viernes, 5 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 61

Una semana más tarde, Pedro estaba sentado en su estudio, mirando los papeles del divorcio sin ver demasiado. No había vuelto a ver a Paula desde el día de la fiesta. Se había esfumado sin más. Solo llevaba el pasaporte, una cartera y ese vestido fucsia… No tenía ni idea de dónde estaba, pero tampoco le importaba mucho. Ya la encontrarían los abogados. De pronto sonó el teléfono.

–Buon giorno, cariño –dijo Romina con entusiasmo–. Ahora que te has librado de ese lastre, quiero que comas conmigo. Para celebrarlo.

–Todavía no me he divorciado –le dijo Pedro en voz baja.

–Ven de todas formas –le dijo ella–. No me importa.

Aquel tono de voz cómplice y petulante le molestaba sobremanera. Girando en la silla, se volvió hacia la ventana, hacia las vistas de la ciudad y del cielo azul. ¿Dónde estaba Paula? ¿Estaba con otro hombre? Recordaba muy bien cómo la miraba Franco Xendzov… Recordaba la cara de David Wakefield al verla con ese vestido rojo.  ¿Quién era el padre del bebé? «Me acosté con otro, tal y como tú has dicho… Y le amaba». A través de la ventana vió que una limusina se detenía delante del palazzo. El conductor bajó y abrió la puerta de atrás. Un hombre bien vestido, de pelo oscuro, salió del vehículo. Fue a hablar con el guardia de seguridad. Frunciendo el ceño, Pedro se incorporó y aguzó la mirada, tratando de verle la cara al desconocido. Y entonces le vio… Se puso en pie de golpe, mascullando un juramento.

–Cariño, ¿Qué pasa? ¿Qué sucede? –le preguntó Romina.

–Ha llegado alguien. Tengo que dejarte.

–Pero ¿Quién es más importante que yo en este momento?

–Tomás St. Rafael.

–¿Qué? –la voz de Romina sonó afilada–. No tienes que verle.  Espérame en casa. Te recogeré y nos iremos a comer.

–Lo siento –dijo Pedro, y colgó.

Bajó las escaleras corriendo. La sangre se agolpaba en sus sienes. Tenía los puños apretados, listos para la pelea. El ama de llaves se quedó boquiabierta al verlo salir al patio.

–Déjale entrar –le ordenó al guardia de seguridad en italiano.

Tomás St. Rafael entró por la puerta, elegante y poderoso con un traje impecable y una corbata amarilla. Llevaba un maletín de cuero en la mano. Parecía tranquilo, impasible… Todo bajo control. Era la viva imagen de todas las cosas que Pedro no había podido ser durante la semana anterior. El abrasador sol de Italia caía a plomo sobre sus vaqueros desgastados y su camiseta vieja. Avanzó por el polvoriento patio para encontrarse con su rival.

–¿Qué demonios quieres? ¿Has venido a regodearte?

Tomás St. Rafael se le quedó mirando como si se hubiera vuelto loco.

–¿Regodearme?

–Apuesto a que… –todavía era incapaz de decir su nombre en voz alta– tu prima se debió de reír mucho después de ayudarte con lo de Joyería, ¿No? Chica lista. ¡Me sacó la información en la cama!

Con un movimiento rápido, Tomás avanzó cinco pasos de repente y le asestó un violento puñetazo en la barbilla a Pedro.

–Por Paula –le dijo, frotándose la muñeca–. Maldito seas.

Aquel puñetazo hubiera tirado al suelo a cualquier otro hombre. Pedro sintió el impacto en cada hueso de su cuerpo e, instintivamente, trató de devolvérselo. Después se incorporó y se frotó la mandíbula.

–Por lo menos tienes la decencia de atacarme de frente, St. Rafael, en vez de darme una puñalada por la espalda.

–Paula solo tuvo un pequeño secreto contigo. Uno.

–¿Pequeño secreto? –repitió Pedro en un tono incrédulo–. ¡Te dijo todo lo del acuerdo con Joyería! Me convenció para que me casara con ella cuando estabaenamorada de otro hombre. Y lo peor es… –se detuvo y su voz se endureció–. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué más quiere de mí?

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