viernes, 5 de abril de 2019

Cenicienta: Capítulo 62

El francés le atravesó con la mirada.

–En tu despacho.

Pedro se puso tenso y entonces se dio cuenta de que el guardia de seguridad observaba la escena con interés, por no hablar de los paparazzi que estaban apostados delante de la casa desde el escándalo de la fiesta.

–Muy bien.

Dando media vuelta, le condujo al interior del palazzo.

–He venido a recoger las cosas de Paula –le dijo St. Rafael cuando llegaron al estudio–. Sus herramientas. La manta de su madre.

–¿Y la ropa que yo le compré?

–No la quiere.

Pedro se sentó frente a su escritorio y giró la silla hacia la ventana. Estaba cansado. Había estado a punto de tirar a la basura sus pertenencias más valiosas en un arrebato de rabia, pero al final no había sido capaz de hacerlo.

–Todo está en una caja en la puerta. Puedes recogerla tú mismo –le dijo a St. Rafael–. Estaré encantado de librarme de ello por fin.

St. Rafael le miró con frialdad, puso su maletín encima del escritorio, sacó una carpeta y se la ofreció a Pedro.

–¿Qué es esto? –le preguntó, sin tocar nada.

–El trato con Joyería –dijo St. Rafael con desprecio–. Si todavía lo quieres.

Pedro abrió la carpeta. Revisó los documentos rápidamente y se dió cuenta de que era un contrato para intercambiar Joyería por los viñedos de St. Rafael. Tenía que haber algún truco en alguna parte… Pero no era capaz de encontrarlo.

–También me retiraré del negocio de Tokio.

Pedro levantó la vista, sorprendido.

–No lo entiendo.

–Fue idea de Paula.

–Pero ¿Por qué iba a preparar algo así, si ha sido ella quien me ha traicionado?

–Paula no te ha traicionado –le dijo St. Rafael–. Fue otra persona quien me dió la información. Me dijo que quería vengarse porque te deshiciste de ella y la sustituiste por una oficinista cualquiera –hizo una pausa–. No tenía ni idea de que estaba hablando de Paula.

–¿Romina? –exclamó Pedro–. ¿Romina Bianchi?

St. Rafael le miró fijamente.

–Son tal para cual.

El francés se inclinó hacia delante. Sus nudillos estaban completamente blancos contra el escritorio.

–Pero tienes que garantizarme, sobre el papel, que vas a dejar el estudio en México. Le dí a Rodríguez mi palabra de que nadie perdería su empleo. Y, a diferencia de tí, yo no quiero ser un mentiroso.

Pedro frunció el ceño.

–Yo no mentí. Puede que haya sugerido…

–Mentiste. Y fue mucho peor que la mentira de Paula. Ella solo trataba de no perder su trabajo. Tú, en cambio, tratabas de llenarte el bolsillo a expensas de otros. Le mentiste a Rodríguez, al igual que le mentiste a Paula cuando te casaste con ella sin decirle que no la ibas a dejar trabajar.

Pedro sintió un repentino calor en las mejillas. Levantó la barbilla con prepotencia.

–Paula se acostó con otro hombre y después trató de hacerme creer que era el padre de su hijo.

St. Rafael resopló y le miró con ojos incrédulos. Sacudió la cabeza.

–Si es eso lo que crees, eres mucho más estúpido de lo que yo creía –sacó un último documento–. Toma. Dáselo a tus abogados.

«Me acosté con otro, tal y como tú has dicho…». Pedro recordó la mirada de Paula, sus ojos enormes y afligidos… Recordó el temblor que le atenazaba la voz. «Y le amaba…». Sintió que le daba un vuelco el corazón. ¿Y si era él mismo el hombre al que ella amaba, antes de volverse contra ella y humillarla en público, dirigido como una marioneta en manos de su ex amante? Había jurado honrar y proteger a su esposa…

No hay comentarios:

Publicar un comentario