miércoles, 3 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 57

Pedro se quedó boquiabierto cuando vió a su esposa en lo alto de las escaleras. Después de cinco semanas de preparativos, era evidente que Paula había escogido muy bien el traje para la fiesta de esa noche en el palazzo.

–¿Y bien? –le preguntó–. ¿Qué te parece?

Pedro abrió los labios para decirle que tenía que cambiarse, que no podía llevar un traje tan atrevido y colorido cuando estaban en el punto de mira de los ciudadanos más distinguidos de una de las ciudades más refinadas de todo el mundo. Pero entonces vió esperanza en aquellos ojos marrones.

–Estás preciosa.

Una oleada de alivio y gratitud recorrió por dentro a Paula y entonces esbozó una sonrisa maliciosa.

–Grazie –le dijo, haciendo sonar la falda mientras bajaba las escaleras.

Le ajustó la corbata.

–Tú tampoco estás nada mal con este esmoquin.

Y entonces, poniéndose de puntillas, le besó con tanto fervor que si los invitados no hubieran empezado a llegar ya, se la hubiera llevado al dormitorio y le hubiera arrancado el llamativo traje de la piel.

–Oh—oh… El embajador no deja tranquila a Monica Valenti.

Pedro siguió su mirada y vió cómo coqueteaba el cincuentón con la joven actriz. Paula le lanzó una mirada indulgente.

–Mi scusi.

Tomando una copa de champán de la bandeja que llevaba un camarero, Pedro observó a su esposa con creciente admiración. El salón de fiestas estaba abarrotado. Paula había invitado a todo el mundo; aristócratas, políticos, empresarios… Todos ellos pertenecientes a las más altas esferas. Incluso había invitado a Marcela y a Lucrecia. Su esposa era capaz de perdonar. Él no. Las había llamado a las dos y había anulado la invitación de la forma más clara posible. Seguramente a esas alturas debían de estar subiéndose por las paredes. Alessandro esbozó una sonrisa traviesa. Probablemente estarían mucho más amables la próxima vez que vieran a Paula. Tras terminarse la copa de champán, la puso sobre la bandeja y observó con curiosidad a su esposa mientras libraba a Monica Valenti de las insistentes atenciones del embajador.

El contacto visual se rompió cuando un hombre se le acercó para hablarle. Al reconocer a Franco Xendzov, Pedro frunció el ceño. Le estaba tocando el llamativo collar que llevaba puesto. Era su última y extraña creación, hecha en oro, con zafiros que había encontrado en una tienda de antigüedades de Venecia. Se preguntó de qué podían estar hablando. Se fiaba de su esposa, pero no de Xendzov. Apretando la mandíbula, agarró una copa de champán y entonces reparó en la frambuesa que había en el fondo. El líquido espumoso estaba rosa… Parecería un idiota bebiendo algo así… Volvió a dejar la copa en la bandeja.

–Un whisky –le gritó al camarero.

El hombre asintió y se retiró. Pedro echó a andar, abriéndose paso entre la multitud.

–Cariño –de pronto Romina estaba delante de él, impidiéndole el paso.

Flaca y pálida, vestida de negro, parecía el ángel de la muerte.

–¿Qué estás haciendo aquí?

–Me han invitado –dijo ella, esbozando una sonrisa felina–. Me invitó tu esposa.

Pronunció la palabra como si le dejara un mal sabor de boca. Pedro apretó la mandíbula y la fulminó con la mirada.

–Paula es demasiado generosa.

–Claro que es generosa –la sonrisa de Romina se ensanchó–. Puede permitírselo.

–¿De qué estás hablando?

–Es rica.

Pedro resopló.

–Paula no procede de una familia de dinero. Es por eso por lo que se puede confiar en ella. Es tan distinta a tí…

Ella soltó una risita.

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