jueves, 16 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 8

Pedro sonrió cínicamente. Él no creía en ninguna de esas cosas. Ya no.
—¿Y si nunca encuentra a su príncipe azul?
Paula empezó a apartar los platos del desayuno.
—Lo encontraré. O él me encontrará a mí. Y en cuanto nos miremos a los ojos, sabremos que estamos hechos el uno para el otro.
El verde de sus ojos se intensificó y una sonrisa iluminó el rostro femenino.
Pedro apartó la mirada, incómodo.
—No creerá todas esas tonterías, ¿verdad?
—Claro que sí —replicó ella, colocando los platos en el fregadero—. ¿Y en qué cree Pedro Alfonso?
—En nada. Absolutamente en nada —contestó él. Pero su voz había sonado hueca, vacía. Y, de repente, se sintió abrumado de cansancio. Sin decir nada más, se levantó pesadamente de la silla—. Voy a tumbarme un rato, así que puede marcharse cuando quiera. Y gracias por el desayuno.
Pedro iba a dar un paso hacia el salón, pero se vio detenido por Bautista que, repentinamente, se abrazó a la pierna escayolada. Paula estaba llenando el fregadero de agua y no se percató.
—Suéltame, niño.
—No —sonrió Bautista, mostrando sus blancos y diminutos dientes. Aunque no le estaba haciendo daño, Pedro tenía miedo de dar un paso con el crío enganchado a la escayola.
— Suéltame —repitió, irritado. Pero el niño no le soltó. Se limitó a fruncir el ceño, como si intentara imitarlo.
Paula se volvió entonces y ahogó una exclamación.
—¡Bautista! Cariño, suelta al señor Alfonso.
—Papá —dijo el niño entonces, apretándose con fuerza contra la escayola.
Esa palabra, pronunciada por aquella vocecita infantil, fue como un cuchillo en el corazón de Pedro. Intentando apartar de sí el dolor, dio rienda suelta a la furia que utilizaba siempre como escudo.
—¿Quiere apartar a este niño de mi pierna?
—Lo estoy intentando —dijo Paula, abochornada. Intentaba apartar los bracitos de su hijo, pero Pedro se negaba a soltar la escayola—. Quizá si usted lo toma en brazos…
—Zí —exclamó el niño, mirándolo con sus ojitos redondos.
Pedro no quería tomarlo en brazos. No quería sentir el cuerpecillo de aquel crío entre sus manos. Pero tampoco quería pasar el resto de su vida atrapado en la cocina.
Suspirando, se inclinó y lo tomó por la cintura, haciendo un gesto de dolor cuando intentó cerrar la mano izquierda. Bautista soltó la escayola inmediatamente y le rodeó el cuello con los bracitos.
Pedro intentó no sentir nada, intentó no experimentar la sensación de estar abrazando a un niño pequeño. Pero era imposible no oler la colonia infantil, imposible no sentir que su corazón se calentaba al tocar aquel cuerpo diminuto.
—Tome al niño —le dijo a Paula—. Tómelo y váyase.
—Pero los platos… —empezó a protestar ella, mientras intentaba quitarle a Bautista de las manos.
Estaba tan cerca que Pedro podía respirar su olor. Si quisiera, podría inclinarse y besar su nariz pecosa. Si quisiera, podría tomar aquella boca entreabierta. Pero, por supuesto, eso era lo último que deseaba.
—Ya ha hecho más que suficiente. Yo limpiaré los platos.
Quería que se fuera. Y, sobre todo, quería que se fuera el niño. No había sitio en su vida para alguien con tantos sueños idealistas.
Había algo en Paula que lo hacía pensar en besos apasionados y dulces. Había algo en Paula y su hijo que lo hacía recordar viejas esperanzas, sueños casi olvidados.
—¿Seguro que puede hacerlo usted? —preguntó Paula, levantando la voz para hacerse oír entre los gritos de Bautista.
—Claro que sí. Voy a echarme un rato y después llamaré a María para que vuelva. No pasa nada, estoy bien.
Paula buscó las llaves del coche en su bolso.
—Estamos en el hotel Masón Bridge, si necesita alguna cosa. Por favor, no dude en llamar si puedo hacer algo para que la convalecencia le resulte más agradable.
Pedro asintió. Lo mejor que podía hacer era desaparecer de su vida.
—Adiós, Paula . Que sea feliz —dijo, entre dientes. Cuando ella desapareció, dejó escapar un suspiro—. Por fin.
Cuando iba a servirse otra taza de café, vio la bolsa de los pañales de Bautista sobre una silla. Paula se había olvidado de ella.
Pero volvería a buscarla. Estaba seguro.
Pedro lanzó un gemido. No sabía cuándo, pero estaba seguro de que «Miss Alegría de vivir» y su hijo, el delincuente juvenil, volverían.

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