miércoles, 29 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 10

–Para tu información, señorita Sabelotodo, ese siseo que se oía en el contestador era el viento. El viento soplando entre los pinos y abetos que rodean la cabaña. Allí hay poca cobertura de móvil, eso explica por qué se cortan sus llamadas.

Aunque Paula odiaba admitirlo, la retorcida lógica de Pedro tenía bastante sentido.

–A Luciana le encanta el lugar. Cuando nuestros padres vivían pasábamos allí todos los veranos. Tras su muerte, Lu y yo íbamos siempre que podíamos. Aquí, en la ciudad, se esforzaba por mantener las apariencias, por parecer dura y adulta. Pero en la cabaña era ella misma. Una niña dulce que se permitía divertirse.

–Pero Pedro, ya no es una niña –Paula cruzó la sala para tocarle el brazo–. Es una mujer adulta con su propia familia. Si, como supones, se ha ido porque la superaba el estrés, tal vez lo que menos necesite sea que su hermano mayor se lance en su rescate. Quizás necesite tiempo para pensar. Básicamente, por eso me mudé yo aquí. Echo mucho de menos a mi abuela, pero había llegado la hora de madurar y enfrentarme a unos cuantos asuntos sola. Apuesto a que Lu siente lo mismo.

Paula miró su brazo y se dio cuenta de que aún seguía tocándolo. La maravillaron la fuerza y calor que irradiaban sus músculos bajo sus dedos.

–Mira, entiendo que ahora mismo te pueda parecer un poco psicótico.

–Un poco –admitió Paula con una sonrisa.

Él no se la devolvió. Dejó caer el bolso de viaje, se sentó en el escalón inferior de la escalera y apoyó la frente en las manos.

–Hay cosas sobre mí. Sobre mi pasado y el de Luciana. No tengo tiempo para contarlas ahora. Solo necesitas saber que tengo que ir allá arriba. Comprobar por mí mismo que está bien.

–De acuerdo –aceptó Paula con voz más suave.

Le dió un golpecito para que le hiciera sitio a su lado. Gran error. Todo el lado derecho de su cuerpo empezó a zumbar. Desde el hombro, pasando por el muslo hasta el tobillo desnudo que casi rozaba la pantorrilla de Pedro. Sentía una corriente eléctrica de atracción que nunca había sentido antes. Eso estaba muy mal. Estaba allí para intentar confortar a su desolado vecino y solo podía pensar en cómo sería rozar sus suaves piernas depiladas contra el vello áspero de las de él. Mal, mal, mal.

–Eh… –tragó saliva–. ¿Qué iba a decir?

–¿Cómo voy a saberlo?

–Correcto. Eso es –antes de sentarse a su lado, había estado a punto de explicarle cómo averiguar si su hermana estaba a salvo sin conducir cientos de kilómetros–. Hay una manera sencilla de comprobar que Luciana está bien sin realizar un largo viaje con tres bebés. Solo tienes que…

–Lo sé, llamar. Pero la cabaña no tiene teléfono y ya he probado su móvil. Sorpresa, no funciona. Eso solo me dejaba la opción de llamar a mi amigo Carlos, el sheriff local.

Ella lo miró interrogante.

–Ya he llamado a Carlos a casa y al trabajo, y solo he oído contestadores. He dejado mensajes para que me llame cuanto antes. En el pueblo hay ferretería, gasolinera y tienda de comestibles, y también he llamado. Nadie la ha visto, pero eso no implica que no esté allí. Tengo que hablar con ella y comprobar que está bien.

–Yo te puedo decir quién no va a estar bien tras conducir hasta Colorado con tres bebés llorando a voz en grito.

–Se supone que a los bebés les gustan los coches, ¿No? –Pedro movió la cabeza–. Ayer los llevé al zoo, o quizás fuera anteayer –se frotó la sien–. ¿Ves cuánto me ha liado Luciana? Ni siquiera sé qué día es hoy.

–Razón de más para que subas a echarte una siesta. No estás en condiciones de conducir. Llevas días en pie. Si pudieras ir en avión o en tren, o si alguien pudiera ayudarte, entonces…

–¡Eso es! –gritó él, girándose para mirarla.

–¿Qué? –Paula arrugó la nariz.

–Alguien que me ayude. Conozco a la persona perfecta –aunque Jed la miró directamente, Paula clavó la mirada en la pared de color pasta, pensando que un verde salvia supondría una gran mejora.

Dió un respingo cuando él puso dos dedos bajo su barbilla y la obligó a mirarlo.

–Sabes de quién estoy hablando, ¿Verdad?

–Eh… –se lamió los labios y pensó que quizás la pared quedaría bien verde grisáceo, o calabaza. Cualquier color que la ayudara a no pensar en los ojos de Pedro–. Si te refieres a mí, tengo una agenda muy ajetreada. Empiezo en mi nuevo empleo dentro de diez días. Así que esta semana tengo que pintar, lijar el techo y…

–Te pagaré –interrumpió él–. Dí tu precio. Siempre que tenga esa cantidad ahorrada, es tuya.

–El problema no es el dinero, Pedro–bajó la vista y se agarró las rodillas con fuerza.

El problema era el anhelo que había sentido al imaginarse sentada a su lado en la intimidad de un coche durante varios días. El problema era enamorarse de él, de su risa, de su sonrisa y de su ingenuidad por creer que unas latas de leche maternizada y cuatro pañales le permitirían llegar a Colorado con los tres bebés.

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