miércoles, 29 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 7

–Sí. Me harías un gran favor. Por supuesto, te pagaré. ¿Cuál es la tarifa habitual?

El ego de Paula sufrió otro pescozón. El tipo encima le hablaba de dinero. Habría sido mucho mejor que le ofreciera invitarla a una buena cena cuando apareciera su hermana.

–Paula, ¿Qué me dices? ¿Puedes ayudarme? «Noooooo», deseó gritar ella.

Pasar tiempo con niños era su trabajo de día. Por la noche hacía cosas de adultos, como rascar techos, pintar paredes, beber vino y jugar a Palabras cruzadas. Y, si era sincera, soñaba con cómo habría sido su vida si hubiera conocido a un hombre que no fuera un maltratador ni quisiera aprovecharse de su capacidad para tranquilizar a un bebé. Por lo visto, estaba maldita en cuanto al amor.

–Sé que es muy inesperado –sus intrigantes ojos marrón dorado le suplicaron–, pero me vendría muy bien tu ayuda.

–Vale –aceptó Paula, odiándose por dejarse convencer tan fácilmente. Se recordó que no lo hacía por él, sino por los bebés.

Si había algo que había aprendido en sus años con Conner era que los tipos con hijos solo buscaban una cosa. Y tenía más que ver con preparar biberones que con asuntos de cama.

–¿A qué hora quieres que vaya?

–¿Podría ser ya? –dijo él con una mueca.

Paula alzó la mirada desde el sofá de cuero negro de Jed y estuvo a punto de desmayarse. Vaya. Estaba al pie de la escalera, de uniforme. Llevaba unos pantalones de algodón azul marino y una camiseta ajustada del mismo color, con el logo amarillo del Parque de Bomberos de Pecan en el bolsillo. Su pelo, corto y moreno, aún estaba húmedo tras la ducha. Captó el aroma cítrico de su loción para después del afeitado desde el asiento. Daba la impresión de ser un hombre sencillo y bueno. Un bombero que se ocupaba de salvar a abuelos, bebés y gatitos del humo y de las llamas. Aunque era una locura, tuvo la certeza de que él nunca le haría daño, al menos no daño físico, como había sido el caso de Diego.

–No sabes cuánto te agradezco esto –dijo él.

–Tranquilo. No es para tanto.

–Sí que lo es –caminó hacia ella–. Apenas me conoces y estás renunciando a tu tiempo libre para ayudarme. Eso me dice que eres una gran persona.

Ella se puso en pie, con la boca seca. Sus palabras le habían provocado un cálido cosquilleo.

–Ya te he dicho que no tiene importancia.

–Para mí, sí la tiene –la miró fijamente–. No le quites valor a lo que estás haciendo.

Annie volvió a sentir el deseo de abrazarlo. Había captado un destello de tristeza en sus ojos. Podía ser miedo por su hermana, o algo más. Antes de que llegara a una conclusión, él la abrazó, envolviéndola con su fuerza y aroma viril. No fue un abrazo inapropiado, sino cálido y reconfortante. Acabó tan inesperadamente como había empezado. Pedro se despidió con la mano y salió de la casa sonriente. Y Paula supo que volvía a tener problemas con un hombre y sus adorables bebés. Horas después, se despertó al oír el teléfono. Tardó unos minutos en darse cuenta de que estaba en el sofá de Pedro  en vez de en su casa. Mientras buscaba el teléfono, saltó el contestador.

«¡Eh, felicidades! Has llamado a Pedro. Deja un mensaje y yo te llamaré a tí». Paula sonrió al comprobar que Pedro  tenía cierto sentido del humor.

–Pedro–dijo una voz femenina–. Santo cielo, allí es más de medianoche. ¿Dónde estás? ¿Están bien mis bebés?

Era Luciana. Paula corrió escalera arriba, con la esperanza de encontrar un teléfono junto al contestador que estaba grabando el mensaje.

–No creerías cuánto me ha costado conseguir un teléfono. En fin, yo estoy bien, pero…

Paula corrió al dormitorio principal. Vió el auricular en la mesilla y contestó, pero demasiado tarde, la comunicación se había cortado. Encendió la lámpara para ver la identificación de llamada, pero era «número privado». Si quien había llamado era Luciana, o tenía problemas técnicos o no quería que la encontraran. Paula se sentó al borde de la cama.

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