viernes, 31 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 15

–¿Qué te pasa ahora?

Pedro simuló estar cautivado por un escaparate con algodón de azúcar: rosa, azul y amarillo.

–¿Crees que el amarillo es de sabor a plátano?

–Sí. Y también creo que evitas mi pregunta.

–¿Cómo sabes que es de plátano?

–Porque es mi favorito y lo compro a menudo –ella suspiró–. ¿Estás evitando mi pregunta?

–Desde luego. ¿Puedes dejar de hacerla?

–Perdooooón –dijo ella, levantándose de la mesa. Tiró el vaso de plástico y los restos de patatas fritas a una papelera. A él le pareció ver que le temblaban las manos–. Estaré en la sección de ropa hasta que terminen con el coche, ¿Vale? Mientras comprabas repuestos, cambié todos los pañales y rellené los biberones, así que podrás ocuparte de los bebés solo. Si sigo aquí, te retorceré el pescuezo.

Pedro se quedó allí sentado, contemplando la marcha de Paula. Se maldijo por no haber intentado explicarse. La egoísta desaparición de su hermana ya lo había tensado mucho, pero el último fiasco lo había llevado al límite. Apoyó los codos en la pegajosa mesa y el rostro entre las manos. Cerró los ojos e inspiró varias veces. «Cálmate, hombre. El pasado, pasado está». Igual que no había podido controlar la muerte de su hermanito Mateo, no podía controlar lo que estaba ocurriendo. Esas eran las malas noticias. Las buenas eran que solo tenía que aguantar hasta llegar a la cabaña y entonces se arreglaría todo. «Ya, seguro. ¿A quién pretendes engañar?» Llevaba toda la tarde mirando las largas piernas de Paula, soñando con el momento en que entregaran a los bebés a su hermana para pedirle a su atractiva vecina una cita formal. Pero si seguía tan malhumorado, ella se negaría hasta a subir a la furgoneta. Miró a sus sobrinos dormidos. Inspiró profundamente y dejó que lo invadiera la calma de saber que estaban tranquilos y a salvo.



Luciana también estaba a salvo. En la cabaña. Leyendo revistas de cotilleo, bebiendo refrescos y comiendo galletas. Cuando llegaran, todo estaría hecho un desastre y lleno de migas, seguro. En cuanto a su futuro, había llegado la hora de empezar a dar coba de mala manera. Compró una bolsa de algodón de azúcar de sabor a plátano.

–Lo siento, señora, pero me temo que tendrá…

–¡No! –gritó Luciana, intentando apartar a la enfermera que le impedía entrar en la habitación de Marcos–. Es mi marido. Tengo derecho a saber lo que está ocurriendo –unos minutos antes había estado dándole la mano a Howie ycontándole cuánto habían crecido los bebés en la semana que él había estado fuera. La habitación había estado silenciosa. De repente, había empezado a sonar un terrible pitido; era demasiado horrible recordarlo–. Tengo que verlo – suplicó, con los ojos llenos de lágrimas–. Por favor.

–Señora Fernandez, deje a los médicos hacer su trabajo. Hablarán con usted en cuanto estabilicen a su marido.

Luciana deseó discutir, pero estaba demasiado cansada. La amable enfermera le puso un brazo sobre los hombros y la condujo a la zona de espera que se había convertido en su nuevo hogar. Habría dado cualquier cosa por estar en su casa. Con los tres bebés sobre el regazo mientras Marcos cambiaba el canal de televisión un millón de veces con el mando a distancia.

–¿Estará bien? –preguntó la enfermera, ayudándola a sentarse en una butaca.

Luciana, helada de miedo, asintió.

–¿Puedo traerle algo? ¿Café? ¿Una manta y una almohada?

«A mi esposo». «Por favor, dígame que va a ponerse bien».

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