miércoles, 30 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 76

Pau se despertó. Sabía que estaba en un hospital por el inconfundible olor y recordó haber recobrado a ratos el conocimiento, pero no sentía el dolor. También sintió un extraño vacío y supo la razón. Había perdido el niño.

Lo sabía aunque nadie se lo hubiera dicho. Había tenido vida dentro de ella y ya no había nada y Pau sentía... nada. Nada excepto una sensación de inevitabilidad. No estaba en su destino haber tenido ese niño como no había estado tener a Pedro. Ahora él era libre.

Sus ojos empezaron a estudiar la habitación. Era de noche y se preguntó qué noche sería. ¿Había estado allí un día o más? No importaba demasiado. Ya nada importaba demasiado.

Su mirada encontró a Pedro, recostado sobre un sillón al lado de la ventana, profundamente dormido. No parecía estar cómodo y seguramente tendría dolor de cuello cuando se despertara. Había una sombra de barba en su cara y parecía llevar la misma ropa que cuando salieron a buscar al niño que se había perdido.

Entonces sólo había pasado un día. Era martes.

Como si hubiera sentido su mirada, Pedro se movió y abrió los ojos. Cuando se dió cuenta de que estaba despierta, se sentó rápidamente, quejándose y tocándose el cuello dolorido.

— ¡Maldita sea, estas sillas son un instrumento de tortura! —se quejó aunque su mirada estaba fija en Pau, comprobando su estado.

—Deberías haberte ido a dormir a casa.

—No hasta que supiera cómo estabas —contestó él sentándose en el borde de la cama.

Pau apartó las piernas para dejarle sitio.

—Estoy bien, solo un poco magullada.

Pedro iba a decir algo pero parecía no encontrar las palabras adecuadas.

—Pau... —empezó, tomando su mano.

—Ya lo sé, no tienes que decírmelo. Sé que he perdido el niño —dijo sin pasión.

Pau vió que tenía los ojos enrojecidos y se preguntó si habría estado llorando.

No le pareció posible y dejó de pensar en ello.

—Los médicos han dicho que fue el shock. Lo siento, Pau. De verdad quería ese niño.

— ¿Ah, sí? —murmuró ella.

— ¡Claro! ¿Cómo puedes dudarlo? —dijo Pedro levantando la voz.

—Lo siento. No quería molestarte.

Su tono era desapasionado y Pedro la miró como si no diera crédito a lo que oía.

— ¿Qué te pasa? Te portas como si no te importara, pero yo sé que tú también querías ese niño.

—Las cosas ahora son menos complicadas.

— ¿Menos complicadas? No sabes lo que estás diciendo. Tú no eres así, tiene que haber sido el shock. Quizá deberías hablar con un médico.

Ella se encogió de hombros indiferente.

—De verdad, vete a casa Pedro. No quiero que te pongas enfermo.

Pedro se levantó de repente y se iba a marchar, pero se dió la vuelta de nuevo.

— ¡Deja de preocuparte por mí, maldita sea! ¡Yo no soy el que ha tenido un accidente! ¡Creí que estabas muerta!

—Pero no estoy muerta. He perdido a mi hijo, pero eso le ocurre a muchas mujeres. Le ocurre a cientos de mujeres cada día.

— ¿Y todas aceptan la noticia como tú? ¿Sin una lágrima? ¿Te estás escuchando a tí misma? ¡Podrías estar hablando del tiempo! —exclamó Pedro enfurecido.

Pau lo miró extrañada.

La Impostora: Capítulo 75

— ¡Pau, para, no vayas por ahí! —Pedro gritó justo detrás de ella.

Ella intentó volverse y ese movimiento la desequilibró. Dió dos temblorosos pasos hacia atrás intentando recobrarse y en el tercero notó que no había nada bajo sus pies. Horrorizada, se dió cuenta de que estaba al borde de un barranco. Su mirada se cruzó con la de Pedro, tan aterrorizada como la suya mientras corría hacia ella, e intentó echarse hacia adelante. Pero era demasiado tarde. Con un grito desgarrador sintió que caía hacia atrás.

— ¡No!

Oyó el grito de Pedro mientras se golpeaba contra el suelo y caía rodando por una pendiente escondida entre la maleza. Casi no sentía los golpes. El horror la había dejado como insensibilizada, pero cuando se golpeó la cabeza contra algo duro y afilado sintió un fuerte dolor y lanzó un gemido.


