viernes, 31 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 40

Pedro dió un paso hacia ella.
—¿Qué… qué estás haciendo aquí? —preguntó Paula, haciendo un esfuerzo para no echarse en sus brazos.
—¿Tienes idea de cuántos hospitales hay en Kansas?
—Pues no —contestó ella, atónita.
—Muchos. Llevo dos días buscándote.
—¿Cómo has llegado aquí?
—María me llevó al aeropuerto y desde que llegué a Kansas he estado sacando de quicio a los taxistas intentando encontrarte —contestó él.
—¿Y para qué querías encontrarme?
Paula no quería tener esperanzas. Quizá él había tenido que ir a Kansas para resolver un caso y había aprovechado para saludarla.
Pedro miró a las enfermeras, todas muy interesadas en la conversación, y tomando a Paula del brazo, la llevó hasta la puerta.
—Cuando te fuiste, te llevaste algo mío.
Ella lo miró, incrédula. ¿Creía que le había robado algo? Era increíble.
—¿Y qué crees que me he llevado? ¿Una maleta llena de cajas de pizza vacías?
Pedro levantó las cejas, sorprendido. Y entonces soltó una carcajada. La risa del hombre la envolvió como un abrazo.
—Estoy llevando esto fatal —sonrió, tomando su mano—. Paula, yo quería que fueras uno de esos barcos que pasan en la noche, que pasaras por mi vida sin hacer olas.
—Lo sé —murmuró ella.
—Pero has hecho olas. Muchas, Paula. Y cuando te fuiste, te llevaste mi incredulidad, mi cinismo y… mi corazón.
Por primera vez, Paula se permitió un pequeño rayo de esperanza.
—¿Víctima o superviviente? Eso es lo que tú me preguntaste la última noche. He sido una víctima durante cinco años, pero ya no lo soy. De algún modo, me he convertido en un superviviente que ha pasado por el infierno y ha salido de él creyendo que la felicidad es posible, que el amor es posible… que lo nuestro es posible.
Pedro había tenido que gritar la última frase para hacerse oír a causa del ruido de una ambulancia que llegaba a la entrada de urgencias.
—¿Lo nuestro? —repitió ella. ¿Lo había oído bien?
Dejaron de hablar cuando los enfermeros sacaron a una mujer de pelo gris en una camilla.
—Le dije que solo eran gases, que no era el corazón, pero él no me quiso escuchar —estaba protestando la mujer—. Nunca me escucha.
Pedro se volvió hacia Paula.
—Cásate conmigo.
Ella lo miró, atónita.
—¿Cómo?
Se preguntaba si el ruido de la sirena había destrozado sus tímpanos. Podría jurar que Pedro acababa de pedirle que se casara con él.
La anciana los miró entonces.
—Si lo quieres, cásate con él. La vida es corta y antes de que te des cuenta, estarás en el hospital por comer algo picante.
Paula se volvió para mirar a Pedro de nuevo. Pero él no le dio oportunidad de decir una palabra. La abrazó con fuerza y enterró la cara en su pelo durante unos segundos.
—Supe que serías un problema desde que te ví en la playa —dijo con voz ronca—. Esos rizos tuyos brillaban bajo el sol y verte con ese biquini azul me hizo olvidar el dolor durante unos segundos. Te quiero, Paula. Te deseo… te necesito en mi vida. Cásate conmigo. Por favor, ¿quieres decir que sí?
Estaba desnudo frente a ella y Paula veía una gran vulnerabilidad en sus ojos azules.
La esperanza que no había querido sentir por miedo a que fuera falsa, afloraba dentro de ella. Las palabras de Pedro corrían por sus venas como el alcohol, haciendo latir su corazón con fuerza. Aun así, vaciló.
—Antes de contestar, tengo que saber algo, Pedro.
Temblaba ante la importancia de la pregunta. Aunque lo amaba, sacrificaría su amor si la respuesta no era la que esperaba.
—Tengo que saber si podrías querer a Bautista, si lo querrías por él mismo, no porque es un niño que reemplaza a Bobby —dijo después, con lágrimas en los ojos —. Bautista no puede ser el hijo que perdiste, Pedro. Sería una carga demasiado grande para él.

Simplemente un beso: Capítulo 39

—Pues va a costarte.
Pedro soltó una carcajada, sintiéndose más alegre y libre que nunca.
—Créeme, cueste lo que cueste valdrá la pena.
—El señor Johnson, de la habitación doscientos cuarenta y uno quiere que vayas a verlo —le dijo Roberta Stamm—. ¿Te importaría ir a echarle un vistazo? Sé que estabas a punto de irte a casa, pero…
—Claro que no —la interrumpió Paula, saliendo al pasillo.
Era su primer día de trabajo. Su abuela había intentado convencerla de que se quedara en casa aquella semana para disfrutar de sus vacaciones, pero ella había querido volver al trabajo inmediatamente tras su regreso de Masón Bridge.
Necesitaba tener alrededor gente realmente enferma, gente que necesitara consuelo para no pensar en su corazón roto. Necesitaba hacer cosas para no pensar en Pedro Alfonso.
Y aquel día no había parado. Desgraciadamente, Paula había descubierto que, hiciera lo que hiciera, por mucho que se concentrara en una tarea, no podía dejar de pensar en él.
Cuando entró en la doscientos cuarenta y uno, sonrió al hombre de cabello gris que estaba tumbado en la cama.
—Hola, señor Johnson. La enfermera Stamm me ha dicho que quería verme.
—Preferiría ver las cuatro paredes de mi casa — replicó el hombre, con sequedad.
—No tardará mucho en irse a casa —lo tranquilizó Paula. El señor Johnson había sufrido una neumonía, pero estaba a punto de ser dado de alta—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Esta mañana, me colocó las almohadas muy bien y me gustaría que volviera a hacerlo.
—Eso no es difícil —sonrió Paula, tomando una de las almohadas y colocándola a gusto del paciente. Después, hizo lo mismo con la otra—. ¿Ahora está mejor?
El señor Johnson se echó hacia atrás y cerró los ojos.
—Mucho mejor —contestó, con una sonrisa tímida.
—Ahora tengo que irme a casa, pero Polly Man—son está de guardia y a ella se le da muy bien colocar almohadas.
El hombre asintió.
—Que pase una buena noche. Ojalá yo estuviera en mi casa.
Paula sonrió de nuevo.
—Estará de vuelta en casa antes de que se dé cuenta, ya verá.
Después de despedirse, salió de la habitación y volvió a la sala de enfermeras para buscar su bolso.
Temía la noche que se avecinaba porque Bautista estaba muy inquieto desde que volvieron de Masón Bridge. Era absurdo pensarlo, pero parecía echar de menos a Pedro tanto como ella.
—Paula Chaves a la unidad de urgencias.
Paula se quedó inmóvil. Por un momento, la voz que salía por el megáfono le había parecido la voz de… de Pedro Alfonso. Pero eso era imposible.
Pedro estaba en Florida. Pedro la había echado de su vida.
Mientras pulsaba el botón del ascensor para bajar a urgencias, se preguntaba si le pedirían que hiciera una guardia aquella noche. Aunque no era normal que la avisaran cuando estaba a punto de marcharse a casa. Y aquella noche no podría quedarse porque tenía que ir a buscar a Bautista a la guardería.
Desde que volvió de Florida, estaba muy cansada y sabía bien que era un cansancio nacido de la depresión. Echaba de menos a Pedro.
Tiempo, se recordó a sí misma. Solo el tiempo cura lo que está roto.
Paula escuchó sonido de voces airadas antes de entrar en la sala de urgencias,
—Señor, no puede usar el megáfono —estaba diciendo Nancy Noland, una de las enfermeras.
—Es un asunto de vida o muerte. No sea tan mojigata y déjeme usar el micrófono otra vez.
Paula se quedó inmóvil al otro lado de la puerta. Pedro. Nadie más tenía aquel tono exasperado. Nadie más podía ser tan gruñón.
¿Qué estaba haciendo allí? ¿Para qué había ido al hospital?
No tenía ni idea. Pero estaba a punto de averiguarlo.
Temblando, empujó la puerta. Y allí estaba, en la sala de enfermeras. Pedro. Con la pierna y los dedos de la mano escayolados y la misma expresión hosca de siempre.
—Solo déjeme llamar otra vez.
Nancy negó con la cabeza.
—¿Por qué no se sienta un poco y se tranquiliza?
—No puedo tranquilizarme —contestó él.
—¿Pedro? —lo llamó Paula. No sabía quién se alegraba más de verla, Nancy o él.
—¡Ah, por fin, gracias a Dios!

jueves, 30 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 38

—El amor no sabe nada de horas. Puede ocurrir en un parpadeo o puede crecer lentamente durante años.
—Lo más difícil de aceptar es que sé que Pedro estaba enamorándose de mí —dijo Paula, recordando los besos, la ternura en los ojos del hombre—. Pero tenía miedo de confiar en esa emoción. Tenía miedo de confiar en el amor.
Belle tomó la mano de su nieta y le dió un golpecito.
—Cariño, no se puede hacer creer a un hombre que ha perdido la fe.
Ella asintió. Sabía que su abuela tenía razón. Y se decía a sí misma que estaba mejor sin Pedro. Aun así, anhelaba desesperadamente que su corazón escuchara a su cabeza.
Durante cuatro días, Pedro paseó por su casa como si fuera un prisionero. Su humor, peor que el de un oso al que hubieran despertado de su sueño invernal.
Estaba seguro de haber hecho lo mejor al dejar que Paula y Bautista salieran de su vida, pero no podía apartar el arrepentimiento de su cabeza. Y tampoco de su corazón.
Aunque la había empujado a marcharse, ella seguía en cada habitación de la casa. El sonido de su risa sonaba cada mañana mientras tomaba café. La visión de su expresivo rostro bailaba frente a su cara mientras hacía el almuerzo. Pedro imaginaba que olía su perfume cada noche, dando vueltas en la cama.
Y no solo era el recuerdo de Paula el que lo perseguía. También el de Bautista. Los ojos azules del niño y su preciosa sonrisa se negaban a abandonar su memoria.
Cuando estaban vigilando a Samuel Jacobson y tuvo a Bautista en los brazos, había sentido una paz que no había sentido desde que Bobby desapareció de su vida.
En aquel momento, de pie en la terraza, con una taza de café en la mano, observaba el sol levantándose en el horizonte sobre la playa. Incluso allí, bajo el sol, oliendo a mar, la sombra de Paula lo llenaba de una sensación de soledad que nunca antes había experimentado.
Nunca podría recuperar los años perdidos con Bobby. Aunque Barbara Klein lo llamase al día siguiente para decir que habían encontrado a su hijo, los cinco años anteriores se habrían perdido para siempre.
Era curioso que Bauti tuviera casi la misma edad que Bobby cuando Sherry se lo había llevado. Era casi como si el destino le estuviera dando una segunda oportunidad.
Y a Paula. También era una segunda oportunidad para ella en el amor.
Paula Chaves era la primera mujer que le había importado de verdad. Sentía pasión por ella… sentía amor.
Mientras tomaba un sorbo de café, observó a una gaviota lanzarse de cabeza al agua para buscar su comida y volar después hasta el cielo. Eso era lo que Paula había hecho por él. Lo había sacado de las profundidades de su infierno y lo había llevado arriba, al cielo, hacia la esperanza.
Y eso lo había asustado de muerte. ¿Víctima o superviviente? La pregunta que ella le había hecho seguía dando vueltas en su cabeza.
Pedro se volvió al escuchar el timbre. Unos segundos después, apoyándose en una muleta, abrió la puerta. Era María.
—Hoy no es día de limpieza, ¿no? —preguntó, sorprendido.
—No, pero he venido a decirte que no puedo limpiar tu casa la semana que viene —dijo la mujer, pasando a su lado con una sonrisa.
—¿Por qué no? —preguntó Pedro, siguiéndola.
María se dejó caer en el sofá, con la gracia de una reina.
—Porque la próxima semana, mi marido y yo nos vamos al Caribe.
Él la miró, incrédulo.
—María, ya te he dicho muchas veces que esa propaganda que echan en los buzones sobre cruceros baratísimos es un robo.
—No estoy hablando de eso —replicó la mujer, con los ojos brillantes—. Es que ha pasado por fin.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro, atónito.
—¡La lotería! —exclamó ella, sacando un billete del bolso—. Sabía que algún día tendría suerte y por fin, la he tenido. Cinco números de seis. ¡Diez mil dólares!
María saltó del sofá y se puso a bailar por el salón.
A pesar de su mal humor, Pedro soltó una carcajada. La alegría de la mujer era contagiosa.
— Me alegro mucho por ti, de verdad —dijo, abrazándola.
—No es una fortuna, pero es una ayuda. Y cuando vuelva de mi viaje, un día te limpiaré la casa gratis.
—No tienes que hacer eso —dijo Pedro, mientras la acompañaba a la puerta—. Te pago lo que vales. Bueno, en realidad, te pago mucho más —añadió, de broma.
María dejó de sonreír y lo miró muy seria.
—Esa chica es buena para tí,  Pedro. Las sombras han desaparecido de tus ojos. Ella y ese niño pequeño son tu billete de lotería.
Pedro no se molestó en decirle que había sido un loco y había tirado su billete de lotería a la basura. Cuando María se despidió y Pedro cerró la puerta, de nuevo el arrepentimiento se apoderó de él.
Imágenes de Paula y Bautista pasaban por su cabeza, llenándolo de un doloroso anhelo por lo que habría podido ser y no había sido.
¿Víctima o superviviente? Las palabras de Paula se repetían en su cabeza.
¿Estaría de luto toda su vida por lo que no había podido ser, en lugar de abrazar lo que podía ser su futuro? ¿Dejaría que sus recuerdos se interpusieran en el camino de la felicidad?
Su eterna tristeza tenía la comodidad de ser algo familiar, algo a lo que se había acostumbrado. Pero la tristeza que sentía en aquel momento al pensar en una vida sin Paula era… insoportable.
Él era el único que podía decidir cuál era su papel en la vida. Solo él podía controlar su futuro y tenía que decidir si quería permanecer solo con sus recuerdos o construir un futuro con la mujer y el niño a los que amaba.
De repente, se sintió lleno de energía. Y de miedo a la vez. Porque empezó a temer haber recuperado el sentido común demasiado tarde.
Pedro se movió tan rápido como pudo hacia la puerta.
—¡María! ¡María! —gritó, cuando salió al porche. La mujer estaba a punto de arrancar la furgoneta y lo miró, sorprendida—. Necesito que me hagas un favor.
Ella sonrió.

