lunes, 13 de agosto de 2018

Dulce Amor: Capítulo 36

—A ciertas partes de mi anatomía no les vendría nada mal desprenderse de un poco de equipaje.

—Como a sus caderas —intervino Jimena—. Odia sus caderas.

—Y su trasero —añadió Martín—. Pero no tienes por qué odiarlo. Tu trasero es perfecto.

—¿Pueden dejarnos solos un momento, por favor?

Jimena  y  Martín se  retiraron  y  Paula intentó  recuperar  su  maltrecho  control.  Tomó aire.

—Estoy intentando trabajar, Pedro. Necesito trabajar, y más ahora que he echado a  perder  la  mezcla  entera  de  una  tarta,  he  destrozado  mi  blusa  favorita  y  voy  con  cinco, no —se corrigió tras mirar el reloj—, con seis minutos de retraso.

—Trabajas demasiado. Necesitas tomarte un descanso.

—Lo que necesito es que te atengas a lo que ponía en la lista.

—Puedo darte un beso de veinte segundos si eso es lo que quieres.

Paula suspiró frustrada.

—Te odio.

—Lo sé —contestó Pedro sonriente.

—Si tuviera una pistola, ya habrías pasado a la historia.

 —Me encanta escucharte.

—Un disparo entre los dos ojos. Después, te colgaría en mi despacho.

Pero en  vez  de salir corriendo para defender su  vida,  Zach permanecía  sonriente frente a ella.

—Estupendo.

—¿Estupendo? ¿Te amenazo y te parece estupendo?

—Magnífico.

—Hombres —musitó—.  Mira,  supongo  que  eres  consciente  de  que  necesito  limpiar esto y volver al trabajo. Y supongo que, teniendo en cuenta que hoy es tu día libre, tendrás cosas más interesantes que hacer que pasarte la mañana mirando cómo trabajo —en ese momento se abrió la puerta, golpeándole la espalda.

—¡Paula,  la  peluquería  es  estupenda!  ¡Oh,  no  te  había  visto!  ¿Pero  hija  mía,  qué te ha pasado?

—Una  pequeña  pelea  con  la  comida  —Pedro se  colocó  al  lado  de  Paula y  le  pasó el brazo por los hombros—. Aquí tenemos una mujer realmente salvaje... no sé si sabes lo que quiero decir.

—Estás hablando de mi hija, jovencito —el rostro de Alejandra se suavizó y asomó a sus labios una sonrisa—. Pero sé perfectamente lo que quieres decir. Yo también he sido joven, ¿Sabes? En una ocasión, el padre de Paula...

—Mamá, ¿Dónde está Zaira?

—Ha  tenido  que  irse.  Yo  venía  para  invitarte  a  comer.  Pedro puede  venir  con  nosotras.

—No creo que sea una buena idea...

—Tenemos  otros  planes  —la  interrumpió  Pedro—.  He  tenido  que  cancelar  la  excursión y no podía mantenerme lejos de mi pequeño pastel de azúcar.

—Por favor, no me llames así —gruñó Paula.

—Pero  si  es  muy  dulce,  cariño  —su  madre  tragó  saliva  y  se  llevó  la  mano  al  pecho.

—Mamá, ¿Qué te pasa? ¿Te duele el corazón?

—Oh, no —suspiró Alejandra—. Al oír a Pedro me he acordado de mi querido Miguel—elevó la mirada al cielo—. Miguel, cariño, te veré muy pronto.

—¡Mamá! No digas esas cosas.

—Pero no hasta que mi hija y este jovencito estén felizmente casados. Entonces, ¿Qué planes tienen para hoy los dos tortolitos?

—Trabajar.

—Ir al campo.

Alejandra seleccionó inmediatamente la respuesta que le parecía más oportuna.

—¿Se van al campo? Oh, qué romántico.

—No puedo ir a ninguna parte. No puedo dejar todo esto patas arriba para irme al campo.

—Por  supuesto  que  puedes.  Para  eso  está  tu  madre  aquí,  para  sustituirte  —rodeó  a  Paula y  la  empujó  para  que  saliera  de  la  cocina—.  Venga,  márchate  y  disfruta.  Y  cuando  vuelvas,  ya  tendré  preparadas  esas  tartas  de  chocolate  que  tanto  te preocupan. Hala, márchate —Alejandra elevó la voz por encima del zumbido de las batidoras  y  de  las  llamadas  de  Jimena y  de  Martín,  que  le  pedían  que  volviera  a1 trabajo y comenzara a dar órdenes.

—¿Sabe hornear ella las tartas?

Paula miró a Pedro y suspiró.

—Ha estado trabajando durante toda la semana en la cocina, pero no ha tenido que hacerse nunca cargo de ella.

—Seguro que lo hará estupendamente. Bueno, te espero en la puerta dentro de cinco minutos. Ah, por cierto. Tus caderas están perfectamente. Y también tu trasero, claro.

—¿Y  tú  cómo  lo  sabes?  Nunca  has  visto  mis  caderas,  y  mucho  menos  mi  trasero.

—Sí. Los he visto —se acercó a ella—. El día que se te rompió la cremallera.

—Se me había olvidado  que estabas en aquel  armario   —repuso  Paula, sintiendo cómo cubría su cuerpo una oleada de calor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario