qué se cortan sus llamadas.
Aunque Paula odiaba admitirlo, la retorcida lógica de Pedro tenía bastante sentido.
–A Luciana le encanta el lugar. Cuando nuestros padres vivían pasábamos allí todos los veranos. Tras su muerte, Lu y yo íbamos siempre que podíamos. Aquí, en la ciudad, se esforzaba por mantener las apariencias, por parecer dura y adulta. Pero en la cabaña era ella misma. Una niña dulce que se permitía divertirse.
–Pero Pedro, ya no es una niña –Paula cruzó la sala para tocarle el brazo–. Es una mujer adulta con su propia familia. Si, como supones, se ha ido porque la superaba el estrés, tal vez lo que menos necesite sea que su hermano mayor se lance en su rescate. Quizás necesite tiempo para pensar. Básicamente, por eso me mudé yo aquí. Echo mucho de menos a mi abuela, pero había llegado la hora de madurar y enfrentarme a unos cuantos asuntos sola. Apuesto a que Lu siente lo mismo.
Paula miró su brazo y se dio cuenta de que aún seguía tocándolo. La maravillaron la fuerza y calor que irradiaban sus músculos bajo sus dedos.
–Mira, entiendo que ahora mismo te pueda parecer un poco psicótico.
–Un poco –admitió Paula con una sonrisa.
Él no se la devolvió. Dejó caer el bolso de viaje, se sentó en el escalón inferior de la escalera y apoyó la frente en las manos.
–Hay cosas sobre mí. Sobre mi pasado y el de Luciana. No tengo tiempo para contarlas ahora. Solo necesitas saber que tengo que ir allá arriba. Comprobar por mí mismo que está bien.
–De acuerdo –aceptó Paula con voz más suave.
Le dió un golpecito para que le hiciera sitio a su lado. Gran error. Todo el lado derecho de su cuerpo empezó a zumbar. Desde el hombro, pasando por el muslo hasta el tobillo desnudo que casi rozaba la pantorrilla de Pedro. Sentía una corriente eléctrica de atracción que nunca había sentido antes. Eso estaba muy mal. Estaba allí para intentar confortar a su desolado vecino y solo podía pensar en cómo sería rozar sus suaves piernas depiladas contra el vello áspero de las de él. Mal, mal, mal.
–Eh… –tragó saliva–. ¿Qué iba a decir?
–¿Cómo voy a saberlo?
–Correcto. Eso es –antes de sentarse a su lado, había estado a punto de explicarle cómo averiguar si su hermana estaba a salvo sin conducir cientos de kilómetros–. Hay una manera sencilla de comprobar que Luciana está bien sin realizar un largo viaje con tres bebés. Solo tienes que…
–Lo sé, llamar. Pero la cabaña no tiene teléfono y ya he probado su móvil. Sorpresa, no funciona. Eso solo me dejaba la opción de llamar a mi amigo Carlos, el sheriff local.
Ella lo miró interrogante.
–Ya he llamado a Carlos a casa y al trabajo, y solo he oído contestadores. He dejado mensajes para que me llame cuanto antes. En el pueblo hay ferretería, gasolinera y tienda de comestibles, y también he llamado. Nadie la ha visto, pero eso no implica que no esté allí. Tengo que hablar con ella y comprobar que está bien.
–Yo te puedo decir quién no va a estar bien tras conducir hasta Colorado con tres bebés llorando a voz en grito.
–Se supone que a los bebés les gustan los coches, ¿No? –Pedro movió la cabeza–. Ayer los llevé al zoo, o quizás fuera anteayer –se frotó la sien–. ¿Ves cuánto me ha liado Luciana? Ni siquiera sé qué día es hoy.
–Razón de más para que subas a echarte una siesta. No estás en condiciones de conducir. Llevas días en pie. Si pudieras ir en avión o en tren, o si alguien pudiera ayudarte, entonces…
–¡Eso es! –gritó él, girándose para mirarla.
–¿Qué? –Paula arrugó la nariz.
–Alguien que me ayude. Conozco a la persona perfecta –aunque Jed la miró directamente, Paula clavó la mirada en la pared de color pasta, pensando que un verde salvia supondría una gran mejora.
Dió un respingo cuando él puso dos dedos bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.
–Sabes de quién estoy hablando, ¿Verdad?
–Eh… –se lamió los labios y pensó que quizás la pared quedaría bien verde grisáceo, o calabaza. Cualquier color que la ayudara a no pensar en los ojos de Pedro–. Si te refieres a mí, tengo una agenda muy ajetreada. Empiezo en mi nuevo empleo dentro de diez días. Así que esta semana tengo que pintar, lijar el techo y…
–Te pagaré –interrumpió él–. Dí tu precio. Siempre que tenga esa cantidad ahorrada, es tuya.
–El problema no es el dinero, Pedro–bajó la vista y se agarró las rodillas con fuerza.
El problema era el anhelo que había sentido al imaginarse sentada a su lado en la intimidad de un coche durante varios días. El problema era enamorarse de él, de su risa, de su sonrisa y de su ingenuidad por creer que unas latas de leche maternizada y cuatro pañales le permitirían llegar a Colorado con los tres bebés.
Aunque Paula odiaba admitirlo, la retorcida lógica de Pedro tenía bastante sentido.
–A Luciana le encanta el lugar. Cuando nuestros padres vivían pasábamos allí todos los veranos. Tras su muerte, Lu y yo íbamos siempre que podíamos. Aquí, en la ciudad, se esforzaba por mantener las apariencias, por parecer dura y adulta. Pero en la cabaña era ella misma. Una niña dulce que se permitía divertirse.
–Pero Pedro, ya no es una niña –Paula cruzó la sala para tocarle el brazo–. Es una mujer adulta con su propia familia. Si, como supones, se ha ido porque la superaba el estrés, tal vez lo que menos necesite sea que su hermano mayor se lance en su rescate. Quizás necesite tiempo para pensar. Básicamente, por eso me mudé yo aquí. Echo mucho de menos a mi abuela, pero había llegado la hora de madurar y enfrentarme a unos cuantos asuntos sola. Apuesto a que Lu siente lo mismo.
Paula miró su brazo y se dio cuenta de que aún seguía tocándolo. La maravillaron la fuerza y calor que irradiaban sus músculos bajo sus dedos.
–Mira, entiendo que ahora mismo te pueda parecer un poco psicótico.
–Un poco –admitió Paula con una sonrisa.
Él no se la devolvió. Dejó caer el bolso de viaje, se sentó en el escalón inferior de la escalera y apoyó la frente en las manos.
–Hay cosas sobre mí. Sobre mi pasado y el de Luciana. No tengo tiempo para contarlas ahora. Solo necesitas saber que tengo que ir allá arriba. Comprobar por mí mismo que está bien.
–De acuerdo –aceptó Paula con voz más suave.
Le dió un golpecito para que le hiciera sitio a su lado. Gran error. Todo el lado derecho de su cuerpo empezó a zumbar. Desde el hombro, pasando por el muslo hasta el tobillo desnudo que casi rozaba la pantorrilla de Pedro. Sentía una corriente eléctrica de atracción que nunca había sentido antes. Eso estaba muy mal. Estaba allí para intentar confortar a su desolado vecino y solo podía pensar en cómo sería rozar sus suaves piernas depiladas contra el vello áspero de las de él. Mal, mal, mal.
–Eh… –tragó saliva–. ¿Qué iba a decir?
–¿Cómo voy a saberlo?
–Correcto. Eso es –antes de sentarse a su lado, había estado a punto de explicarle cómo averiguar si su hermana estaba a salvo sin conducir cientos de kilómetros–. Hay una manera sencilla de comprobar que Luciana está bien sin realizar un largo viaje con tres bebés. Solo tienes que…
–Lo sé, llamar. Pero la cabaña no tiene teléfono y ya he probado su móvil. Sorpresa, no funciona. Eso solo me dejaba la opción de llamar a mi amigo Carlos, el sheriff local.
Ella lo miró interrogante.
–Ya he llamado a Carlos a casa y al trabajo, y solo he oído contestadores. He dejado mensajes para que me llame cuanto antes. En el pueblo hay ferretería, gasolinera y tienda de comestibles, y también he llamado. Nadie la ha visto, pero eso no implica que no esté allí. Tengo que hablar con ella y comprobar que está bien.
–Yo te puedo decir quién no va a estar bien tras conducir hasta Colorado con tres bebés llorando a voz en grito.
–Se supone que a los bebés les gustan los coches, ¿No? –Pedro movió la cabeza–. Ayer los llevé al zoo, o quizás fuera anteayer –se frotó la sien–. ¿Ves cuánto me ha liado Luciana? Ni siquiera sé qué día es hoy.
–Razón de más para que subas a echarte una siesta. No estás en condiciones de conducir. Llevas días en pie. Si pudieras ir en avión o en tren, o si alguien pudiera ayudarte, entonces…
–¡Eso es! –gritó él, girándose para mirarla.
–¿Qué? –Paula arrugó la nariz.
–Alguien que me ayude. Conozco a la persona perfecta –aunque Jed la miró directamente, Paula clavó la mirada en la pared de color pasta, pensando que un verde salvia supondría una gran mejora.
Dió un respingo cuando él puso dos dedos bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.
–Sabes de quién estoy hablando, ¿Verdad?
–Eh… –se lamió los labios y pensó que quizás la pared quedaría bien verde grisáceo, o calabaza. Cualquier color que la ayudara a no pensar en los ojos de Pedro–. Si te refieres a mí, tengo una agenda muy ajetreada. Empiezo en mi nuevo empleo dentro de diez días. Así que esta semana tengo que pintar, lijar el techo y…
–Te pagaré –interrumpió él–. Dí tu precio. Siempre que tenga esa cantidad ahorrada, es tuya.
–El problema no es el dinero, Pedro–bajó la vista y se agarró las rodillas con fuerza.
El problema era el anhelo que había sentido al imaginarse sentada a su lado en la intimidad de un coche durante varios días. El problema era enamorarse de él, de su risa, de su sonrisa y de su ingenuidad por creer que unas latas de leche maternizada y cuatro pañales le permitirían llegar a Colorado con los tres bebés.
Paternidad Temporal: Capítulo 9
En la zona de espera en la que se permitía el uso de móviles, Luciana agitó un modelo antiguo por encima de su cabeza con la esperanza de recuperar la señal. Se lo había prestado Alberto Bentwiggins, de Omaha, que estaba visitando a su madre. Alberto parecía tener noventa y ocho años y llevaba una bombona de oxígeno portátil, que siseaba como el viento en el Cañón del Colorado.
–¿La has recuperado ya? –preguntó Alberto.
Luciana negó con la cabeza y fue hacia la máquina de refrescos con el brazo en alto.
–Conseguí señal junto al ficus de plástico, pero… oh, sí. Aquí –entre la máquina de refrescos y el rincón, la luz de señal se puso de color verde.
–Marca rápido –dijo Alberto–. No queremos que se vuelva a cortar.
Ella dedicó una sonrisa a su benefactor y marcó el número de Pedro. Sonó tres veces antes de que saltara el contestador. Habló tras el pitido.
–¿Pedro? Cariño, ¿Estás ahí? ¡Pedro! –oyó ruido de estática.
Maldijo para sí al ver que la luz verde se apagaba.
–¿Has vuelto a perderla? –Alberto se acercó a ella, tirando de su siseante bombona de oxígeno.
Luciana asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se preguntó dónde podían estar. Tenía que haber ocurrido algo. Era demasiado tarde para que Pedro no contestara al teléfono. Se preguntó si estaría con una mujer. No tendría que haber dejado a sus bebés con él. La luz verde volvió a aparecer, pero solo oía el siseo de la bombona de Alberto. Tapó el auricular con la mano y se volvió hacia él.
–¿Podrías alejar la bombona un poco? Me cuesta mucho… –demasiado tarde. Había perdido la señal.
Luciana suspiró.
–He criado a seis hijos y a veintitrés nietos –Alberto le dió una palmadita en la espalda–. Créeme, tus niños están bien. De quien tienes que preocuparte es de ese marido tuyo.
–¿Podrías contarme por fin tu gran secreto? –dijo Paula, con las manos en las caderas.
Hacía cinco minutos que Pedro había regresado de su turno de veinticuatro horas. En esos cinco minutos había escuchado el último mensaje de Luciana diez veces. Ya no tenía ninguna duda de adónde había ido su hermana. Como una tromba, fue a la cocina. Se llevaría todo lo que le había dejado Luciana. Solo había unas pocas latas de leche maternizada y tres o cuatro pañales, pero eso bastaría para llegar a Colorado. En Denver compraría lo que necesitara.
–¿Pedro? –la dulce voz de Paula interrumpió su lista mental de cosas que hacer.
–¿Sí? –preguntó mientras volvía a la sala con los brazos cargados de cosas.
–¿Qué estás haciendo?
–El equipaje.
–Por favor, dime que no estás pensando en llevar a estos dulces y adormilados bebés contigo adondequiera que esté tu hermana –Paula estrechó los ojos y besó la cabecita de Camila.
–Eh –dijo él desde la sala, metiendo las latas en la bolsa de los pañales–. Entiendo que te pueda parecer una locura recorrer el país a ciegas. Pero, para tu información, sé dónde está Luciana.
–¿Ah, sí? –entró en la sala y dejó a Pia en el suelo, sobre una mullida mantita rosa–. ¿Te importaría decirme cómo lo has descubierto, Sherlock?
–Me encantará, Watson –él sonrió–. ¿A tí también te gustan esas películas antiguas?
–Prefiero los libros –replicó ella. Al ver que la miraba burlón, le sacó la lengua–. Ve directo a la parte en la que resuelves el misterio.
–Una simple deducción –agarró las toallitas húmedas que había sobre la mesita de café–. ¿Recuerdas esos silbidos y siseos que se oían en el mensaje del contestador?
–Sí –cruzó los brazos y enarcó una ceja.
–Está en la cabaña familiar, en las afueras de Fairplay, Colorado.
–Tienes que estar de broma. Luciana apenas dijo dos palabras en ese mensaje. ¿Cómo has podido deducir que está en la cabaña?
Pedro agarró unos cuantos juguetes, anillos mordedores de plástico y un chisme transparente que tenía pececillos flotando en su interior.
–Tú sabes de bebés, ¿No? Pues yo sé mucho de mi hermana. Desde que tuvo a los trillizos lo ha pasado bastante mal.
–¿Y qué?
Lanzó una mirada dura a la listilla de su vecina. Ella se la devolvió. Pedro no pudo evitar pensar que le gustaba su lado peleón. En cuanto resolviera la situación, podría plantearse un caso nuevo: descubrir cómo involucrar a Paula en divertidas actividades para adultos, totalmente restringidas a menores. Sacudió la cabeza para librarse del dulce pecado que podría dar al traste con su siguiente tarea para poner en marcha el viaje.
–¿Y bien? –dijo ella–. Gano uno a cero. ¿Quieres que lleguemos al dos a cero?
–¿Te han dicho alguna vez que para ser tan bonita eres muy descarada? – Pedro alzó la vista del bolso en el que estaba metiendo una manta azul.
Paula enrojeció y desvió la mirada.
–¿La has recuperado ya? –preguntó Alberto.
Luciana negó con la cabeza y fue hacia la máquina de refrescos con el brazo en alto.
–Conseguí señal junto al ficus de plástico, pero… oh, sí. Aquí –entre la máquina de refrescos y el rincón, la luz de señal se puso de color verde.
–Marca rápido –dijo Alberto–. No queremos que se vuelva a cortar.
Ella dedicó una sonrisa a su benefactor y marcó el número de Pedro. Sonó tres veces antes de que saltara el contestador. Habló tras el pitido.
–¿Pedro? Cariño, ¿Estás ahí? ¡Pedro! –oyó ruido de estática.
Maldijo para sí al ver que la luz verde se apagaba.
–¿Has vuelto a perderla? –Alberto se acercó a ella, tirando de su siseante bombona de oxígeno.
Luciana asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Se preguntó dónde podían estar. Tenía que haber ocurrido algo. Era demasiado tarde para que Pedro no contestara al teléfono. Se preguntó si estaría con una mujer. No tendría que haber dejado a sus bebés con él. La luz verde volvió a aparecer, pero solo oía el siseo de la bombona de Alberto. Tapó el auricular con la mano y se volvió hacia él.
–¿Podrías alejar la bombona un poco? Me cuesta mucho… –demasiado tarde. Había perdido la señal.
Luciana suspiró.
–He criado a seis hijos y a veintitrés nietos –Alberto le dió una palmadita en la espalda–. Créeme, tus niños están bien. De quien tienes que preocuparte es de ese marido tuyo.
–¿Podrías contarme por fin tu gran secreto? –dijo Paula, con las manos en las caderas.
Hacía cinco minutos que Pedro había regresado de su turno de veinticuatro horas. En esos cinco minutos había escuchado el último mensaje de Luciana diez veces. Ya no tenía ninguna duda de adónde había ido su hermana. Como una tromba, fue a la cocina. Se llevaría todo lo que le había dejado Luciana. Solo había unas pocas latas de leche maternizada y tres o cuatro pañales, pero eso bastaría para llegar a Colorado. En Denver compraría lo que necesitara.
–¿Pedro? –la dulce voz de Paula interrumpió su lista mental de cosas que hacer.
–¿Sí? –preguntó mientras volvía a la sala con los brazos cargados de cosas.
–¿Qué estás haciendo?
–El equipaje.
–Por favor, dime que no estás pensando en llevar a estos dulces y adormilados bebés contigo adondequiera que esté tu hermana –Paula estrechó los ojos y besó la cabecita de Camila.
–Eh –dijo él desde la sala, metiendo las latas en la bolsa de los pañales–. Entiendo que te pueda parecer una locura recorrer el país a ciegas. Pero, para tu información, sé dónde está Luciana.
–¿Ah, sí? –entró en la sala y dejó a Pia en el suelo, sobre una mullida mantita rosa–. ¿Te importaría decirme cómo lo has descubierto, Sherlock?
–Me encantará, Watson –él sonrió–. ¿A tí también te gustan esas películas antiguas?
–Prefiero los libros –replicó ella. Al ver que la miraba burlón, le sacó la lengua–. Ve directo a la parte en la que resuelves el misterio.
–Una simple deducción –agarró las toallitas húmedas que había sobre la mesita de café–. ¿Recuerdas esos silbidos y siseos que se oían en el mensaje del contestador?