Simplemente un beso: Capítulo 37

Paula intentó disfrutar del resto de sus vacaciones, pero dos días después de haber abandonado la casa de Pedro, se dió cuenta de que no era capaz.
El sol de Florida le recordaba el calor de sus besos, el cielo azul sobre su cabeza, le recordaba sus ojos. El ruido de las olas parecía el sonido de su voz… Paula supo que debía dejar Masón Bridge, dejar Florida y sus vacaciones atrás.
Necesitaba volver al trabajo, llenar sus días de cosas que hacer para caer en la cama demasiado rendida como para soñar.
Bautista también estaba inquieto y lloraba por cualquier cosa. Paula se preguntó si el niño se daría cuenta de su pena o si él mismo echaba de menos a Pedro.
Al día siguiente, Bautista y ella subían a un avión que los devolvería a casa. Afortunadamente, el niño se quedó dormido en cuanto el avión despegó.
Paula se quedó mirando por la ventanilla, sintiendo un peso en el corazón. Lo más difícil de aceptar era que Pedro la quería, pero había decidido darle la espalda a su amor.
Hubiera sido maravilloso que su amor fuera suficiente para curar las heridas que le habían hecho Sherry y Bobby, pero sus heridas eran demasiado profundas.
Si quisiera reconocer que necesitaba amar y ser amado, que creer en la felicidad no era una debilidad ni un defecto, sino algo de lo que sentirse orgulloso…
Era fácil creer en los finales felices cuando todo iba bien. La auténtica prueba era creer en ellos cuando las cosas iban mal.
Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas que le impedían ver las nubes, pero las secó con la mano. Se negaba a llorar por Pedro Alfonso. Durante los últimos tres días había conseguido no llorar y no pensaba hacerlo en aquel momento.
Se decía a sí misma que no merecía la pena llorar por Pedro. Él había elegido un camino muy triste y no se merecía una emoción tan profunda como las lágrimas.
Su abuela los estaba esperando en el aeropuerto de Kansas. Al ver a la delgada mujer de cabello gris, Paula sonrió, contenta. Cuando su madre murió, Belle Wilson había dejado a un lado su propio dolor por la pérdida de una hija y le había abierto casa y corazón a sus nietas. Desde aquel momento, Belle había sido un ejemplo para ella, una fuente de sabiduría y de paz.
—Aquí están mis dos amores —exclamó la mujer al ver a Paula con Bautista en los brazos. Como cualquier abuela, le quitó al niño y lo llenó de besos y abrazos, que Bautista devolvió, encantado.
—Hola, abuela.
—¿Te encuentras bien, nena?
—Sí —contestó ella, intentando sonreír—. Lo hemos pasado muy bien —añadió, mientras iban a buscar las maletas.
—Si lo has pasado tan bien, ¿qué haces en Kansas con una semana de antelación?
Los ojos de su abuela se clavaron en los suyos, como si quisiera leer sus pensamientos.
Paula se encogió de hombros.
—Nos cansamos de tanta playa. La verdad es que me apetecía volver a casa.
Belle miró a Paula durante unos segundos más y después hizo un gesto de incredulidad.
—Supongo que me contarás lo que ha pasado cuando quieras hacerlo.
—No hay nada que contar, abuela —protestó ella, pero las palabras sonaban falsas. Y lo eran.
Tardaron casi veinte minutos en localizar sus maletas y entrar en el coche de Belle. Y, por fin, tomaron el camino hacia su casa.
Mientras su abuela conducía por la autopista que llevaba al norte de la ciudad, Paula no podía dejar de pensar en Pedro.
¿Qué estaría haciendo en aquel momento? ¿La echaría de menos? ¿Lo habría afectado en absoluto? Y la pregunta más importante de todas, ¿cuándo tardaría ella en olvidarlo? ¿Podría olvidarlo algún día?
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó Belle, rompiendo el silencio.
—¿Y por qué crees que hay algo de qué hablar?
Su abuela sonrió.
—Te conozco muy bien, cariño. Y en tus ojos hay una sombra que no estaba cuando te fuiste.
Paula miró por la ventanilla. Aún no podía hablar de Pedro. Solo aquel nombre evocaba un tremendo dolor en su corazón.
—Cuando conociste al abuelo… ¿fue amor a primera vista? —preguntó, de repente.
— Oh, cielos, no —contestó Belle, riendo —. Cuando conocí a tu abuelo, pensé que era el tipo más arrogante del mundo. Pero durante la tercera cita, descubrí que era el hombre con el que quería pasar el resto de mi vida.
Paula frunció el ceño, pensativa.
—Yo siempre había pensado que el día que conociera al hombre de mis sueños, sabría inmediatamente que era él. Y que el sentimiento sería mutuo.
—Esa es una fantasía muy bonita, hija. Pero si fuera verdad, no habría canciones sobre corazones rotos y amores desesperados.
Paula suspiró.
—Supongo que es verdad.
—Entonces, ¿qué ha pasado? ¿Un corazón roto? —preguntó Belle. Las lágrimas empezaban a quemar los ojos de Paula, que asintió sin decir nada—. ¿Algún guapito de playa se ha aprovechado de ti?
—No, nada de eso —intentó sonreír Paula—. La verdad es que Bautista le rompió la pierna.
—¿Qué? —exclamó Belle, mientras aparcaba el coche frente a la casa de su nieta—. Espera. Vamos dentro. Quiero que me lo cuentes todo.
Quince minutos después, con Bautista sentado tranquilamente en el parque, y un par de tazas de café sobre la mesa, Paula se encontró a sí misma contándole a su abuela la historia de Pedro Alfonso.
Le contó el primer encuentro y su catastrófico resultado, le habló sobre el tiempo que habían pasado juntos y le habló del pasado de Pedro.
Paula había esperado que contándolo en voz alta se daría cuenta de que había sido una locura enamorarse así de alguien a quien apenas conocía. Pero hablar de ello no borraba el dolor, todo lo contrario. Lo hacía más intenso, más desolador.
—Sé que parece una locura. Solo nos vimos durante una semana.
Belle sonrió.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 36

El humor de aquel pensamiento no consiguió levantar su espíritu. Sabía que Paula estaba tras él, sentía sus ojos clavados en la espalda. Cuando consiguió endurecer su expresión, Pedro se dió la vuelta.
Sabía que la luz de sus ojos verdes lo perseguiría durante mucho tiempo. Pero también sabía que él no era el hombre de sus sueños, que nunca podría ser el hombre que se merecía.
—De modo que ya está —dijo ella entonces—. Has decidido que eres una víctima de la vida.
—Soy realista. Y no pienso arruinar tu vida formando parte de ella.
Paula iba a decir algo, pero en lugar de hacerlo tomó su bolso del sofá y salió al pasillo.
Pedro suspiró, aliviado. Si hubiera permanecido allí un minuto más, con aquellos enormes ojos llenos de amor, podría haber hecho una estupidez. Podría haberse dejado atrapar por las fantasías, por los sueños que ella despertaba, en los que casi le hacía creer.
Un momento después apareció con Bautista en los brazos, aún dormido.
— Supongo que esto es un adiós.
— Supongo que sí —dijo él.
Pedro  la miró durante largó rato, intentando memorizar todos sus rasgos… las pecas de su nariz, su barbilla de punta, aquellos preciosos ojos que brillaban como estrellas.
Si hubiera podido contentarse con la pasión, con el deseo. Si hubiera querido acostarse con él, sin compromisos, sin ataduras. Sin los riesgos del amor y sus expectativas. Él no podría estar a la altura de esas expectativas.
—Espero que todo te vaya bien, Pedro —dijo Paula, antes de volverse hacia la puerta—. Espero que encuentres a Bobby y que los dos construyáis una maravillosa vida juntos.
Antes de que pudiera replicar, Paula había desaparecido.
Hubiera deseado ir tras ella, pero luchó contra ese impulso, sabiendo que, al final, los dos acabarían con el corazón roto.
Pedro volvió a la terraza. Paula lo amaba. ¿Cómo era posible? ¿Cómo una mujer como ella podía haberse enamorado de un hombre como él?
El destino tenía sentido del humor. Un sentido del humor enfermizo y patético.
Y lo peor de todo era que él también amaba a Paula.
Pedro cerró los ojos y dejó que ese amor lo llenara por un momento. Le encantaba el tacto de su piel, la suavidad de su pelo. Pero su amor iba mucho más allá. Amaba su ingenio, su sentido del humor, la dulzura de su carácter, la candidez de su corazón.
Pero si empezaban una relación, si se casaban, ¿cuánto tiempo tardaría Paula en perder el optimismo que había guiado su vida? ¿Cuánto tiempo antes de que sus ojos perdieran el brillo por vivir con un hombre cínico y amargado como él?
¿Y Bautista? El niño se merecía un padre con el corazón entero. Y el suyo no lo estaba.
Pedro se quedó mirando las olas. Era mejor así. Paula estaba mucho mejor sin él.
Algún día encontraría a su príncipe azul, un hombre que creería en las mismas cosas que ella, un hombre que podría amar a Bautista  sin dolor.
Pedro frunció el ceño al notar que su corazón latía a un ritmo extraño.
Latía arrepentido.

Simplemente un beso: Capítulo 35

—No sabes de qué estás hablando —replicó él, furioso.
Después, miró a Bautista, que dormía tranquilo en su cuna, para comprobar si lo había despertado.
Pedro se dirigió al salón y Paula lo siguió.
—Tu esperanza vive en esa habitación. Un hombre que no tiene esperanza no mantiene una habitación intacta durante cinco años. No es una obsesión insana lo que te hace comprarle juguetes en su cumpleaños. Es la esperanza de encontrar a tu hijo.
Pedro se colocó frente a la ventana, de espaldas a Paula. Ella contuvo el aliento, esperando que sus palabras hubieran penetrado en aquella dura cabeza, rezando para que reconociera quién era en lugar de quién decía ser.
Cuando se volvió para mirarla, la luz de sus ojos había desaparecido y su rostro mostraba una desesperación que le partió el alma.
—Eso no es esperanza. Es expiación.
—¿Expiación? Pero eso significa culpa. ¿Por qué te sientes culpable?
Su expresión atormentada la hizo desear abrazarlo, consolarlo. Pero no se movió. Sabía que no era el momento.
—Debería haber querido a Sherry. Quizá entonces las cosas habrían sido diferentes. Debería haber hecho más, haber sido lo suficientemente bueno como para encontrar a mi hijo —empezó a decir Pedro, mostrando un desprecio por sí mismo que a Paula le dolía tanto como a él—. No sé qué hice, pero debí hacer algo mal y por eso perdí a Bobby — añadió, respirando con fuerza, como intentando domar los demonios que había en su interior—. El destino decidió hace cinco años que no estaba hecho para ser padre.
—El destino no decidió eso —exclamó Paula—. Lo decidió Sherry. Y tú hiciste todo lo posible para encontrar a tu hijo. No es culpa tuya que ella fuera tan egoísta.
—Ya da igual. Aunque pudiera estar contigo, Bautista se merece algo más de lo que yo puedo darle.
Paula pensó en su hijo, en cómo lo había llamado «papá» desde el principio. Algo que jamás había hecho antes.
—Bautista se enamoró de tí antes que yo —dijo suavemente—. Y ya sabes lo que dicen sobre los niños y los animales. Ellos conocen instintivamente la naturaleza de las personas…
—No sigas, Paula.
Había un horrible tono de despedida en su voz.
Pedro se acercó y tocó su cara con los dedos, un roce que la entristeció tanto como el vacío que veía en sus ojos.
—Vuelve a casa, Paula. Vuelve a Kansas y encuentra a tu príncipe azul. Encuentra a un hombre que pueda compartir contigo ese entusiasmo por la vida, que comparta tu fe en el amor y la felicidad.