Unos segundos más tarde, Pedro estaba a su lado. Llevaba puestos los zapatos pero estaba desnudo de cintura para arriba. Tenía cortes y arañazos por todas partes y estaba completamente pálido. Se acercó a tocarla, pero en el último segundo se paró.

Podía ver sus manos temblorosas y sabía que tenía miedo de tocarla por temor a que estuviera malherida.

— ¡Dios mío!

Pedro se pasó la mano por el pelo y tragó saliva.

— ¿Qué has hecho? ¿Te has roto algo, dónde te duele?

Le dolía todo el cuerpo, pero no creía haberse roto ningún hueso.

—Me duele la cabeza —gimió.

Sabía que se había golpeado contra algo y le extrañaba no haber perdido el conocimiento.

Pedro maldijo en voz baja pero con una violencia que no había escuchado nunca. Con mucho cuidado, tocó su cabeza para comprobar dónde estaba el daño.

—Desde luego, te has dado un buen golpe. Voy a comprobar si hay algún hueso roto. Dime dónde te duele —dijo con voz temblorosa pasando los dedos por los brazos y piernas de Pau.

Se sentó en cuclillas y apretó los dientes.

—No parece que haya nada roto, pero hay que llevarte a un hospital enseguida. No quiero dejarte aquí sola pero tengo que ir a recoger el walkie—talkie.

Pau intentó sonreír.

—No me pasará nada. Te prometo que esta vez no saldré corriendo —añadió bromeando y vió el dolor en los ojos de Pedro.

—Te prometo que volveré.

—Ya sé que lo harás. Confío en tí.

—Empieza a contar, cariño. Volveré antes de que hayas contado hasta cien —dijo después de unos segundos y empezó a subir de nuevo la pendiente.

Pau había contado hasta sesenta cuando sintió un dolor agudo. Intentó girar la cabeza y se hizo daño. Esa vez sintió que todo se volvía negro y no pudo hacer nada para no perder el conocimiento.

La Impostora: Capítulo 74

Nada. Nunca se rompería. Se había estado engañando a sí misma. Al fin abrió los ojos y vio las cosas como eran en realidad. Ella había matado su amor y el sexo era un pobre sustituto cuando claramente él odiaba el deseo que aún sentía por ella.

Se sintió enferma y se sentó en la hierba poniéndose la ropa con desesperación.

—Tenemos que volver —dijo, luchando con los botones de la blusa.

Pedro también se había sentado y la estaba mirando.

—Ven, deja que lo haga yo —dijo suavemente. Pero cuando sus manos rozaron la blusa, Pau se apartó.

— ¡No!

Él se quedó helado.

— ¿Por qué? ¿Qué pasa?

—Nada. No puedo soportar que me toques en este momento.

— ¿No quieres que te toque y dices que no pasa nada? ¡Pues yo creo que sí pasa algo! —exclamó él levantándose y poniéndose los vaqueros.

— ¿Por qué me has hecho el amor, Pedro?

Pedro iba a ponerse la camisa, pero se paró.

— ¿Tú por qué crees?

—Porque no lo has podido evitar.

Pau esperaba que él lo negara, pero no lo hizo.

Pedro se separó de ella unos pasos. Ella lo siguió con la mirada y vio la anchura de sus hombros cuando se metía las manos en los bolsillos del pantalón.

—No, no he podido. Nunca podré.

Pau apartó la mirada de la atlética figura de su marido, deseando poder odiarlo o ignorarlo. Pero eso era imposible, porque había algo en su interior que captaba cada movimiento que él hacía.

—Y ahora te arrepientes.

No era una pregunta y Pedro se dió la vuelta hacia ella.

—Me arrepiento de tantas cosas que no sé por dónde empezar. No podemos seguir así, Pau.

Pau no pudo evitar mirarlo ahora y sintió como si algo se hubiera roto dentro de ella al ver la expresión de tristeza en sus ojos. Los suyos se llenaron de lágrimas y todo lo que la rodeaba se convirtió en niebla. De algún lugar, sacó fuerzas para hablar.

—No te preocupes, no tendrás que hacerlo.

Se dio la vuelta y salió corriendo hacia el sendero.

— ¡Pau, no!

Pero ella no lo escuchó. No quería oír nada más. Sólo quería llegar a la casa para calmar su dolorido corazón y decidir qué iba a hacer con su vida.

Siguió corriendo, siguiendo el sendero pero sin reconocer ninguno de los árboles y arbustos distorsionados por sus lágrimas. Desde la distancia oyó a Pedro llamándola y el sonido de sus pasos tras ella. Siguió corriendo aún más rápido y tropezó con una raíz. Se quedó quieta en el suelo un momento, pero cuando oyó a Pedro acercándose se levantó como pudo y siguió adelante.