–Sí –cruzó los brazos y enarcó una ceja.
–Está en la cabaña familiar, en las afueras de Fairplay, Colorado.
–Tienes que estar de broma. Luciana apenas dijo dos palabras en ese mensaje. ¿Cómo has podido deducir que está en la cabaña?
Pedro agarró unos cuantos juguetes, anillos mordedores de plástico y un chisme transparente que tenía pececillos flotando en su interior.
–Tú sabes de bebés, ¿No? Pues yo sé mucho de mi hermana. Desde que tuvo a los trillizos lo ha pasado bastante mal.
–¿Y qué?
Lanzó una mirada dura a la listilla de su vecina. Ella se la devolvió. Pedro no pudo evitar pensar que le gustaba su lado peleón. En cuanto resolviera la situación, podría plantearse un caso nuevo: descubrir cómo involucrar a Paula en divertidas actividades para adultos, totalmente restringidas a menores. Sacudió la cabeza para librarse del dulce pecado que podría dar al traste con su siguiente tarea para poner en marcha el viaje.
–¿Y bien? –dijo ella–. Gano uno a cero. ¿Quieres que lleguemos al dos a cero?
–¿Te han dicho alguna vez que para ser tan bonita eres muy descarada? – Pedro alzó la vista del bolso en el que estaba metiendo una manta azul.
Paula enrojeció y desvió la mirada.
Paternidad Temporal: Capítulo 8
Por lo que había oído, Jed parecía pensar que su hermana había sufrido una crisis nerviosa y había decidido concederse una escapadita. Pero la mujer que había llamado parecía preocupada, no como si estuviera divirtiéndose. Su voz tensa no era la de una mujer que hubiera abandonado a sus tres bebés en casa de su hermano soltero que, obviamente, no sabía nada de cuidar niños.
¡Buaaaaa buuu buaaaa!
Paula pensó que tal vez fuera hora de dejar de jugar a detectives y volver a hacer de mamá temporal. Ahuecó la almohada de plumas de la cama e inhaló el aroma viril de la habitación. Estaba en zona peligrosa. Los dormitorios eran entornos muy personales que decían mucho de la gente. Pero como ella no quería iniciar ninguna relación por el momento, no tenía por qué notar la suavidad de las sábanas azul marino, ni su aroma a suavizante y loción para después del afeitado. Sobre todo, no quería ver la fantástica reproducción enmarcada que había sobre la cama: Y el oro de sus cuerpos de Gauguin. Siempre le había encantado esa obra. Las mujeres isleñas evocaban paraíso y placer. Era interesante que a Jed también le gustara.
¡Buaa!
Mientras salía de la habitación, Paula paseó los dedos por la superficie de una cómoda antigua. Le encantaban las antigüedades y las historias que había tras ellas. Se preguntó de dónde había salido esa pieza, si era herencia familiar o la había comprado en una subasta. Tal vez podrían ir a alguna subasta juntos en el futuro.
¡Buaaaaaaaaa!
Paula lanzó una última mirada a su alrededor y bajó las escaleras. Tenía a Camila en brazos y comprobaba su pañal cuando sonó el teléfono. Si era Luciana de nuevo, tenía que contestar. Corrió escaleras arriba, maldiciéndose por no haber bajado el inalámbrico con ella.
–¿Hola? –contestó, jadeante.
–Hola, Paula. Bien, has encontrado el teléfono.
Ella sintió un curioso aleteo en el estómago. Se preguntó si se debía a que Pedro sonaba igual de seductor al teléfono como en persona. Sonrió a Camila, que la miraba con sus enormes ojos azules.
–¿Lo habías escondido? –preguntó ella.
–No, siempre se me olvida bajarlo. Un rayo frió el teléfono de la planta de abajo.
–¿Lo serviste con tomate o con salsa tártara?
–Puaj, que mal chiste –rezongó él.
–Lo siento. No he podido evitarlo.
–Estás perdonada. ¿Va todo bien?
–Sí. Camila se ha despertado, pero los niños siguen dormidos. Ah, y tu hermana llamó.
–¿Hablaste con ella?
–Tardé una eternidad en encontrar el teléfono, cuando contesté se había cortado la comunicación.
Se oyó un largo suspiro al otro lado de la línea.
–¿Quieres que te ponga el mensaje que dejó?
–Sí, por favor.
Ella presionó el botón rojo que había junto a una luz parpadeante y dejó que sonara el mensaje.
–¿Y bien? ¿Eso te dice algo? –preguntó.
–Sí, me dice que retire a la policía del caso y pase al plan B.
–¿Y cuál es?
–Ir a buscarla.
–Pero no sabes dónde esta.
–Oh, sí que lo sé.
–¿Podrías hacerme partícipe del secreto? –sugirió Paula, cambiando a la bebé al otro brazo.
¡Buaaaaa buuu buaaaa!
Paula pensó que tal vez fuera hora de dejar de jugar a detectives y volver a hacer de mamá temporal. Ahuecó la almohada de plumas de la cama e inhaló el aroma viril de la habitación. Estaba en zona peligrosa. Los dormitorios eran entornos muy personales que decían mucho de la gente. Pero como ella no quería iniciar ninguna relación por el momento, no tenía por qué notar la suavidad de las sábanas azul marino, ni su aroma a suavizante y loción para después del afeitado. Sobre todo, no quería ver la fantástica reproducción enmarcada que había sobre la cama: Y el oro de sus cuerpos de Gauguin. Siempre le había encantado esa obra. Las mujeres isleñas evocaban paraíso y placer. Era interesante que a Jed también le gustara.
¡Buaa!
Mientras salía de la habitación, Paula paseó los dedos por la superficie de una cómoda antigua. Le encantaban las antigüedades y las historias que había tras ellas. Se preguntó de dónde había salido esa pieza, si era herencia familiar o la había comprado en una subasta. Tal vez podrían ir a alguna subasta juntos en el futuro.
¡Buaaaaaaaaa!
Paula lanzó una última mirada a su alrededor y bajó las escaleras. Tenía a Camila en brazos y comprobaba su pañal cuando sonó el teléfono. Si era Luciana de nuevo, tenía que contestar. Corrió escaleras arriba, maldiciéndose por no haber bajado el inalámbrico con ella.
–¿Hola? –contestó, jadeante.
–Hola, Paula. Bien, has encontrado el teléfono.
Ella sintió un curioso aleteo en el estómago. Se preguntó si se debía a que Pedro sonaba igual de seductor al teléfono como en persona. Sonrió a Camila, que la miraba con sus enormes ojos azules.
–¿Lo habías escondido? –preguntó ella.
–No, siempre se me olvida bajarlo. Un rayo frió el teléfono de la planta de abajo.
–¿Lo serviste con tomate o con salsa tártara?
–Puaj, que mal chiste –rezongó él.
–Lo siento. No he podido evitarlo.
–Estás perdonada. ¿Va todo bien?
–Sí. Camila se ha despertado, pero los niños siguen dormidos. Ah, y tu hermana llamó.
–¿Hablaste con ella?
–Tardé una eternidad en encontrar el teléfono, cuando contesté se había cortado la comunicación.
Se oyó un largo suspiro al otro lado de la línea.
–¿Quieres que te ponga el mensaje que dejó?
–Sí, por favor.
Ella presionó el botón rojo que había junto a una luz parpadeante y dejó que sonara el mensaje.
–¿Y bien? ¿Eso te dice algo? –preguntó.
–Sí, me dice que retire a la policía del caso y pase al plan B.
–¿Y cuál es?
–Ir a buscarla.
–Pero no sabes dónde esta.
–Oh, sí que lo sé.
–¿Podrías hacerme partícipe del secreto? –sugirió Paula, cambiando a la bebé al otro brazo.
Paternidad Temporal: Capítulo 7
–Sí. Me harías un gran favor. Por supuesto, te pagaré. ¿Cuál es la tarifa habitual?
El ego de Paula sufrió otro pescozón. El tipo encima le hablaba de dinero. Habría sido mucho mejor que le ofreciera invitarla a una buena cena cuando apareciera su hermana.
–Paula, ¿Qué me dices? ¿Puedes ayudarme? «Noooooo», deseó gritar ella.
Pasar tiempo con niños era su trabajo de día. Por la noche hacía cosas de adultos, como rascar techos, pintar paredes, beber vino y jugar a Palabras cruzadas. Y, si era sincera, soñaba con cómo habría sido su vida si hubiera conocido a un hombre que no fuera un maltratador ni quisiera aprovecharse de su capacidad para tranquilizar a un bebé. Por lo visto, estaba maldita en cuanto al amor.
–Sé que es muy inesperado –sus intrigantes ojos marrón dorado le suplicaron–, pero me vendría muy bien tu ayuda.
–Vale –aceptó Paula, odiándose por dejarse convencer tan fácilmente. Se recordó que no lo hacía por él, sino por los bebés.
Si había algo que había aprendido en sus años con Conner era que los tipos con hijos solo buscaban una cosa. Y tenía más que ver con preparar biberones que con asuntos de cama.
–¿A qué hora quieres que vaya?
–¿Podría ser ya? –dijo él con una mueca.
Paula alzó la mirada desde el sofá de cuero negro de Jed y estuvo a punto de desmayarse. Vaya. Estaba al pie de la escalera, de uniforme. Llevaba unos pantalones de algodón azul marino y una camiseta ajustada del mismo color, con el logo amarillo del Parque de Bomberos de Pecan en el bolsillo. Su pelo, corto y moreno, aún estaba húmedo tras la ducha. Captó el aroma cítrico de su loción para después del afeitado desde el asiento. Daba la impresión de ser un hombre sencillo y bueno. Un bombero que se ocupaba de salvar a abuelos, bebés y gatitos del humo y de las llamas. Aunque era una locura, tuvo la certeza de que él nunca le haría daño, al menos no daño físico, como había sido el caso de Diego.
–No sabes cuánto te agradezco esto –dijo él.
–Tranquilo. No es para tanto.
–Sí que lo es –caminó hacia ella–. Apenas me conoces y estás renunciando a tu tiempo libre para ayudarme. Eso me dice que eres una gran persona.
Ella se puso en pie, con la boca seca. Sus palabras le habían provocado un cálido cosquilleo.
–Ya te he dicho que no tiene importancia.
–Para mí, sí la tiene –la miró fijamente–. No le quites valor a lo que estás haciendo.
Annie volvió a sentir el deseo de abrazarlo. Había captado un destello de tristeza en sus ojos. Podía ser miedo por su hermana, o algo más. Antes de que llegara a una conclusión, él la abrazó, envolviéndola con su fuerza y aroma viril. No fue un abrazo inapropiado, sino cálido y reconfortante. Acabó tan inesperadamente como había empezado. Pedro se despidió con la mano y salió de la casa sonriente. Y Paula supo que volvía a tener problemas con un hombre y sus adorables bebés. Horas después, se despertó al oír el teléfono. Tardó unos minutos en darse cuenta de que estaba en el sofá de Pedro en vez de en su casa. Mientras buscaba el teléfono, saltó el contestador.
«¡Eh, felicidades! Has llamado a Pedro. Deja un mensaje y yo te llamaré a tí». Paula sonrió al comprobar que Pedro tenía cierto sentido del humor.
–Pedro–dijo una voz femenina–. Santo cielo, allí es más de medianoche. ¿Dónde estás? ¿Están bien mis bebés?
Era Luciana. Paula corrió escalera arriba, con la esperanza de encontrar un teléfono junto al contestador que estaba grabando el mensaje.
–No creerías cuánto me ha costado conseguir un teléfono. En fin, yo estoy bien, pero…
Paula corrió al dormitorio principal. Vió el auricular en la mesilla y contestó, pero demasiado tarde, la comunicación se había cortado. Encendió la lámpara para ver la identificación de llamada, pero era «número privado». Si quien había llamado era Luciana, o tenía problemas técnicos o no quería que la encontraran. Paula se sentó al borde de la cama.
El ego de Paula sufrió otro pescozón. El tipo encima le hablaba de dinero. Habría sido mucho mejor que le ofreciera invitarla a una buena cena cuando apareciera su hermana.
–Paula, ¿Qué me dices? ¿Puedes ayudarme? «Noooooo», deseó gritar ella.
Pasar tiempo con niños era su trabajo de día. Por la noche hacía cosas de adultos, como rascar techos, pintar paredes, beber vino y jugar a Palabras cruzadas. Y, si era sincera, soñaba con cómo habría sido su vida si hubiera conocido a un hombre que no fuera un maltratador ni quisiera aprovecharse de su capacidad para tranquilizar a un bebé. Por lo visto, estaba maldita en cuanto al amor.
–Sé que es muy inesperado –sus intrigantes ojos marrón dorado le suplicaron–, pero me vendría muy bien tu ayuda.
–Vale –aceptó Paula, odiándose por dejarse convencer tan fácilmente. Se recordó que no lo hacía por él, sino por los bebés.
Si había algo que había aprendido en sus años con Conner era que los tipos con hijos solo buscaban una cosa. Y tenía más que ver con preparar biberones que con asuntos de cama.
–¿A qué hora quieres que vaya?
–¿Podría ser ya? –dijo él con una mueca.
Paula alzó la mirada desde el sofá de cuero negro de Jed y estuvo a punto de desmayarse. Vaya. Estaba al pie de la escalera, de uniforme. Llevaba unos pantalones de algodón azul marino y una camiseta ajustada del mismo color, con el logo amarillo del Parque de Bomberos de Pecan en el bolsillo. Su pelo, corto y moreno, aún estaba húmedo tras la ducha. Captó el aroma cítrico de su loción para después del afeitado desde el asiento. Daba la impresión de ser un hombre sencillo y bueno. Un bombero que se ocupaba de salvar a abuelos, bebés y gatitos del humo y de las llamas. Aunque era una locura, tuvo la certeza de que él nunca le haría daño, al menos no daño físico, como había sido el caso de Diego.
–No sabes cuánto te agradezco esto –dijo él.
–Tranquilo. No es para tanto.
–Sí que lo es –caminó hacia ella–. Apenas me conoces y estás renunciando a tu tiempo libre para ayudarme. Eso me dice que eres una gran persona.
Ella se puso en pie, con la boca seca. Sus palabras le habían provocado un cálido cosquilleo.
–Ya te he dicho que no tiene importancia.
–Para mí, sí la tiene –la miró fijamente–. No le quites valor a lo que estás haciendo.
Annie volvió a sentir el deseo de abrazarlo. Había captado un destello de tristeza en sus ojos. Podía ser miedo por su hermana, o algo más. Antes de que llegara a una conclusión, él la abrazó, envolviéndola con su fuerza y aroma viril. No fue un abrazo inapropiado, sino cálido y reconfortante. Acabó tan inesperadamente como había empezado. Pedro se despidió con la mano y salió de la casa sonriente. Y Paula supo que volvía a tener problemas con un hombre y sus adorables bebés. Horas después, se despertó al oír el teléfono. Tardó unos minutos en darse cuenta de que estaba en el sofá de Pedro en vez de en su casa. Mientras buscaba el teléfono, saltó el contestador.
«¡Eh, felicidades! Has llamado a Pedro. Deja un mensaje y yo te llamaré a tí». Paula sonrió al comprobar que Pedro tenía cierto sentido del humor.
–Pedro–dijo una voz femenina–. Santo cielo, allí es más de medianoche. ¿Dónde estás? ¿Están bien mis bebés?
Era Luciana. Paula corrió escalera arriba, con la esperanza de encontrar un teléfono junto al contestador que estaba grabando el mensaje.
–No creerías cuánto me ha costado conseguir un teléfono. En fin, yo estoy bien, pero…
Paula corrió al dormitorio principal. Vió el auricular en la mesilla y contestó, pero demasiado tarde, la comunicación se había cortado. Encendió la lámpara para ver la identificación de llamada, pero era «número privado». Si quien había llamado era Luciana, o tenía problemas técnicos o no quería que la encontraran. Paula se sentó al borde de la cama.
Paternidad Temporal: Capítulo 6
–¿Pedro? ¿Puedo decirle al jefe cuándo vendrás?
–Dile que llegaré en cuanto pueda.
–Eso haré –dijo Javier–. Nos vemos luego.
Pedro cortó la comunicación. Odiaba pedir ayuda. Desde la muerte de sus padres, cuando él tenía diecinueve años, había cuidado de sí mismo y de su hermana, que tenía diez. El dinero del seguro de vida de sus padres no había durado mucho, y cuando se acabó tuvo que matricularse en la universidad en el turno nocturno y matarse a trabajar durante el día para que Luciana tuviera cuanto podía querer una niña. El banco les había quitado la casa en la que habían vivido con sus padres, pero él había encontrado un departamento sobre el viejo cine del pueblo. Hacía tiempo que el edificio había sido condenado a demolición, pero en aquella época ponían películas los jueves, viernes y sábados por la noche. Cuando Luciana aún era una dulce niña la había llevado a la mayoría de las sesiones. Mas de una vez había estado a punto de vender la cabaña de Colorado que llevaba generaciones en su familia. Siempre estaban muy justos de dinero pero, de alguna manera, había conseguido aguantar. La cabaña era el único recuerdo tangible que tenían de sus padres. Una parte de Pedro tenía la sensación de que le debía a Luciana, y a sus futuros hijos, mantenerla en la familia por mucho esfuerzo que le costara. Había criado a su hermana él solo. La había ayudado con los deberes y a estudiar para los exámenes. Había ido en su busca cuando sospechaba que andaba con malas compañías y la había castigado sin salir cuando la pilló bebiendo cerveza junto al río. Incluso había estado allí para frotarle la espalda cuando vomitó esas cervezas unas horas más tarde en el inodoro del departamento. Le había pagado la matrícula de la universidad, los libros y los gastos de alojamiento. Y nunca había pedido ayuda para sí mismo. Nunca la había querido. Pero en ese momento…
De alguna manera, era distinto. Podía ayudar a Luciana a estudiar para un examen. Y sacarla de una fiesta para llevarla a casa. Y pagar sus estudios. Podía hacer todo eso. Pero no se sentía capaz de descubrir cómo cuidar de tres bebés además de poner en marcha la investigación del paradero de Luciana. Gruñó. Por lo que había visto esa mañana, la última escapada de su hermana podría acabar con él.
–Luciana ¿Dónde estás? –Pedro suspiró y apoyó los codos en la encimera.