martes, 28 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 34

—Paula, no sé qué decir —murmuró por fin.
Cualquier esperanza que albergara su corazón murió en ese momento.
—No tienes que decir nada.
Ella salió de la habitación y Pedro la siguió, golpeando el suelo con las muletas.
—Tienes que estar equivocada. Quizá te sientes sola y yo te resulto conveniente…
Paula se volvió para mirarlo cuando llegaron al salón.
—Ojalá estuviera equivocada. Pero esto no tiene nada que ver con que yo me sienta sola. Y no tiene nada que ver con la conveniencia —dijo, tragando saliva—. Pedro, estoy enamorada de ti.
—Pero si nos conocimos hace una semana…
—Lo sé. Y debo estar loca. No te pareces nada al hombre de mis sueños.
—Soy un gruñón.
—Y un cabezota.
— Soy muy desordenado —siguió Pedro.
—Lo sé. Y no puedo explicar por qué estoy enamorada de ti. Eres el último hombre en el mundo que yo habría elegido. Pero así es.
Su voz era firme, convencida.
Pedro la estudió un momento y, en sus ojos, Paula creyó ver una batalla.
—Nunca funcionaría —dijo él por fin.
—¿Qué es lo que nunca funcionaría?
—Nosotros. No tenemos futuro —dijo Pedro.
Pero Paula vió en sus ojos una ternura que le daba esperanzas.
¿Sería posible? ¿Le habría pillado a él también por sorpresa? ¿Se habría enamorado de ella? Paula dió un paso hacia él, preguntándose si podría controlar los latidos de su corazón, el intenso anhelo que la recorría, que llenaba cada fibra de su ser.
—¿Pedro? —estaba tan cerca que podía sentir el calor del cuerpo masculino—. ¿Por qué no hay futuro para nosotros? ¿Porque no me quieres?
Los ojos del hombre se oscurecieron.
—Porque no estamos hechos el uno para el otro.
No había dicho que no la quería y la alegría la sofocaba. Conocía a Pedro lo suficiente como para saber que no mentiría, que si no la quisiera se lo diría francamente. Pero no lo había hecho.
Echándole valor, tomó la cara del hombre con las manos y lo obligó a mirarla a los ojos.
—Dime otra vez por qué no estamos hechos el uno para el otro. Se me ha olvidado.
De nuevo, una mezcla de emociones cruzó su rostro, oscureciendo aún más los ojos azules.
—Paula—murmuró él, dando un paso atrás—. Creo que estamos confundiendo el deseo con el amor.
—No. Yo sé la diferencia —protestó ella—. Sé que te deseo, que deseo que me beses hasta que me dé vueltas la cabeza, que me acaricies hasta que no pueda pensar. Sé que eso es deseo. Pero también sé que quiero compartir tu risa, tu pena y tu vida. Y eso no es deseo, es amor.
—Paula, yo no puedo ser tu príncipe azul. Tú misma dijiste que el hombre de tu vida debería compartir tus sueños y tus esperanzas. Yo no tengo nada de eso.
Cuanto más lo miraba, más amaba aquellos rasgos masculinos, el hoyito en la barbilla, la sombra de barba, el color de sus ojos que variaba dependiendo de sus sentimientos.
En aquel momento, sus ojos eran de un azul profundo y Paula no estaba segura de si estaba siendo obtuso o si de verdad creía imposible ser el hombre adecuado para ella.
—Al principio me engañaste con esa capa de cinismo — dijo, tomando su mano para llevarlo a la habitación de Bobby. Una vez allí, abrió la puerta y prácticamente tuvo que empujarlo dentro—. Ahí está tu esperanza, tu sueño.

lunes, 27 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 33

No había nada que Paula deseara más que caer presa del hechizo que Pedro tejía con sus palabras, con sus caricias, con sus labios.
Y, por un momento, se había dejado embrujar por la pasión que despertaba. Se había quemado con las llamas de sus besos, con el fuego de sus dedos.
La noche parecía hecha para el romance, con la suave brisa que llegaba desde el mar acariciando su cuerpo. Las estrellas eran un decorado esplendoroso y los besos de Pedro eran tan ardientes que creía estar derritiéndose cada vez que él acercaba los labios.
Pero cuando lo miró a los ojos, tan cálidos, tan hermosamente azules, reconoció con horror que quería más que una noche con Pedro Alfonso.
Quería más de una noche, más que unas vacaciones de agradable recuerdo.
Quería toda una vida con él. De alguna forma, sin saber cómo, se había enamorado de Pedro en menos de una semana.
Paula bajó los brazos y dio un paso atrás, asustada por lo que acababa de descubrir.
—¿Paula? —susurró Pedro, confuso—. ¿Qué ocurre?
—Nada… Yo… —empezó a decir ella, intentando controlar su emoción.
Amaba a aquel hombre, lo amaba con todo su corazón. ¿Cómo podía haber ocurrido?
—Te he ofendido. He ido demasiado rápido —dijo Pedro—. Lo siento mucho. Es que no tengo práctica. Pensé que tú deseabas lo mismo, pero obviamente me he equivocado.
—No, no te has equivocado —murmuró ella—. Te deseo, Pedro. Nada me gustaría más que hacer el amor contigo. Te deseo como nunca había deseado a nadie.
—Entonces, no entiendo…
—Ya lo sé —lo interrumpió ella.
Paula hubiera deseado salir corriendo. ¿Cómo podía haber pasado? ¿Cómo se había metido Pedro en su corazón?
Sin saber qué decir, se dio la vuelta, pero él la detuvo tomándola del brazo y obligándola a mirarlo.
—Paula, espera. Dime qué pasa.
Paula miró la cama. El edredón azul estaba arrugado y una de las almohadas seguía teniendo la marca de su cabeza.
Las sábanas olerían a él y, por un momento, se dejó llevar por una visión de Pedro y ella entre esas sábanas, sus cuerpos desnudos… Sería maravilloso estar desnuda al lado de Pedro. Paula sabía que sería maravilloso hacer el amor con él.
Y hubiera deseado poder meterse en esa cama, olvidar el futuro y disfrutar de un momento de espléndida pasión. Pero no podía hacerlo.
Con un supremo esfuerzo, apartó los ojos de la cama y miró al hombre. Tenía que controlar las lágrimas que amenazaban con asomar a sus ojos.
—No puedo quedarme esta noche. No puedo hacer el amor contigo porque te deseo tanto que me duele. Porque ya va a ser muy difícil olvidarte.
—Pero…
De repente, Paula estaba enfadada, no con Pedro ni tampoco consigo misma, sino enfadada con el destino.
—No debería ser así —exclamó—. No debería ser así.
Pedro la miró, sin entender.
—¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo que no debería ser así?
—Esta vez tenía que salir bien. Se supone que lo sabría en cuanto lo mirase. Yo lo sabría y él también y sería el principio de algo maravilloso.
Paula sabía que sus palabras no tenían sentido, pero no podía parar.
—¿Qué estás diciendo?
—No es justo. Has aparecido de repente, Pedro. Me has pillado de improviso. Al principio, ni siquiera me gustabas. Y ahora me he enamorado de ti.
Ya está. Lo había dicho. Y en su corazón, había esperado que después de decir aquello, por un milagro, él la tomaría en sus brazos y le profesaría amor eterno.
Pero no ocurrió. Pedro la miraba, incrédulo y horrorizado.

Acá les subo uno mas a pedido de ustedes, esta nove tiene 41 caps mas epílogo, por eso subo dos por día, muchas gracias por leer, mañana subo uno.

Simplemente un beso: Capítulo 32

Pedro se negaba a pensar que su deseo por ella fuera más complicado que eso.
Eran las diez cuando llegaron a su casa y el cielo estaba cuajado de estrellas.
—¿Por qué no entras para tomar la taza de café que no tomaste anoche? —le preguntó. Paula apagó el motor y se volvió para mirar a Bautista,  que dormía en su sillita—. Podrías ponerlo en la cuna de Bobby.
Ella vaciló un momento.
—Muy bien. Pero solo un ratito.
Minutos más tarde, Pedro observaba desde el umbral cómo ella colocaba a Bauti en la cuna en la que, una vez, había dormido su hijo.
Paula besó al niño en la frente y lo cubrió con una mantita. Al ver el amor en los ojos femeninos, el corazón de Pedro se encogió.
¿Habría alguien cubriendo a Bobby con una manta en ese momento? ¿Besándolo en la frente y dándole las buenas noches? Pedro esperaba que sí. La idea de que su hijo estuviera solo o fuera infeliz lo atormentaba.
Angustiado, fue a la cocina para encender la cafetera. No podía seguir pensando en Bobby o se volvería loco.
—Está completamente dormido —dijo Paula, entrando unos segundos después.
—El café estará listo dentro de un momento.
Ella lo miró entonces, con aquellos ojos verdes que lo hacían desear ahogarse en ellos.
—Debe ser difícil para ti estar con Bautista.
—Estoy aprendiendo a vivir con el miedo constante de algún asalto, pero no importa —intentó bromear él.
—Lo digo en serio. Acabo de darme cuenta.
Pedro  tomó dos tazas del armario y se volvió hacia la mesa.
—Al principio, me resultaba difícil —admitió—. Bauti tiene la misma edad que tenía Bobby cuando lo perdí. Cada vez que Bauti me miraba, me recordaba a mi hijo.
—Lo siento mucho. Debería haber pensado…
—Por favor, no te disculpes. Además del dolor, me ha hecho recordar muchas alegrías. Y, de repente, no sé cómo, Bauti ha dejado de recordarme a Bobby y se ha convertido en Bautista, una persona diferente —sonrió Pedro—. ¿Cómo quieres el café?
—Solo.
—Vamos a tomarlo en la terraza.
Ella asintió. Cuando entraban en el dormitorio, Pedro intentó no mirar la cama, intentó no imaginarse a sí mismo allí, con Paula desnuda entre sus brazos.
La noche era cálida, aunque la brisa del mar la refrescaba un poco. El cielo estaba brillante de estrellas, que iluminaban la terraza.
Paula se sentó en una silla y Pedro lo hizo a su lado. Estaba guapísima bajo la luna y podía oler su perfume, mezclado con el olor a sal.
—Parece que, durante los últimos días, no he dejado de darte las gracias, pero quiero dártelas de nuevo… por llevarme a Miami.
—Espero que obtengas algún resultado del viaje —suspiró Paula, poniendo una mano sobre su brazo—. Me encantaría que encontrases a Bobby.
Pedro se levantó para acercarse a la barandilla de la terraza. Se quedó mirando las olas, sin atreverse a soñar que aquello fuera verdad algún día.
Ella se colocó a su lado unos segundos después.
—Esto es tan bonito —dijo en voz baja—. Debe ser precioso ver amanecer desde aquí.
Pedro se volvió para mirarla al mismo tiempo que lo hacía ella. No sabía quién de los dos había dado el primer paso, solo que, de repente, Paula estaba en sus brazos y él se hundía en sus ojos verdes. Y después, en la dulzura de sus labios.
Paula no se apartó. Todo lo contrario, se apoyó sobre su pecho, tan ansiosa como él.
Pedro la estrechó entre sus brazos y acarició su espalda sin dejar de besarla, haciendo que sus lenguas bailaran con un frenético ritmo de deseo.
La brisa del mar no podía calmar la fiebre que lo poseía, todo lo contrario.
Hambriento, metió las manos por debajo de la camiseta para acariciar la suave piel femenina mientras seguía tomando posesión de su boca, comiéndosela, permitiendo que su dulzura lo llenara.
Por fin, con desgana, dio un paso atrás y la miró a los ojos.
—Quédate conmigo, Paula. Quédate esta noche y por la mañana los dos podremos admirar el amanecer.
Pedro vió el deseo en los ojos femeninos y de nuevo buscó sus labios. No recordaba haber deseado a una mujer como la deseaba a ella. Y sabía que Paula lo deseaba con la misma intensidad.
Cuando se apartaron, los dos estaban sin aliento.
—Quédate —susurró, acariciando su cara. Paula cerró los ojos. Las caricias del hombre eran más de lo que podía soportar—. Deja que te haga el amor, deja que te abrace. Quédate esta noche, Paula.

