viernes, 5 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 64

El sol empezó a ocultarse en el horizonte, dejando un resplandor rosado sobre la nieve. Paula se rindió por fin y se dirigió hacia la puerta.

–¿Qué quieres? –la voz de su padre sonaba dura y grave.

Paula le vió en el umbral y se quedó boquiabierta, sorprendida. Miguel Hainsbury parecía haber envejecido diez años desde el funeral de su esposa, tres años atrás. Sus ojos vidriosos la atravesaban de lado a lado a través de unas gafas metálicas y su tez estaba muy pálida, casi translúcida. Lentamente le dio una calada al puro que tenía en la mano.

–¿Qué estás haciendo aquí? –le preguntó Miguel de nuevo, mirándola con desagrado–. ¿Has venido a rogarme y a tratar de colarte en mi testamento? ¡Demasiado tarde, señorita! ¡Se lo he dado todo a los pobres!

Paula se puso tensa.

–No he venido por el dinero.

–Seguro que no.

Aquella acusación se le clavó en el corazón.

–Nunca te he pedido dinero. Ni una vez. Tú sabes que no – levantó la barbilla y le miró de frente–. Solo he venido a decirte que vas a ser abuelo.

Él se la quedó mirando unos segundos. Paula se dió cuenta de que el color de su piel era cenizo y las carnes le colgaban por todo el cuerpo. Le dió unas cuantas caladas al puro antes de hablar.

–¿Estás embarazada?

Ella asintió. Él le miró la mano izquierda, desprovista de anillos.

–¿Y no tienes marido? –la fulminó con la mirada–. No quisiste casarte con el hombre que yo busqué para tí. ¡Tenías que entregarte al primero que se te antojó!

–El hombre que buscaste para mí me doblaba la edad.

–Si te hubieras casado con él, yo podría haberle dejado mi empresa. Así hubiera sabido que siempre tendrías a alguien que cuidara de tí. Pero, para no variar, tú no quisiste entrar en razón. Y ahora es demasiado tarde.

Paula oyó tristeza en la voz de su padre. Se le hizo un nudo en la garganta.

–Estaré bien. Sé cuidar de mí misma.

–No –dijo él–. Has vuelto con otra boca que alimentar, y esperas que yo lo resuelva todo, como siempre.

Aquella acusación era tan injusta que Paula contuvo el aliento.

–¡Tú nunca me has resuelto nada! Solo me hacías sentir indefensa y estúpida cuando era pequeña. En cuanto supiste lo de la dislexia, empezaste a tratarme de otra forma. ¡Al igual que hiciste con mamá!

–Yo quería a tu madre –le dijo su padre con dureza–. Y también te quería a tí. Traté de cuidar de ustedes.

–¿Divorciándote cuando enfermó? ¿Abandonándonos para poder irte a vivir… –miró a su alrededor, contemplando el lujo que la rodeaba– con tu amante a todo lujo? ¿Dónde está Tamara, por cierto?

Miguel apartó la vista.

–Me dejó hace unos meses.

–Oh –Paula parpadeó, sin saber qué decir.

«Gracias a Dios…», pensó, no obstante.

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