Diez minutos después, tras dejar la puerta entornada y sujeta con una bolsa de sal, Jed hizo lo impensable: llamó a la puerta de Paula Chaves para pedirle ayuda.
–Pedro. Hola –Paula se pasó los dedos por el cabello revuelto.
Desde que había dejado a su vecino, había estado rascando la pintura del techo del aseo de invitados. Habría preferido jugar una partida de Palabras cruzadas, pero era imposible jugar sola. Tal vez algún día podría preguntarle a su vecino si le gustaba el juego.
–Parece que has estado ocupada –dijo él, quitándole un trozo de yeso del pelo.
–Una de las razones por las que elegí este piso fue su estructura.
Redecorar es una de mis aficiones –dijo Paula.
–Genial. Tal vez puedas ocuparte del mío cuando acabes. Podríamos hablar de azulejos mientras tomamos una pizza.
–Quizás –aunque su tono había sonado burlón, la calidez de los ojos de Pedro hizo que Paula pensara que quizás decía en serio que quería verla de nuevo.
Tal vez había ido a invitarla a salir. Se había trasladado con el propósito de alejarse de los hombres y allí estaba, ante otro. Peor aún, la optimista que llevaba dentro, la que buscaba encontrar un caldero de oro al final del arcoíris de las relaciones, aceptaría. Al fin y al cabo, el tipo parecía una estrella de cine. Sin embargo, sabía que la apariencia no quería decir nada. Su exmarido, Diego, había sido muy guapo, y se había convertido en su peor pesadilla.
–¿Juegas a Palabras cruzadas? –balbuceó Paula, sin saber por qué.
Diego y Fernando habían odiado el juego que era la pasión de su familia.
–Me encanta jugar –dijo Pedro–. Cuando mi vida se tranquilice, tenemos que echar una partida. Pero te aviso –le guiñó un ojo–, soy muy bueno.
A ella le dió un vuelco el estómago. «No», se dijo. Por guapo que fuera su nuevo vecino, no podía interesarse por él. Sin duda volvería a tener citas, porque no soportaba la idea de acabar sola. Pero tardaría un tiempo. Su cabeza y su corazón no estaban listos.
–Bueno… –él restregó los pies por el suelo.
Paula miró por el pasaje y vió que la puerta de su casa estaba abierta y se veía una bañera azul.
–¿Aún no ha vuelto tu hermana?
–No. Empiezo a preocuparme de verdad.
–No te culpo –dijo ella, controlando el deseo de confortarlo con un abrazo. En el trabajo abrazaba a padres, alumnos y colegas, pero en esa situación un abrazo podría implicar un cierto afecto poco recomendable.
–Estoy aquí –dijo él, esbozando una deliciosa sonrisa que la dejó sin aire– porque se ha desatado el caos en el parque de bomberos y me necesitan con urgencia. Me preguntaba si podrías quedarte en mi casa las próximas veinticuatro horas. Es lo que dura mi turno, pero estoy seguro de que Luciana volverá mucho antes.
–¿Quieres que haga de niñera? –el guapo de Pedro Alfonso no estaba allí para pedirle una cita, quería que cuidara de los trillizos de su hermana.
Tendría que haber sentido alivio, pero se le encogió el corazón. Era obvio que los hombres no la veían como mujer, sino como experta en cuidar niños. Aunque no buscaba una relación y no tendría que haberle importado, ese hecho la irritó.
–Dile que llegaré en cuanto pueda.
–Eso haré –dijo Javier–. Nos vemos luego.
Pedro cortó la comunicación. Odiaba pedir ayuda. Desde la muerte de sus padres, cuando él tenía diecinueve años, había cuidado de sí mismo y de su hermana, que tenía diez. El dinero del seguro de vida de sus padres no había durado mucho, y cuando se acabó tuvo que matricularse en la universidad en el turno nocturno y matarse a trabajar durante el día para que Luciana tuviera cuanto podía querer una niña. El banco les había quitado la casa en la que habían vivido con sus padres, pero él había encontrado un departamento sobre el viejo cine del pueblo. Hacía tiempo que el edificio había sido condenado a demolición, pero en aquella época ponían películas los jueves, viernes y sábados por la noche. Cuando Luciana aún era una dulce niña la había llevado a la mayoría de las sesiones. Mas de una vez había estado a punto de vender la cabaña de Colorado que llevaba generaciones en su familia. Siempre estaban muy justos de dinero pero, de alguna manera, había conseguido aguantar. La cabaña era el único recuerdo tangible que tenían de sus padres. Una parte de Pedro tenía la sensación de que le debía a Luciana, y a sus futuros hijos, mantenerla en la familia por mucho esfuerzo que le costara. Había criado a su hermana él solo. La había ayudado con los deberes y a estudiar para los exámenes. Había ido en su busca cuando sospechaba que andaba con malas compañías y la había castigado sin salir cuando la pilló bebiendo cerveza junto al río. Incluso había estado allí para frotarle la espalda cuando vomitó esas cervezas unas horas más tarde en el inodoro del departamento. Le había pagado la matrícula de la universidad, los libros y los gastos de alojamiento. Y nunca había pedido ayuda para sí mismo. Nunca la había querido. Pero en ese momento…
De alguna manera, era distinto. Podía ayudar a Luciana a estudiar para un examen. Y sacarla de una fiesta para llevarla a casa. Y pagar sus estudios. Podía hacer todo eso. Pero no se sentía capaz de descubrir cómo cuidar de tres bebés además de poner en marcha la investigación del paradero de Luciana. Gruñó. Por lo que había visto esa mañana, la última escapada de su hermana podría acabar con él.
–Luciana ¿Dónde estás? –Pedro suspiró y apoyó los codos en la encimera.
Diez minutos después, tras dejar la puerta entornada y sujeta con una bolsa de sal, Jed hizo lo impensable: llamó a la puerta de Paula Chaves para pedirle ayuda.
–Pedro. Hola –Paula se pasó los dedos por el cabello revuelto.
Desde que había dejado a su vecino, había estado rascando la pintura del techo del aseo de invitados. Habría preferido jugar una partida de Palabras cruzadas, pero era imposible jugar sola. Tal vez algún día podría preguntarle a su vecino si le gustaba el juego.
–Parece que has estado ocupada –dijo él, quitándole un trozo de yeso del pelo.
–Una de las razones por las que elegí este piso fue su estructura.
Redecorar es una de mis aficiones –dijo Paula.
–Genial. Tal vez puedas ocuparte del mío cuando acabes. Podríamos hablar de azulejos mientras tomamos una pizza.
–Quizás –aunque su tono había sonado burlón, la calidez de los ojos de Pedro hizo que Paula pensara que quizás decía en serio que quería verla de nuevo.
Tal vez había ido a invitarla a salir. Se había trasladado con el propósito de alejarse de los hombres y allí estaba, ante otro. Peor aún, la optimista que llevaba dentro, la que buscaba encontrar un caldero de oro al final del arcoíris de las relaciones, aceptaría. Al fin y al cabo, el tipo parecía una estrella de cine. Sin embargo, sabía que la apariencia no quería decir nada. Su exmarido, Diego, había sido muy guapo, y se había convertido en su peor pesadilla.
–¿Juegas a Palabras cruzadas? –balbuceó Paula, sin saber por qué.
Diego y Fernando habían odiado el juego que era la pasión de su familia.
–Me encanta jugar –dijo Pedro–. Cuando mi vida se tranquilice, tenemos que echar una partida. Pero te aviso –le guiñó un ojo–, soy muy bueno.
A ella le dió un vuelco el estómago. «No», se dijo. Por guapo que fuera su nuevo vecino, no podía interesarse por él. Sin duda volvería a tener citas, porque no soportaba la idea de acabar sola. Pero tardaría un tiempo. Su cabeza y su corazón no estaban listos.
–Bueno… –él restregó los pies por el suelo.
Paula miró por el pasaje y vió que la puerta de su casa estaba abierta y se veía una bañera azul.
–¿Aún no ha vuelto tu hermana?
–No. Empiezo a preocuparme de verdad.
–No te culpo –dijo ella, controlando el deseo de confortarlo con un abrazo. En el trabajo abrazaba a padres, alumnos y colegas, pero en esa situación un abrazo podría implicar un cierto afecto poco recomendable.
–Estoy aquí –dijo él, esbozando una deliciosa sonrisa que la dejó sin aire– porque se ha desatado el caos en el parque de bomberos y me necesitan con urgencia. Me preguntaba si podrías quedarte en mi casa las próximas veinticuatro horas. Es lo que dura mi turno, pero estoy seguro de que Luciana volverá mucho antes.
–¿Quieres que haga de niñera? –el guapo de Pedro Alfonso no estaba allí para pedirle una cita, quería que cuidara de los trillizos de su hermana.
Tendría que haber sentido alivio, pero se le encogió el corazón. Era obvio que los hombres no la veían como mujer, sino como experta en cuidar niños. Aunque no buscaba una relación y no tendría que haberle importado, ese hecho la irritó.
lunes, 27 de agosto de 2018
Paternidad Temporal: Capítulo 5
Luciana Alfonso-Fernandez taladró con la mirada a la enfermera encargada del teléfono de la UCI.
–Por favor… Llamaré a cobro revertido. Necesito decirle a mi hermano dónde estoy. Me fui a toda prisa y él había llevado a mis trillizos al zoo de Tulsa, así que no pude…
–Lo siento –dijo la enfermera de ojos acerados–. Normas del hospital. Este teléfono solo es para emergencias.
–Es una emergencia.
Con el pulso desbocado, Luciana apretó los puños. Empezando por la llamada que había interrumpido su baño de burbujas con la información de que Marcos había tenido un accidente y estaba muy grave, el tropezón en la escalera que había hecho que se torciera el tobillo, el vuelo interminable y el viaje en coche alquilado hasta el hospital de Carolina del Norte en el que su esposo navegaba entre la consciencia y la inconsciencia, todo había sido un horror que no dejaba de empeorar.
–Lo siento, pero si no necesita una transfusión de sangre o tiene un órgano que quiera donar, no puedo permitir que use este teléfono –la enfermera suspiró–. Hay teléfonos de pago a su disposición por todo el hospital.
–Mire –Luciana apoyó las palmas de las manos en el mostrador–, no sé si lo sabe o no, pero algún obrero de esa nueva ala que están construyendo ha cortado la línea telefónica con la excavadora. Así que no hay un solo teléfono que funcione en un kilómetro cuadrado, excepto el suyo que, según se rumorea, tiene su propia línea privada.
–Por favor, señorita Fernandez, baje la voz. Aquí hay pacientes muy enfermos.
–¡Lo sé! –dijo Luciana irritada–. Mi esposo es uno de ellos. Su vida pende de un hilo y usted se porta como si estuviera aquí para un corte de pelo. Ya se lo he explicado. Mi móvil no tiene batería. El cargador está en casa, a tres mil kilómetros de aquí. Tengo el tobillo tan hinchado que parece una pelota, lo que hace que moverme resulte muy doloroso. Por favor, déjeme usar el teléfono.
–Quizás algún familiar de otro paciente le preste un móvil para que lo use en la zona asignada, en la sexta planta –dijo la enfermera con una sonrisa empalagosa.
Pedro golpeó la encimera con el inalámbrico. Se preguntó qué pasaba con los tipos de la comisaría; se suponía que eran sus amigos. Maldijo para sí. Él era quien había organizado la fiesta de Ferris cuando se graduó de la academia de policía. Y el tipo le decía que no podía hacer más para encontrar a Luciana. Miró a sus sobrinos y agradeció que siguieran dormidos. ¿Qué habría hecho sin la ayuda de su nueva vecina? ¿Qué iba a hacer cuando los tres bebés se despertaran a la vez, necesitando biberones y cambios de pañales? Había ganado medallas por su valor como bombero. Sin embargo, esos bultitos vestidos de azul y rosa le hacían sentirse como un cobarde. Sonó el teléfono y se lanzó a contestar.
–¿Luciana? –dijo.
–¿Aún no ha regresado? –preguntó Javier, uno de sus colegas del parque de bomberos.
–No.
–¿Qué vas a hacer? Te necesitamos aquí. Hay un incendio cerca del club de campo y acabamos de volver de uno en una casa de Hinton.
–¿Algún herido?
–No, pero la cocina ha quedado carbonizada –respondió Javier.
–Vaya –Pedro había estado en cientos de escenas como esa.
Y había visto a mucha gente lamentándose y llorando. Era un riesgo asociado a su trabajo. Paula decía lo mismo de su trabajo. Que odiaba oír llorar a bebés. Odiaba oír llorar a cualquiera. Era fantástico salvar vidas, pero el desgaste emocional que provocaba un incendio era tan horrible como la destrucción física. El fuego no solo arruinaba vidas y hogares, también robaba recuerdos. Fotos de unas vacaciones en Florida. Trofeos de golf y de béisbol. Esos ceniceros de arcilla que hacían los niños en la guardería. «O hermanos pequeños». Suspiró.
–Pedro, el jefe siente mucho lo de tu hermana, pero te necesitamos. ¿Quieres que llame a Nadia y le pida que vaya a cuidar a los trillizos?
Nadia era la esposa de Javier. Era cierto que podía ir a estar con los bebés, pero eso sería todo. La pareja ni siquiera tenía un perro. Marcie no tenía por qué saber cómo cuidar de tres bebés de cinco meses. Pero Paula… Ella sí sabría qué hacer. Recordó cómo había calmado a sus sobrinos un rato antes: había sido casi un milagro.
–Por favor… Llamaré a cobro revertido. Necesito decirle a mi hermano dónde estoy. Me fui a toda prisa y él había llevado a mis trillizos al zoo de Tulsa, así que no pude…
–Lo siento –dijo la enfermera de ojos acerados–. Normas del hospital. Este teléfono solo es para emergencias.
–Es una emergencia.
Con el pulso desbocado, Luciana apretó los puños. Empezando por la llamada que había interrumpido su baño de burbujas con la información de que Marcos había tenido un accidente y estaba muy grave, el tropezón en la escalera que había hecho que se torciera el tobillo, el vuelo interminable y el viaje en coche alquilado hasta el hospital de Carolina del Norte en el que su esposo navegaba entre la consciencia y la inconsciencia, todo había sido un horror que no dejaba de empeorar.
–Lo siento, pero si no necesita una transfusión de sangre o tiene un órgano que quiera donar, no puedo permitir que use este teléfono –la enfermera suspiró–. Hay teléfonos de pago a su disposición por todo el hospital.
–Mire –Luciana apoyó las palmas de las manos en el mostrador–, no sé si lo sabe o no, pero algún obrero de esa nueva ala que están construyendo ha cortado la línea telefónica con la excavadora. Así que no hay un solo teléfono que funcione en un kilómetro cuadrado, excepto el suyo que, según se rumorea, tiene su propia línea privada.
–Por favor, señorita Fernandez, baje la voz. Aquí hay pacientes muy enfermos.
–¡Lo sé! –dijo Luciana irritada–. Mi esposo es uno de ellos. Su vida pende de un hilo y usted se porta como si estuviera aquí para un corte de pelo. Ya se lo he explicado. Mi móvil no tiene batería. El cargador está en casa, a tres mil kilómetros de aquí. Tengo el tobillo tan hinchado que parece una pelota, lo que hace que moverme resulte muy doloroso. Por favor, déjeme usar el teléfono.
–Quizás algún familiar de otro paciente le preste un móvil para que lo use en la zona asignada, en la sexta planta –dijo la enfermera con una sonrisa empalagosa.
Pedro golpeó la encimera con el inalámbrico. Se preguntó qué pasaba con los tipos de la comisaría; se suponía que eran sus amigos. Maldijo para sí. Él era quien había organizado la fiesta de Ferris cuando se graduó de la academia de policía. Y el tipo le decía que no podía hacer más para encontrar a Luciana. Miró a sus sobrinos y agradeció que siguieran dormidos. ¿Qué habría hecho sin la ayuda de su nueva vecina? ¿Qué iba a hacer cuando los tres bebés se despertaran a la vez, necesitando biberones y cambios de pañales? Había ganado medallas por su valor como bombero. Sin embargo, esos bultitos vestidos de azul y rosa le hacían sentirse como un cobarde. Sonó el teléfono y se lanzó a contestar.
–¿Luciana? –dijo.
–¿Aún no ha regresado? –preguntó Javier, uno de sus colegas del parque de bomberos.
–No.
–¿Qué vas a hacer? Te necesitamos aquí. Hay un incendio cerca del club de campo y acabamos de volver de uno en una casa de Hinton.
–¿Algún herido?
–No, pero la cocina ha quedado carbonizada –respondió Javier.
–Vaya –Pedro había estado en cientos de escenas como esa.
Y había visto a mucha gente lamentándose y llorando. Era un riesgo asociado a su trabajo. Paula decía lo mismo de su trabajo. Que odiaba oír llorar a bebés. Odiaba oír llorar a cualquiera. Era fantástico salvar vidas, pero el desgaste emocional que provocaba un incendio era tan horrible como la destrucción física. El fuego no solo arruinaba vidas y hogares, también robaba recuerdos. Fotos de unas vacaciones en Florida. Trofeos de golf y de béisbol. Esos ceniceros de arcilla que hacían los niños en la guardería. «O hermanos pequeños». Suspiró.
–Pedro, el jefe siente mucho lo de tu hermana, pero te necesitamos. ¿Quieres que llame a Nadia y le pida que vaya a cuidar a los trillizos?
Nadia era la esposa de Javier. Era cierto que podía ir a estar con los bebés, pero eso sería todo. La pareja ni siquiera tenía un perro. Marcie no tenía por qué saber cómo cuidar de tres bebés de cinco meses. Pero Paula… Ella sí sabría qué hacer. Recordó cómo había calmado a sus sobrinos un rato antes: había sido casi un milagro.
Paternidad Temporal: Capítulo 4
–No importa –Paula apretó a la bella nenita contra el pecho.
–El caso es que últimamente ha estado algo deprimida. Marcos, su marido y mi salvador, perdió su trabajo aquí en Pecan y le ofrecieron otro que lo obliga a viajar mucho por el este. La empresa no financia el traslado de toda la familia pero lo aceptó para pagar las facturas, hasta que encuentre otra cosa más cerca de casa. Lu no lo lleva nada bien. Y antes de eso ya estaba afectada por el tema de la maternidad; no es que no haya hecho un gran trabajo. Es solo que se agota bastante.