Simplemente un beso: Capítulo 31

—Se lo prometo —sonrió ella.
Cuando salían del despacho, Pedro se sintió absurdamente desilusionado. Sabía que no podía esperar nada de aquella visita, pero la energía y esperanza que había llevado con él habían desaparecido.
—¿Estás bien? —preguntó Paula, cuando entraban en el coche.
—Sí. Esperemos que a Barbara Klein no le dé por beber de aquí a un par de semanas.
—No creo que debas preocuparte por eso. Parece una persona muy profesional. Quizá deberíamos volver a Masón Bridge —dijo Paula, mientras arrancaba—. Supongo que esto debe haber sido difícil para tí.
—No —dijo él, haciendo un gesto con la mano—. Vamos al acuario. Bauti quiere ver a los delfines.
Pedro hubiera deseado que ella dejara de mirarlo de esa forma, como si le importara, como si estuviera preocupada por él. Cuando lo miraba así, solo podía pensar en tomarla en sus brazos y besarla hasta que cerrara esos ojos que tanto lo turbaban.
—Muy bien. Pues vamos al acuario.
Unos minutos después, dejaban el coche en el aparcamiento. Durante dos horas disfrutaron del espectáculo de los delfines y las ballenas, aprendieron muchas cosas sobre esos animales y comieron hamburguesas en una terraza.
Eran casi las seis cuando subieron al coche para volver a Masón Bridge. Durante una hora, se mantuvieron en silencio, roto ocasionalmente por Bautista, que señalaba hacia la ventanilla, ejercitando su vocabulario.
De nuevo, Pedro se encontró a sí mismo luchando contra el deseo que sentía por Paula. La había estado observando por el rabillo del ojo en el acuario.
Su risa lo excitaba, su entusiasmo por todo lo volvía loco.
Mientras miraba por la ventanilla, se preguntaba si el destino habría puesto a Paula Chaves en su camino solo para hacerle perder la cabeza.
—Cuéntame algo de tí que yo no sepa —dijo de repente. Quizá si hablaban, podría quitarse de la cabeza aquellos pensamientos.
—¿Perdona?
—Anoche dijiste que había muchas cosas de tí que yo no sabía. Cuéntamelas ahora —dijo Pedro, sin querer fijarse en cómo el sol que entraba por la ventanilla iluminaba su rostro, dándole un brillo dorado.
—¿Qué es lo que quieres saber?
Quería saber por qué su usa era como una manta envolviéndolo en una noche fría. Quería saber por qué el olor de su perfume lo mareaba de deseo. Quería saber por qué estaba tan segura de que no era el hombre de sus sueños. Y querer saber todas esas cosas lo asustaba de muerte.
—No lo sé… Háblame de tu abuela.
—Mi abuela nos crió a mi hermana y a mí. Pero yo siempre sentí un agujero en el corazón por la ausencia de mi madre.
Pedro asintió. Lo entendía muy bien. Él también tenía un agujero en el corazón por la ausencia de Bobby.
—Y el padre de Bautista… ¿estabas muy enamorada de él?
Paula dudó un momento antes de contestar.
—Pensaba que sí, pero ahora sé que estaba enamorada de la idea de estarlo. Mi hermana pequeña estaba casada y tenía dos niños preciosos y yo acababa de terminar mis estudios y me sentía sola.
—Y entonces apareció el padre de Bauti y tú supiste inmediatamente que era tu príncipe azul.
Paula le sacó la lengua y Pedro soltó una carcajada.
—Cuando conocí a Bill, tenía mis reservas. El salía mucho por las noches, le gustaba el heavy metal y tenía un estéreo en el coche que atronaba a todo el barrio.
—Puedo imaginarme la clase de tipo que era.
Paula hizo una mueca.
—La verdad es que no era mala persona. Bill me hacía sentir preciosa y deseada. Y no me sentía sola a su lado. Yo pensé que era amor, pero no lo era.
—Ya.
Pedro se preguntó si él la haría sentir preciosa y deseada. Y si con él no se sentiría sola.
—¿Por qué no me hablas tú de Sherry? Dijiste que le habías pedido que se casara contigo. ¿Estabas enamorado de ella?
—No —confesó él—. Me importaba y la quería como madre de mi hijo, pero no estaba enamorado de ella. Yo creo que Sherry sabía que no lo estaba y por eso no quiso casarse conmigo.
De nuevo se quedaron en silencio y Pedro miró por la ventanilla, intentando entender las conflictivas emociones que sentía por Paula.
¿Tan sorprendente era que la deseara físicamente? Era una mujer muy atractiva. Hacía mucho tiempo que él no estaba con una mujer y era lógico que la deseara.

domingo, 26 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 30

Paula lo miró, perpleja.
—¿En serio crees que tú eres el único ser humano que sufre? Cuando tenía diez años, mi madre murió. Mis padres estaban divorciados, así que mi hermana y yo tuvimos que ir a vivir con mi abuela porque mi padre no quería saber nada de nosotras.
—No me lo habías contado.
—¿Y por qué tenía que hacerlo? Hay muchas cosas que no sabes sobre mí —replicó ella, furiosa—. Aprendí muy joven que hay dos opciones en la vida. O eliges ser feliz o eliges no serlo. O luchas o te rindes. Tú tienes que decidir qué clase de hombre eres, Pedro. Un superviviente o una víctima.
—¿Has terminado? —preguntó él entonces, con una sonrisa en los labios.
—No estoy segura —contestó Paula. Unos segundos después, sonrió también—. Bueno, supongo que sí.
—Me alegro. ¿Quieres un café? Podríamos sentarnos en la terraza y tomar un café mientras Bautista juega con el coche de bomberos.
Paula vaciló un momento. Le encantaría tomar un café, mirar la luna bailando sobre el agua y pasar un rato más con Pedro. Pero la escena era demasiado romántica… demasiado peligrosa.
—Será mejor que me vaya al hotel. Son casi las once y hace horas que Bautista debería estar durmiendo. Además, si mañana vamos a Miami, habrá que levantarse temprano.
—Sí, tienes razón —asintió Pedro, su mirada de nuevo inescrutable.
Paula miró las cajas y después a Bautista, que seguía jugando en el suelo con el coche de bomberos.
—¿Te importa vigilarlo mientras yo llevo las cajas al coche?
— Sí. Perdona que no pueda ayudarte.
Ella sonrió.
—No pasa nada. Puedo hacerlo yo sólita.
Mientras guardaba las cajas en el maletero, Paula intentaba no pensar cuánto le gustaría quedarse un rato más.
Sin saber cómo, durante las últimas setenta y dos horas, su relación con Pedro se había transformado en algo más serio.
Si fuera sensata, saldría corriendo. Si fuera sensata, se echaría atrás en sus planes de llevarlo a Miami y no volvería a verlo nunca.
Y cuando cerraba la puerta del maletero, se preguntó por qué no tenía intención de ser sensata.
— Señor Alfonso, ¿recuerda a la persona que llevaba el caso hace dos años? —preguntó Barbara Klein—. No es necesario, pero si lo supiéramos, quizá podría encontrar antes el informe.
Pedro frunció el ceño, intentando recordar el nombre de la persona que lo había atendido la primera vez que acudió a los Servicios Sociales de Miami.
—Green. Su apellido era Green, pero no recuerdo el nombre de pila.
—Elizabeth —dijo Barbara entonces—. Solo estuvo con nosotros durante unos meses. Me temo que tenía un problema con el alcohol.
Pedro sonrió con tristeza.
—Supongo que era por eso por lo que nunca podía ayudarme.
En ese momento, Paula tomó su mano y Pedro se sorprendió.
Y lo que más lo sorprendía era cómo agradecía el gesto. El calor, la fuerza que le daba la mano femenina parecía llegarlo al corazón.
El teléfono sonó en ese momento y Barbara contestó. Cuando colgó, sonrió como pidiendo disculpas.
—Tengo que atender un asunto urgente. Si no les importa esperar un momento, volveré enseguida —dijo, saliendo del despacho.
Pedro se levantó y empezó a pasear por la habitación.
—Tenía que pasarme a mí. Una asistente social con problemas de alcohol —murmuró, sacudiendo la cabeza.
—Barbara Klein no parece tener ese problema, así que quizá puedas conseguir alguna respuesta.
El intentó disimular su irritación. Una irritación que llevaba toda la mañana intentando disimular. Y sabía lo que causaba aquella irritación. La frustración sexual.
Había pasado la mañana metido en el coche con Paula, envuelto en su aroma, teniendo que soportar una proximidad que lo sacaba de quicio.
Cuando le había preguntado si quería tomar un café la noche anterior, lo que había querido en realidad era que se quedara a pasar la noche.
Había querido que durmiera en su cama, en sus brazos, después de haber hecho el amor apasionadamente. Había querido ver el sol iluminando sus facciones al amanecer mientras la despertaba con suaves caricias.
Pedro se sentó de nuevo cuando Barbara volvió a entrar en el despacho.
—Necesito toda la información que pueda darme —dijo la mujer—. Y veremos qué se puede averiguar.
Durante una hora, Pedro le dió a Barbara Klein toda la información posible sobre Sherry y Bobby y le explicó que quería recuperar a su hijo.
—Muy bien. Sé que ha esperado mucho tiempo y es una pena que Elizabeth Green llevara su caso, pero imagino que sabrá que hacen falta al menos tres semanas para averiguar algo —dijo la señora Klein, levantándose—. No damos información sobre los niños acogidos en los Servicios Sociales a cualquiera que entre por esa puerta.
Pedro y Paula  se levantaron a su vez, con Bautista prácticamente pegado a la pierna de Pedro.
—Entonces, ¿me llamarán en cuanto sepan algo?

Simplemente un beso: Capítulo 29

—He estado pensando en seguir tu consejo y ponerme de nuevo en contacto con los Servicios Sociales de Miami.
Pedro la sorprendió diciendo aquello mientras limpiaban los platos.
—¿De verdad? —preguntó Paula, ilusionada—. ¿Cuándo?
—No lo sé. Cuando vaya a Miami. No quiero hacerlo por teléfono. Es muy fácil ignorar una llamada telefónica.
—Yo te llevaré a Miami. Solo se tardan cuatro horas. Podríamos ir mañana.
—No puedo pedirte que hagas eso —dijo Pedro, incómodo—. Esto es asunto mío, mi vida. Y ya has tenido que perder mucho tiempo conmigo.
Paula metió los platos en el lavavajillas.
—No me importa, Pedro. De verdad. Además, había pensado ir a Miami.
El la miró, incrédulo.
—¿Y para qué pensabas ir a Miami?
—Pensaba llevar a Bautista al acuario.
Era cierto. Había leído información sobre el acuario de Miami, en el que ofrecían un espectáculo con delfines y pensaba ir, aunque no tenía decidida la fecha.
Pedro la miró a los ojos.
—¿Por qué haces esto? ¿Por qué estás perdiendo tus vacaciones conmigo?
Paula hubiera querido responder frívolamente, pero no se le ocurría nada. «Porque aunque parezca una locura, me importas». Aquellas palabras aparecieron en su mente, aunque no las dijo en voz alta.
—No lo sé —contestó por fin—. Supongo que porque, a pesar de tus defectos, me caes bien.
Pedro tomó el bol de la ensalada.
—Pues eso prueba que estás como una cabra — dijo, guardándolo en la nevera—. A veces me pongo insoportable durante los viajes largos —le advirtió.
—Pues entonces te meteré en el maletero.
Pedro sonrió y en aquella sonrisa juvenil, Paula vió algo frágil y precioso que los conectaba.
Y eso la emocionaba y la asustaba a la vez.
Él también pareció sentirlo. Podía verlo en sus ojos.
La sonrisa del hombre desapareció.
—Voy a darte lo que he guardado para ti. Supongo que es hora de que Bautista se duerma y querrás volver al hotel.
—Sí, se está haciendo tarde —murmuró Paula.
—Espera. Vuelvo enseguida.
Pedro desapareció por el pasillo y ella se sentó en una silla a esperar. Nunca había conocido a nadie tan extraño como él. Un segundo antes parecía invitarla a acercarse y después la rechazaba.
Le importaba Pedro Alfonso. Esa era la verdad. ¿Cómo podía haberse convertido en alguien tan importante en tan poco tiempo?
Se daba cuenta de que la decisión de ir a Miami y reanudar la búsqueda de Bobby era un paso muy importante. Y si estuviera en sus manos, Paula se encargaría de que no cejara hasta encontrar al hijo que había perdido.
Pero no estaba en sus manos.
En menos de dos semanas, ella estaría de vuelta en Kansas, inmersa en la rutina de una mujer trabajadora con un hijo, luchando por darle a Bautista la vida que soñaba para él.
Pedro entró entonces en la cocina, con dos cajas de cartón en la mano.
—¿Qué es eso?
—Echa un vistazo.
Paula abrió una de las cajas y cuando vió los juguetes, los reconoció inmediatamente. Eran los que había visto en la habitación de Bobby dos días antes.
—¿Seguro que quieres regalarme todo esto? — preguntó, sorprendida.
Pedro se encogió de hombros.
—No tiene sentido que guarde estas cosas. Aunque Bobby apareciera mañana mismo, sería demasiado mayor para estos juguetes.
Bautista se levantó y miró hacia arriba, como si supiera que los regalos eran para él. Cuando su madre sacó un coche de bomberos, sus ojitos azules se iluminaron.
—Tamión —exclamó, dando palmaditas.
Con Bautista ocupado, Paula apartó la primera caja y miró en la segunda. Era ropa de niño. Todas las prendas llevaban la etiqueta puesta y eran de calidad.
—Hay varias tallas, sobre todo la dos y la tres, así que te vendrán bien.
—No sé qué decir —murmuró Paula—. Gracias.
De nuevo, Pedro se  encogió de hombros.
—Si no te lo diera a ti, se lo daría a alguna institución. Ya era hora de deshacerme de algunas cosas.
Aunque lo había dicho con aparente tranquilidad, Paula sabía el enorme dolor que debía haber sentido mientras guardaba las cosas de Bobby en cajas.
Y, por un momento, el dolor del hombre se convirtió en el suyo propio. Paula tomó un par de diminutos vaqueros y acarició la tela, esperando que la emoción dejara de ahogarla.
—Quizá en Miami puedas encontrar alguna respuesta. Quizá puedas encontrar a Bobby por fin —dijo cuando pudo hablar.
Los ojos azules del hombre se volvieron fríos.
—No lo creo. Pero sí creo que debo hacer un último intento antes de dejar atrás el pasado definitivamente. Al contrario que tú, yo hace tiempo que dejé de creer en los finales felices.
—Sé que a veces no hay finales felices, Pedro. Sé que la vida no es justa y que a veces ganan los malos.
Pedro la miró, irónico.
—Tú mantuviste una mala relación con un hombre que te defraudó cuando quedaste embarazada. ¿Qué sabes tú del auténtico dolor?

