lunes, 22 de abril de 2019

Paso a Paso: Capítulo 21

—¡Eh, mira dónde tiras eso!, ¿Quieres?

Pedro miró por el borde del altillo y vió el rostro alzado de su capataz, Manuel Rowe, un hombre grande y corpulento, con un tremendo estómago debido a su afición a la cerveza.

—Lo siento —musitó Pedro—, no te he oído entrar.

La sonrisa de Manuel fue irónica.

—No, supongo que no. Estabas demasiado ocupado destrozando el heno.

—¿Querías algo? —le preguntó irritadamente Pedro.

Manuel permaneció imperturbable, sin borrar su sonrisa. Se limitó a quitarse el sombrero y rascarse la cabeza como si tuviera todo el tiempo del mundo. A Pedro no le extrañaba la indiferencia de su capataz ante su mirada de indignación. No sólo era el mejor capataz de aquellos andurriales, sino que además era un buen amigo. A pesar de sí mismo, le devolvió la sonrisa y se limitó a esperar a que su capataz, de parcas palabras, eligiera lo que tenía que decirle. No tuvo que esperar mucho.

—Sólo quería ver si querías que fuera contigo a casa de Kelly  para echarle una ojeada a esa yegua. Si no, pensaba dedicarme a reparar las vallas rotas del prado sur.

Pedro golpeó con la palma de la mano el mango de la horca.

—Maldita sea, se me había olvidado esa cita.

—Bueno, ¿Quieres que te acompañe o no?

—No, dedícate a las vallas, que son más importantes.

—De acuerdo, nos vemos luego —dijo Manuel, volviéndose y saliendo del granero.

Un momento después salió Pedro. Nada más hacerlo, se detuvo en seco y maldijo. Diana Hunt, la mujer con la que había estado saliendo mucho últimamente, se dirigía hacia él. Su rostro, enmarcado por su cabello espeso y rubio, que le caía hasta los hombros, no era muy atractivo, pero su cuerpo compensaba ampliamente aquel fallo. Sin embargo, era la última persona a la que Pedro le apetecía ver en aquel momento.

—Hola, cariño —dijo Diana en un tono azucarado, deteniéndose a milímetros de él.

—Hola, Diana —respondió él con un suspiro.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? ¿Qué tal un besito?

Inconscientemente, Pedro retrocedió; la idea de besarle le pareció súbitamente repulsiva.

—Ahora no, Diana. Estoy demasiado sucio —dijo, forzando una sonrisa para intentar quitarle hierro a su rechazo.

—Pero bueno, cariño —dijo ella seductoramente, deslizando las manos de arriba abajo por la pechera de su camisa mojada—. Eso nunca te había detenido hasta ahora.

Con un esfuerzo supremo para contener su genio, Pedro le tomó las manos y se las quitó de encima.

—Ahora no, te he dicho.

Los rasgos de ella se endurecieron.

—No sé cómo te aguanto. Cuando quieres, puedes ser un auténtico hijo de perra.

—Nadie te retuerce el brazo para que te quedes.

Como si temiera haberle apretado demasiado los tornillos, Diana suavizó el tono y sonrió.

—¿Te veré esta noche?

—Tal vez.

—Bueno, cuando te aclares, házmelo saber, ¿Me oyes?

Tras decir aquello, se dió la vuelta y volvió a su coche. Pedro se la quedó mirando mientras se metía dentro y lo ponía en marcha. Luego, contaminando el aire con un nuevo epíteto, se dirigió a la casa a grandes zancadas.

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