–¿Quién no se agotaría? –dijo Paula, empezando a compartir la preocupación de Jed por su hermana. Acarició el suave pelito de Camila e inhaló su aroma dulce e inocente.
–Por eso me ofrecí a cuidar de los niños. Supuse que le iría bien un descanso, pero que haya pasado la noche fuera… –movió la cabeza–. No le ofrecí eso. He ido a su casa, he llamado a sus vecinos y amigos. La señora Clancy, que vive al final de su manzana, la vio marcharse a toda velocidad en mi camioneta, después del mediodía. Supongo que, como en mi camioneta solo se puede poner un asiento de bebé, decidió dejarme su furgoneta «Bebé móvil». Nadie la ha visto desde entonces –se pasó los dedos por el pelo.
En la casa de al lado sonaba una aspiradora.
–Cuando era más joven, se escapó unas cuantas veces. Temo que haya elegido esa opción de nuevo. Pero podría ser otra cosa. Algo malo…
La aspiradora dejó de sonar.
–¿Has llamado a la policía o intentado ponerte en contacto con Marcos? – Paula se inclinó hacia delante, con el estómago encogido.
–Tengo un par de amigos en la comisaría y les he estado llamando casi cada hora –se levantó y empezó a pasear por la habitación–. Han incluido mi matrícula y la descripción de Luciana en la base de datos de personas desaparecidas. Pero de momento solo repiten una cosa: «Espera. Volverá. No hay indicios de problemas. Considerando el historial de fugas de Lu, es posible que el estrés de los bebés la superase y decidiera irse unos días».
–¿Y su esposo? ¿Conseguiste hablar con él?
–No. En su móvil salta el buzón de voz, y lo mismo pasa con el teléfono de su oficina. Por lo visto, ninguna persona real contesta el teléfono en ese fuerte de alta tecnología en el que trabaja. Iría a verlo, pero está en algún lugar de Virginia.
–Lo siento –dijo Paula–. Ojalá pudiera ayudar.
–Ya lo has hecho –miró a sus sobrinos–. A veces, cuando empiezan a llorar, me entra pánico. Quizás mi hermana sintiera lo mismo y se fuera.
–¿Dejando a sus bebés? –Paula abrió los ojos de par en par.
–No quiero pensar eso de ella, pero ¿Qué otra explicación hay? Si hubiera habido alguna emergencia, ¿No habría llamado?
–Eso creo, pero ¿Y si no puede?
–Oh, vamos –dejó de pasear y golpeó la pared con la mano. El cuadro de un paisaje de montañas nevadas se movió–. En el tiempo en que vivimos, dudo que puedas darme una buena razón para que una persona no pueda llamar.
Paula deseó darle una docena de razones tranquilizadoras, pero le resultó imposible. Pedro tenía razón.
–El caso es que últimamente ha estado algo deprimida. Marcos, su marido y mi salvador, perdió su trabajo aquí en Pecan y le ofrecieron otro que lo obliga a viajar mucho por el este. La empresa no financia el traslado de toda la familia pero lo aceptó para pagar las facturas, hasta que encuentre otra cosa más cerca de casa. Lu no lo lleva nada bien. Y antes de eso ya estaba afectada por el tema de la maternidad; no es que no haya hecho un gran trabajo. Es solo que se agota bastante.
–¿Quién no se agotaría? –dijo Paula, empezando a compartir la preocupación de Jed por su hermana. Acarició el suave pelito de Camila e inhaló su aroma dulce e inocente.
–Por eso me ofrecí a cuidar de los niños. Supuse que le iría bien un descanso, pero que haya pasado la noche fuera… –movió la cabeza–. No le ofrecí eso. He ido a su casa, he llamado a sus vecinos y amigos. La señora Clancy, que vive al final de su manzana, la vio marcharse a toda velocidad en mi camioneta, después del mediodía. Supongo que, como en mi camioneta solo se puede poner un asiento de bebé, decidió dejarme su furgoneta «Bebé móvil». Nadie la ha visto desde entonces –se pasó los dedos por el pelo.
En la casa de al lado sonaba una aspiradora.
–Cuando era más joven, se escapó unas cuantas veces. Temo que haya elegido esa opción de nuevo. Pero podría ser otra cosa. Algo malo…
La aspiradora dejó de sonar.
–¿Has llamado a la policía o intentado ponerte en contacto con Marcos? – Paula se inclinó hacia delante, con el estómago encogido.
–Tengo un par de amigos en la comisaría y les he estado llamando casi cada hora –se levantó y empezó a pasear por la habitación–. Han incluido mi matrícula y la descripción de Luciana en la base de datos de personas desaparecidas. Pero de momento solo repiten una cosa: «Espera. Volverá. No hay indicios de problemas. Considerando el historial de fugas de Lu, es posible que el estrés de los bebés la superase y decidiera irse unos días».
–¿Y su esposo? ¿Conseguiste hablar con él?
–No. En su móvil salta el buzón de voz, y lo mismo pasa con el teléfono de su oficina. Por lo visto, ninguna persona real contesta el teléfono en ese fuerte de alta tecnología en el que trabaja. Iría a verlo, pero está en algún lugar de Virginia.
–Lo siento –dijo Paula–. Ojalá pudiera ayudar.
–Ya lo has hecho –miró a sus sobrinos–. A veces, cuando empiezan a llorar, me entra pánico. Quizás mi hermana sintiera lo mismo y se fuera.
–¿Dejando a sus bebés? –Paula abrió los ojos de par en par.
–No quiero pensar eso de ella, pero ¿Qué otra explicación hay? Si hubiera habido alguna emergencia, ¿No habría llamado?
–Eso creo, pero ¿Y si no puede?
–Oh, vamos –dejó de pasear y golpeó la pared con la mano. El cuadro de un paisaje de montañas nevadas se movió–. En el tiempo en que vivimos, dudo que puedas darme una buena razón para que una persona no pueda llamar.
Paula deseó darle una docena de razones tranquilizadoras, pero le resultó imposible. Pedro tenía razón.
Paternidad Temporal: Capítulo 3
–Práctica –Paula encogió los hombros y colocó al tercer bebé en su sillita–. Estudié introducción a la medicina y desarrollo infantil. Me pasé la mitad de la carrera en la guardería de la universidad con los niños. Son fascinantes.
–Parecen muchos estudios para una maestra de preescolar. Ni siquiera sabía que hubiera que ir a la universidad para eso. No es que quiera decir que no haya que…
–Te entiendo. Siempre quise ser psiquiatra infantil. No estoy segura de por qué –no tenía ni idea de por qué estaba en casa de ese desconocido, contándole cosas en las que hacía años que no pensaba. Se ruborizó–. Perdona. No pretendía hablar tanto, ni entrometerme. Ahora que está todo bajo control, volveré a mi revista –salió del piso marcha atrás y señaló su patio.
El hombre tenía unos ojos preciosos. Marrones con las mismas chispitas doradas que le gustaría ver en las paredes de su cuarto de baño. Tan deliciosos como una cucharada de chocolate fundido con un tirabuzón de caramelo. Aunque ella no buscaba un hombre, tal vez debería intentar emparejarlo con alguna maestra de su colegio.
–No te vayas –dijo Pedro, odiando el tono necesitado y quejoso de su voz. Siempre se había enorgullecido de no necesitar a nadie, pero a esa mujer tenía que tenerla. No sabía qué magia había usado para calmar a su sobrina y sobrinos. Pero si su hermana no aparecía para reclamar a sus retoños en menos de treinta segundos, iba a necesitar la ayuda de Paula–. En serio, quédate –la urgió a entrar–. Había pensado en llevarte una pizza congelada o algo así. Ya sabes, la típica bienvenida a una nueva vecina. Pero algunos compañeros han estado enfermos o de vacaciones y he estado doblando turnos –miró su reloj–. De hecho, tengo que volver dentro de unas horas, espero que mi hermana esté aquí mucho antes.
Pedro se habría dado de patadas por parlotear así. No solo necesitaba a esa mujer desesperadamente, ya llevaba a su lado quince minutos y empezaba a admirar bastante más que sus dotes como niñera. Era bonita. Atractiva. Los rizos rubios acariciaban sus hombros y su cuello. Una camiseta blanca y ajustada realzaba su escote bronceado. Y los vaqueros cortos mostraban unas piernas espectaculares. Maldición. Ni muy largas, ni muy cortas. Ideales para…
¡Buaaaa!
Triple maldición. Adoraba a las criaturitas de Luciana, pero necesitaban unas cuantas lecciones sobre cómo no arruinar las posibilidades de su tío Pedro con su nueva y sexy vecina.
–Seguramente tiene hambre –dijo ella. Se acercó a la sillita y levantó al lloroso niño –. ¿Tienes biberones?
Sus labios. Caramba. Cuando hablaba se torcían hacia arriba. Le hacían desear oírla hablar de algo que no fueran bebés. Como de dónde había venido y adónde quería ir. Y por qué había querido ser psiquiatra infantil pero había terminado siendo maestra de preescolar.
–¿Pedro? ¿Estás bien? –Paula sonrió–. Si me dices dónde están los biberones, daré de comer a este nene mientras tú te tomas un respiro.
–Estoy bien –dijo él, moviendo la cabeza–. Los biberones están aquí.
La condujo a la cocina, una habitación estrecha y de color beige que solía evitar comiendo en el trabajo o disfrutando de comida preparada delante de la televisión.
–¿Quieres que la meta al micro? –le preguntó, tras sacar un biberón de la nevera. Ella hizo una mueca y besó la cabecita del niño.
–Será mejor ponerla en un cazo con agua caliente, si no, se calentará demasiado.
–Ah.
Ella fue hacia el fregadero y abrió el grifo.
–¿Tienes algún cuenco grande?
–¿Servirá este? –Jed sacó el único cuenco que tenía, uno para palomitas, de promoción de cerveza, que había ganado en un concurso de Trivial en el bar de su amigo.
–Sí, claro –dijo ella mirándolo con ironía.
Alrededor de una hora más tarde, Paula había dado de comer y cambiado los pañales del trío. Pedro le había confirmado que eran trillizos y tenían cinco meses. La niña se llamaba Camila y, los niños, Joaquín y Mateo. Pedro le explicó que esa mañana había perdido las pulseras de cinta de raso que su hermana ponía a los chicos para distinguirlos, así que no sabía cuál era cuál.
–Vaya –dijo, echando la cabeza hacia atrás y bostezando–. No sé cómo podré pagarte esto. Cuando Luciana aparezca, va a caerle encima su peor broncazo desde que la pillé fumando en la iglesia.
–¿Era una chica rebelde? –preguntó Paula, abrochando el último automático del pelele rosa de Camila.
–Eso es quedarse muy corto –rio él–. El día más feliz de mi vida fue cuando le dijo «Si quiero» a Marcos. Pensé que por fin pasaba a ser responsabilidad de otra persona.
–¿Llevabas mucho tiempo ocupándote de ella?
–Sí. Nuestros padres murieron en mi segundo año de universidad. Luciana era buena de niña, pero con la adolescencia llegaron los problemas típicos: fumar, beber y salir solo con los peores chicos del pueblo. La mayoría de las veces, sabía que seguía dolida por lo de mamá y papá. Pero otras habría jurado que lo hacía solo para jod… –hizo una mueca–. Perdón.
–Parecen muchos estudios para una maestra de preescolar. Ni siquiera sabía que hubiera que ir a la universidad para eso. No es que quiera decir que no haya que…
–Te entiendo. Siempre quise ser psiquiatra infantil. No estoy segura de por qué –no tenía ni idea de por qué estaba en casa de ese desconocido, contándole cosas en las que hacía años que no pensaba. Se ruborizó–. Perdona. No pretendía hablar tanto, ni entrometerme. Ahora que está todo bajo control, volveré a mi revista –salió del piso marcha atrás y señaló su patio.
El hombre tenía unos ojos preciosos. Marrones con las mismas chispitas doradas que le gustaría ver en las paredes de su cuarto de baño. Tan deliciosos como una cucharada de chocolate fundido con un tirabuzón de caramelo. Aunque ella no buscaba un hombre, tal vez debería intentar emparejarlo con alguna maestra de su colegio.
–No te vayas –dijo Pedro, odiando el tono necesitado y quejoso de su voz. Siempre se había enorgullecido de no necesitar a nadie, pero a esa mujer tenía que tenerla. No sabía qué magia había usado para calmar a su sobrina y sobrinos. Pero si su hermana no aparecía para reclamar a sus retoños en menos de treinta segundos, iba a necesitar la ayuda de Paula–. En serio, quédate –la urgió a entrar–. Había pensado en llevarte una pizza congelada o algo así. Ya sabes, la típica bienvenida a una nueva vecina. Pero algunos compañeros han estado enfermos o de vacaciones y he estado doblando turnos –miró su reloj–. De hecho, tengo que volver dentro de unas horas, espero que mi hermana esté aquí mucho antes.
Pedro se habría dado de patadas por parlotear así. No solo necesitaba a esa mujer desesperadamente, ya llevaba a su lado quince minutos y empezaba a admirar bastante más que sus dotes como niñera. Era bonita. Atractiva. Los rizos rubios acariciaban sus hombros y su cuello. Una camiseta blanca y ajustada realzaba su escote bronceado. Y los vaqueros cortos mostraban unas piernas espectaculares. Maldición. Ni muy largas, ni muy cortas. Ideales para…
¡Buaaaa!
Triple maldición. Adoraba a las criaturitas de Luciana, pero necesitaban unas cuantas lecciones sobre cómo no arruinar las posibilidades de su tío Pedro con su nueva y sexy vecina.
–Seguramente tiene hambre –dijo ella. Se acercó a la sillita y levantó al lloroso niño –. ¿Tienes biberones?
Sus labios. Caramba. Cuando hablaba se torcían hacia arriba. Le hacían desear oírla hablar de algo que no fueran bebés. Como de dónde había venido y adónde quería ir. Y por qué había querido ser psiquiatra infantil pero había terminado siendo maestra de preescolar.
–¿Pedro? ¿Estás bien? –Paula sonrió–. Si me dices dónde están los biberones, daré de comer a este nene mientras tú te tomas un respiro.
–Estoy bien –dijo él, moviendo la cabeza–. Los biberones están aquí.
La condujo a la cocina, una habitación estrecha y de color beige que solía evitar comiendo en el trabajo o disfrutando de comida preparada delante de la televisión.
–¿Quieres que la meta al micro? –le preguntó, tras sacar un biberón de la nevera. Ella hizo una mueca y besó la cabecita del niño.
–Será mejor ponerla en un cazo con agua caliente, si no, se calentará demasiado.
–Ah.
Ella fue hacia el fregadero y abrió el grifo.
–¿Tienes algún cuenco grande?
–¿Servirá este? –Jed sacó el único cuenco que tenía, uno para palomitas, de promoción de cerveza, que había ganado en un concurso de Trivial en el bar de su amigo.
–Sí, claro –dijo ella mirándolo con ironía.
Alrededor de una hora más tarde, Paula había dado de comer y cambiado los pañales del trío. Pedro le había confirmado que eran trillizos y tenían cinco meses. La niña se llamaba Camila y, los niños, Joaquín y Mateo. Pedro le explicó que esa mañana había perdido las pulseras de cinta de raso que su hermana ponía a los chicos para distinguirlos, así que no sabía cuál era cuál.
–Vaya –dijo, echando la cabeza hacia atrás y bostezando–. No sé cómo podré pagarte esto. Cuando Luciana aparezca, va a caerle encima su peor broncazo desde que la pillé fumando en la iglesia.
–¿Era una chica rebelde? –preguntó Paula, abrochando el último automático del pelele rosa de Camila.
–Eso es quedarse muy corto –rio él–. El día más feliz de mi vida fue cuando le dijo «Si quiero» a Marcos. Pensé que por fin pasaba a ser responsabilidad de otra persona.
–¿Llevabas mucho tiempo ocupándote de ella?
–Sí. Nuestros padres murieron en mi segundo año de universidad. Luciana era buena de niña, pero con la adolescencia llegaron los problemas típicos: fumar, beber y salir solo con los peores chicos del pueblo. La mayoría de las veces, sabía que seguía dolida por lo de mamá y papá. Pero otras habría jurado que lo hacía solo para jod… –hizo una mueca–. Perdón.
Paternidad Temporal: Capítulo 2
No más recuerdos de sus viajes con los niños a Wal-Mart o a QuickTrip oal supermercado. No más dolor de corazón cada vez que viera un coche que le recordara al Beemer plateado de Fernando. Necesitaba empezar de nuevo en un pueblo pequeño y encantador en el que él no se rebajaría a poner el pie. Paula miró su revista. Vidriado. Lo único que necesitaba para sentirse mejor era tiempo y una lata de pintura.
¡Bua, bua, buaaaa!
Paula volvió arrugar la frente. Nadie dejaría a un bebé llorar así. ¿Le habría ocurrido algo a la mamá o al papá del bebé? Arrugó la nariz y, mordisqueando la punta de su dedo meñique, dejó la revista en la mesa y se asomó por encima de la verja de hierro forjado que rodeaba su patio. Un brisa fresca alborotó sus cortos rizos rubios, llevándole el aroma a pan fresco de la mayor fábrica de la ciudad, a un par de kilómetros de allí. Aún no había probado el pan de trigo y pecanas Finnegan, pero decían que estaba para morirse. Normalmente, en esa época del año en Oklahoma habría estado dentro, sentada cerca de la rejilla del aire acondicionado. Pero como la noche anterior había llovido, no era un día típico de agosto, sino que se intuía un atisbo del otoño por llegar.
¡Buaaaaaa!
Paula abrió el pestillo de la puerta del patio y cruzó la hierba de un triste tono entre verdoso y marrón. El baño para pájaros que había dejado el anterior propietario del piso estaba seco. Tenía que acordarse de llenarlo la siguiente vez que regara sus alegrías y caléndulas.
¡Buaaaa!
Siguió avanzando por el jardín compartido, cruzando por el viejo pasadizo de ladrillo que compartía con el desconocido propietario del departamento que había frente al suyo. Verónica, la burbujeante pelirroja enamorada del rock de los ochenta y del yogurt, gerente del club del complejo de apartamentos, le había dicho que allí vivía un bombero soltero. Al ver los arbustos de azaleas muertos que había a los lados de la puerta, Paula deseó que al tipo se le diera mejor echar agua a edificios ardiendo que a las pobres y sedientas plantas.