sábado, 25 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 28

De repente, por primera vez desde el día que Sherry se llevó a su hijo, Pedro quería hablar de lo que había perdido.
—Bobby era un explorador. No podías dejarlo solo ni un minuto —dijo por fin, colocando la salchicha y los filetes en sus respectivos platos.
—Mi hermana tiene un niño así —dijo Paula cuando estuvieron sentados a la mesa, cortando la salchicha para Bautista.
—¿Cuántos hermanos tienes?
—Solo una hermana pequeña.
—¿Y es una eterna optimista, como tú? —preguntó Pedro.
—Es peor que yo —rió ella. De nuevo, Pedro sintió ese calor que lo recorría entero—. Sandra se casó con su novio del instituto y son muy felices. Se quieren muchísimo y están locos por sus dos hijos.
Tenía una expresión dulce, soñadora, y Pedro supo que estaba imaginando a su príncipe azul y la maravillosa vida que disfrutaría con él.
Por un momento, sintió envidia al pensar en el hombre que tendría su amor, el hombre que pasaría la vida riendo con ella, amándola.
—Debe de ser genético —murmuró, irritado consigo mismo por aquellos locos pensamientos.
—Yo creo que tú también tienes tus defectos, Pedro Alfonso.
Él hizo una mueca.
—Será mejor que no hablemos de eso.
—Si tú no hablas de los míos, yo no hablaré de los tuyos.
—Trato hecho —sonrió Pedro.
La cena fue muy agradable. Pedro le contó algunos de sus casos, exagerando los elementos humorísticos solo para oírla reír.
Y habló de Bobby. Le contó como a su hijo le encantaba el sonido de las olas, cómo le gustaba que le hiciera cosquillas en la barriguita y cuánto le gustaba bailar. Era un placer y un sufrimiento hablar de él, pero Pedro intentó olvidar el dolor y se sumergió en la alegría que esos recuerdos llevaban a su corazón.
Bautista se comió su salchicha y después señaló el plato de Pedro.
—Más.
—Toma, Bautista , come un poquito de mi patata —dijo Paula, cortando la patata asada en trocitos.
—No —dijo el niño, señalando el plato de Pedro—. Papá más.
Papá. Como siempre, la palabra hacía sangrar el corazón de Pedro.
—Bautista, ¿qué quieres? ¿Quieres un poco de filete? —preguntó su madre, cortando un trocito de carne.
—¡No! —exclamó el niño—. Mamá, no. Papá. Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para disimular el nudo que tenía en la garganta.
—Parece que quiere un trozo del mío.
Cuando le cortó un trocito de filete y lo puso en su plato, Bautista le regaló una sonrisa beatífica y alargó la manita para tocar su brazo.
Pedro se emocionó. Aquel crío necesitaba un padre y, por alguna extraña razón, parecía haberlo elegido a él. El roce de la manita del crío en su brazo lo había dejado sin aire.
En otra vida, quizá Pedro habría podido convertirse en el padre que el niño deseaba. Pero no en aquella. El corazón de Pedro estaba demasiado lleno por el recuerdo de otro niño.
Cuando Sherry se había llevado a Bobby, también se había llevado su corazón y no dejó atrás nada que mereciera la pena.
En otra vida, podría haber querido a Bautista , pero en esta, a Pedro no le quedaba amor que dar.

Simplemente un beso: Capítulo 27

Pedro se concentró en los filetes, preguntándose por qué demonios la había invitado a cenar. Era una locura. Lo único que había querido era darle la caja con los juguetes de Bobby. Pero se había encontrado a sí mismo invitándola a cenar. Era como si las palabras hubieran salido de sus labios sin querer.
Pedro le dió la vuelta a los filetes. Le había resultado más fácil de lo que pensaba guardar las cosas de Bobby en una caja. Mientras lo hacía, los recuerdos lo envolvían… recuerdos de sus años con Bobby, de su cariño por él, del cariño del niño.
Al principio, luchó contra esos recuerdos, tesoros de un tiempo que ya no existía. Pero, al final, se rindió y lo sorprendió descubrir que unido a ese dolor había una gran alegría.
En algún momento, sin que se diera cuenta, la herida había empezado a cicatrizar. Aunque su corazón sangraría siempre por su hijo perdido, el dolor empezaba a ser soportable.
—Estás muy callado —dijo Paula entonces—. ¿Te duele la pierna? Quizá no deberías ir todavía sin muletas.
—No me duele. Estoy bien —dijo él, golpeándose la escayola—. Es que estoy concentrado para que no se me quemen los filetes.
Paula sonrió y esa sonrisa lo calentó por dentro.
—Seguro que sueles quemar la comida.
—Te sorprenderían las cosas que me pasan cada vez que intento cocinar.
—¿Tan malo eres? —rió ella.
—Terrible, el peor —sonrió Pedro—. Los perros no se comen la basura de mi casa porque tienen miedo a envenenarse.
Paula tomó la copa de vino, riendo.
—Pues entonces, quizá será mejor que yo supervise estos filetes.
—Sí, claro.
Estaba tan cerca que, a pesar del olor de la carne, Pedro podía oler su perfume. La proximidad de aquella mujer lo ponía nervioso. Y él nunca se había puesto nervioso al lado de una mujer.
Sí, desde luego besarla había sido un error. Antes del beso, Paula no era nada más que una chica irritante, una ayuda necesaria dadas las circunstancias. Pero en aquel momento, solo podía pensar que era una mujer muy atractiva y que besaba con una pasión conmovedora.
—Pedro, será mejor que les des la vuelta —la voz femenina interrumpió sus pensamientos, pero Pedro la miró sin entender—. Los filetes. Se te van a quemar.
—Ah, es verdad.
—¿Seguro que estás bien? —preguntó Paula, con expresión preocupada.
—Estoy perfectamente. Solo un poco distraído.
—¿Pensando en alguno de tus casos? Si necesitas que te lleve a alguna parte o que pase algún otro informe al ordenador, no dudes en pedírmelo.
—No, ya me he aprovechado de ti suficiente —dijo Pedro, añadiendo una salchicha a la parilla—. Me he aprovechado de que te sentías culpable cuando la verdad es que solo fue un accidente.
Paula sonrió.
—No podías aprovecharte de eso, porque no me sentía culpable. Aunque sí me sentía responsable —dijo, mirando a su hijo—. Debería haber estado vigilándolo. Normalmente, es un niño muy tranquilo. Lo pones en el suelo y se queda jugando. No sé qué le pasó el otro día.
Pedro miró a Bautista, que estaba jugando con un montón de bloques de plástico.
—Sí, la verdad es que parece más tranquilo que otros niños de su edad.
—En mi experiencia, hay dos clases de niños: los exploradores y los filosóficos. Bautista es filosófico —dijo Paula, inclinando la cabeza a un lado. Sus ojos eran entonces del color de las hojas recién cortadas—. ¿Cómo era Bobby?
Por un segundo, las viejas defensas de Pedro se levantaron y estuvo a punto de decirle que no era asunto suyo, que ese era un tema que no quería tocar.
Pero tan rápido como apareció, el instinto desapareció. Durante cinco largos años no había hablado de Bobby con nadie. Además de comprar los regalos el día de su cumpleaños y en Navidad, era como si no existiera, como si nunca hubiera existido porque así le resultaba más fácil seguir viviendo.

viernes, 24 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 26

Cuando el hombre de su vida apareciera, ella lo sabría inmediatamente y no tendría que cambiarlo. Sería perfecto.
Pero no podía explicarse la alegría que sintió al ver la casa de Pedro. No podía explicarse los fuertes latidos de su corazón ante la idea de volver a verlo.
—Papá —dijo Bautista, cuando lo tomó en brazos para subir las escaleras del porche.
—No es papá, cariño. Es Pedro —lo corrigió Paula.
Bautista rió, señalando la puerta.
—Papá —repitió.
Ella frunció el ceño mientras llamaba a la puerta. No pensaba discutir con un niño de dos años, pero aquella fijación de Bautista empezaba a preocuparla.
Pedro abrió la puerta y Paula se quedó sin aliento. Nunca le había parecido más guapo. Se había afeitado y llevaba el pelo peinado hacia atrás, unos pantalones azul marino, con una de las perneras cortadas para acomodar la escayola, y una camiseta de color azul claro que resaltaba el de sus ojos. Había dejado las muletas y solo se apoyaba en un bastón.
—Justo a tiempo.
Cuando entró, Paula percibió el olor a cera para muebles y limpiacristales. Obviamente, alguien había limpiado la casa de arriba abajo.
—Qué limpia está la casa.
—María vino ayer —explicó Pedro.
—¿Tuviste que darle un aumento?
—Esta vez tuve suerte. Había perdido en el bingo y llegó a casa contrita y sin ganas de pelea. Ven a la cocina.
Paula tomó la mano de Bautista y los tres fueron a la cocina, donde Pedro había estado preparando una ensalada.
Una vez allí, le dio al niño sus juguetes favoritos y Bautista se sentó en el suelo, tan contento.
—¿Quieres que la haga yo? —preguntó Paula, señalando la ensalada.
—Vale. Tengo que confesar que cortar tomates con una sola mano no es nada fácil. ¿Quieres una copa de vino?
—Sí, claro.
Entre ellos había una formalidad que no había existido antes y que la ponía un poco nerviosa.
—Toma —dijo él, poniendo una copa de vino a su lado mientras Paula cortaba los tomates—. Las patatas están en el horno y creo que la barbacoa está lista para los filetes.
—Qué bien. Cuando termine con la ensalada, ¿quieres que ponga la mesa?
—Ya lo he hecho yo. He pensado que podríamos cenar en la terraza.
Ella terminó de cortar los tomates y aliñó la ensalada antes de volverse.
—¿Alguna cosa más?
—No. ¿Por qué no vamos a la terraza? La barbacoa está preparada allí.
—Muy bien.
Tuvieron que hacer tres viajes hasta tenerlo todo preparado en la terraza, pero una vez hecho, Paula se sentó en una silla, con Pedro frente a la barbacoa y Bautista en el suelo.
—¿Cómo te gusta la carne?
—En su punto —contestó ella, preguntándose qué pasaba, por qué se portaban como dos extraños.
Algo había cambiado entre ellos y ese cambio la llenaba de una tensión que no había sentido antes estando con Pedro.
Mientras tomaba un sorbo de vino, lo estudió detenidamente. ¿Era Pedro quien provocaba la tensión porque ella conocía los secretos de su pasado? ¿Porque conocía su dolor?
Sabía que le había contado la historia de Sherry y Bobby a regañadientes y que probablemente no se la habría contado si ella no hubiera entrado en el dormitorio del niño por error.
Pero no creía que esa fuera la causa de la tensión que había entre ellos.
Los filetes se estaban haciendo y el aire se llenaba de un delicioso olor a carne. Pedro se apartó de la barbacoa para sentarse un rato y, al hacerlo, la pierna del hombre rozó la suya. Paula supo entonces sin duda qué estaba causando la tensión.
El beso. El recuerdo de aquel beso apareció de nuevo en su mente. Había sido un beso ardiente… ansioso. Ese beso la había turbado hasta el fondo de su ser, más de lo que la había turbado ningún otro.
Lo que había entre ellos era pura tensión sexual. Una tensión que aumentaba por segundos.
Y lo que realmente la molestaba era que, en su interior, deseaba que el beso se repitiera.
Paula no solo tenía pecas en la nariz, sino en el escote. Pedro se fijó en ellas cuando se inclinó para acariciar la cabecita de Bautista.
El movimiento le permitió ver no solo las pecas, sino la suave curva de sus pechos bajo el vestido. Por un momento, sintió que tenía mucho en común con los filetes que se estaban haciendo en la barbacoa. Estaba ardiendo, quemándose.

