Pedro tenía la mirada clavada en las instrucciones de la loción contra las canas.
—La verdad es que estoy muy ocupado.
—¿Seleccionando a la candidata a cocinera, niñera y amante de Alfonso?
—Tiñéndome el pelo.
—Genial —soltó una carcajada—. Estás de broma, ¿Verdad?
—Sí. Tengo un montón de mujeres esperándome en la puerta. Las primeras son un par de gemelas, unas excelentes cocineras. Por no hablar de sus habilidades en...
—No estás bromeando —dejó de reír—. Vamos, Pedro, sólo ha sido una cana.
—Tres.
—Mejor aún. Las canas dan una imagen de sofisticación, dan personalidad. Te harán parecer un hombre con experiencia, un hombre inteligente —bajó la voz—. Y muy seductor.
—Ahora mismo voy. Seductor.
¿Por qué diablos había tenido que decirle eso? Porque era cierto.Intentó apartar aquel pensamiento de su mente mientras se sentaba en el cuarto de estar, frente a Pedro y su madre que compartían el sofá mientras hablaban de la última discusión suscitada por su futura boda: la tela del traje que tenía que llevar Pedro.
—Paula, ¿Y tú qué dices?
—Yo quiero... —que Pedro no llevara nada más que un tanga de leopardo.
—¿Qué has dicho, querida?
—Eh, verde mamá, verde. El verde me parece un color estupendo.
Su madre repasó todo el catálogo.
—Pero aquí no aparece ningún color verde. Pedro, ¿Tú has visto el verde?
—Sólo en tus ojos, Alejandra.
—Qué cariñoso eres. Ahora veamos. Sí, supongo que podríamos usar el color verde si decidimos que el ramo de la novia sea de flores silvestres...
Alejandra continuó consultando el catálogo mientras Paula se levantaba con la excusa de que iba a hacer palomitas.
—¿Sabes, querida? Todos estos preparativos de la boda me han dejado agotada —comentó Alejandra—. Creo que me voy a meter ahora mismo en la cama.
—Yo también —empezó a decir Pedro, y se levantó.
—Pero si tenemos unas películas estupendas de Clint Eastwood y montones de palomitas. Seguro que les gustará verlas juntos —les propuso Alejandra.
—Pero si Pedro tiene cosas que hacer... —comenzó a decir Paula.
—Nada que no pueda esperar —replicó él.
—Pero esas cintas son tuyas, mamá. Las has escogido tú. Deberías verlas, aunque sea en tu habitación.
—Si insistes, querida... —bajó la voz, se llevó la mano al corazón e hizo una mueca.
—¿Qué te pasa, mamá?
—Nada, querida. Siento un poco de presión aquí, pero estoy segura de que se me pasará en cuanto me tumbe.
—Déjame acompañarte, mamá.
—No hija, no quiero estropearte la noche. Descansaré tranquila sabiendo que Pedro y tú están disfrutando juntos.
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