¡Buaaaa, buuuua, buaa!
Volvió a mordisquearse el meñique. Miró la puerta del bombero y luego la suya. Seguramente, lo que estuviera ocurriendo allí no era asunto suyo. Sus amistades decían que pasaba demasiado tiempo preocupándose de los problemas de los demás y no el suficiente de los suyos. Pero, aparte de tener el corazón roto, no tenía problemas. Era verdad que desde que vivía a una hora de distancia de su abuela a veces se sentía sola. Sus padres estaban trabajando en una remota provincia de China y apenas hablaba con ellos. Pero aparte de eso le iba bastante bien.
¡Buaaaa!
Aunque la llamaran metomentodo, estaba harta. No podía soportar seguir oyendo el llanto de un bebé indefenso, quizás de más de uno. La primera vez llamó a la puerta del bombero con suavidad. Como una vecina preocupada. Al ver que eso no funcionaba, golpeó la puerta con más fuerza. Estaba a punto de mirar en el patio cuando la puerta se abrió de golpe.
–¿Luciana? ¿Adónde…? Oh. Perdón. Pensé que era mi hermana.
Paula lo miró boquiabierta. Imposible hacer otra cosa ante el hombre más guapo que había visto nunca y que llevaba en brazos no uno, ni dos, sino tres bebés. Todos rojos y gritando. Se preguntó si eran trillizos. Entrando en piloto automático de maestra, agarró al bebé más compungido y lo acurrucó contra su hombro izquierdo.
–Hola –acunó a la criatura que, por el pijamita de color rosa, debía de ser una nena, mientras deslizaba los dedos por la parte de atrás de su cabeza–. Soy tu nueva vecina, Paula Chaves. No pretendo entrometerme, pero me ha parecido que tal vez necesitabas ayuda.
–Sí –el tipo se rió, mostrándole montones de dientes blancos–. Mi hermanita me dejó con estas criaturas hace más de veintiséis horas. Se suponía que iba a volver ayer a las dos de la tarde, pero…
La bebé que Paula tenía en brazos se había calmado, así que pasó junto a su vecino y colocó a la nena en una sillita cubierta con peluche rosa.
–Por favor, sigue con la historia de tu hermana. No quiero parecer mandona pero, por mi profesión, no soporto oír a un niño llorar –le quitó a otro de los bebés.
–Yo tampoco –dijo él, cuando el bebé que tenía en brazos inició otra serie de gritos–. Soy bombero. Pedro Alfonso. ¿Q qué te dedicas tú? –le ofreció una mano para que se la estrechara.
–Ahora soy maestra de preescolar, pero solía ocuparme de los niños en una guardería –le guiñó un ojo–. En mi turno no se permitían llantos.
–Admirable –sonrió. Su encanto, infantil y viril a un tiempo, le templó la sangre a Paula.
No tardó en calmar al segundo bebé, niño, a juzgar por el pijama azul, y ponerlo junto a su hermana en una sillita con tapicería de jirafa azul. Se hizo cargo del último bebé y, como por arte de magia, consiguió dormirlo rápidamente.
–Vaya –el tío del niño la miró con admiración–. ¿Cómo has hecho eso?
¡Bua, bua, buaaaa!
Paula volvió arrugar la frente. Nadie dejaría a un bebé llorar así. ¿Le habría ocurrido algo a la mamá o al papá del bebé? Arrugó la nariz y, mordisqueando la punta de su dedo meñique, dejó la revista en la mesa y se asomó por encima de la verja de hierro forjado que rodeaba su patio. Un brisa fresca alborotó sus cortos rizos rubios, llevándole el aroma a pan fresco de la mayor fábrica de la ciudad, a un par de kilómetros de allí. Aún no había probado el pan de trigo y pecanas Finnegan, pero decían que estaba para morirse. Normalmente, en esa época del año en Oklahoma habría estado dentro, sentada cerca de la rejilla del aire acondicionado. Pero como la noche anterior había llovido, no era un día típico de agosto, sino que se intuía un atisbo del otoño por llegar.
¡Buaaaaaa!
Paula abrió el pestillo de la puerta del patio y cruzó la hierba de un triste tono entre verdoso y marrón. El baño para pájaros que había dejado el anterior propietario del piso estaba seco. Tenía que acordarse de llenarlo la siguiente vez que regara sus alegrías y caléndulas.
¡Buaaaa!
Siguió avanzando por el jardín compartido, cruzando por el viejo pasadizo de ladrillo que compartía con el desconocido propietario del departamento que había frente al suyo. Verónica, la burbujeante pelirroja enamorada del rock de los ochenta y del yogurt, gerente del club del complejo de apartamentos, le había dicho que allí vivía un bombero soltero. Al ver los arbustos de azaleas muertos que había a los lados de la puerta, Paula deseó que al tipo se le diera mejor echar agua a edificios ardiendo que a las pobres y sedientas plantas.
¡Buaaaa, buuuua, buaa!
Volvió a mordisquearse el meñique. Miró la puerta del bombero y luego la suya. Seguramente, lo que estuviera ocurriendo allí no era asunto suyo. Sus amistades decían que pasaba demasiado tiempo preocupándose de los problemas de los demás y no el suficiente de los suyos. Pero, aparte de tener el corazón roto, no tenía problemas. Era verdad que desde que vivía a una hora de distancia de su abuela a veces se sentía sola. Sus padres estaban trabajando en una remota provincia de China y apenas hablaba con ellos. Pero aparte de eso le iba bastante bien.
¡Buaaaa!
Aunque la llamaran metomentodo, estaba harta. No podía soportar seguir oyendo el llanto de un bebé indefenso, quizás de más de uno. La primera vez llamó a la puerta del bombero con suavidad. Como una vecina preocupada. Al ver que eso no funcionaba, golpeó la puerta con más fuerza. Estaba a punto de mirar en el patio cuando la puerta se abrió de golpe.
–¿Luciana? ¿Adónde…? Oh. Perdón. Pensé que era mi hermana.
Paula lo miró boquiabierta. Imposible hacer otra cosa ante el hombre más guapo que había visto nunca y que llevaba en brazos no uno, ni dos, sino tres bebés. Todos rojos y gritando. Se preguntó si eran trillizos. Entrando en piloto automático de maestra, agarró al bebé más compungido y lo acurrucó contra su hombro izquierdo.
–Hola –acunó a la criatura que, por el pijamita de color rosa, debía de ser una nena, mientras deslizaba los dedos por la parte de atrás de su cabeza–. Soy tu nueva vecina, Paula Chaves. No pretendo entrometerme, pero me ha parecido que tal vez necesitabas ayuda.
–Sí –el tipo se rió, mostrándole montones de dientes blancos–. Mi hermanita me dejó con estas criaturas hace más de veintiséis horas. Se suponía que iba a volver ayer a las dos de la tarde, pero…
La bebé que Paula tenía en brazos se había calmado, así que pasó junto a su vecino y colocó a la nena en una sillita cubierta con peluche rosa.
–Por favor, sigue con la historia de tu hermana. No quiero parecer mandona pero, por mi profesión, no soporto oír a un niño llorar –le quitó a otro de los bebés.
–Yo tampoco –dijo él, cuando el bebé que tenía en brazos inició otra serie de gritos–. Soy bombero. Pedro Alfonso. ¿Q qué te dedicas tú? –le ofreció una mano para que se la estrechara.
–Ahora soy maestra de preescolar, pero solía ocuparme de los niños en una guardería –le guiñó un ojo–. En mi turno no se permitían llantos.
–Admirable –sonrió. Su encanto, infantil y viril a un tiempo, le templó la sangre a Paula.
No tardó en calmar al segundo bebé, niño, a juzgar por el pijama azul, y ponerlo junto a su hermana en una sillita con tapicería de jirafa azul. Se hizo cargo del último bebé y, como por arte de magia, consiguió dormirlo rápidamente.
–Vaya –el tío del niño la miró con admiración–. ¿Cómo has hecho eso?
Paternidad Temporal: Capítulo 1
Buaaaa! ¡Buaaaa, buaaaaaaaa!
Sentada en una cómoda silla de ratán en el patio de su nuevo piso, Paula Chaves alzó la vista del ejemplar de agosto de Decoración económica y arrugó la frente.
¡Buaaaaa!
Aunque no era madre, llevaba siete años trabajando como maestra de preescolar, y eso daba cierta credibilidad a lo que sabía respecto a los niños. Por no mencionar que había pasado los dos últimos años enamorándose de Fernando y sus cinco encantos. Y, a juzgar por el daño que le había hecho, Fernando debía de tener un doctorado como rompecorazones.
La bebé Abril solo tenía nueve meses cuando Fernando había llevado a la siguiente de sus hijas, Clara, de tres años, a la escuela en la que ella enseñaba. La atracción inicial había sido innegable; Paula había sentido gran afinidad por Clara y Abril. Las dos bellezas de ojos azules habrían robado el corazón a cualquiera. Igual que su padre que, poco a poco, había convencido a Annie de que la amaba a ella, no a su habilidad para cuidar de sus retoños. El hombre la había devastado emocionalmente cuando, en vez de ofrecerle un anillo el día de San Valentín, le había ofrecido trabajo como niñera interna antes de mostrarle el solitario de diamantes que iba a regalarle a otra mujer esa misma a noche. A Juana. Su futura esposa. El problema era que a Juana no le hacía gracia el ruido de los piececitos correteando por la casa, de ahí la súbita necesidad de Conner de una niñera. Le había explicado que, exceptuando ese fallo, la exótica morena era una auténtica delicia. «Viviremos todos juntos como una familia feliz, ¿No crees?», le había dicho.
¡Buaaaa, bua, buaaaa!
Paula suspiró. Quienquiera que estuviese a cargo de esa pobre criatura en el piso que había al otro extremo del pasadizo techado, tendría que hacer algo para calmarla. Nunca había oído un llanto similar. Se preguntó si el bebé estaría enfermo. Arrancó una hoja muerta del tiesto de alegrías rojas que había sobre la mesa y volvió a centrarse en el artículo dedicado a la pintura vidriada. Le gustaría mucho probar esa técnica en el aseo de invitados que había bajo la escalera. Tal vez en color borgoña. O dorado. Algo rico y decadente, similar, en el sentido decorativo, a una cucharada de chocolate fundido. La casa en la que había crecido había estado pintada, de arriba abajo, dentro y fuera, en vibrantes tonos de joya. Había vivido con sus abuelos, dado que su madre y su padre eran ingenieros que viajaban al extranjero tan a menudo que dejó de acompañarlos cuando tuvo edad escolar. Su segunda residencia, que nunca llamaría hogar, había estado pintada del color del puré de patatas. Esa era la casa que había compartido con su exmarido, Diego, un hombre tan abusivo que habría hecho que Fernando pareciera un santo. Su tercera residencia, el departamento al que había corrido tras dejar a su ex, había mejorado un poco el puré de patatas: estaba pintado de color amarillo crema de maíz. Se encontraba en su cuarta vivienda y, esa vez, pretendía arreglar la decoración y también su vida. Le gustaba pasar cinco días a la semana rodeada de colores primarios y papel pintado con los personajes de Barrio Sésamo, pero en su tiempo libre quería un entorno más adulto.
¡Buaaa, buaaa, buaaaa!
¡Bua, bua, buaaaa!
¡Buaaaaaaa!
Paula volvió a dejar la revista sobre sus rodillas. Algo fallaba en el llanto de ese bebé. Se preguntó si habría más de uno. Sin duda, tenían que ser dos. E incluso podrían ser tres. Pero ella se había instalado hacía dos semanas y no había visto ni oído nada que sugiriera la presencia de un bebé en el complejo, y menos aún de tres. En parte por eso había preferido ese piso a los que había junto al río, que tenían mejores vistas de Pecan y de sus famosos huertos de pacanas. El problema del complejo con vistas era que estaba destinado a familias y, tras despedirse llorosa de la bebé Abril, Clara, sus dos hermanos y hermana, por no hablar de su padre, lo último que quería era ver niños en su nuevo hogar. Fernando había empaquetado a sus hijos, a su bella nueva esposa y a una niñera escandinava y se habían traslado todos a Atlanta. Los niños estaban tan confusos como Paula por la súbita aparición de Juana en la vida de su padre. Les enviaba cartas y tarjetas de cumpleaños, pero aún los echaba de menos. Por eso había dejado Bartlesville, su pueblo natal, y se había mudado a Pecan. Se había resignado a cuidar niños solo en el trabajo. Fernaando era su segunda mala experiencia con los hombres. Y con intentar formar parte de una familia grande y ruidosa. No quería recordatorios a diario del desastre de su última relación.
Sentada en una cómoda silla de ratán en el patio de su nuevo piso, Paula Chaves alzó la vista del ejemplar de agosto de Decoración económica y arrugó la frente.
¡Buaaaaa!
Aunque no era madre, llevaba siete años trabajando como maestra de preescolar, y eso daba cierta credibilidad a lo que sabía respecto a los niños. Por no mencionar que había pasado los dos últimos años enamorándose de Fernando y sus cinco encantos. Y, a juzgar por el daño que le había hecho, Fernando debía de tener un doctorado como rompecorazones.
La bebé Abril solo tenía nueve meses cuando Fernando había llevado a la siguiente de sus hijas, Clara, de tres años, a la escuela en la que ella enseñaba. La atracción inicial había sido innegable; Paula había sentido gran afinidad por Clara y Abril. Las dos bellezas de ojos azules habrían robado el corazón a cualquiera. Igual que su padre que, poco a poco, había convencido a Annie de que la amaba a ella, no a su habilidad para cuidar de sus retoños. El hombre la había devastado emocionalmente cuando, en vez de ofrecerle un anillo el día de San Valentín, le había ofrecido trabajo como niñera interna antes de mostrarle el solitario de diamantes que iba a regalarle a otra mujer esa misma a noche. A Juana. Su futura esposa. El problema era que a Juana no le hacía gracia el ruido de los piececitos correteando por la casa, de ahí la súbita necesidad de Conner de una niñera. Le había explicado que, exceptuando ese fallo, la exótica morena era una auténtica delicia. «Viviremos todos juntos como una familia feliz, ¿No crees?», le había dicho.
¡Buaaaa, bua, buaaaa!
Paula suspiró. Quienquiera que estuviese a cargo de esa pobre criatura en el piso que había al otro extremo del pasadizo techado, tendría que hacer algo para calmarla. Nunca había oído un llanto similar. Se preguntó si el bebé estaría enfermo. Arrancó una hoja muerta del tiesto de alegrías rojas que había sobre la mesa y volvió a centrarse en el artículo dedicado a la pintura vidriada. Le gustaría mucho probar esa técnica en el aseo de invitados que había bajo la escalera. Tal vez en color borgoña. O dorado. Algo rico y decadente, similar, en el sentido decorativo, a una cucharada de chocolate fundido. La casa en la que había crecido había estado pintada, de arriba abajo, dentro y fuera, en vibrantes tonos de joya. Había vivido con sus abuelos, dado que su madre y su padre eran ingenieros que viajaban al extranjero tan a menudo que dejó de acompañarlos cuando tuvo edad escolar. Su segunda residencia, que nunca llamaría hogar, había estado pintada del color del puré de patatas. Esa era la casa que había compartido con su exmarido, Diego, un hombre tan abusivo que habría hecho que Fernando pareciera un santo. Su tercera residencia, el departamento al que había corrido tras dejar a su ex, había mejorado un poco el puré de patatas: estaba pintado de color amarillo crema de maíz. Se encontraba en su cuarta vivienda y, esa vez, pretendía arreglar la decoración y también su vida. Le gustaba pasar cinco días a la semana rodeada de colores primarios y papel pintado con los personajes de Barrio Sésamo, pero en su tiempo libre quería un entorno más adulto.
¡Buaaa, buaaa, buaaaa!
¡Bua, bua, buaaaa!
¡Buaaaaaaa!
Paula volvió a dejar la revista sobre sus rodillas. Algo fallaba en el llanto de ese bebé. Se preguntó si habría más de uno. Sin duda, tenían que ser dos. E incluso podrían ser tres. Pero ella se había instalado hacía dos semanas y no había visto ni oído nada que sugiriera la presencia de un bebé en el complejo, y menos aún de tres. En parte por eso había preferido ese piso a los que había junto al río, que tenían mejores vistas de Pecan y de sus famosos huertos de pacanas. El problema del complejo con vistas era que estaba destinado a familias y, tras despedirse llorosa de la bebé Abril, Clara, sus dos hermanos y hermana, por no hablar de su padre, lo último que quería era ver niños en su nuevo hogar. Fernando había empaquetado a sus hijos, a su bella nueva esposa y a una niñera escandinava y se habían traslado todos a Atlanta. Los niños estaban tan confusos como Paula por la súbita aparición de Juana en la vida de su padre. Les enviaba cartas y tarjetas de cumpleaños, pero aún los echaba de menos. Por eso había dejado Bartlesville, su pueblo natal, y se había mudado a Pecan. Se había resignado a cuidar niños solo en el trabajo. Fernaando era su segunda mala experiencia con los hombres. Y con intentar formar parte de una familia grande y ruidosa. No quería recordatorios a diario del desastre de su última relación.
Paternidad Temporal: Sinopsis
El bombero Pedro Alfonso estaba acostumbrado a controlarlo todo. Pero veintiséis horas cuidando de los trillizos de su hermana eran demasiado. Su hermana Luciana tendría que haber vuelto el día anterior. Estaba preocupado. Pero también sabía dónde la encontraría: en la cabaña familiar a mil doscientos kilómetros de distancia. Su nueva y bellísima vecina Paula Chaves apareció para echarle una mano. Tenía un toque mágico con los bebés y calmó a los trillizos en unos minutos. Llevado por la desesperación, Pedro le pidió que se uniera a él y a los trillizos en su misión de búsqueda de Luciana. ¡Y Paula aceptó!
viernes, 24 de agosto de 2018
Dulce Amor: Epílogo
Pedro Alfonso apenas había tenido tiempo de terminar su cerveza cuando vió un puño gigante frente a él.
—Vamos —lo retó Pablo Mackey—. ¿Qué te parece que te de otra oportunidad de convencerme de que Javier Montana tiene algo que enseñarle a Tomás Bradshaw?
