miércoles, 17 de abril de 2019

Paso a Paso: Capítulo 19

No le hacía falta darse la vuelta para saber que él estaba detrás. Sentía su cálido aliento en el cuello. Se estremeció.

—Quiero que deje a mi hijo en paz.

—Por favor —dijo ella débilmente—. Está sacando todo esto de sus debidas proporciones.

—No estoy dispuesto a que se case con él por su dinero.

Ella giró sobre sí misma; sus mejillas estaban encendidas.

—¿Cómo se atreve a decir eso? ¡No sabe usted nada en absoluto de mí!

—¡Y un cuerno! Sé exactamente todo lo que hay que saber sobre usted. Recuerde, está trabajando en un proyecto de alta seguridad, y no se olvide de que soy el propietario de este lugar.

—Quiere decir que… que ha fisgoneado deliberadamente en mi historial… —la sola idea de que hubiera estado hurgando en su vida privada le daba náuseas.

—Exactamente, señorita Chaves —dijo él en el mismo tono acusador.

—¿Y todo esto porque su hijo me ha sacado un par de veces a cenar? —tuvo un deseo repentino y acuciante de echarse a reír histéricamente ante lo ridículo de todo aquello.

—Los dos sabemos que hay más que eso —dijo él, y su voz restallaba como un látigo.

Tratando de no atragantarse, Paula se apartó rápidamente de la ventana. Y de él. Su estratagema no funcionó. Él se limitó a moverse con ella.

—¿Cuánto, señorita Chaves?

—¿Cómo que cuánto?

—No juegue conmigo —dijo él, bajando la voz, que le vibraba literalmente de furia—. ¿Cuánto dinero quiere por dejar a mi hijo en paz?

—¿Cómo se atreve? —gritó Paula, alzando la mano con la firme intención de abofetearlo.

Pedro era demasiado rápido; le tomó la muñeca en mitad del gesto. Se miraron mutuamente en rabioso silencio. El reloj de la pared dió la hora. La luz del sol inundaba la habitación, danzando sobre el mobiliario. En la habitación contigua, alguien escribía a máquina. En la distancia se cerró una puerta. Pero ninguno de los dos era consciente de los sonidos ni imágenes que los rodeaban… sólo el uno del otro. Sus pechos se agitaban. Sus respiraciones se entremezclaban. Sus ojos entablaban un duelo.

—Oh, ¿Por qué diablos no? —masculló Pedro y seguidamente, alargó los brazos, la aferró con rudeza y, aplastándola contra su cuerpo, arrasó su boca con la suya.

Instantáneamente, el corazón de Paula comenzó a retumbar contra su caja torácica. Sensaciones de frío y calor hicieron tumultuosa presa en ella. Sólo cuando sintió su lengua ardiente penetrar en su boca, recuperó el sentido.

—¡No! —gimió, haciendo presión contra su pecho.

Tragando aire a grandes bocanadas, Pedro la soltó. Durante otro tenso y ardiente instante se miraron mutuamente, con las respiraciones agitadas, incapaces los dos de hacer frente a lo que acababa de ocurrir.

—Maldita sea —dijo Pedro, frotándose la nuca.

Paula se envolvió el cuerpo con los brazos y se mordió el labio inferior. Finalmente, tras lo que pareció una eternidad, Pedro giró sobre sí mismo y se dirigió hacia la puerta en estampida. Tenía la mano en el pomo antes de que ninguno de los dos hablara.

—No pienses ni por un segundo que esto cambia nada —dijo él, con voz áspera de amargura—. Porque no es así.

En cuanto la puerta se hubo cerrado tras él, Paula consiguió llegar, tambaleándose, hasta la mesa y se hundió en la silla. Treinta minutos más tarde, aún seguía allí.

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