Simplemente un beso: Capítulo 25

Paula se despertó al amanecer. Después de comprobar que Bautista seguía dormido en su cuna, se levantó y preparó un café en la cafetera que había en la habitación del hotel. Mientras esperaba, se dió una ducha rápida y se vistió.
Minutos más tarde, con una taza de café en la mano, miró por la ventana intentando decidir que haría aquel día. El sol empezaba a salir, prometiendo otro día cálido y sin nubes. Pero la idea de pasar el día tumbada en la playa no le apetecía nada.
Bautista y ella habían pasado el día anterior en la playa, haciendo castillos en la arena y jugando a la orilla del mar. El aire fresco y el ejercicio los había dejado agotados y cuando volvieron a la habitación, se quedaron dormidos casi inmediatamente.
Quizá podrían ir a dar una vuelta por el pueblo, pensó, tomando un sorbo de café. Aunque Masón Bridge no tenía mucho que ofrecer a los turistas, Paula había visto un par tiendas en las que podría echar un vistazo. Pedro.
La imagen de aquel hombre llenaba su mente y una punzada de remordimiento la sorprendió al recordar cómo se habían despedido. Él estaba enfadado y ella se había sentido ofendida, pero hubiera deseado despedirse de otra forma.
Paula frunció el ceño, intentando apartar la imagen del hombre de su mente. No ganaba nada pensando en él.
Disfrutaría de sus vacaciones y después volvería a casa, a seguir con su vida. Pedro había sido una diversión, pero nada más. Como diría él: un barco pasando en la noche.
Consiguió no pensar en él durante toda la mañana, mientras Bautista y ella visitaban el pueblo. Volvieron al hotel después de las dos y el niño se quedó dormido inmediatamente, mientras Paula sacaba las cosas que había comprado.
Había encontrado una preciosa cajita de madera para su abuela, que las coleccionaba, y una camiseta para ella con el típico logo del pueblo. Solo esperaba que dormir con aquella camiseta no despertara recuerdos de cierto hombre moreno de ojos azules.
Después de guardar la cajita en su maleta, decidió llamar a su abuela y darle las gracias de nuevo por las vacaciones.
Pero cuando iba a descolgar el auricular, vió que la luz del contestador estaba encendida. Paula pulsó el botón y se sorprendió al escuchar la voz de Pedro.
—Paula, soy yo… Pedro. Pedro Alfonso. Esto… ¿podrías llamarme cuando llegues al hotel?
El mensaje terminaba con su número de teléfono.
Paula dudó un momento antes de marcar. ¿Para qué habría llamado? ¿Se habría dejado algo en su casa? No podía ser, no recordaba haberse dejado nada.
Entonces, ¿para qué la había llamado? Parecía incómodo, nervioso. No parecía el mismo Pedro Alfonso.
—Solo hay una forma de enterarse de lo que quiere —murmuró para sí misma, antes de marcar el número—. Pedro, soy yo —dijo, aparentando una tranquilidad que no sentía.
—Hola, Paula.
Paula intentó ignorar el vuelco que dió su corazón al escuchar la ronca voz masculina. Era ardor de estómago, se dijo, probablemente a causa de la comida picante.
—He recibido tu mensaje. ¿Qué ocurre?
—Tengo algo para tí y quería saber si podías pasarte por mi casa.
—¿Algo para mí? —repitió ella, sorprendida.
—No es nada importante, solo algo que he pensado que te vendría bien —dijo él, nervioso—. ¿Puedes pasarte por mi casa?
—¿Ahora mismo? —preguntó ella, mirando al niño dormido—. Bautista está durmiendo, así que tendría que ser por la tarde.
Al otro lado del hilo hubo una larga pausa.
—¿Por qué no vienes a cenar? Tengo un par de filetes en el congelador y podría hacer una barbacoa… a menos que tengas otros planes.
—No tengo otros planes.
Estaba confusa. Dos días antes, prácticamente la había echado de su casa y, de repente, quería que fuera a cenar con él.
—¿Por qué no vienes con el niño alrededor de las ocho? Tengo salchichas para él.
—Muy bien. Nos veremos a las ocho.
Dulce colgó, más confundida que nunca. Casi le parecía como si Pedro le hubiera pedido una cita. Pero eso era ridículo.
Aun así, aquella tarde mientras se arreglaba, sentía que estaba vistiéndose para una cita. Después de probarse todo lo que había llevado en la maleta, se decidió por un vestido rosa muy informal, pero algo más elegante que unos pantalones cortos.
Un poco de máscara de pestañas, un poco de brillo en los labios, un poquito de perfume y… estaba lista para salir.
Con Bautista en un brazo y la bolsa de los pañales en el otro, entró en su coche y se dirigió a casa de Pedro Alfonso.
Mientras conducía, intentaba controlar los nervios. Pedro era un pesimista, un antipático y un hombre sin sueños ni esperanzas.
Pero sabía que sería más fácil pensar eso de él si no conociera sus circunstancias.
En realidad, le gustaba Pedro. Pero se negaba a permitir que sus sentimientos por él fueran más allá de eso.
Su príncipe azul no sería huraño y tampoco sería un hombre sin esperanzas. Paula había intentando convertir a Bill en el hombre de sus sueños y no había funcionado. No pensaba cometer el mismo error intentando convertir a Pedro Alfonso en lo que no era.

jueves, 23 de octubre de 2014

Simplemente un beso:Capítulo 24

Pedro  abrió los ojos de nuevo y se quedó mirando las olas. Se alegraba de que se hubieran ido. No necesitaba a una pecosa llena de sueños y a su delincuente hijo alrededor.
Las primeras sombras de la noche envolvieron la casa y Pedro hizo un par de llamadas para retrasar algunos casos hasta que pudiera moverse.
Más tarde, recibió la llamada de su colega en el cuerpo de policía, informándole de que Samuel Jacobson había aceptado pagar la pensión que le debía a sus hijos. Un poco más contento, Pedro encendió el televisor.
Después de ver una serie cómica, se dio cuenta de por qué nunca veía la televisión. La serie era estúpida y las risas enlatadas, irritantes.
Cuando apagó el aparato, el silencio se instaló de nuevo en la casa. ¿Por qué lo molestaba tanto cuando nunca antes lo había molestado? Pedro no quería ni pensar cuál era la respuesta.
Por fin se fue a la cama y se quedó dormido casi inmediatamente, pero durmió mal, dando vueltas casi hasta el amanecer. Se despertó tarde y estaba tomando una taza de café cuando alguien llamó al timbre.
Pedro se levantó, apoyándose en las muletas. Paula debía haber encontrado alguna razón para volver, pensó. Sin darse cuenta de que tenía una sonrisa en los labios, se dirigió a la puerta. Pero no eran Paula y Bautista, sino María.
La desilusión que sintió al verla lo confundió.
—¿Qué haces aquí? Creí que habrías metido en una maleta el dinero que ganaste en el bingo y te habrías marchado del país.
—Nunca me marcharía del país sin dejar a alguien que cuide de tí —replicó la mujer, entrando en la casa como si fuera la suya.
Pedro levantó una ceja; incrédulo.
—Ya. ¿Cuánto has perdido?
María entró en la cocina, se sirvió una taza de café y se dejó caer sobre una silla.
—Yo solo pensaba comprar cinco cartones, pero mi hermana insistió en que comprara más porque era mi día de suerte. Menuda suerte —suspiró la mujer—. Mi hermana dice que tiene poderes psíquicos, pero yo más bien creo que es una psicópata.
A pesar de su mal humor, Pedro sonrió.
—¿Una sonrisa? ¿Qué te pasa, estás enfermo? — preguntó María, irónica—. Espera, estoy teniendo una visión.
—Creí que la que tenía poderes psíquicos era tu hermana —replicó Pedro, burlón.
María abrió un ojo.
—Es una cosa de familia. Veo una mujer con el pelo rubio y las piernas largas. Tiene un niño pequeño… un niño rubito con los ojos azules. Creo que han sido ellos los que te han devuelto la sonrisa.
Por un momento, Pedro se quedó petrificado, pero entonces recordó que el día que había despedido a María, ésta salía de casa cuando Paula llegaba con el coche.
—Espera… yo también tengo una visión —dijo entonces Pedro—. Veo una señora de la limpieza que se mete donde no le llaman, que suele perder en el bingo y que está intentando convencer a su patrón de que vuelva a contratarla.
—Eso prueba que ninguno de los dos es *****.
—¿Quieres seguir trabajando para mí o no?
Las cejas grises de María bailaron sobre sus ojos.
—¿Vas a darme un aumento?
—No. Esta vez, no. Ya te pago el doble del salario normal.
—Pero me lo merezco.
Pedro rió, preguntándose cómo conseguía rodearse siempre de mujeres tan listas. Primero María, después Paula. Las dos eran obstinadas, discutidoras y optimistas. María estaba convencida de que cualquier día ganaría la lotería o el bingo. Estaba tan convencida de eso como Paula de que encontraría a su príncipe azul.
— Si quieres, puedo empezar a trabajar ahora mismo.
—Muy bien. Voy a guardar las cosas de Bobby en el armario para que puedas limpiar la habitación.
María lo miró, sorprendida. La habitación de Bobby había estado hasta entonces cerrada para todo el mundo, incluida ella.
—Vale. Voy al coche por mi bata y vuelvo enseguida —dijo, levantándose de la silla.
Pedro permaneció sentado durante unos segundos. Se había sorprendido a sí mismo diciendo que iba a guardar las cosas de Bobby. Pero entonces se dio cuenta de que la idea llevaba toda la mañana dando vueltas en su cabeza.
Cuando entró de nuevo en la habitación, vio los juguetes con los que Bobby no jugaría nunca, la ropa que ya no le valdría…
No había razón para guardar aquellas cosas. Pedro sabía que el día de su cumpleaños compraría otro regalo. Seguiría añadiendo cosas a la colección, pero no había razón para conservar las que se habían quedado pequeñas.
Debería dárselas a alguien que pudiera usarlas, pensó, mirando un jersey con ositos azules. Era de la talla de «Terminator». Una sonrisa iluminó su rostro al pensar en Bautista.
No sabía cómo había pasado, pero ese niño se le había metido en el corazón. No había nada en aquel niño rubio de ojos azules que le recordara a su hijo y sabía que su afecto por Bautista  no era una transferencia de sentimientos.
Bautista era simplemente Bautista. Pedro dejó el jersey sobre la cama y después fue al armario para buscar unas cajas.
Cuando terminase de guardar las cosas, llamaría a Paula y le diría que fuera a buscarlas.
Pero se negaba a reconocer que su corazón se aceleraba ante la idea de volver a verla.

Simplemente un beso: Capítulo 23

No debería importarle si tenía esperanzas o creía en el amor. Ni si tenía sueños secretos. No debería importarle y, sin embargo, el vacío de sus ojos, el frío desdén que había en su voz rompían su corazón. No debería importarle, pero le importaba.
—Mira, Paula—empezó a decir Pedro entonces, pasándose una mano por el pelo—. Has sido una enorme ayuda para mí durante los últimos días. Has pasado mis informes al ordenador, me has hecho el desayuno y me has ayudado a vigilar a un canalla. ¿Por qué no hacemos las paces? Ya no me debes nada, así que puedes volver a tus vacaciones y yo puedo volver a mi vida.
—Eso no suena nada mal.
Obviamente, Pedro quería que desapareciera de su vida. Y ella no pensaba quedarse donde no era bienvenida.
Paula tomó a Bautista en brazos y aunque el niño protestó, ella decidió ignorarlo. Seguramente no habría terminado de cenar, pero compraría una hamburguesa o cualquier otra cosa en el camino.
—No olvides la bolsa de los pañales —dijo Pedro, con expresión indescifrable.
—No te preocupes —replicó ella—. No pienso volver por aquí.
Después de eso, salió de la cocina y fue al salón para tomar la bolsa y la mantita de Bautista.
—¿Paula?
Ella se volvió desde la puerta.
—Espero que disfrutes de tus vacaciones.
—Tengo intención de hacerlo.
Unos minutos más tarde, con Bautista sentado en su silla de seguridad y solo cuando la casa de Pedro había desaparecido de su vista, Paula reconoció el vacío que sentía en el corazón.
Suponía que era debido a que, como auxiliar de clínica, estaba preparada para ayudar a la gente. Pero, como auxiliar de clínica, reconocía que había personas a las que no se podía ayudar. Y sospechaba que Pedro era una de esas personas.
Aunque no estaba físicamente enfermo, Pedro sufría una enfermedad del alma más terrible que cualquier otra y mucho más difícil de curar.
Además, él no era paciente suyo. No era más que un hombre al que había conocido durante sus vacaciones, un hombre al que había visto solo durante unos días. Estaba segura de que no volverían a verse, pero tenía la terrible sensación de que la imagen de Pedro Alfonso seguiría en su corazón durante mucho tiempo.
Pedro siempre se había sentido cómodo en el silencio de su casa. No era un hombre que encendiera la radio o la televisión para no sentirse solo. Pero en cuanto Paul y Bautista se marcharon, el silencio le pareció sofocante.
Limpió la cocina, guardó el resto de comida china en la nevera, preparó un vaso de té helado y salió a la terraza.
Sentado en una silla, apoyó los pies sobre otra mientras miraba las olas.
A Bobby le encantaba la playa… le encantaba jugar en la arena. Incluso cuando era solo un bebé y empezaba a llorar, lo único que tenía que hacer era sacarlo a la terraza y la brisa y el sonido de las olas lo calmaban.
Bobby.
Maldita fuera Paula Chaves  por recordarle lo que había perdido. Todo iba bien hasta que ella había entrado en la habitación del niño. Cuando por fin había conseguido apartar de sí el dolor, seguir adelante y aceptar la pérdida de su hijo.
Pero mientras miraba la playa, el dolor parecía llegar al mismo ritmo que las olas.
Si no tuviera una pierna escayolada, iría a correr un rato. Correría hasta que estuviera exhausto y no pudiera pensar, ni sentir. Desgraciadamente, en aquel momento esa no era una opción.
Pedro  cerró los ojos, pensando que si dejaba de mirar las olas quizá dejaría de pensar en Bobby.
Y funcionó. Casi instantáneamente, su mente se llenó del recuerdo del beso que había compartido con Paula nen la cocina. Recordó la suavidad de sus labios, la presión de sus pechos contra su torso… y ese recuerdo hizo que se sintiera acalorado.
Había sabido instintivamente que el beso sería agradable. Lo que no había esperado era la pasión, el abrumador deseo que lo devoraba mientras la tenía en sus brazos.
Aquel deseo era debido únicamente a que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. No tenía nada que ver con las pecas que bailaban sobre la nariz de Paula ni con sus ojos, que parecían invitar a un hombre a ahogarse en ellos.
Su deseo por ella no era debido a que poseía un sentido del humor parecido al suyo y lo hacía reír como no había reído en mucho tiempo. Su deseo por ella no tenía nada que ver con aquel precioso niño que parecía confundirlo con su papá.
Los echaba de menos. Solo se habían ido de su casa una hora antes, pero sentía su ausencia. Habían aparecido en su vida, llevando el caos y la risa y, de repente, no estaban.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Simplemente un beso:Capítulo 22

