lunes, 27 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 2

No más recuerdos de sus viajes con los niños a Wal-Mart o a QuickTrip oal supermercado. No más dolor de corazón cada vez que viera un coche que le recordara al Beemer plateado de Fernando. Necesitaba empezar de nuevo en un pueblo pequeño y encantador en el que él no se rebajaría a poner el pie. Paula miró su revista. Vidriado. Lo único que necesitaba para sentirse mejor era tiempo y una lata de pintura.

¡Bua, bua, buaaaa!

Paula volvió arrugar la frente. Nadie dejaría a un bebé llorar así. ¿Le habría ocurrido algo a la mamá o al papá del bebé? Arrugó la nariz y, mordisqueando la punta de su dedo meñique, dejó la revista en la mesa y se asomó por encima de la verja de hierro forjado que rodeaba su patio. Un brisa fresca alborotó sus cortos rizos rubios, llevándole el aroma a pan fresco de la mayor fábrica de la ciudad, a un par de kilómetros de allí. Aún no había probado el pan de trigo y pecanas Finnegan, pero decían que estaba para morirse. Normalmente, en esa época del año en Oklahoma habría estado dentro, sentada cerca de la rejilla del aire acondicionado. Pero como la noche anterior había llovido, no era un día típico de agosto, sino que se intuía un atisbo del otoño por llegar.

¡Buaaaaaa!

Paula abrió el pestillo de la puerta del patio y cruzó la hierba de un triste tono entre verdoso y marrón. El baño para pájaros que había dejado el anterior propietario del piso estaba seco. Tenía que acordarse de llenarlo la siguiente vez que regara sus alegrías y caléndulas.

¡Buaaaa!

Siguió avanzando por el jardín compartido, cruzando por el viejo pasadizo de ladrillo que compartía con el desconocido propietario del departamento que había frente al suyo. Verónica, la burbujeante pelirroja enamorada del rock de los ochenta y del yogurt, gerente del club del complejo de apartamentos, le había dicho que allí vivía un bombero soltero. Al ver los arbustos de azaleas muertos que había a los lados de la puerta, Paula deseó que al tipo se le diera mejor echar agua a edificios ardiendo que a las pobres y sedientas plantas.

¡Buaaaa, buuuua, buaa!

Volvió a mordisquearse el meñique. Miró la puerta del bombero y luego la suya. Seguramente, lo que estuviera ocurriendo allí no era asunto suyo. Sus amistades decían que pasaba demasiado tiempo preocupándose de los problemas de los demás y no el suficiente de los suyos. Pero, aparte de tener el corazón roto, no tenía problemas. Era verdad que desde que vivía a una hora de distancia de su abuela a veces se sentía sola. Sus padres estaban trabajando en una remota provincia de China y apenas hablaba con ellos. Pero aparte de eso le iba bastante bien.

¡Buaaaa!

Aunque la llamaran metomentodo, estaba harta. No podía soportar seguir oyendo el llanto de un bebé indefenso, quizás de más de uno. La primera vez llamó a la puerta del bombero con suavidad. Como una vecina preocupada. Al ver que eso no funcionaba, golpeó la puerta con más fuerza. Estaba a punto de mirar en el patio cuando la puerta se abrió de golpe.

–¿Luciana? ¿Adónde…? Oh. Perdón. Pensé que era mi hermana.

Paula lo miró boquiabierta. Imposible hacer otra cosa ante el hombre más guapo que había visto nunca y que llevaba en brazos no uno, ni dos, sino tres bebés. Todos rojos y gritando. Se preguntó si eran trillizos. Entrando en piloto automático de maestra, agarró al bebé más compungido y lo acurrucó contra su hombro izquierdo.

–Hola –acunó a la criatura que, por el pijamita de color rosa, debía de ser una nena, mientras deslizaba los dedos por la parte de atrás de su cabeza–. Soy  tu nueva vecina, Paula Chaves. No pretendo entrometerme, pero me ha parecido que tal vez necesitabas ayuda.

–Sí –el tipo se rió, mostrándole montones de dientes blancos–. Mi hermanita me dejó con estas criaturas hace más de veintiséis horas. Se suponía que iba a volver ayer a las dos de la tarde, pero…

La bebé que Paula tenía en brazos se había calmado, así que pasó junto a su vecino y colocó a la nena en una sillita cubierta con peluche rosa.

–Por favor, sigue con la historia de tu hermana. No quiero parecer mandona pero, por mi profesión, no soporto oír a un niño llorar –le quitó a otro de los bebés.

–Yo tampoco –dijo él, cuando el bebé que tenía en brazos inició otra serie de gritos–. Soy bombero. Pedro Alfonso. ¿Q qué te dedicas tú? –le ofreció una mano para que se la estrechara.

–Ahora soy maestra de preescolar, pero solía ocuparme de los niños en una guardería –le guiñó un ojo–. En mi turno no se permitían llantos.

–Admirable –sonrió. Su encanto, infantil y viril a un tiempo, le templó la sangre a Paula.

No tardó en calmar al segundo bebé, niño, a juzgar por el pijama azul, y ponerlo junto a su hermana en una sillita con tapicería de jirafa azul. Se hizo cargo del último bebé y, como por arte de magia, consiguió dormirlo rápidamente.

–Vaya –el tío del niño la miró con admiración–. ¿Cómo has hecho eso?

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