Pedro apartó la cerveza. Aquello era demasiado para el primer programa de la nueva liga.
—No lo hagas, Pedro—le aconsejó Diego desde detrás de la barra—. Mackey es un matón.
—Guárdate tus opiniones, enano —gruñó Mackey.
—Diego no es ningún enano —protestó Leticia—. Es usted el que es demasiado alto. Y ya sabe lo que se dice, hombre alto, pe...
—Caramba, Leti, se nos está haciendo tarde —la interrumpió su marido. La agarró de la mano y se dirigió con ella a la cocina—. Mañana tenemos que levantarnos temprano para firmar libros.
Diego por fin había asimilado su supuesto problema con el pelo. Principalmente, gracias al especialista al que había consultado con el fin de hacerse un trasplante y que le había negado la condición de paciente. Él y Leticia habían concentrado desde entonces sus esfuerzos en un libro llamado Verdades y Mitos sobre la Pérdida del Cabello, que los había convertido en celebridades locales.
—Vamos, Alfonso. ¿También vas a escaparte como tu amigo?
—Ni voy a escaparme ni estoy dispuesto a pelear —Pedro había cumplido ya treinta y cinco años y se consideraba suficientemente inteligente para mantener quieto su brazo derecho e impedir que volvieran a destrozarle el hombro.
—Esto es increíble amigos —explicó el comentarista deportivo, micrófono en mano—. Alfonso El Salvaje rechazando un desafío.
Pero Pedro ya tenía suficientes desafíos en su vida. Convertir el garaje de Paula en una habitación para su futura familia estaba siendo muy complicado. Por no hablar de que todavía no había terminado la habitación del bebé que estaba ya a punto de llegar. Y, fiel a su palabra, estaba ayudándola en la cocina, de modo que ambos se encargaban de preparar las tartas. Se volvió para mirar a su esposa, que estaba sentada en una mesa cercana. Paula se levantó y se abrió paso entre la gente para acercarse a él.
—Parece que Alfonsp El Salvaje ha dejado de comportarse como tal —dijo el comentador cuando Pedro le tendió la mano a su esposa.
—Oh, yo no diría tanto —abrazó a Paula delante de las cámaras—. Por lo menos mi mujercita no lo cree así, ¿Verdad, cariño?
—Te odio —gruñó, provocando una oleada de aplausos y risas—. Tengo los pies hinchados, parezco una ballena, mi madre, la futura señora Tannenbaun está volando hacia aquí, para hacerme la sexta visita del embarazo y yo te odio.
Pedro le mordisqueó el cuello.
—Tus pies son perfectos. Tus tobillos todavía más, tu madre se va a quedar en casa de Hector y tú no me odias.
—Claro que sí.
—Eso fue lo que dijiste ayer por la noche, y antes de ayer, y terminaste besándome las dos veces.
—Esta vez lo digo en serio.
—Claro, claro.
Pedro sonrió. Fue la misma sonrisa sexy y perezosa que la enfurecía y al mismo tiempo le derretías las entrañas. Pedro era tan dulce y sincero...
—Parece que Pedro Alfonso ha renunciado a su condición de salvaje para ponerse a cambiar pañales y preparar biberones. Jamás habría pensado que viviría para ver este día, pero a todos nos llega la hora —la voz del comentarista deportivo retumbó en toda la sala.
Pedro sonrió de oreja a oreja.
—Y qué mejor oportunidad que ésta para retirarse —antes de que Paula pudiera decir nada, capturó sus labios.
La gente rió y Paula hizo lo único que una mujer embarazada de nueve meses, cansada y profundamente enamorada de su marido podía hacer: devolverle el beso. Tierna y dulcemente. Pero antes de terminar lo mordió.
—¡Ay! —se quejó Pedro—. ¿Por qué has hecho eso?
—¡Ya viene Pedro, ya viene! —hizo una mueca y se frotó la tripa. Acababa de sentir la segunda contracción.
FIN
—Vamos —lo retó Pablo Mackey—. ¿Qué te parece que te de otra oportunidad de convencerme de que Javier Montana tiene algo que enseñarle a Tomás Bradshaw?
Pedro apartó la cerveza. Aquello era demasiado para el primer programa de la nueva liga.
—No lo hagas, Pedro—le aconsejó Diego desde detrás de la barra—. Mackey es un matón.
—Guárdate tus opiniones, enano —gruñó Mackey.
—Diego no es ningún enano —protestó Leticia—. Es usted el que es demasiado alto. Y ya sabe lo que se dice, hombre alto, pe...
—Caramba, Leti, se nos está haciendo tarde —la interrumpió su marido. La agarró de la mano y se dirigió con ella a la cocina—. Mañana tenemos que levantarnos temprano para firmar libros.
Diego por fin había asimilado su supuesto problema con el pelo. Principalmente, gracias al especialista al que había consultado con el fin de hacerse un trasplante y que le había negado la condición de paciente. Él y Leticia habían concentrado desde entonces sus esfuerzos en un libro llamado Verdades y Mitos sobre la Pérdida del Cabello, que los había convertido en celebridades locales.
—Vamos, Alfonso. ¿También vas a escaparte como tu amigo?
—Ni voy a escaparme ni estoy dispuesto a pelear —Pedro había cumplido ya treinta y cinco años y se consideraba suficientemente inteligente para mantener quieto su brazo derecho e impedir que volvieran a destrozarle el hombro.
—Esto es increíble amigos —explicó el comentarista deportivo, micrófono en mano—. Alfonso El Salvaje rechazando un desafío.
Pero Pedro ya tenía suficientes desafíos en su vida. Convertir el garaje de Paula en una habitación para su futura familia estaba siendo muy complicado. Por no hablar de que todavía no había terminado la habitación del bebé que estaba ya a punto de llegar. Y, fiel a su palabra, estaba ayudándola en la cocina, de modo que ambos se encargaban de preparar las tartas. Se volvió para mirar a su esposa, que estaba sentada en una mesa cercana. Paula se levantó y se abrió paso entre la gente para acercarse a él.
—Parece que Alfonsp El Salvaje ha dejado de comportarse como tal —dijo el comentador cuando Pedro le tendió la mano a su esposa.
—Oh, yo no diría tanto —abrazó a Paula delante de las cámaras—. Por lo menos mi mujercita no lo cree así, ¿Verdad, cariño?
—Te odio —gruñó, provocando una oleada de aplausos y risas—. Tengo los pies hinchados, parezco una ballena, mi madre, la futura señora Tannenbaun está volando hacia aquí, para hacerme la sexta visita del embarazo y yo te odio.
Pedro le mordisqueó el cuello.
—Tus pies son perfectos. Tus tobillos todavía más, tu madre se va a quedar en casa de Hector y tú no me odias.
—Claro que sí.
—Eso fue lo que dijiste ayer por la noche, y antes de ayer, y terminaste besándome las dos veces.
—Esta vez lo digo en serio.
—Claro, claro.
Pedro sonrió. Fue la misma sonrisa sexy y perezosa que la enfurecía y al mismo tiempo le derretías las entrañas. Pedro era tan dulce y sincero...
—Parece que Pedro Alfonso ha renunciado a su condición de salvaje para ponerse a cambiar pañales y preparar biberones. Jamás habría pensado que viviría para ver este día, pero a todos nos llega la hora —la voz del comentarista deportivo retumbó en toda la sala.
Pedro sonrió de oreja a oreja.
—Y qué mejor oportunidad que ésta para retirarse —antes de que Paula pudiera decir nada, capturó sus labios.
La gente rió y Paula hizo lo único que una mujer embarazada de nueve meses, cansada y profundamente enamorada de su marido podía hacer: devolverle el beso. Tierna y dulcemente. Pero antes de terminar lo mordió.
—¡Ay! —se quejó Pedro—. ¿Por qué has hecho eso?
—¡Ya viene Pedro, ya viene! —hizo una mueca y se frotó la tripa. Acababa de sentir la segunda contracción.
FIN
Dulce Amor: Capítulo 63
—Los signos vitales están bien, pero no sabemos lo que le pasa. El médico de guardia podrá informarle mejor.
—¿Pedro? —le tomó la mano y clavó la mirada en su pálido rostro—. ¿Me oyes? Por favor, escúchame. No puedes morirte porque te quiero y quiero casarme contigo, y tener hijos aunque eso signifique renunciar a mi trabajo. No me importa. Bueno, sí me importa. No quiero vivir con arrepentimientos. Pero si te pierdo a tí, estaré arrepintiéndome durante toda mi vida. Por favor, abre los ojos, por...
—Estoy aquí, Paula—gimió Pedro—. Podrías... —Tragó saliva e intentó ignorar el dolor que lo devoraba— ¿Podrías decirlo... otra vez?
—¿Que abras los ojos?
—No... lo que... has dicho... antes.
—¿Que si te pierdo me arrepentiré durante toda mi vida?
Pedro le apretó la mano con fuerza.
—¿Lo dices... de verdad?
—Que me muera aquí mismo si no es cierto. Bueno no, nadie va a morir aquí —la determinación iluminó su mirada—. Vamos a tener montones de hijos y a disfrutar de años y años de felicidad, ¿Me oyes?
Al oírla, Pedro se dió cuenta de la importancia de lo que Paula le estaba diciendo. Y más aún, comprendió también que no era eso lo que él quería. Él no sólo la quería como esposa, la quería también como profesional, como amante... quería el paquete completo. Y no quería que albergara ningún resentimiento hacia él por haber tenido que renunciar a una parte de sí misma.
—Yo... no quiero que renuncies.
—Haré lo que quieras. Te amo, ¿Es que no lo comprendes?
Pedro sonrió débilmente.
—Te... te... comprendo... Pero... no... quiero... que... renuncies...
—¿Porque no me quieres? ¿No he pasado la prueba?
—Sí... la... has pasado... Pero puedes... conservar... las tartas... —hizo una mueca de dolor—. Y... hasta comértelas.
—¿De verdad?
—Sí, Paula... Yo también te quiero.
—¿Dónde estás? —Alejandra entró precipitadamente en la sala de urgencias una hora después de que hubieran llegado Pedro y Paula.
—Señora Chaves, soy el doctor Tannenbaum. Me alegro de verla otra vez. Y debo decir que la encuentro mucho mejor. Su color, su figura...
—¿Mi figura ha dicho?
—Está usted estupenda.
—Pero doctor —contestó sonrojada—, si sólo han sido tres días.
—Tres milagrosos días.
—Bueno, al fin y al cabo he estado siguiendo la dieta. Sólo me la he saltado una vez.
—Bueno, por una vez no importa. Y ahora tengo que ocuparme de su futuro yerno. Voy a hacerle algunas pruebas. Es un caso muy extraño...
—Doctor, ¿Puedo hablar francamente con usted?
—Por supuesto.
—¿Tiene usted hijos?
—Tres hijas.
—Entonces podrá comprenderme. Ya ve, Paula es mi única hija y es muy, pero que muy cabezota.
—Qué me va a decir a mí. Desde que mi mujer murió, he enido que enfrentarme yo solo a mis hijas. Y cuando se les mete algo en la cabeza, no hay forma de hacerles cambiar de opinión.
—Exacto. Y aula está decidida a quedarse soltera.
—Yo pensaba que estaba comprometida con el señor Alfonso.
—Eso es una farsa. Han fingido el compromiso para complacerme a mí —Alejandra procedió a explicarle todo lo ocurrido y terminó diciéndole—: Y ya ve, el caso es que se quieren. De manera que no podía permanecer sin hacer nada, viendo como esos dos cabezotas arruinaban su futuro. Por eso preparé esa maravillosa cena y eché ciertas píldoras en la salsa de champiñones.
—¿Ciertas píldoras?
—La única cura contra la diarrea. Por supuesto, un remedio que puede comprarse legalmente.
En cuanto la oyó, el médico llamó a una enfermera que estaba cerca de allí y le dió las oportunas instrucciones.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Alejandra preocupada cuando se fue la enfermera.
—Después de una noche bastante agitada, sí.
—¿Y puedo confiar en que esto quede entre nosotros?
—Bueno, en principio no ha cometido ninguna ilegalidad, y tampoco ha hecho ningún daño a nadie —la miró pensativo—. ¿Y dice que sólo se ha saltado la dieta una vez?
—Bueno, quizá dos.
—Conozco un restaurante italiano realmente bueno. Quizá le apetezca probar la pasta este viernes por la noche —la miró pensativo y frunció el ceño—. Ah, pero si usted se va de viaje mañana mismo.
Alejandra sonrió.
—Sí, pero la noche es joven, y de pronto me han entrado ganas de probar unos buenos fetuccini.
—¿Pedro? —le tomó la mano y clavó la mirada en su pálido rostro—. ¿Me oyes? Por favor, escúchame. No puedes morirte porque te quiero y quiero casarme contigo, y tener hijos aunque eso signifique renunciar a mi trabajo. No me importa. Bueno, sí me importa. No quiero vivir con arrepentimientos. Pero si te pierdo a tí, estaré arrepintiéndome durante toda mi vida. Por favor, abre los ojos, por...
—Estoy aquí, Paula—gimió Pedro—. Podrías... —Tragó saliva e intentó ignorar el dolor que lo devoraba— ¿Podrías decirlo... otra vez?
—¿Que abras los ojos?
—No... lo que... has dicho... antes.
—¿Que si te pierdo me arrepentiré durante toda mi vida?
Pedro le apretó la mano con fuerza.
—¿Lo dices... de verdad?
—Que me muera aquí mismo si no es cierto. Bueno no, nadie va a morir aquí —la determinación iluminó su mirada—. Vamos a tener montones de hijos y a disfrutar de años y años de felicidad, ¿Me oyes?
Al oírla, Pedro se dió cuenta de la importancia de lo que Paula le estaba diciendo. Y más aún, comprendió también que no era eso lo que él quería. Él no sólo la quería como esposa, la quería también como profesional, como amante... quería el paquete completo. Y no quería que albergara ningún resentimiento hacia él por haber tenido que renunciar a una parte de sí misma.
—Yo... no quiero que renuncies.
—Haré lo que quieras. Te amo, ¿Es que no lo comprendes?
Pedro sonrió débilmente.
—Te... te... comprendo... Pero... no... quiero... que... renuncies...
—¿Porque no me quieres? ¿No he pasado la prueba?
—Sí... la... has pasado... Pero puedes... conservar... las tartas... —hizo una mueca de dolor—. Y... hasta comértelas.
—¿De verdad?
—Sí, Paula... Yo también te quiero.
—¿Dónde estás? —Alejandra entró precipitadamente en la sala de urgencias una hora después de que hubieran llegado Pedro y Paula.
—Señora Chaves, soy el doctor Tannenbaum. Me alegro de verla otra vez. Y debo decir que la encuentro mucho mejor. Su color, su figura...
—¿Mi figura ha dicho?
—Está usted estupenda.
—Pero doctor —contestó sonrojada—, si sólo han sido tres días.
—Tres milagrosos días.
—Bueno, al fin y al cabo he estado siguiendo la dieta. Sólo me la he saltado una vez.
—Bueno, por una vez no importa. Y ahora tengo que ocuparme de su futuro yerno. Voy a hacerle algunas pruebas. Es un caso muy extraño...
—Doctor, ¿Puedo hablar francamente con usted?
—Por supuesto.
—¿Tiene usted hijos?
—Tres hijas.
—Entonces podrá comprenderme. Ya ve, Paula es mi única hija y es muy, pero que muy cabezota.
—Qué me va a decir a mí. Desde que mi mujer murió, he enido que enfrentarme yo solo a mis hijas. Y cuando se les mete algo en la cabeza, no hay forma de hacerles cambiar de opinión.
—Exacto. Y aula está decidida a quedarse soltera.
—Yo pensaba que estaba comprometida con el señor Alfonso.
—Eso es una farsa. Han fingido el compromiso para complacerme a mí —Alejandra procedió a explicarle todo lo ocurrido y terminó diciéndole—: Y ya ve, el caso es que se quieren. De manera que no podía permanecer sin hacer nada, viendo como esos dos cabezotas arruinaban su futuro. Por eso preparé esa maravillosa cena y eché ciertas píldoras en la salsa de champiñones.
—¿Ciertas píldoras?
—La única cura contra la diarrea. Por supuesto, un remedio que puede comprarse legalmente.
En cuanto la oyó, el médico llamó a una enfermera que estaba cerca de allí y le dió las oportunas instrucciones.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Alejandra preocupada cuando se fue la enfermera.
—Después de una noche bastante agitada, sí.
—¿Y puedo confiar en que esto quede entre nosotros?
—Bueno, en principio no ha cometido ninguna ilegalidad, y tampoco ha hecho ningún daño a nadie —la miró pensativo—. ¿Y dice que sólo se ha saltado la dieta una vez?
—Bueno, quizá dos.
—Conozco un restaurante italiano realmente bueno. Quizá le apetezca probar la pasta este viernes por la noche —la miró pensativo y frunció el ceño—. Ah, pero si usted se va de viaje mañana mismo.
Alejandra sonrió.
—Sí, pero la noche es joven, y de pronto me han entrado ganas de probar unos buenos fetuccini.
Dulce Amor: Capítulo 62
—Molestias —repuso Paula, intentando no reparar en la forma en la que la luz de las velas se reflejaba en los ojos de Pedro cuando la miraba—. Eso es exactamente lo que es todo esto.
Pedro atrapó su mirada.
—¿Estás pensando en lo mismo que yo?
Paula se humedeció los labios. Pedro la imitó.
—Sí —susurró la joven con voz ronca.
—Bien —Pedro se frotó las manos—. Entonces comamos.
—¿Comamos? —preguntó Paula, intentando despejar las imágenes eróticas que poblaban su mente—. Ah, sí, comamos.
Durante la siguiente media hora, Paula y Pedro permanecieron sentados a la mesa, con la mirada fija en sus platos mientras hacían todo lo que podían por concentrarse en la cena que Alejandra había preparado. Sopa y ensalada, pollo y salsa de champiñones.
—Esto está riquísimo —comentó Pedro—. Deberías probarlo.
—Soy alérgica a las setas.
—Son una de mis comidas favoritas.
—No me extraña entonces que las haya hecho mi madre. Está intentando ganarse tu aprecio.
—Y está a punto de conseguirlo. De hecho, estoy pensando en pedirle que se case conmigo.
