sábado, 18 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 12

—¿Una terraza? —repitió Paula, mirando a Bautista—. No querrás llevarnos a la terraza por alguna razón especial, ¿no?
—Te prometo que no tiraré al niño al mar —rió Pedro—. Además, la terraza no tiene barrotes, así que no puede caerse.
—Ah, bueno. En ese caso…
—¿Por qué no llevas a Bauti y vuelves después por la pizza? —sugirió Pedro—. La terraza está en uno de los dormitorios.
—¿Cuántos dormitorios tiene la casa? —preguntó Paula, mientras lo seguía por el pasillo.
—Tres.
Pasaron delante de dos puertas cerradas y luego entraron en lo que debía ser su dormitorio. Era una habitación grande con una terraza de puertas correderas desde la que se veía el mar.
Pedro solía sentarse allí, viendo cómo la tarde oscurecía el cielo azul, luchando para no quedarse dormido porque a menudo sus sueños estaban llenos de pesadillas.
Aunque la cama no estaba hecha, la habitación parecía relativamente limpia. No había signos de visitas femeninas, ni nada por el estilo.
—Es precioso —exclamó Paula cuando salieron a la terraza—. Tiene una vista maravillosa.
—En Kansas no hay nada así, ¿eh?
Ella sonrió, mientras dejaba a Bautista en el suelo.
—Desgraciadamente, no. ¿Por qué no te pones cómodo mientras yo voy a buscar la pizza y algo de beber?
—Cerveza para mí. Si tú no quieres cerveza, seguro que hay algún refresco en la nevera —dijo Pedro, sentándose en una de las sillas.
Había sido buena idea cenar en la terraza. Allí no podría oler el perfume de Paula. La brisa llevaba hasta su nariz el olor del mar y esperaba que el aire fresco hiciera desaparecer la repentina oleada de deseo que había sentido unos momentos antes.
Bautista se puso el dedo en la nariz.
—Nadiz.
—Sí, nariz. Pero no vuelvas a intentar rompérmela.
—Odeja —dijo el niño, tocándose la suya.
—¿Qué estás haciendo? ¿Intentando demostrarme lo listo que eres?
Antes de que Pedro pudiera evitarlo, una imagen apareció en su mente… la visión de otro niño de ojos marrones.
Bobby. Su hijo. Bobby también jugaba a aquel juego. Se señalaba la barriga y decía: Badiga, levantándose la camiseta para mostrar una oronda barriguita. Esa era la señal para que Pedro empezara a hacerle cosquillas con las que el niño no podía parar de reír.
La emoción surgió de forma inevitable, haciendo que Pedro sintiera un nudo en la garganta. Intentando disimular, miró hacia la playa, con los ojos humedecidos.
Bautista se acercó entonces. El pequeño apoyó la cabeza en su costado y dió un golpecito en la escayola, como si hubiera sentido que estaba triste, como si quisiera consolarlo.
Pedro tuvo que hacer un esfuerzo para controlarse. Hubiera querido apartar a Bauti para escapar de las emociones que lo embargaban. Y a la vez, hubiera deseado tomarlo en sus brazos, respirar su olor a niño, perderse en las emociones que explotaban en su interior.
Con una mano, acarició el pelito suave del crío, intentando controlar el dolor que rompía su corazón.
Bobby… Bobby, ¿dónde estás? La pregunta salía de su alma.
—Aquí estoy.
La voz de Paula sacó a Pedro del abismo de dolor en el que se había hundido. Abriendo los ojos de golpe, apartó la mano con la que estaba acariciando al niño.
—Justo a tiempo —dijo, su voz más ronca de lo normal.
Paula llevaba en una mano la pizza y en la otra una bandeja sobre la que había dos botellas de cerveza, dos vasos vacíos y un vaso de zumo para el niño.
—¿Te ha hecho daño en la pierna? —preguntó, dejándolo todo sobre la mesa.
—Aún no, pero no se rinde.
Pedro suspiró, aliviado, cuando Paula sentó al niño en el suelo y después de cortar la pizza, le ofreció un trocito sobre una servilleta.
Bauti se dedicó a ponerse perdido de tomate, mientras Paula se sentaba y abría las cervezas.
—¿En botella o en vaso?
Él la miró, irónico.
—¿Tú crees que yo tomaría una cerveza en vaso?
Tomaron la pizza en silencio. El único sonido, el de las olas que llegaban a la playa rítmicamente y el grito de alguna gaviota.
Pedro fue relajándose poco a poco, ganando distancia al pasado.
La pizza estaba caliente, la cerveza fría y, por el momento, no le dolía la pierna.
—¿Llevas mucho tiempo viviendo aquí? —pregunto Paula.
—Mis padres compraron esta casa cuando yo era pequeño. Solíamos pasar aquí los veranos y hace ocho años me instalé aquí definitivamente.
—¿Siempre has sido investigador privado?
—No. Fui policía durante cinco años y hace otros cinco dejé el cuerpo y me hice investigador privado.
Paula lo miró con curiosidad.
—¿Y por qué hiciste eso?
Pedro volvió la cara para mirar la playa.
—Porque me apetecía —contestó, con más sequedad de la que pretendía. Pero no se disculpó. Había cosas que no debían tocarse. Y su pasado era una de ellas.
—Creo que será mejor que siga con los informes —dijo Paula, levantándose—. Lamento mucho haber preguntado. No quería meterme en tu vida privada.
Pedro frunció el ceño. La disculpa lo hacía sentir como un ogro.
—No. Soy yo quien debe disculparse. Es que no estoy acostumbrado a hablar sobre mí mismo. Si lo haces, la gente se toma confianzas y eso suele llevar a complicaciones que no me interesan.
Paula lo miró, incrédula.
—¿No pensarás que voy a enamorarme de ti? — preguntó, riendo.
—Pues yo no le veo la gracia —replicó Pedro, indignado.
—No tienes por qué preocuparte, Pedro. Tú no te pareces nada al hombre del que yo podría enamorarme. En este momento, me parece que ni siquiera me caes bien.
Aún riéndose, tomó a Bautista en brazos y entró en la habitación.
Pedro se quedó mirándola, preguntándose por qué lo irritaba que una mujer a la que apenas conocía estuviera tan segura de que nunca podría enamorarse de él.

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