lunes, 27 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 1

Buaaaa! ¡Buaaaa, buaaaaaaaa!

Sentada en una cómoda silla de ratán en el patio de su nuevo piso, Paula Chaves alzó la vista del ejemplar de agosto de Decoración económica y arrugó la frente.

¡Buaaaaa!

Aunque no era madre, llevaba siete años trabajando como maestra de preescolar, y eso daba cierta credibilidad a lo que sabía respecto a los niños. Por no mencionar que había pasado los dos últimos años enamorándose de Fernando y sus cinco encantos. Y, a juzgar por el daño que le había hecho, Fernando debía de tener un doctorado como rompecorazones.

La bebé Abril solo tenía nueve meses cuando Fernando había llevado a la siguiente de sus hijas, Clara, de tres años, a la escuela en la que ella enseñaba. La atracción inicial había sido innegable; Paula había sentido gran afinidad por Clara y Abril. Las dos bellezas de ojos azules habrían robado el corazón a cualquiera. Igual que su padre que, poco a poco, había convencido a Annie de que la amaba a ella, no a su habilidad para cuidar de sus retoños. El hombre la había devastado emocionalmente cuando, en vez de ofrecerle un anillo el día de San Valentín, le había ofrecido trabajo como niñera interna antes de mostrarle el solitario de diamantes que iba a regalarle a otra mujer esa misma a noche. A Juana. Su futura esposa. El problema era que a Juana no le hacía gracia el ruido de los piececitos correteando por la casa, de ahí la súbita necesidad de Conner de una niñera. Le había explicado que, exceptuando ese fallo, la exótica morena era una auténtica delicia. «Viviremos todos juntos como una familia feliz, ¿No crees?», le había dicho.

¡Buaaaa, bua, buaaaa!

Paula suspiró. Quienquiera que estuviese a cargo de esa pobre criatura en el piso que había al otro extremo del pasadizo techado, tendría que hacer algo para calmarla. Nunca había oído un llanto similar. Se preguntó si el bebé estaría enfermo. Arrancó una hoja muerta del tiesto de alegrías rojas que había sobre la mesa y volvió a centrarse en el artículo dedicado a la pintura vidriada. Le gustaría mucho probar esa técnica en el aseo de invitados que había bajo la escalera. Tal vez en color borgoña. O dorado. Algo rico y decadente, similar, en el sentido decorativo, a una cucharada de chocolate fundido. La casa en la que había crecido había estado pintada, de arriba abajo, dentro y fuera, en vibrantes tonos de joya. Había vivido con sus abuelos, dado que su madre y su padre eran ingenieros que viajaban al extranjero tan a menudo que dejó de acompañarlos cuando tuvo edad escolar. Su segunda residencia, que nunca llamaría hogar, había estado pintada del color del puré de patatas. Esa era la casa que había compartido con su exmarido, Diego, un hombre tan abusivo que habría hecho que Fernando pareciera un santo. Su tercera residencia, el departamento al que había corrido tras dejar a su ex, había mejorado un poco el puré de patatas: estaba pintado de color amarillo crema de maíz. Se encontraba en su cuarta vivienda y, esa vez, pretendía arreglar la decoración y también su vida. Le gustaba pasar cinco días a la semana rodeada de colores primarios y papel pintado con los personajes de Barrio Sésamo, pero en su tiempo libre quería un entorno más adulto.

¡Buaaa, buaaa, buaaaa!

¡Bua, bua, buaaaa!

¡Buaaaaaaa!

Paula volvió a dejar la revista sobre sus rodillas. Algo fallaba en el llanto de ese bebé. Se preguntó si habría más de uno. Sin duda, tenían que ser dos. E incluso podrían ser tres. Pero ella se había instalado hacía dos semanas y no había visto ni oído nada que sugiriera la presencia de un bebé en el complejo, y menos aún de tres. En parte por eso había preferido ese piso a los que había junto al río, que tenían mejores vistas de Pecan y de sus famosos huertos de pacanas. El problema del complejo con vistas era que estaba destinado a familias y, tras despedirse llorosa de la bebé Abril, Clara, sus dos hermanos y hermana, por no hablar de su padre, lo último que quería era ver niños en su nuevo hogar. Fernando había empaquetado a sus hijos, a su bella nueva esposa y a una niñera escandinava y se habían traslado todos a Atlanta. Los niños estaban tan confusos como Paula por la súbita aparición de Juana en la vida de su padre. Les enviaba cartas y tarjetas de cumpleaños, pero aún los echaba de menos. Por eso había dejado Bartlesville, su pueblo natal, y se había mudado a Pecan. Se había resignado a cuidar niños solo en el trabajo. Fernaando  era su segunda mala experiencia con los hombres. Y con intentar formar parte de una familia grande y ruidosa. No quería recordatorios a diario del desastre de su última relación.

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