—Por lo menos así no perderemos todo el tiempo que hemos invertido con los falsos preparativos de la boda.
—No tenemos por qué hacerlo.
Fue un susurro. Tan débil que Paula sospechaba haberlo imaginado. Y confirmó su sospecha al alzar la mirada y descubrir a Pedro concentrado en su plato.Continuaron comiendo en silencio durante el resto de la cena. Hasta que llegaron al postre: tarta de Fresas al Daiquiri Doo-Woop.
—Así que tu madre se va mañana —comentó Pedro entre bocado y bocado.
—A las nueve de la mañana.
—De manera que ésta es nuestra última cena.
Paula no pudo evitarlo. Lo miró a los ojos y vió sus propios sentimientos reflejados en los de Pedro. Amor. Deseo. Desesperación. Un momento. ¿Amor? No, era imposible. Tenía que haberse equivocado. Pero estaba allí; lo advertía con una nitidez aterradora. Quería apartar la mirada, mirar fijamente su plato, pero no podía. Aquella era su última cena. Su última noche con él.
—Tú volverás a trabajar hasta tarde —comentó Pedro.
—Y tú a buscar a la esposa perfecta.
—¿Sabes una cosa? —la miró—. Esto estaba riquísimo, pero todavía tengo hambre.
Antes de que Paula pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Pedro le tomó la mano, la instó a levantarse de la silla y la sentó en su regazo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula cuando Pedro comenzó a desabrocharle los botones de la blusa.
—Continuar con el postre y darte algo que puedas recordar cuando reanudes tu antiguo horario de trabajo.
Paula comenzó entonces a desabrocharle la camisa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pedro.
—Yo también tengo hambre, y, definitivamente, tú también necesitas algo que recordar cuando estés buscando a tu esposa perfecta.
Pedro atrapó sus labios en un profundo beso que dejó sin respiración a Paula. Él sabía a fresas, a crema y a una determinación que anulaba el sentido. Sabía a amor. A deseo. A desesperación. La miró a los ojos y le desabrochó el sujetador.
—Te deseo, Paula.
—Yo también te deseo. Así que deja de hablar y haz algo.
Pedro sonrió y fue deslizando lentamente la mirada por el cuerpo de Paula. Ésta sintió cómo se endurecían sus pezones, como se henchían sus senos. Él inclinó la cabeza. Ella cerró los ojos y esperó el placer que se avecinaba. Y siguió esperando. Abrió los ojos y vió a Pedroinclinado hacia atrás, con el rostro descompuesto por el dolor.
—¿Qué te pasa?
—Yo... —gimió.
Paula se levantó de un salto.
—Pedro, ¿Qué ocurre?
Pedro volvió a gemir de dolor. Paula recompuso rápidamente sus ropas y fue a llamar a una ambulancia.
—¿Se pondrá bien? —preguntaba Paula suplicante mientras subía en la ambulancia y se sentaba impotente entre dos enfermeros.
Pedro atrapó su mirada.
—¿Estás pensando en lo mismo que yo?
Paula se humedeció los labios. Pedro la imitó.
—Sí —susurró la joven con voz ronca.
—Bien —Pedro se frotó las manos—. Entonces comamos.
—¿Comamos? —preguntó Paula, intentando despejar las imágenes eróticas que poblaban su mente—. Ah, sí, comamos.
Durante la siguiente media hora, Paula y Pedro permanecieron sentados a la mesa, con la mirada fija en sus platos mientras hacían todo lo que podían por concentrarse en la cena que Alejandra había preparado. Sopa y ensalada, pollo y salsa de champiñones.
—Esto está riquísimo —comentó Pedro—. Deberías probarlo.
—Soy alérgica a las setas.
—Son una de mis comidas favoritas.
—No me extraña entonces que las haya hecho mi madre. Está intentando ganarse tu aprecio.
—Y está a punto de conseguirlo. De hecho, estoy pensando en pedirle que se case conmigo.
—Por lo menos así no perderemos todo el tiempo que hemos invertido con los falsos preparativos de la boda.
—No tenemos por qué hacerlo.
Fue un susurro. Tan débil que Paula sospechaba haberlo imaginado. Y confirmó su sospecha al alzar la mirada y descubrir a Pedro concentrado en su plato.Continuaron comiendo en silencio durante el resto de la cena. Hasta que llegaron al postre: tarta de Fresas al Daiquiri Doo-Woop.
—Así que tu madre se va mañana —comentó Pedro entre bocado y bocado.
—A las nueve de la mañana.
—De manera que ésta es nuestra última cena.
Paula no pudo evitarlo. Lo miró a los ojos y vió sus propios sentimientos reflejados en los de Pedro. Amor. Deseo. Desesperación. Un momento. ¿Amor? No, era imposible. Tenía que haberse equivocado. Pero estaba allí; lo advertía con una nitidez aterradora. Quería apartar la mirada, mirar fijamente su plato, pero no podía. Aquella era su última cena. Su última noche con él.
—Tú volverás a trabajar hasta tarde —comentó Pedro.
—Y tú a buscar a la esposa perfecta.
—¿Sabes una cosa? —la miró—. Esto estaba riquísimo, pero todavía tengo hambre.
Antes de que Paula pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Pedro le tomó la mano, la instó a levantarse de la silla y la sentó en su regazo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula cuando Pedro comenzó a desabrocharle los botones de la blusa.
—Continuar con el postre y darte algo que puedas recordar cuando reanudes tu antiguo horario de trabajo.
Paula comenzó entonces a desabrocharle la camisa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pedro.
—Yo también tengo hambre, y, definitivamente, tú también necesitas algo que recordar cuando estés buscando a tu esposa perfecta.
Pedro atrapó sus labios en un profundo beso que dejó sin respiración a Paula. Él sabía a fresas, a crema y a una determinación que anulaba el sentido. Sabía a amor. A deseo. A desesperación. La miró a los ojos y le desabrochó el sujetador.
—Te deseo, Paula.
—Yo también te deseo. Así que deja de hablar y haz algo.
Pedro sonrió y fue deslizando lentamente la mirada por el cuerpo de Paula. Ésta sintió cómo se endurecían sus pezones, como se henchían sus senos. Él inclinó la cabeza. Ella cerró los ojos y esperó el placer que se avecinaba. Y siguió esperando. Abrió los ojos y vió a Pedroinclinado hacia atrás, con el rostro descompuesto por el dolor.
—¿Qué te pasa?
—Yo... —gimió.
Paula se levantó de un salto.
—Pedro, ¿Qué ocurre?
Pedro volvió a gemir de dolor. Paula recompuso rápidamente sus ropas y fue a llamar a una ambulancia.
—¿Se pondrá bien? —preguntaba Paula suplicante mientras subía en la ambulancia y se sentaba impotente entre dos enfermeros.
Dulce Amor: Capítulo 61
Faltaba una sola noche para que su madre fuera a Miami y la buena mujer sabía la verdad. Alejandra Chaves lo sabía todo.Con aquella idea en la cabeza, Paula permaneció en la cocina hasta bien entrada la tarde, escondida, concentrándose en el trabajo y rezando para desmayarse de cansancio, tener un accidente con algún electrodoméstico o sufrir un ataque al corazón... Cualquier cosa que le permitiera eludir un encuentro con Alejandra.
—Mamá —la llamó cuando por fin salió de la cocina cerca de las ocho—. Sé que es probable que estés enfadada, pero no harías ningún daño a una mujer indefensa, ¿Verdad? Y mucho menos a tu propia hija... —se interrumpió al llegar al cuarto de estar y ver allí a Pedro—. Tú no eres mi madre.
—Por lo menos no lo era la última vez que nos vimos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tu madre me llamó y me dijo que viniera a cenar.
—Pero si ni siquiera he preparado cena.
—Pues alguien lo ha hecho por tí —señaló la mesa perfectamente servida, velas incluidas, y con varias fuentes en medio.
Inmediatamente saltaron las señales de alarma. Aquello tenía que ser obra de su madre.
—¿Tú no has hecho esto? —preguntó Pedro.
—Me he pasado el día trabajando.
—Debería haberlo sabido —respondió Pedro, con algo parecido a la desilusión asomando a su mirada.
—Niños, niños, haya paz —canturreó Alejandra desde el marco de la puerta—. Yo soy la responsable de toda esta maravillosa comida por la que tendrán oportunidad de darme las gracias cuando haya regresado.
—Mamá, espera. Tenemos que hablar... —el sonido de una bocina interrumpió sus palabras.
—Lo siento querida, no tengo tiempo, Zaira me está esperando en el coche. Vamos a cenar juntas. Te adoro, querida, pero soy una mujer soltera y atractiva y necesito salir de vez en cuando. No me esperes levantada. Ah, Pedro, asegúrate de probar la salsa de champiñones. La he hecho especialmente para tí —y antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, abandonó la habitación.
—Estás muy guapa —musitó Pedro, deslizando la mirada por el delantal rosa.
Paula se recogió un mechón de pelo que había escapado de su coleta.
—Estoy hecha un desastre. Llevo todo el día en la cocina —pero era evidente, por la mirada de Zach, que él no la veía nada mal—. Tú también estás magnífico. Te noto algo diferente —avanzó hacia él y se quedó mirándolo fijamente—. Es el pelo. Te lo has teñido.
Pedro desvió inmediatamente la mirada.
—La comida huele realmente bien.
—Te lo has teñido, es increíble.
—¿Hay pollo?
—Pedro—Paula lo agarró por la barbilla para obligarlo a mirarla a los ojos—: estás muy bien, pero también estabas muy bien antes. Con canas.
—Es sólo algo temporal. El tinte se va con unos cuantos lavados. No creo que vuelva a echármelo.
—Sí, tienes un pelo muy bonito —Paula tragó saliva y deseó que las luces no fueran tan tenues, ni la tensión tan espesa—. Tenemos que hablar, Pedro. Mi madre lo sabe todo, Zaira se lo dijo hace días.
—No habrá envenenado la comida, ¿Verdad?
—Mi madre está orgullosa de er una gran cocinera. Jamás estropearía voluntariamente una comida. Creo que, más que enfadada, está decidida a convertir la mentira en realidad.
—Y parece que se está tomando muchas molestias —comentó Pedro, inhalando el aroma de la cena.
—Mamá —la llamó cuando por fin salió de la cocina cerca de las ocho—. Sé que es probable que estés enfadada, pero no harías ningún daño a una mujer indefensa, ¿Verdad? Y mucho menos a tu propia hija... —se interrumpió al llegar al cuarto de estar y ver allí a Pedro—. Tú no eres mi madre.
—Por lo menos no lo era la última vez que nos vimos.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Tu madre me llamó y me dijo que viniera a cenar.
—Pero si ni siquiera he preparado cena.
—Pues alguien lo ha hecho por tí —señaló la mesa perfectamente servida, velas incluidas, y con varias fuentes en medio.
Inmediatamente saltaron las señales de alarma. Aquello tenía que ser obra de su madre.
—¿Tú no has hecho esto? —preguntó Pedro.
—Me he pasado el día trabajando.
—Debería haberlo sabido —respondió Pedro, con algo parecido a la desilusión asomando a su mirada.
—Niños, niños, haya paz —canturreó Alejandra desde el marco de la puerta—. Yo soy la responsable de toda esta maravillosa comida por la que tendrán oportunidad de darme las gracias cuando haya regresado.
—Mamá, espera. Tenemos que hablar... —el sonido de una bocina interrumpió sus palabras.
—Lo siento querida, no tengo tiempo, Zaira me está esperando en el coche. Vamos a cenar juntas. Te adoro, querida, pero soy una mujer soltera y atractiva y necesito salir de vez en cuando. No me esperes levantada. Ah, Pedro, asegúrate de probar la salsa de champiñones. La he hecho especialmente para tí —y antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, abandonó la habitación.
—Estás muy guapa —musitó Pedro, deslizando la mirada por el delantal rosa.
Paula se recogió un mechón de pelo que había escapado de su coleta.
—Estoy hecha un desastre. Llevo todo el día en la cocina —pero era evidente, por la mirada de Zach, que él no la veía nada mal—. Tú también estás magnífico. Te noto algo diferente —avanzó hacia él y se quedó mirándolo fijamente—. Es el pelo. Te lo has teñido.
Pedro desvió inmediatamente la mirada.
—La comida huele realmente bien.
—Te lo has teñido, es increíble.
—¿Hay pollo?
—Pedro—Paula lo agarró por la barbilla para obligarlo a mirarla a los ojos—: estás muy bien, pero también estabas muy bien antes. Con canas.
—Es sólo algo temporal. El tinte se va con unos cuantos lavados. No creo que vuelva a echármelo.
—Sí, tienes un pelo muy bonito —Paula tragó saliva y deseó que las luces no fueran tan tenues, ni la tensión tan espesa—. Tenemos que hablar, Pedro. Mi madre lo sabe todo, Zaira se lo dijo hace días.
—No habrá envenenado la comida, ¿Verdad?
—Mi madre está orgullosa de er una gran cocinera. Jamás estropearía voluntariamente una comida. Creo que, más que enfadada, está decidida a convertir la mentira en realidad.
—Y parece que se está tomando muchas molestias —comentó Pedro, inhalando el aroma de la cena.
miércoles, 22 de agosto de 2018
Dulce Amor: Capítulo 60
—Ah, entonces sí que te arrepentiste.
—Ésas eran fantasías, querida, no arrepentimientos. Ni una sola vez he deseado que mi vida hubiera sido diferente. Por supuesto, todas las mujeres tenemos fantasías. Pero tu padre satisfizo todos mis... bueno, mis deseos más fundamentalesy gran parte de mis fantasías... ¿Sabes hija? Yo adoraba cocinar, pero no le daba tanta importancia al aspecto comercial de mi trabajo. Tú eres distinta. Conseguir contratos, extender tu negocio, instalar mejores equipos... Ésas son las cosas que a tí realmente te gustan.
—Me encantan, mamá.
—¿Y qué me dices de Pedro? ¿A él que le parece que dediques tanto tiempo a tu negocio?
—Él me apoya. Algunas mujeres podemos tenerlo todo, mamá. Contando con el apoyo de tu pareja, el único límite es el cielo —mintió.
Alejandra bebió un sorbo de café y sonrió.
—Qué agradable es esto.
—¿El qué, mamá?
—Que estemos aquí tú y yo, hablando de mujer a mujer. Me gusta.
—A mí también. ¿Puedo preguntarte algo? —Alejandra asintió—. ¿Por qué llevabas las cenizas de papá contigo? ¿Es porque lo echas de menos, mamá?
—Echo de menos a tu padre, pero él se ha ido y soy consciente de ello. Llevaba sus cenizas para despedirme de él en el mar. A tu padre le encantaba pescar, así que pensé en arrojar sus cenizas al mar para que pueda disfrutar mientras yo disfruto en la cafetería y en el bar durante el crucero —ante la mirada admonitoria de su hija se apresuró a añadir—. Por supuesto, siguiendo siempre mí dieta.
—Estupendo —Paula tomó un bizcocho y su madre frunció el ceño.
—Ahora ya estoy convencida de que algo va mal.
—¿Porque estoy comiendo?
—Sin que yo te haya obligado.
Paula dió un mordisco a su bizcocho. Y no se sintió culpable. Ni se acordó de la grasa que iba acumularse en su cintura y en sus muslos. Se sentía diferente. Atractiva. Y segura de sí misma. Sonrió.
—Realmente, mamá, las cosas no podían ir mejor.
Había bastado una noche de pasión y unas palabras sinceras para liberarla de toda una vida de lucha contra la gordura. Y unos minutos de conversación matutina habían modificado una relación que había sido una constante fuente de tensión. Frunció el ceño. Bueno, realmente no todo iba bien. Pero si pudiera resolver su problema con Pedro, su vida sería perfecta. Paula miró a su madre, que sonreía de forma extraña.
—Estás planeando algo —la acusó Paula.
—¿Yo? Sólo estaba pensando.
—En mí y en Pedro.
—En esos bizcochos —Alejandra señaló el plato de Paula—. ¿Te vas a comer el resto?
—Ni lo sueñes —Paula apartó el plato—. Mamá, deja que las cosas vayan a su aire, ¿De acuerdo? Estamos bien. Yo estoy bien, Pedro está bien y todo va bien.
—Si tú lo dices...
—Lo digo yo, así que no hagas nada.
—Ya veremos.
—Menos mal que has llamado —le dijo Paula a Zaira cuando ésta por fin contestó a su llamada—. No estás enferma, ¿verdad?
—Más bien avergonzada.
—¿De qué estás hablando? —Paula comenzó a batir la masa de una tarta de limón.
—Lo sabe.
—¿Quién sabe qué?
—Tu madre. El sábado en la peluquería me acribilló a preguntas. Fue muy cruel, Pau. Me interrogó en medio de la manicura. Confesé todo. Fue terrible. Debería habértelo dicho antes, pero no he sido capaz.
—De acuerdo. He vivido con esa mujer durante dieciocho años de mi vida. Sé lo persuasiva que puede llegar a ser.
—No te ha hecho nada, ¿Verdad?
—No, pero se está comportando de forma extraña. De hecho, ahora que lo pienso, creo que fue después de venir de la peluquería cuando comenzó a hablar de mi padre.
—Pero tu padre ha muerto.
—Ése es el problema, Zai.
—¿Y eso es lo único que ha hecho? ¿Hablar de tu padre? Pues la verdad es que es un alivio.
—No, no lo es. En realidad es aterrador.
—Quizá haya decidido mantenerse apartada de tu vida por una vez y dejar que tú y Pedro se arreglen solos.
—Estamos hablando de mi madre, ¿Recuerdas? Estoy segura de que va a pasar algo.
—Tienes razón. Oh, Pau, lo siento. Recuerda que siempre te he querido como a una hermana.
—No me estoy muriendo —al menos todavía, pensó mientras colgaba el teléfono.
Era terrible. Aquello era terrible.
—Ésas eran fantasías, querida, no arrepentimientos. Ni una sola vez he deseado que mi vida hubiera sido diferente. Por supuesto, todas las mujeres tenemos fantasías. Pero tu padre satisfizo todos mis... bueno, mis deseos más fundamentalesy gran parte de mis fantasías... ¿Sabes hija? Yo adoraba cocinar, pero no le daba tanta importancia al aspecto comercial de mi trabajo. Tú eres distinta. Conseguir contratos, extender tu negocio, instalar mejores equipos... Ésas son las cosas que a tí realmente te gustan.
