jueves, 30 de octubre de 2014

Simplemente un beso: Capítulo 38

—El amor no sabe nada de horas. Puede ocurrir en un parpadeo o puede crecer lentamente durante años.
—Lo más difícil de aceptar es que sé que Pedro estaba enamorándose de mí —dijo Paula, recordando los besos, la ternura en los ojos del hombre—. Pero tenía miedo de confiar en esa emoción. Tenía miedo de confiar en el amor.
Belle tomó la mano de su nieta y le dió un golpecito.
—Cariño, no se puede hacer creer a un hombre que ha perdido la fe.
Ella asintió. Sabía que su abuela tenía razón. Y se decía a sí misma que estaba mejor sin Pedro. Aun así, anhelaba desesperadamente que su corazón escuchara a su cabeza.
Durante cuatro días, Pedro paseó por su casa como si fuera un prisionero. Su humor, peor que el de un oso al que hubieran despertado de su sueño invernal.
Estaba seguro de haber hecho lo mejor al dejar que Paula y Bautista salieran de su vida, pero no podía apartar el arrepentimiento de su cabeza. Y tampoco de su corazón.
Aunque la había empujado a marcharse, ella seguía en cada habitación de la casa. El sonido de su risa sonaba cada mañana mientras tomaba café. La visión de su expresivo rostro bailaba frente a su cara mientras hacía el almuerzo. Pedro imaginaba que olía su perfume cada noche, dando vueltas en la cama.
Y no solo era el recuerdo de Paula el que lo perseguía. También el de Bautista. Los ojos azules del niño y su preciosa sonrisa se negaban a abandonar su memoria.
Cuando estaban vigilando a Samuel Jacobson y tuvo a Bautista en los brazos, había sentido una paz que no había sentido desde que Bobby desapareció de su vida.
En aquel momento, de pie en la terraza, con una taza de café en la mano, observaba el sol levantándose en el horizonte sobre la playa. Incluso allí, bajo el sol, oliendo a mar, la sombra de Paula lo llenaba de una sensación de soledad que nunca antes había experimentado.
Nunca podría recuperar los años perdidos con Bobby. Aunque Barbara Klein lo llamase al día siguiente para decir que habían encontrado a su hijo, los cinco años anteriores se habrían perdido para siempre.
Era curioso que Bauti tuviera casi la misma edad que Bobby cuando Sherry se lo había llevado. Era casi como si el destino le estuviera dando una segunda oportunidad.
Y a Paula. También era una segunda oportunidad para ella en el amor.
Paula Chaves era la primera mujer que le había importado de verdad. Sentía pasión por ella… sentía amor.
Mientras tomaba un sorbo de café, observó a una gaviota lanzarse de cabeza al agua para buscar su comida y volar después hasta el cielo. Eso era lo que Paula había hecho por él. Lo había sacado de las profundidades de su infierno y lo había llevado arriba, al cielo, hacia la esperanza.
Y eso lo había asustado de muerte. ¿Víctima o superviviente? La pregunta que ella le había hecho seguía dando vueltas en su cabeza.
Pedro se volvió al escuchar el timbre. Unos segundos después, apoyándose en una muleta, abrió la puerta. Era María.
—Hoy no es día de limpieza, ¿no? —preguntó, sorprendido.
—No, pero he venido a decirte que no puedo limpiar tu casa la semana que viene —dijo la mujer, pasando a su lado con una sonrisa.
—¿Por qué no? —preguntó Pedro, siguiéndola.
María se dejó caer en el sofá, con la gracia de una reina.
—Porque la próxima semana, mi marido y yo nos vamos al Caribe.
Él la miró, incrédulo.
—María, ya te he dicho muchas veces que esa propaganda que echan en los buzones sobre cruceros baratísimos es un robo.
—No estoy hablando de eso —replicó la mujer, con los ojos brillantes—. Es que ha pasado por fin.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Pedro, atónito.
—¡La lotería! —exclamó ella, sacando un billete del bolso—. Sabía que algún día tendría suerte y por fin, la he tenido. Cinco números de seis. ¡Diez mil dólares!
María saltó del sofá y se puso a bailar por el salón.
A pesar de su mal humor, Pedro soltó una carcajada. La alegría de la mujer era contagiosa.
— Me alegro mucho por ti, de verdad —dijo, abrazándola.
—No es una fortuna, pero es una ayuda. Y cuando vuelva de mi viaje, un día te limpiaré la casa gratis.
—No tienes que hacer eso —dijo Pedro, mientras la acompañaba a la puerta—. Te pago lo que vales. Bueno, en realidad, te pago mucho más —añadió, de broma.
María dejó de sonreír y lo miró muy seria.
—Esa chica es buena para tí,  Pedro. Las sombras han desaparecido de tus ojos. Ella y ese niño pequeño son tu billete de lotería.
Pedro no se molestó en decirle que había sido un loco y había tirado su billete de lotería a la basura. Cuando María se despidió y Pedro cerró la puerta, de nuevo el arrepentimiento se apoderó de él.
Imágenes de Paula y Bautista pasaban por su cabeza, llenándolo de un doloroso anhelo por lo que habría podido ser y no había sido.
¿Víctima o superviviente? Las palabras de Paula se repetían en su cabeza.
¿Estaría de luto toda su vida por lo que no había podido ser, en lugar de abrazar lo que podía ser su futuro? ¿Dejaría que sus recuerdos se interpusieran en el camino de la felicidad?
Su eterna tristeza tenía la comodidad de ser algo familiar, algo a lo que se había acostumbrado. Pero la tristeza que sentía en aquel momento al pensar en una vida sin Paula era… insoportable.
Él era el único que podía decidir cuál era su papel en la vida. Solo él podía controlar su futuro y tenía que decidir si quería permanecer solo con sus recuerdos o construir un futuro con la mujer y el niño a los que amaba.
De repente, se sintió lleno de energía. Y de miedo a la vez. Porque empezó a temer haber recuperado el sentido común demasiado tarde.
Pedro se movió tan rápido como pudo hacia la puerta.
—¡María! ¡María! —gritó, cuando salió al porche. La mujer estaba a punto de arrancar la furgoneta y lo miró, sorprendida—. Necesito que me hagas un favor.
Ella sonrió.

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