Un grito de Bautista interrumpió los pensamientos de Paula y su cena. Cuando entró en el salón, el niño estaba sentado en el sofá, restregándose los ojitos.
—Hola, renacuajo.
El niño levantó los bracitos, sonriendo, y ella lo abrazó con fuerza, apenada por la terrible historia de Pedro.
Pero Bautista, ajeno al drama, mostró su desagrado ante el apasionado abrazo y Paula tuvo que dejarlo en el suelo.
—Seguro que tienes hambre.
—¿Le gusta la comida china? —preguntó Pedro cuando entraron en la cocina, de nuevo huraño como de costumbre.
—En realidad, Bautista come de todo —contestó Paula, echando en un plato un poco de pollo agridulce. El niño probó un poco y sonrió a Pedro, como para probarle su amplia variedad de experiencias culinarias.
—Será mejor que no le des un palillo. No me quiero ni imaginar lo que podría hacer con él.
Paula iba a replicar con otra broma, pero una mirada al rostro de Pedro la detuvo. Estuvieron en silencio durante un rato. Él mantenía la expresión seria como un escudo, como retándola a romper el muro de silencio que había erigido.
Y, de nuevo, cuando el silencio se alargó, Paula se encontró a sí misma pensando en Bobby. Según lo que Pedro le había contado, el niño debía tener en aquel momento unos ocho años.
No podía imaginar por qué Sherry había querido alejarlo de su padre y tampoco podía imaginar por qué no lo había registrado con sus apellidos en la partida de nacimiento. Imaginaba que Pedro no querría seguir hablando del asunto, pero no podía evitar sentir curiosidad.
—¿Pedro?
—¿Qué?
—¿Por qué Sherry no te inscribió como padre en la partida de nacimiento? ¿Es posible que Bobby no sea tu hijo?
Casi lamentó haber preguntado al ver cómo el dolor oscurecía los ojos del hombre. Por un momento, pensó que iba a enfadarse, que iba a decirle que se metiera en sus asuntos. En lugar de eso, Pedro dejó el tenedor a un lado, tomó un sorbo de agua y frunció el ceño, pensativo.
—Bobby es mi hijo. Estoy completamente seguro de eso. Todo el mundo decía cómo se parecía a mí. Aunque tenía los ojos marrones como su madre, era mi vivo retrato.
—Entonces, ¿por qué Sherry no te registró como padre del niño?
Pedro se apoyó en el respaldo de la silla. —No estoy seguro. No puedo saber qué se le pasó por la cabeza en ese momento, pero he especulado mucho.
—Oto —dijo Bautista, alargando una manita pringosa.
Paula le dió otro trozo de pollo y después se concentró en Pedro.
—¿Y?
—Creo que Sherry sabía que no iba a quedarse conmigo durante mucho tiempo. Creo que no puso mi nombre en la partida de nacimiento porque no quería que hubiera problemas sobre la custodia del niño, nada que la atase a mí.
—¿Y tampoco quería que el niño tuviera una relación con su padre?
Pedro sonrió, pero era un gesto carente de humor.
—No me gusta hablar mal de los muertos, pero el hecho es que Sherry podía ser extremadamente egoísta. No pensaría en el interés de Bobby, solo en el suyo propio. No quería problemas de ningún tipo y compartir la custodia del niño habría sido un problema.
—Qué triste —murmuró Paula, mirando a Bautista—. Parece injusto que tú quieras ser padre y no encuentres a tu hijo y que yo tenga un hijo cuyo padre no quiere saber nada de él.
Una sonrisa cínica curvó los labios de Pedro.
—¿Es que aún no te has dado cuenta de que la vida es injusta, que el amor no lo conquista todo y que los sueños son meras fantasías que te da la vida para desear lo que no puedes tener?
—Pero tú debes creer que, algún día, habrá un final feliz para ti y para Bobby, que lo encontrarás.
—Dejé de buscarlo hace dos años.
—¿Por qué? —preguntó Paula, incrédula.
Pedro se levantó y llevó su plato al fregadero.
—Porque no valía de nada —contestó cuando estaba de espaldas—. Nadie podía decirme nada, era imposible localizarlo. Este es un país muy grande.
—Pero…
Pedro se volvió entonces y la miró con expresión de furiosa amargura.
—Yo soy el mejor investigador del estado y mi especialidad es buscar gente que ha desaparecido, pero no he podido encontrar a mi hijo.
—Pedro… —empezó a decir Paula, levantándose—. Yo creo que deberías volver a Miami y seguir buscando a Bobby.
— Mira, tú puedes creer en cuentos de hadas, pero no intentes que los crea yo.
Si un tono de voz pudiera matar, Paula sería cadáver. En la voz del hombre había una profunda desesperanza y le hubiera gustado abrazarlo, consolarlo hasta que se convenciera de que podría haber un final feliz para él.
Pero, por supuesto, eso sería una tontería. Pedro Alfonso no significaba nada para ella y no debería importarle si durante el resto de su vida era el hombre más amargado del mundo.

Simpelmente un beso: Capítulo 21

Paula había querido consolarlo, pero cuando los labios de Pedro se aplastaron contra los suyos, ese deseo de consuelo se vió reemplazado por una emoción más fuerte.
Pedro no le dió ocasión de respirar, ni de pensar mientras tomaba ansiosamente su boca. La rodeó con sus brazos, apretándola contra él como si quisiera atravesarla.
Paula puso las manos sobre su pecho, pensando en empujarlo para protestar por la caricia. Pero, de repente, sus brazos, como por voluntad propia, empezaron a subir por el duro torso del hombre hasta enredarse en su cuello. Sin pensar, se abandonó al sensual asalto.
Se dió cuenta de que quería que Pedro la besara. Por instinto, había sabido que él besaría con una pasión desenfrenada. Y, realmente, no se había equivocado.
Pedro introdujo la lengua en su boca, haciéndola bailar con la suya. Al mismo tiempo, había conseguido meter la mano sana dentro de la camiseta para acariciar su espalda.
La suave caricia, unida al calor del beso, hizo que una ola de deseo la recorriera. Su cabeza se llenó del aroma del hombre, la masculina fragancia de colonia fresca y jabón.
Pedro Alfonso podría no ser su príncipe azul, pero desde luego sabía besar.
Entonces, él abandonó sus labios y empezó a besarla en el cuello. Paula sabía que lo sensato sería apartarse, distanciarse de aquel roce embrujador, de la magia de sus labios.
Pero no quería ser sensata y no quería distanciarse. Ni siquiera estaba segura de poder dar un paso atrás porque le temblaban las piernas.
Sin pensar en las consecuencias, echó hacia atrás la cabeza y cuando enredó los dedos en su pelo, se sorprendió al notar que era sedoso y suave.
—Paula—susurró Pedro, mordisqueando su oreja—. Te deseo tanto…
Esas palabras, pronunciadas con voz ronca, enviaron un escalofrío de excitación por todo su cuerpo. Pero junto con el escalofrío llegó el primer susurro de sentido común.
Podía permitirse a sí misma caer en la red embrujadora que él estaba tejiendo a su alrededor, enterrar la cabeza y dejar que le hiciera el amor. Pero, ¿qué pasaría después?
Como máximo, sería un buen recuerdo de vacaciones para llevarse a casa, un apasionado souvenir de una noche con el hombre equivocado. Pedro no era hombre para ella y Paula no pensaba cometer el mismo error que había cometido con Bill.
Además, estaban muy emotivos justo antes de besarse. No confiaba en los sentimientos de Pedro hacia ella, no creía en la sinceridad de su pasión. Era solo fruto del momento.
—Pedro… —empezó a decir, empujándolo suavemente.
Él la soltó, como asustado de su propia pasión.
—Perdona —se disculpó, con los ojos brillantes—. Hace mucho tiempo que no tenía una mujer en los brazos y me he dejado llevar. No volverá a ocurrir.
Pedro se sentó a la mesa y empezó a servirse arroz. Paula se sentó también, temblando aún por las sensaciones que él había despertado.
—También hace mucho tiempo que no me abrazaba un hombre. Y también me he dejado llevar.
Pedro le dió un plato con pollo agridulce.
—¿No has estado con nadie desde… el padre de Bautista?
Ella se puso colorada.
—No —contestó—. ¿Y tú?
—Ha habido un par de barcos que pasan en la noche, pero no muchos y ninguno duró demasiado. Encontrar mujeres que entiendan lo que hay es muy difícil.
—¿Y qué es «lo que hay», Pedro?
Él tomó un trozo de pollo y masticó cuidadosamente. El brillo de sus ojos había desaparecido.
—La mayoría de las mujeres quieren cenas a la luz de las velas, miradas llenas de pasión, palabras dulces que no significan nada y, lo peor de todo, compromiso. A mí lo único que me interesa es una sana relación física, sin ataduras emocionales.
Si Paula había sentido algún remordimiento por detener aquel beso, el remordimiento desapareció instantáneamente. Aquella explicación demostraba la enorme diferencia que había entre ellos.
Le gustaba Pedro y se sentía muy atraída por él, pero ella nunca sería uno de esos «barcos que pasan en la noche». Sabía que su cuerpo y su corazón estaban unidos y hacer el amor para ella era mucho más que una simple y sana relación física.
Durante unos minutos comieron en silencio. Mientras Paula disfrutaba la comida, le daba vueltas a la historia de Pedro.
Tenía un hijo… un hijo al que obviamente quería y que había perdido. Le apenaba mucho su pérdida. Paula no podía imaginar la vida sin Bautista.
Querer a un hijo, como Pedro había querido al suyo durante tres años, verlo crecer, enseñarle a andar, verlo experimentar con todo, abrazarlo y… perderlo después, debía ser una experiencia trágica.

lunes, 20 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 20

—No, gracias —dijo Paula—. Comeré más tarde.
Él tampoco tenía hambre en ese momento.
—Le supliqué que se casara conmigo, pero ella no quería saber nada del matrimonio, decía que todo iba demasiado rápido, que teníamos que esperar. Aun así, se vino a vivir conmigo. Bobby nació un cinco de abril —siguió relatando. Los recuerdos felices lo envolvieron al recordar el día que su hijo llegó al mundo, llorando y moviendo los bracitos como un boxeador—. Pesó tres kilos ochocientos y era el niño más guapo del mundo —añadió, pasándose la mano por el pelo—. Le pedí a Sherry que se casara conmigo una y otra vez, pero se negaba. A mí me parecía importante el matrimonio, pero ella no lo veía así.
Pedro se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia la playa, sin verla, reviviendo el pasado.
—Yo sabía que Sherry no era feliz, que había empezado a darse cuenta de que era mejor amante que madre. Decía que odiaba mi trabajo, así que dejé la policía y me hice investigador privado. Pensé que si estaba en casa más tiempo, las cosas irían mejor. Pero ella estaba inquieta, rara y solía salir todas las noches mientras yo cuidaba de Bobby. Yo sabía que las cosas iban a cambiar, pero estaba decidido a que, pasara lo que pasara con nuestra relación, seguiría siendo parte de la vida de mi hijo. Una mañana me fui a trabajar y cuando volví, Sherry y Bobby habían desaparecido.
—Qué horror.
Pedro se volvió y al ver la compasión que había en los ojos de Paula su expresión se suavizó.
—Me dejó una nota diciendo que había llegado el momento de marcharse, que la rutina la asfixiaba. Y que no intentara encontrarlos.
—¿Y lo hiciste?
—¿Que si intenté encontrarlos? Fue lo único que hice. Estuve dos años buscándolos, usando todos los recursos que poseía, todos mis contactos. Pero no valió de nada. Era como si se hubieran desvanecido.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—Hace cinco años. Hace tres me enteré de que Sherry había muerto en un accidente de tráfico en Miami y que Bobby fue entregado a los Servicios Sociales.
—¿Y nadie se puso en contacto contigo? —preguntó Paula, levantándose.
—Aparentemente, los Servicios Sociales dejaron a Bobby con una familia de acogida. Me puse en contacto con una asistente social de Miami, pero no sirvió de nada. El informe oficial decía que Bobby era de «padre desconocido» —la amargura en su expresión era tan grande que Paula estuvo a punto de abrazarlo—. Entonces descubrí que Sherry no me había registrado como padre del niño en la partida de nacimiento. Legalmente, no tenía ningún derecho.
—¿Y qué ocurrió después?
—Volví a mi casa y esperé que la asistente social se pusiera en contacto conmigo, pero ella no hacía más que darme largas, no me ofrecía soluciones. Aparentemente, no había solución. Me pasé un año entero bebiendo y hace un año decidí seguir adelante con mi vida —contestó Pedro —. Y ese es el final de mi triste historia.
De repente, estaba agotado, como si contar su pasado lo hubiera dejado exhausto. La pierna y la mano rotas le dolían más que nunca en ese momento.
—¿Y las cosas que hay en su habitación? —preguntó Paula.
—Son para Bobby. Cada cinco de abril, cada Navidad, le compro un regalo. No sé por qué lo hago.
Paula se acercó y puso una mano sobre su cara.
Estaba tan cerca que Pedro podía sentir sus pechos rozando su torso, podía sentir el calor del cuerpo femenino atravesando el suyo.
—Lo siento mucho. No puedo imaginar cómo debe doler perder a un hijo.
El aliento femenino rozaba su cara y sus labios estaban tan cerca que si se hubiera inclinado un poco los habría capturado.
—Y espero que nunca lo sepas.
El dolor de los recuerdos se veía atenuado por el deseo que provocaba en él aquella mujer.
Sabía que Paula solo intentaba consolarlo y hubiera querido aceptar el consuelo, dejar que su deseo por ella borrara las huellas del dolor. Sin dudar un momento, Pedro acercó su boca a los labios femeninos que lo tentaban.

