lunes, 27 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 3

–Práctica –Paula encogió los hombros y colocó al tercer bebé en su sillita–. Estudié introducción a la medicina y desarrollo infantil. Me pasé la mitad de la carrera en la guardería de la universidad con los niños. Son fascinantes.

–Parecen muchos estudios para una maestra de preescolar. Ni siquiera sabía que hubiera que ir a la universidad para eso. No es que quiera decir que no haya que…

–Te entiendo. Siempre quise ser psiquiatra infantil. No estoy segura de por qué –no tenía ni idea de por qué estaba en casa de ese desconocido, contándole cosas en las que hacía años que no pensaba. Se ruborizó–. Perdona. No pretendía hablar tanto, ni entrometerme. Ahora que está todo bajo control, volveré a mi revista –salió del piso marcha atrás y señaló su patio.

El hombre tenía unos ojos preciosos. Marrones con las mismas chispitas doradas que le gustaría ver en las paredes de su cuarto de baño. Tan deliciosos como una cucharada de chocolate fundido con un tirabuzón de caramelo. Aunque ella no buscaba un hombre, tal vez debería intentar emparejarlo con alguna maestra de su colegio.

–No te vayas –dijo Pedro, odiando el tono necesitado y quejoso de su voz. Siempre se había enorgullecido de no necesitar a nadie, pero a esa mujer tenía que tenerla. No sabía qué magia había usado para calmar a su sobrina y sobrinos. Pero si su hermana no aparecía para reclamar a sus retoños en menos de treinta segundos, iba a necesitar la ayuda de Paula–. En serio, quédate –la urgió a entrar–. Había pensado en llevarte una pizza congelada o algo así. Ya sabes, la típica bienvenida a una nueva vecina. Pero algunos compañeros han estado enfermos o de vacaciones y he estado doblando turnos –miró su reloj–. De hecho, tengo que volver dentro de unas horas, espero que mi hermana esté aquí mucho antes.

Pedro se habría dado de patadas por parlotear así. No solo necesitaba a esa mujer desesperadamente, ya llevaba a su lado quince minutos y empezaba a admirar bastante más que sus dotes como niñera. Era bonita. Atractiva. Los rizos rubios acariciaban sus hombros y su cuello. Una camiseta blanca y ajustada realzaba su escote bronceado. Y los vaqueros cortos mostraban unas piernas espectaculares. Maldición. Ni muy largas, ni muy cortas. Ideales para…

¡Buaaaa!

Triple maldición. Adoraba a las criaturitas de Luciana, pero necesitaban unas cuantas lecciones sobre cómo no arruinar las posibilidades de su tío Pedro con su nueva y sexy vecina.

–Seguramente tiene hambre –dijo ella. Se acercó a la sillita y levantó al lloroso niño –. ¿Tienes biberones?

Sus labios. Caramba. Cuando hablaba se torcían hacia arriba. Le hacían desear oírla hablar de algo que no fueran bebés. Como de dónde había venido y adónde quería ir. Y por qué había querido ser psiquiatra infantil pero había terminado siendo maestra de preescolar.

–¿Pedro? ¿Estás bien? –Paula sonrió–. Si me dices dónde están los biberones, daré de comer a este nene mientras tú te tomas un respiro.

–Estoy bien –dijo él, moviendo la cabeza–. Los biberones están aquí.

La condujo a la cocina, una habitación estrecha y de color beige que solía evitar comiendo en el trabajo o disfrutando de comida preparada delante de la televisión.

–¿Quieres que la meta al micro? –le preguntó, tras sacar un biberón de la nevera. Ella hizo una mueca y besó la cabecita del niño.

–Será mejor ponerla en un cazo con agua caliente, si no, se calentará demasiado.

–Ah.

Ella fue hacia el fregadero y abrió el grifo.

–¿Tienes algún cuenco grande?

–¿Servirá este? –Jed sacó el único cuenco que tenía, uno para palomitas, de promoción de cerveza, que había ganado en un concurso de Trivial en el bar de su amigo.

–Sí, claro –dijo ella mirándolo con ironía.

Alrededor de una hora más tarde, Paula había dado de comer y cambiado los pañales del trío. Pedro  le había confirmado que eran trillizos y tenían cinco meses. La niña se llamaba Camila y, los niños, Joaquín y Mateo. Pedro le explicó que esa mañana había perdido las pulseras de cinta de raso que su hermana ponía a los chicos para distinguirlos, así que no sabía cuál era cuál.

–Vaya –dijo, echando la cabeza hacia atrás y bostezando–. No sé cómo podré pagarte esto. Cuando Luciana aparezca, va a caerle encima su peor broncazo desde que la pillé fumando en la iglesia.

–¿Era una chica rebelde? –preguntó Paula, abrochando el último automático del pelele rosa de Camila.

–Eso es quedarse muy corto –rio él–. El día más feliz de mi vida fue cuando le dijo «Si quiero» a Marcos. Pensé que por fin pasaba a ser responsabilidad de otra persona.

–¿Llevabas mucho tiempo ocupándote de ella?

–Sí. Nuestros padres murieron en mi segundo año de universidad. Luciana era buena de niña, pero con la adolescencia llegaron los problemas típicos: fumar, beber y salir solo con los peores chicos del pueblo. La mayoría de las veces, sabía que seguía dolida por lo de mamá y papá. Pero otras habría jurado que lo hacía solo para jod… –hizo una mueca–. Perdón.

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