—Me encantan, mamá.
—¿Y qué me dices de Pedro? ¿A él que le parece que dediques tanto tiempo a tu negocio?
—Él me apoya. Algunas mujeres podemos tenerlo todo, mamá. Contando con el apoyo de tu pareja, el único límite es el cielo —mintió.
Alejandra bebió un sorbo de café y sonrió.
—Qué agradable es esto.
—¿El qué, mamá?
—Que estemos aquí tú y yo, hablando de mujer a mujer. Me gusta.
—A mí también. ¿Puedo preguntarte algo? —Alejandra asintió—. ¿Por qué llevabas las cenizas de papá contigo? ¿Es porque lo echas de menos, mamá?
—Echo de menos a tu padre, pero él se ha ido y soy consciente de ello. Llevaba sus cenizas para despedirme de él en el mar. A tu padre le encantaba pescar, así que pensé en arrojar sus cenizas al mar para que pueda disfrutar mientras yo disfruto en la cafetería y en el bar durante el crucero —ante la mirada admonitoria de su hija se apresuró a añadir—. Por supuesto, siguiendo siempre mí dieta.
—Estupendo —Paula tomó un bizcocho y su madre frunció el ceño.
—Ahora ya estoy convencida de que algo va mal.
—¿Porque estoy comiendo?
—Sin que yo te haya obligado.
Paula dió un mordisco a su bizcocho. Y no se sintió culpable. Ni se acordó de la grasa que iba acumularse en su cintura y en sus muslos. Se sentía diferente. Atractiva. Y segura de sí misma. Sonrió.
—Realmente, mamá, las cosas no podían ir mejor.
Había bastado una noche de pasión y unas palabras sinceras para liberarla de toda una vida de lucha contra la gordura. Y unos minutos de conversación matutina habían modificado una relación que había sido una constante fuente de tensión. Frunció el ceño. Bueno, realmente no todo iba bien. Pero si pudiera resolver su problema con Pedro, su vida sería perfecta. Paula miró a su madre, que sonreía de forma extraña.
—Estás planeando algo —la acusó Paula.
—¿Yo? Sólo estaba pensando.
—En mí y en Pedro.
—En esos bizcochos —Alejandra señaló el plato de Paula—. ¿Te vas a comer el resto?
—Ni lo sueñes —Paula apartó el plato—. Mamá, deja que las cosas vayan a su aire, ¿De acuerdo? Estamos bien. Yo estoy bien, Pedro está bien y todo va bien.
—Si tú lo dices...
—Lo digo yo, así que no hagas nada.
—Ya veremos.
—Menos mal que has llamado —le dijo Paula a Zaira cuando ésta por fin contestó a su llamada—. No estás enferma, ¿verdad?
—Más bien avergonzada.
—¿De qué estás hablando? —Paula comenzó a batir la masa de una tarta de limón.
—Lo sabe.
—¿Quién sabe qué?
—Tu madre. El sábado en la peluquería me acribilló a preguntas. Fue muy cruel, Pau. Me interrogó en medio de la manicura. Confesé todo. Fue terrible. Debería habértelo dicho antes, pero no he sido capaz.
—De acuerdo. He vivido con esa mujer durante dieciocho años de mi vida. Sé lo persuasiva que puede llegar a ser.
—No te ha hecho nada, ¿Verdad?
—No, pero se está comportando de forma extraña. De hecho, ahora que lo pienso, creo que fue después de venir de la peluquería cuando comenzó a hablar de mi padre.
—Pero tu padre ha muerto.
—Ése es el problema, Zai.
—¿Y eso es lo único que ha hecho? ¿Hablar de tu padre? Pues la verdad es que es un alivio.
—No, no lo es. En realidad es aterrador.
—Quizá haya decidido mantenerse apartada de tu vida por una vez y dejar que tú y Pedro se arreglen solos.
—Estamos hablando de mi madre, ¿Recuerdas? Estoy segura de que va a pasar algo.
—Tienes razón. Oh, Pau, lo siento. Recuerda que siempre te he querido como a una hermana.
—No me estoy muriendo —al menos todavía, pensó mientras colgaba el teléfono.
Era terrible. Aquello era terrible.
Dulce Amor: Capítulo 59
Paula se dedicó por entero a su trabajo durante los días siguientes. La tarta de su madre, Fresas al Daiquiri Doo—Wop, había sido un éxito. La propaganda que de ella habían hecho Mauro y los demás bomberos había resultado ser muy valiosa. Profesionalmente, crecía día a día. Y personalmente... Bueno, nadie podía tenerlo todo.Tras el tórrido lapsus del domingo, Pedro y ella estaban manteniendo las distancias. La cena del lunes había estado repleta de las habituales bromas de Alejandra, las provocaciones de Pedro y las huidas de ella a la cocina. Nada parecía haber cambiado. Pero lo había hecho. ¿Y por qué?Pues porque se había presentado como candidata a futura esposa de Pedro y era evidente que había fracasado. El miércoles por la mañana decidió que no le vendría nada mal contar con el apoyo de una amiga para vencer su permanente tristeza y marcó por sexta vez desde el inicio de la semana el teléfono de Zaira. Y, por sexta vez, oyó la respuesta del contestador.
—Hola, soy Zaira. Ya sabes cómo funciona este aparato.
—Zai, soy tu mejor amiga y éste es el último mensaje que te dejo. Estoy empezando a preocuparme y, a no ser que estés muerta o en el hospital, espero que tengas una buena razón para no contestar a mis llamadas. Llámame, ¿De acuerdo?
—¿Qué pasa, querida? —Alejnadra alzó la mirada de la taza de café al ver entrar a su hija a la cocina.
—He intentado localizarotra vez a Zaira, pero no está en casa.
—¿Y eso es lo único que te preocupa? Porque pareces un poco preocupada. ¿O estás nerviosa a causa de la boda?
—Ni siquiera hemos puesto una fecha todavía, mamá.
—Pero aun así puedes estar nerviosa. Casarse es como viajar a la luna: es algo que no has hecho nunca y por lo tanto no sabes lo que te puede esperar.
—¿Lo único que esperabas tú de la vida?
—Era lo que más deseaba. Por eso dejé el restaurante cuando me casé.
—Yo pensaba que lo habías dejado antes de casarte.
—Eso era lo que yo quería, pero tu padre no me lo permitió.
—¿Tú querías? Pero si yo pensaba que había sido papá el que quería que dejaras de trabajar.
—Tonterías. Tu padre me apoyaba mucho en mi trabajo.
—¿Pero entonces por qué te recordaba constantemente que en realidad él era tu trabajo, que no lo olvidaras?
—Oh, eso era porque nunca dejó de sentirse inseguro. Cuando me retiré, tenía miedo de que me aburriera de cocinar y limpiar para él. No sé cuántas veces tuve que repetirle que para mí él era mi futuro. Al final, él comenzó a decírmelo a mí, supongo que tenía miedo de que me olvidara de lo que le había prometido.
—¿Y tu trabajo no te importaba? A tí te encantaba cocinar.
—Y me he pasado los últimos treinta y seis años haciéndolo. ¿O crees acaso que cocinar para un restaurante es mejor que hacerlo para la gente a la que quieres?
—Yo sólo pensaba... No sé, parecías tan contenta cuando les diste a probar tu nueva receta a los bomberos...
—Y lo estaba, querida. Adoro ver a la gente sonreír. Disfruto compartiendo lo que siento cuando hundo los dientes en un trozo de pollo frito con salsa picante... —se interrumpió para lamerse los labios—. Estas privaciones me están matando.
—Te comprendo —Paula pensó en Pedro y en lo mucho que lo echaba de menos todas las noches en la cama—. Tú querías mucho a papá, ¿Verdad? ¿Pero tanto como para no haberte arrepentido nunca de haber renunciado a tu trabajo?
—Bueno, de vez en cuando me imaginaba a mí misma organizando comidas para la Primera Dama.
—Hola, soy Zaira. Ya sabes cómo funciona este aparato.
—Zai, soy tu mejor amiga y éste es el último mensaje que te dejo. Estoy empezando a preocuparme y, a no ser que estés muerta o en el hospital, espero que tengas una buena razón para no contestar a mis llamadas. Llámame, ¿De acuerdo?
—¿Qué pasa, querida? —Alejnadra alzó la mirada de la taza de café al ver entrar a su hija a la cocina.
—He intentado localizarotra vez a Zaira, pero no está en casa.
—¿Y eso es lo único que te preocupa? Porque pareces un poco preocupada. ¿O estás nerviosa a causa de la boda?
—Ni siquiera hemos puesto una fecha todavía, mamá.
—Pero aun así puedes estar nerviosa. Casarse es como viajar a la luna: es algo que no has hecho nunca y por lo tanto no sabes lo que te puede esperar.
—¿Lo único que esperabas tú de la vida?
—Era lo que más deseaba. Por eso dejé el restaurante cuando me casé.
—Yo pensaba que lo habías dejado antes de casarte.
—Eso era lo que yo quería, pero tu padre no me lo permitió.
—¿Tú querías? Pero si yo pensaba que había sido papá el que quería que dejaras de trabajar.
—Tonterías. Tu padre me apoyaba mucho en mi trabajo.
—¿Pero entonces por qué te recordaba constantemente que en realidad él era tu trabajo, que no lo olvidaras?
—Oh, eso era porque nunca dejó de sentirse inseguro. Cuando me retiré, tenía miedo de que me aburriera de cocinar y limpiar para él. No sé cuántas veces tuve que repetirle que para mí él era mi futuro. Al final, él comenzó a decírmelo a mí, supongo que tenía miedo de que me olvidara de lo que le había prometido.
—¿Y tu trabajo no te importaba? A tí te encantaba cocinar.
—Y me he pasado los últimos treinta y seis años haciéndolo. ¿O crees acaso que cocinar para un restaurante es mejor que hacerlo para la gente a la que quieres?
—Yo sólo pensaba... No sé, parecías tan contenta cuando les diste a probar tu nueva receta a los bomberos...
—Y lo estaba, querida. Adoro ver a la gente sonreír. Disfruto compartiendo lo que siento cuando hundo los dientes en un trozo de pollo frito con salsa picante... —se interrumpió para lamerse los labios—. Estas privaciones me están matando.
—Te comprendo —Paula pensó en Pedro y en lo mucho que lo echaba de menos todas las noches en la cama—. Tú querías mucho a papá, ¿Verdad? ¿Pero tanto como para no haberte arrepentido nunca de haber renunciado a tu trabajo?
—Bueno, de vez en cuando me imaginaba a mí misma organizando comidas para la Primera Dama.
Dulce Amor: Capítulo 58
El timbre volvió a sonar. Paula intentó incorporarse. Jadeando, miró hacia abajo y se arrepintió de haberse comprado unos vaqueros talla treinta y ocho cuando era obvio que necesitaba una cuarenta. ¿Por qué diablos lo habría hecho? El timbre volvió a sonar. Decidió cambiarse de pantalón. Pero no podía desabrocharse el botón, y mucho menos la cremallera. El timbre volvió a sonar. Se levantó con los ojos llenos de lágrimas. Los vaqueros le apretaban dolorosamente la cintura y tenía dificultades para respirar. ¿Cómo diablos se habría metido en aquel lío? Recorrió el dormitorio frenéticamente con la mirada, buscando unas tijeras, un cuchillo, algo...
—Llevo un montón de tiempo llamando. Estaba empezando a preocuparme —oyó la voz de Pedro, cada vez más próxima—. Yo... —asomó la cabeza por la puerta—. Vaya, no sabía que no estabas vestida —comentó al verla con los vaqueros y un sujetador—. Eh... tu madre me ha dicho que pasara.
—Gracias —dijo con voz suave y temblorosa—, por haber estado a mi lado durante todo el día. Eres magnífico. Verdaderamente te mereces la exclusiva de mi Chocolate Cherry Cha—Cha.
—¿Por eso has ido al restaurante? ¿Para decirme que todavía tengo la exclusiva? Pero si tú ganaste la apuesta.
—En realidad no. Bueno, sí, pero el caso es que no me acosté contigo por la apuesta. Por lo menos no del todo. Tenías razón sobre mí.
—Pero si no eres frígida.
—No, pero estaba asustada, y te deseaba. Todavía estoy asustada. Y todavía te deseo —Paula lo miró angustiada—. ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
—¿Quién? —Pedro vislumbró un pezón a través del encaje del sujetador y la boca se le secó al recordar el contacto de su lengua con aquel delicioso montículo.
—La mujer con la que estabas.
—¿Qué mujer?
—La rubia. ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
—Nada, cariño —Paula se mordió el labio y Pedro sintió un calor inconfundible en su sexo—. Tienes de todo.
—Me sobra de todo —bajó la mirada hacia los pantalones—. Mira, me los compré el año pasado. Son mis vaqueros preferidos. Deseaba tener unos vaqueros de la talla treinta y ocho. Deseaba ser tan perfecta como la Barbie con la que estabas.
—Son bonitos. Pero estarías mejor sin ellos, ¿Por qué no te los quitas? —sugirió seductoramente.
Dos enormes lagrimones rodaron por las mejillas de Paula.
—No puedo, los tengo prácticamente incrustados.
—¿Incrustados?
Paula asintió frenéticamente, sin dejar de llorar.
—Veamos qué podemos hacer al respecto.
Pedro demostró ser un maestro en el arte de las cremalleras. Los vaqueros cedieron fácilmente bajo sus ansiosas manos. Cuando terminó su tarea, abrazó a Paula y la besó.
—No deberíamos estar haciendo esto —susurró ella.
—No —murmuró Pedro, mordisqueándole el hombro—, no deberíamos.
—Esperamos cosas diferentes de la vida.
—Me temo que en este momento los dos deseamos lo mismo.
—De acuerdo, nos sentimos atraídos el uno por el otro —musitó ella, casi sin respiración.
—Desesperadamente atraídos.
—Sí, desesperadamente atraídos —Paula comenzó a acariciarle el cuello—, pero eso no cambiará nada. Más allá de la cama, no tenemos ningún futuro.
—Entonces quedémonos en la cama.
La mañana llegó demasiado pronto. Y con ella la realidad. Pedro se levantó justo antes del amanecer. Paula se sintió terriblemente culpable al verlo saltar de la cama a esas horas, pero en cualquier caso, ella tampoco iba a seguir durmiendo. Tenía que trabajar y dejar de lado lo que había pasado aquella noche. Porque aquella noche, Paula Chaves se había enamorado más profundamente de Pedro Alfonso y necesitaba algo en lo que ocupar su tiempo. Lo que habían compartido era una noche de sexo, se recordó. Nada más.Tres días más y Pedro habría desaparecido para siempre de su vida, que por fin podría volver a la normalidad.Lo que tenía que hacer era asegurarse de mantener las distancias durante ese tiempo.
—Llevo un montón de tiempo llamando. Estaba empezando a preocuparme —oyó la voz de Pedro, cada vez más próxima—. Yo... —asomó la cabeza por la puerta—. Vaya, no sabía que no estabas vestida —comentó al verla con los vaqueros y un sujetador—. Eh... tu madre me ha dicho que pasara.
—Gracias —dijo con voz suave y temblorosa—, por haber estado a mi lado durante todo el día. Eres magnífico. Verdaderamente te mereces la exclusiva de mi Chocolate Cherry Cha—Cha.
—¿Por eso has ido al restaurante? ¿Para decirme que todavía tengo la exclusiva? Pero si tú ganaste la apuesta.
—En realidad no. Bueno, sí, pero el caso es que no me acosté contigo por la apuesta. Por lo menos no del todo. Tenías razón sobre mí.
—Pero si no eres frígida.
—No, pero estaba asustada, y te deseaba. Todavía estoy asustada. Y todavía te deseo —Paula lo miró angustiada—. ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
—¿Quién? —Pedro vislumbró un pezón a través del encaje del sujetador y la boca se le secó al recordar el contacto de su lengua con aquel delicioso montículo.
—La mujer con la que estabas.
—¿Qué mujer?
—La rubia. ¿Qué tiene ella que no tenga yo?
—Nada, cariño —Paula se mordió el labio y Pedro sintió un calor inconfundible en su sexo—. Tienes de todo.
—Me sobra de todo —bajó la mirada hacia los pantalones—. Mira, me los compré el año pasado. Son mis vaqueros preferidos. Deseaba tener unos vaqueros de la talla treinta y ocho. Deseaba ser tan perfecta como la Barbie con la que estabas.
—Son bonitos. Pero estarías mejor sin ellos, ¿Por qué no te los quitas? —sugirió seductoramente.
Dos enormes lagrimones rodaron por las mejillas de Paula.
—No puedo, los tengo prácticamente incrustados.
—¿Incrustados?
Paula asintió frenéticamente, sin dejar de llorar.
—Veamos qué podemos hacer al respecto.
Pedro demostró ser un maestro en el arte de las cremalleras. Los vaqueros cedieron fácilmente bajo sus ansiosas manos. Cuando terminó su tarea, abrazó a Paula y la besó.
—No deberíamos estar haciendo esto —susurró ella.
—No —murmuró Pedro, mordisqueándole el hombro—, no deberíamos.
—Esperamos cosas diferentes de la vida.
—Me temo que en este momento los dos deseamos lo mismo.
—De acuerdo, nos sentimos atraídos el uno por el otro —musitó ella, casi sin respiración.
—Desesperadamente atraídos.
—Sí, desesperadamente atraídos —Paula comenzó a acariciarle el cuello—, pero eso no cambiará nada. Más allá de la cama, no tenemos ningún futuro.
—Entonces quedémonos en la cama.
La mañana llegó demasiado pronto. Y con ella la realidad. Pedro se levantó justo antes del amanecer. Paula se sintió terriblemente culpable al verlo saltar de la cama a esas horas, pero en cualquier caso, ella tampoco iba a seguir durmiendo. Tenía que trabajar y dejar de lado lo que había pasado aquella noche. Porque aquella noche, Paula Chaves se había enamorado más profundamente de Pedro Alfonso y necesitaba algo en lo que ocupar su tiempo. Lo que habían compartido era una noche de sexo, se recordó. Nada más.Tres días más y Pedro habría desaparecido para siempre de su vida, que por fin podría volver a la normalidad.Lo que tenía que hacer era asegurarse de mantener las distancias durante ese tiempo.
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