Este capítulo se lo dedico especialmente  a @SilvinaAraceliR, Sil acá tenés el cap que tanto querías

Simplemente un beso: Capítulo 19

Osos de peluche, camiones de plástico, un guante de béisbol, ropa de varios tamaños, todo colocado como si esperase la llegada de un niño en cualquier momento. ¿Por qué? ¿De quién era aquella habitación?
¿Por qué tenía Pedro, un hombre que no estaba casado y decía no soportar a los niños, una habitación como esa en su casa? Esas y otras preguntas no dejaban de dar vueltas en su cabeza mientras se acercaba a la cuna.
—¿Qué estás haciendo aquí?
Paula se volvió, sobresaltada. estaba en la puerta, con los ojos brillantes de furia.
Pedro sabía que su furia era desproporcionada, pero en aquella habitación estaban todos sus sueños rotos, en aquella habitación estaban todas sus esperanzas muertas.
Llevaba meses sin entrar allí y no quería que nadie descubriera su secreto.
—Yo… pensé que era el cuarto de baño. Lo siento.
Paula dió un paso atrás, perpleja.
—El baño está al otro lado del pasillo.
Estar en aquella habitación era como volver atrás en el tiempo… un tiempo en el que un niño de rizos oscuros había reído y saltado en la cuna, un niño que lo llamaba «papá», que le daba besos y capturaba su corazón.
Pedro se acercó a la cama, que había comprado como regalo cuando Bobby cumplió tres años y… en la que nadie había dormido nunca. El coche de bomberos había sido el regalo del cuarto cumpleaños, el guante de béisbol, del quinto. Osos de peluche, ropa… regalos de Navidad nunca abiertos, un futuro cercenado.
Pedro ni siquiera vió a Paula saliendo de la habitación, no se dio cuenta del tiempo que pasaba mientras miraba aquellos juguetes con los que nunca jugaría nadie.
No sabía por qué seguía comprando regalos de cumpleaños para un niño que había perdido.
Había un montón de cuentos sobre una cómoda. Cuántas veces le había leído esos cuentos a su hijo… Eran los últimos regalos que había podido darle a Bobby.
El sonido del timbre lo sacó de su ensueño. Pedro salió de la habitación y cerró la puerta, dejando atrás el pasado… y el dolor.
Debía haber estado en la habitación durante casi media hora porque la persona que llamaba al timbre era el mozo del restaurante chino.
Paula había puesto la mesa y estaba frente a la ventana, de espaldas a él.
—Espero que tengas hambre. He pedido suficiente comida como para diez personas —dijo Pedro, intentando que su voz sonara natural. Después, se dejó caer en una silla y le hizo un gesto para que se sentara frente a él—. No te preocupes. No soy un pervertido ni nada de eso.
—No había pensado que lo fueras.
Sus ojos, tan verdes y claros, mostraban confusión, pero Pedro tenía la impresión de que si no decía nada, si no le daba una explicación, ella respetaría su privacidad.
—Se llamaba Bobby —las palabras salieron de sus labios sin que pudiera controlarlas y al pronunciar aquel nombre los recuerdos lo envolvieron—. Tenía casi tres años la última vez que lo vi.
—¿Era tu hijo?
Pedro asintió, aunque la palabra «hijo» le parecía demasiado simple, demasiado pequeña para explicar lo que ese niño había significado para él. Bobby había cambiado su mundo, había sido el catalizador de todos sus sueños y esperanzas.
—¿Qué pasó? ¿Es que ha… ha muerto? —preguntó Paula, un poco trémula.
—No. Al menos, creo que no —suspiró Pedro—. Aunque hay días en los que hubiera sido más fácil si fuera así. Entonces, al menos habría habido un final.
—No te entiendo. ¿Qué pasó?
Pedro empezó a servir la comida, en silencio. Había pasado el último año intentando desesperadamente no pensar en Bobby, intentando tragarse el dolor, intentando olvidar.
—Conocí a Sherry, la madre de Bobby, cuando era policía. Alguien había entrado en su apartamento y yo estaba de servicio aquel día. Sherry era muy guapa y muy simpática. Entre nosotros hubo una atracción inmediata y dos meses después, estaba embarazada —le contó Pedro, ofreciéndole un poco de arroz.

Simplemente un beso: Capítulo 18

De nuevo, Pedro dudó antes de contestar.
—No, ella no tiene dinero para contratar un detective. De vez en cuando, trabajo como voluntario para una organización que ayuda a mujeres cuyos ex maridos no pasan pensión a los hijos.
Ella lo miró, incrédula. Aquel hombre era una caja de sorpresas. Decía no soportar a los niños y, sin embargo, trabajaba como voluntario en una asociación dedicada precisamente a ayudarlos.
¿Qué otras sorpresas guardaría? Una cosa era segura, Pedro Alfonso era mucho más de lo que decía ser.
—¿Cómo has sabido que Jacobson hoy estaría aquí? —preguntó entonces, por curiosidad.
—Me he hecho amigo de los vecinos —contestó Pedro, señalando una de las casas—. Samuel siempre los llama para decir cuándo va a venir porque le gusta que aireen la casa. Por eso sé que hoy estará aquí. Jacobson llamó ayer a su vecino y él me llamó a mí.
Paula asintió, pensativa.
—¿Quieres que lo siente en la sillita? —preguntó, señalando a Bautista.
—No, aquí está bien. Mientras no me dé un codazo en las costillas o me saque un ojo con el dedo.
—Creo que estás á salvo —sonrió ella, sacando una bolsa de caramelos y ofreciéndole uno a Pedro, pero él negó con la cabeza—. ¿Y por qué trabajas como voluntario para esa asociación? —se atrevió a preguntar Paula entonces.
—No lo sé. Es una causa justa.
—Debo admitir que me sorprende. Pareces más el tipo de persona que trabajaría para una asociación dedicada a encerrar niños en la cárcel.
Él hizo una mueca.
—Me lo merezco. La verdad es que contigo he sido un ogro, ¿verdad?
—Es difícil no serlo cuando se tiene una pierna rota.
Pedro iba a decir algo, pero se detuvo cuando un coche gris paró frente a la casa que estaban vigilando.
Un hombre bajito y grueso salió del coche y entró en la casa.
—¿Es él? —preguntó Paula en voz baja.
—Sí —contestó Pedro, sacando el móvil del bolsillo—. Venid a buscarlo —dijo, después de marcar un número. Después, colgó y miró a Paula—. Ahora solo tenemos que esperar para ver si mi colega llega antes de que ese tipo vuelva a desaparecer.
Unos minutos después, un coche patrulla paraba tras el coche gris y dos policías entraban en la casa. Dulce contuvo el aliento.
—¡Sí! —exclamó Pedro cuando los policías volvieron a salir, llevando a Jacobson esposado—. ¡Por fin!
—¿Y ahora qué pasa?
—Samuel Jacobson tendrá que enfrentarse con un juez y nosotros nos iremos a casa y lo celebraremos con una buena cena.
—Eso suena bien. Pero antes hay que colocar a Bautista en su silla —sonrió Paula—. ¿Qué hay de cena? —preguntó, de nuevo frente al volante.
—¿Te gusta la comida china?
—Me encanta.
—Estupendo. Pediremos comida china entonces —sonrió Pedro—. Paula, muchas gracias por todo lo que has hecho por mí.
—De nada —dijo ella, intentando ignorar el calor que los ojos del hombre le hacían sentir.
Pedro Alfonso irascible era soportable. Pedro Alfonso simpático era muy peligroso.
Cuando volvieron a casa, Bautista seguía durmiendo. Paula lo tumbó en el sofá, sujetándolo con dos almohadones para que no se cayera.
—¿Qué quieres que pida para ti? —preguntó Pedro desde la cocina.
—Cualquier cosa. Sorpréndeme —contestó ella, cubriendo al niño con una manta.
—Si quieres lavarte un poco, puedes ir al baño. Yo voy a llamar para pedir la cena.
Paula salió al pasillo para buscar el cuarto de baño. Sabía que la última habitación era el dormitorio de Pedro, pero no estaba segura de cuál de las otras puertas era el baño.
Cuando abrió la primera, se quedó helada. No era el cuarto de baño, era la habitación de un niño.
Estaba empapelada con dibujos infantiles y sobre la cuna de madera había una manta con ositos. Al otro lado de la habitación había una camita pequeña cubierta de juguetes.
Paula sabía que debía dar un paso atrás y cerrar la puerta, pero la curiosidad la obligó a entrar.

domingo, 19 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 17

Paula no había pensado en lo cerca que estarían, pero según pasaban los minutos… y las horas, empezó a encontrarse incómoda.
El aroma de la colonia de Pedro llenaba el coche, un olor fresco, masculino. Como siempre, estaba un poco despeinado y eso le daba un aspecto viril y deportivo que Paula encontraba muy seductor.
Llevaba pantalones cortos y una camiseta gris que dejaba al descubierto los bronceados bíceps. La escayola que cubría una de sus piernas no le robaba atractivo. Todo lo contrario.
Pedro emanaba una energía tan masculina que la hacía ponerse tensa.
Y se preguntaba si Bautista también lo sentía porque el niño estaba más inquieto que de costumbre. Después de tirar el plátano al suelo, empezó a gimotear y a emitir los sonidos típicos de un niño que necesitaba desesperadamente una siesta.
—¿Qué le pasa? —preguntó Pedro cuando Paula se volvió por enésima vez para intentar consolarlo.
—Debería estar dormido, pero no quiere cerrar los ojos —contestó ella, ofreciéndole uno de sus juguetes favoritos. Pero el niño lo tiró al suelo y siguió llorando—. Quizá si lo saco de la sillita un rato…
No quería que Pedro se pusiera nervioso y haciendo un esfuerzo, desabrochó el cinturón de seguridad y lo colocó en su regazo.
Paula apretó al niño contra su pecho, dándole golpecitos en la espalda para que se durmiera. Pero Bautista estaba rígido y luchaba con todas sus fuerzas para contrarrestar los esfuerzos de su madre.
—Dámelo a mí —dijo Pedro.
Paula lo miró, asustada.
—No irás a tirarlo por la ventanilla, ¿verdad?
Él sonrió, con una de esas sonrisas que aceleraban su corazón.
—Te prometo que si me dan ganas de tirarlo por la ventanilla, primero te consultaré. Dámelo un momento.
Bautista se dejó tomar por los fuertes brazos del hombre.
—Muy bien, pequeñito. ¿Qué te pasa? —le preguntó. El niño miró a Pedro con los ojitos muy abiertos—. ¿Es que no sabes que los hombres no lloran?
—Yo no creo en eso —dijo Paula—. Los hombres expresan sus emociones igual que las mujeres. Y eso es lo que pienso enseñarle a mi hijo.
—Ah —murmuró Pedro, mirando al niño—. Ahora entiendo por qué estás tan enfadado. Tu madre quería que fueras una niña, como ella.
Paula soltó una carcajada y Bautista copió el gesto, como si encontrara la conversación muy divertida.
—Pedro  eres un caso.
—¿Has oído eso, Bauti? Tu madre se está metiendo conmigo. ¿Qué vamos a hacer?
Bautista lo miró durante unos segundos y después apoyó la cabeza en su pecho y cerró los ojos. Unos minutos después, estaba profundamente dormido.
—Muy típico de los hombres. Cuando las cosas se ponen difíciles, se quedan dormidos —sonrió Paula.
Pedro siguió acariciando la espalda del niño, sin decir nada.
Paula miró hacia la casa que estaban vigilando. Pedro Alfonso la confundía. Decía odiar a los niños y, sin embargo, su hijo parecía a gusto con él. Y viceversa.
Ver a Bautista durmiendo sobre el fuerte pecho del hombre la emocionaba, hacía que sintiera un anhelo extraño en su interior. El hombre de sus sueños sería bueno con Bautista. Querría a su hijo tanto como a ella. Pero, por supuesto, su príncipe azul no era Pedro Alfonso.
—¿Qué ha hecho ese Jacobson? ¿Robar secretos industriales? —preguntó, intentando apartar la atención de la escena que había frente a ella.
Pedro miró por la ventanilla durante unos segundos, en silencio.
—Es un padre canalla —dijo por fin.
Paula lo miró, sorprendida.
—¿Cómo?
—Tiene una casa en Florida, otra en las islas Caimán, un Mercedes descapotable y un yate tan grande como un castillo. Y también tiene una ex mujer que vive con sus dos hijos en un apartamento de una habitación. La pobre intenta luchar como puede para sacar adelante a los niños y ese canalla se niega a pasarle una pensión. Le ha puesto varias denuncias, pero nunca han podido pillarlo.
—Entonces, ¿la ex mujer te ha contratado?