lunes, 1 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 52

A medida que avanzaban por el restaurante, el corazón de Pedro latía cada vez más rápido. Llegaron a la mesa y las risas del grupo se ahogaron de repente. Se hizo el silencio.

–Cara… –Pedro se volvió con una sonrisa–. Ya empezaba a preguntarme… –de repente reparó en la presencia de Franco y la ternura que había en sus ojos se esfumó–. Hola –dijo en un tono seco.

–Su esposa no se siente bien. Creo que debería llevarla a casa.

–Sí –dijo Pedro, poniéndose en pie. Dejó algo de dinero sobre la mesa–. Mi scusi. Buona notte.

Agarrando a Paula por la espalda, se dirigió hacia la puerta. Recogió el coche rápidamente y la ayudó a subir sin decir ni una palabra. Ni siquiera la miraba a los ojos. Condujo a toda velocidad y en silencio a través de las calles de Roma. Paula le miraba por el rabillo del ojo de vez en cuando. Su rostro era sombrío, su expresión, seria. Cuanto más trataba de complacerle, más difícil se le hacía.

–Lo siento… –susurró–. No quería que tuvieras que dejar a tus amigos tan pronto.

Pedro cambió la marcha del lujoso deportivo con más fuerza de la que era necesaria.

–Yo siento que hayas pensado que era necesario decirle a Franco que no te encontrabas bien, antes que decírmelo a mí –le dijo en un tono tenso.

–Solo trataba de… –repuso ella, parpadeando.

–Ahórratelo –dijo él, interrumpiéndola.

Atravesó el portón exterior de la finca del palazzo. Estacionó el coche de cualquier manera en el pequeño patio y entró en el centenario palazzo a toda prisa. Herida y furiosa, Paula entró detrás.

–¡Esto no es justo! –le gritó, sin poder alcanzarle.

Él ya estaba subiendo las escaleras a oscuras. Al oírla, se detuvo bruscamente y se quitó la corbata de un tirón.

–¿Vienes a la cama? –le preguntó, mirándola fijamente.

Paula parpadeó, sorprendida. Se puso erguida, apretó los puños y sacudió la cabeza.

–Te he preguntado… –empezó a bajar las escaleras– si vas a venir a la cama.

–No.

Los ojos de Pedro echaron chispas.

–Entonces traeré la cama hasta tí.

Vió lo que iba a hacer un instante antes de que la agarrara. Sujetándola de la nuca, le dio un beso fiero para castigarla. Ella trató de apartarle, pero él le agarró el cabello y la obligó a entreabrir los labios, separándoselos con los suyos. Acorralándola contra las escaleras, la besó con tanta brutalidad que ella no tuvo más remedio que tirar la toalla y dejarle que la empujara hacia el suelo. Mascullando un gruñido feroz, le levantó la falda hasta las caderas y, sin decir ni una palabra, empezó a desabrocharse la bragueta. De repente, Paula reaccionó.

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