viernes, 31 de agosto de 2018

Paternidad Temporal: Capítulo 11

¡Ni siquiera había empaquetado un abrelatas! La necesitaba, sí, pero a ella la asustaba llegar a necesitarlo a él. No podía permitírselo porque, en cuanto acabara esa locura de viaje, él dejaría de necesitar una niñera pero ella, en cambio, tendría mayor necesidad de compañía. Su corazón y su mente empeorarían.

–¿Paula? –musitó él–. ¿Por favor?

Ella se puso en pie. Tenía que alejarse de Pedro, de su aroma cítrico, de su fuerza y, sobre todo, de su vulnerabilidad.  Sus amigos le decían que se preocupaba demasiado de los problemas otros y no lo bastante de los suyos. Había llegado el momento de escucharlos; sus amigos tenían razón. Pedro y sus adorables sobrinos suponían problemas con mayúscula. Fue hacia la puerta de entrada.

–Tengo que irme –«No puedo permitirme enamorarme de tí», pensó.

Aún estaba demasiado dolida tras Fernando. Y ni siquiera había empezado a desbrozar el caos que Diego había dejado en su alma. Estaba cansada de echar de menos a su abuela y de estar sola en esa ciudad y, prácticamente, sola en el mundo.

Pedro se levantó, fue hacia ella y puso las manos sobre sus hombros.

–Desde que nuestros padres murieron –dijo con voz queda–, Luciana ha sido mi responsabilidad. Fue una buena niña, la mejor. Y la peor adolescente. Pasé un infierno con ella. La noche que entregó su virginidad al primer punk de pelo grasiento que se lo pidió, yo fui quien la recibió en casa, quien la abrazó mientras lloraba. Igual que cuando la encontré bajo un puente en un mal barrio de Tulsa. Se había escapado porque la enfureció que la obligara a fregar los cacharros. Estaba tiritando y la envolví en la colcha que mi madre le había hecho para su quinto cumpleaños, a juego con las margaritas blancas y amarillas que adornaban las paredes de su dormitorio. Cuando nuestra casa se incendió, mamá envolvió a Lu en esa colcha mientras huíamos.

Pedro la miró a los ojos. Para Paula eso supuso casi un suicidio emocional. Ya había sufrido mucho. No podía abrirse a sentir más dolor. Se había trasladado a Pecan para sanar. Para empezar de cero. Pedro tomó sus manos y las apretó con suavidad. Ella sintió una deliciosa sensación de compañerismo, puro y simple, que hacía años que no sentía. Pero sabía que no era incondicional, llegaba con ataduras. Ataduras que desaparecerían cuando reunieran a Luciana con sus bebés.

–Yo… tengo que irme –Paula se volvió hacia la puerta y puso la mano en el frío pomo de latón.

–Marcos es su esposo –dijo Pedro–. Él tendría que estar a su lado ahora. Pero no lo encuentro, Paula. Hasta que lo haga, soy lo único que tiene. Tengo que ayudarla. Ella es lo único que tengo.

Paula tragó con fuerza. Se preguntó cómo lo había adivinado él. De todas las palabras de la lengua inglesa, esas eran las que más alto oía su corazón. Expresaban exactamente lo que ella sentía por su abuela.

–Paula, soy el primero en admitir que tengo mucho orgullo. Odio pedir ayuda. Peor aún, odio necesitar ayuda. Pero en este caso…

–Lo haré.

–¿Lo harás?

Paula apretó los labios y, luchando contra unas estúpidas lágrimas de emoción, asintió. Pedro la abrazó. La sensación fue cálida y reconfortante, como meterse en un baño caliente. Eso no la iba a ayudar a luchar contra lo que sentía por ese hombre.

–¡Genial! –la soltó y se frotó las manos–. Deja que haga unos recados. Suplicaré, cambiaré o robaré días en el trabajo y nos pondremos en marcha. Supongo que tendrás que llamar a tu familia. O a tu abuela. O… ¿a tu novio?

–Mi abuela es mi única familia, y no voy a preocuparla por un viaje tan corto.

–¿Seguro?

Ella asintió. No merecía la pena hablar con Abu. La sabia mujer pensaría que estaba loca, y seguramente tendría razón.

–De acuerdo. Si no te importa esperar aquí un rato más, acabaré enseguida –agarró el móvil que había en la mesita y lo puso a cargar–. ¿La batería de tu móvil está a tope?

–No tengo móvil.

–¿Y eso por qué?

–Prefiero gastarme esos cincuenta dólares mensuales en material de decoración.

–Ya sabía que me gustabas –él sonrió–. Por fin una mujer que prefiere una actividad a hablar.

–No he dicho que no me guste hablar –le guiñó un ojo–. Pero no quiero que mis conversaciones me cuesten más al año que un sofá y un sillón tapizados a mi gusto.

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