lunes, 13 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 1

Pecaminoso.
Vergonzante.
Esas dos palabras pasaron por la mente de Paula Chaves mientras se estiraba lánguidamente sobre la toalla en la playa de Masón Bridge, Florida, a últimos del mes de junio. Tres gloriosas semanas de sol y arena.
Tres gloriosas semanas sin dar ni golpe. Paula abrió un ojo para vigilar a su hijo. Bautista estaba sentado a sus pies, haciendo montoncitos de arena. Su pelo rubio brillaba bajo el sol y sus diminutas facciones estaban ensombrecidas por la concentración.
El corazón de Paula se hinchó al mirar al niño y levantó los ojos al cielo para dar gracias por aquellas vacaciones que le había regalado su abuela. Tres semanas de vacaciones con su hijo. Nada de hospital, nada de guardería…
En la distancia, podía ver las olas y a la gente colocando sombrillas y toallas sobre la arena, entre el mar y el sitio en el que estaba tumbada con el niño. Era temprano, pero la playa pronto se llenaría de bañistas.
Paula dejó caer la cabeza y suspiró de nuevo. Aquellas eran sus primeras vacaciones en mucho tiempo. Incluso cuando estaba embarazada, había trabajado hasta un día antes de dar a luz y volvió al hospital dos semanas después del nacimiento del niño.
Pero su abuela había querido darle una sorpresa. Sin decirle nada, compró los billetes de avión, reservó la habitación en el hotel y después le presentó el asunto como un hecho consumado. Era el mejor regalo que le habían hecho en toda su vida.
Paula se dió cuenta entonces de que Bautista había dejado de echarle arena en los pies y se incorporó, inquieta.
— ¡Bautista! Ven aquí, cielo —llamó a su hijo, que estaba a unos diez metros de ella. Pero el niño no le hizo caso y siguió caminando, para dejarse caer en la arena unos metros más adelante—. ¡Bautista!
En ese momento, Paula vió a un hombre corriendo por la playa. Corría tan rápido y tan concentrado que no parecía haber visto al niño que estaba en su camino.
El grito de Paula rompió el aire tranquilo de la mañana. El corredor vió a Bautista y en el último segundo intentó apartarse, pero la maniobra falló cuando el niño se levantó y pareció dirigirse directamente hacia sus piernas.
El hombre cayó al suelo. Paula escuchó un sonido, como el de un hueso al partirse, y después un grito de dolor.
—Dios mío —murmuró, corriendo hacia el hombre que estaba tendido en el suelo con la pierna derecha colocada en un ángulo imposible. Un ángulo que, según su experiencia, evidenciaba una fractura—. Que alguien llame a una ambulancia —gritó a la gente que miraba, antes de inclinarse hacia el herido—. No se mueva. Enseguida llegará un médico.
Los ojos del hombre eran de un azul muy claro en contraste con su piel bronceada. No se había afeitado y una sombra oscura cubría sus facciones, dándole un aspecto formidable. Paula no sabía si era dolor o furia lo que brillaba en aquellos ojos, haciendo que el azul pareciera casi de hielo.
—Ese niño ha intentado matarme —dijo el hombre, entre dientes.
Estaba furioso, pensó Paula. Muy furioso.
—Lo siento mucho —murmuró, observando su mano derecha, que empezaba a hincharse. Al caer, había colocado la mano en mala posición y sospechaba que debía tener también un par de dedos rotos, además del hueso de la pierna.
Se sentía responsable. Era culpa suya. Debería haber estado vigilando a Bautista con más atención.
—No se puede imaginar cuánto lo siento —añadió, compungida.
—¿Qué es lo que siente? —preguntó él, haciendo un gesto de dolor.
—Es mi hijo.
—¿Y cómo se llama, «Terminator»?
Paula se arrodilló frente a él y cuando el hombre lanzó un gemido de dolor, se dió cuenta de que había apoyado la rodilla en su mano sana.
—Lo siento.
Cuando intentó mover la rodilla, nerviosa, lo golpeó en las costillas sin querer.
—Por favor, señora, apártese antes de que me mate.
No pudieron seguir hablando porque una ambulancia apareció en la playa en ese momento. Unos segundos después, los enfermeros colocaban al hombre en una camilla.
Paula guardó sus cosas a toda prisa y siguió a la ambulancia en el coche que había alquilado para las vacaciones.

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