—Molestias —repuso Paula, intentando no reparar en la forma en la que la luz de las velas se reflejaba en los ojos de Pedro cuando la miraba—. Eso es exactamente lo que es todo esto.
Pedro atrapó su mirada.
—¿Estás pensando en lo mismo que yo?
Paula se humedeció los labios. Pedro la imitó.
—Sí —susurró la joven con voz ronca.
—Bien —Pedro se frotó las manos—. Entonces comamos.
—¿Comamos? —preguntó Paula, intentando despejar las imágenes eróticas que poblaban su mente—. Ah, sí, comamos.
Durante la siguiente media hora, Paula y Pedro permanecieron sentados a la mesa, con la mirada fija en sus platos mientras hacían todo lo que podían por concentrarse en la cena que Alejandra había preparado. Sopa y ensalada, pollo y salsa de champiñones.
—Esto está riquísimo —comentó Pedro—. Deberías probarlo.
—Soy alérgica a las setas.
—Son una de mis comidas favoritas.
—No me extraña entonces que las haya hecho mi madre. Está intentando ganarse tu aprecio.
—Y está a punto de conseguirlo. De hecho, estoy pensando en pedirle que se case conmigo.
—Por lo menos así no perderemos todo el tiempo que hemos invertido con los falsos preparativos de la boda.
—No tenemos por qué hacerlo.
Fue un susurro. Tan débil que Paula sospechaba haberlo imaginado. Y confirmó su sospecha al alzar la mirada y descubrir a Pedro concentrado en su plato.Continuaron comiendo en silencio durante el resto de la cena. Hasta que llegaron al postre: tarta de Fresas al Daiquiri Doo-Woop.
—Así que tu madre se va mañana —comentó Pedro entre bocado y bocado.
—A las nueve de la mañana.
—De manera que ésta es nuestra última cena.
Paula no pudo evitarlo. Lo miró a los ojos y vió sus propios sentimientos reflejados en los de Pedro. Amor. Deseo. Desesperación. Un momento. ¿Amor? No, era imposible. Tenía que haberse equivocado. Pero estaba allí; lo advertía con una nitidez aterradora. Quería apartar la mirada, mirar fijamente su plato, pero no podía. Aquella era su última cena. Su última noche con él.
—Tú volverás a trabajar hasta tarde —comentó Pedro.
—Y tú a buscar a la esposa perfecta.
—¿Sabes una cosa? —la miró—. Esto estaba riquísimo, pero todavía tengo hambre.
Antes de que Paula pudiera darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, Pedro le tomó la mano, la instó a levantarse de la silla y la sentó en su regazo.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Paula cuando Pedro comenzó a desabrocharle los botones de la blusa.
—Continuar con el postre y darte algo que puedas recordar cuando reanudes tu antiguo horario de trabajo.
Paula comenzó entonces a desabrocharle la camisa.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Pedro.
—Yo también tengo hambre, y, definitivamente, tú también necesitas algo que recordar cuando estés buscando a tu esposa perfecta.
Pedro atrapó sus labios en un profundo beso que dejó sin respiración a Paula. Él sabía a fresas, a crema y a una determinación que anulaba el sentido. Sabía a amor. A deseo. A desesperación. La miró a los ojos y le desabrochó el sujetador.
—Te deseo, Paula.
—Yo también te deseo. Así que deja de hablar y haz algo.
Pedro sonrió y fue deslizando lentamente la mirada por el cuerpo de Paula. Ésta sintió cómo se endurecían sus pezones, como se henchían sus senos. Él inclinó la cabeza. Ella cerró los ojos y esperó el placer que se avecinaba. Y siguió esperando. Abrió los ojos y vió a Pedroinclinado hacia atrás, con el rostro descompuesto por el dolor.
—¿Qué te pasa?
—Yo... —gimió.
Paula se levantó de un salto.
—Pedro, ¿Qué ocurre?
Pedro volvió a gemir de dolor. Paula recompuso rápidamente sus ropas y fue a llamar a una ambulancia.
—¿Se pondrá bien? —preguntaba Paula suplicante mientras subía en la ambulancia y se sentaba impotente entre dos enfermeros.
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