jueves, 23 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 23

No debería importarle si tenía esperanzas o creía en el amor. Ni si tenía sueños secretos. No debería importarle y, sin embargo, el vacío de sus ojos, el frío desdén que había en su voz rompían su corazón. No debería importarle, pero le importaba.
—Mira, Paula—empezó a decir Pedro entonces, pasándose una mano por el pelo—. Has sido una enorme ayuda para mí durante los últimos días. Has pasado mis informes al ordenador, me has hecho el desayuno y me has ayudado a vigilar a un canalla. ¿Por qué no hacemos las paces? Ya no me debes nada, así que puedes volver a tus vacaciones y yo puedo volver a mi vida.
—Eso no suena nada mal.
Obviamente, Pedro quería que desapareciera de su vida. Y ella no pensaba quedarse donde no era bienvenida.
Paula tomó a Bautista en brazos y aunque el niño protestó, ella decidió ignorarlo. Seguramente no habría terminado de cenar, pero compraría una hamburguesa o cualquier otra cosa en el camino.
—No olvides la bolsa de los pañales —dijo Pedro, con expresión indescifrable.
—No te preocupes —replicó ella—. No pienso volver por aquí.
Después de eso, salió de la cocina y fue al salón para tomar la bolsa y la mantita de Bautista.
—¿Paula?
Ella se volvió desde la puerta.
—Espero que disfrutes de tus vacaciones.
—Tengo intención de hacerlo.
Unos minutos más tarde, con Bautista sentado en su silla de seguridad y solo cuando la casa de Pedro había desaparecido de su vista, Paula reconoció el vacío que sentía en el corazón.
Suponía que era debido a que, como auxiliar de clínica, estaba preparada para ayudar a la gente. Pero, como auxiliar de clínica, reconocía que había personas a las que no se podía ayudar. Y sospechaba que Pedro era una de esas personas.
Aunque no estaba físicamente enfermo, Pedro sufría una enfermedad del alma más terrible que cualquier otra y mucho más difícil de curar.
Además, él no era paciente suyo. No era más que un hombre al que había conocido durante sus vacaciones, un hombre al que había visto solo durante unos días. Estaba segura de que no volverían a verse, pero tenía la terrible sensación de que la imagen de Pedro Alfonso seguiría en su corazón durante mucho tiempo.
Pedro siempre se había sentido cómodo en el silencio de su casa. No era un hombre que encendiera la radio o la televisión para no sentirse solo. Pero en cuanto Paul y Bautista se marcharon, el silencio le pareció sofocante.
Limpió la cocina, guardó el resto de comida china en la nevera, preparó un vaso de té helado y salió a la terraza.
Sentado en una silla, apoyó los pies sobre otra mientras miraba las olas.
A Bobby le encantaba la playa… le encantaba jugar en la arena. Incluso cuando era solo un bebé y empezaba a llorar, lo único que tenía que hacer era sacarlo a la terraza y la brisa y el sonido de las olas lo calmaban.
Bobby.
Maldita fuera Paula Chaves  por recordarle lo que había perdido. Todo iba bien hasta que ella había entrado en la habitación del niño. Cuando por fin había conseguido apartar de sí el dolor, seguir adelante y aceptar la pérdida de su hijo.
Pero mientras miraba la playa, el dolor parecía llegar al mismo ritmo que las olas.
Si no tuviera una pierna escayolada, iría a correr un rato. Correría hasta que estuviera exhausto y no pudiera pensar, ni sentir. Desgraciadamente, en aquel momento esa no era una opción.
Pedro  cerró los ojos, pensando que si dejaba de mirar las olas quizá dejaría de pensar en Bobby.
Y funcionó. Casi instantáneamente, su mente se llenó del recuerdo del beso que había compartido con Paula nen la cocina. Recordó la suavidad de sus labios, la presión de sus pechos contra su torso… y ese recuerdo hizo que se sintiera acalorado.
Había sabido instintivamente que el beso sería agradable. Lo que no había esperado era la pasión, el abrumador deseo que lo devoraba mientras la tenía en sus brazos.
Aquel deseo era debido únicamente a que había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. No tenía nada que ver con las pecas que bailaban sobre la nariz de Paula ni con sus ojos, que parecían invitar a un hombre a ahogarse en ellos.
Su deseo por ella no era debido a que poseía un sentido del humor parecido al suyo y lo hacía reír como no había reído en mucho tiempo. Su deseo por ella no tenía nada que ver con aquel precioso niño que parecía confundirlo con su papá.
Los echaba de menos. Solo se habían ido de su casa una hora antes, pero sentía su ausencia. Habían aparecido en su vida, llevando el caos y la risa y, de repente, no estaban.

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