La Impostora: Capítulo 73

Era como lanzarse sin remordimientos a un infierno de deseo ardiente. Habían estado separados demasiado tiempo y se necesitaban tanto que no podían ser suaves el uno con el otro. Su pasión no podía ser satisfecha sólo con un beso, pero un beso la encendió.

Pedro la besaba haciéndole daño en los labios, pero Pau agradecía el empuje de su lengua. Separando sus bocas para tomar aliento, echó la cabeza hacia atrás y tembló cuando Pedro entendió eso como una invitación para acariciar su cuello con los labios.

Casi no sintió el roce de sus dedos mientras desabrochaban su blusa, sólo la brisa en su piel al abrirse ésta, dejándola desnuda ante sus ojos. Pedro tomó sus pechos entre sus manos como si fueran algo frágil, acariciándolos primero con los dedos y después con la lengua. Ella lanzó un gemido ahogado y sintió una deliciosa sensación entre sus piernas.

Era un delirio doloroso, pero tan necesario... Pau quería que Pedro lo sintiera también y, jadeando, liberó sus manos para abrirle la camisa, apartándola impaciente para pasar los dedos por el vello sensual de su pecho, buscando los pezones. Le oyó gemir cuando los acarició y sintió que temblaba al lamerlos con la lengua.

Ya no había tiempo de echarse atrás. Con pasión creciente, cayeron sobre la hierba y se apretaron uno contra otro con desesperadas caricias. Sus ropas desaparecieron y se deslizaron piel sobre piel. Él le besó todo el cuerpo, ella lo acarició con las manos por todas partes. Cuando Pedro se colocó entre sus piernas, sus gemidos de placer se oyeron en el aire del bosque. Pero nada podía compararse con la intensa emoción que sintieron cuando él la penetró, uniéndolos de nuevo.

Él se paró un momento intentando recuperar el control y la miró. Pau lo miró con los ojos llenos de amor. Eso era lo que esperaba. Ese era el momento en el que todo volvía a ser como antes.

Él empezó a moverse lentamente al principio, alargando el placer hasta que se convirtió en una tortura, mientras la tensión crecía más y más dentro de ella, hasta que Pau creyó imposible poder sentir más.

Cuando Pedro finalmente perdió el control, su empuje se hizo más fuerte, más profundo, más rápido y, con un grito de agonía, apretándose aún más fuerte contra él, llegó al clímax, experimentando un placer inenarrable cuando Pedro llegó casi al mismo tiempo. Él cayó sobre ella con un gemido ahogado y Pau lo apretó fuertemente entre sus brazos.

La calma descendió sobre el pequeño paraíso que compartían unos segundos después del éxtasis. Pau se preguntó qué ocurriría entonces. ¿Significaría eso que Pedro quería dejar el pasado atrás para volver a vivir como antes o no había sido más que el resultado de una necesidad imperiosa y ahora se despreciaría por haberse dejado llevar por sus más bajos instintos?

Él se movió, levantó la cabeza y la miró a los ojos sólo un segundo.

—Perdona, debo pesarte —musitó, echándose a un lado.

Pedro no la había mirado durante más de unos segundos, pero había sido suficiente para ver el extraño brillo de sus ojos. Algo acababa de morir dentro de ella y sabía que era la esperanza. Habían sido demasiados golpes y supo que, si hacer el amor con ella no rompía el muro que había en su corazón, nada lo haría.

La Impostora: Capítulo 72

Pau tenía un nudo en la garganta. Al fin se estaban comunicando y ella rezó para no decir algo equivocado.

—Esto es como una pesadilla de la que no nos podemos despertar.

—Dímelo a mí.

Cuando ella lo miró, compartieron un segundo de simpatía mutua. Con un suspiro, Pedro se pasó una mano por el cuello atrayendo la atención de ella hacia la bronceada piel que asomaba por los botones desabrochados de su camisa.

Se hizo un silencio marcado sólo por el sonido del agua y de los pájaros y los dos se dieron cuenta de la electricidad que había en el ambiente. Pedro respiró profundamente y relajó los hombros. Pedro era tan atractivo, pensó Pau con un nudo en el estómago.

—Venga, vámonos —Pedro decidió un segundo después ofreciendo su mano.

Ella la tomó intentando no demostrar la emoción que sentía al tocarlo. Decidida a no dar el primer paso de nuevo, Pau intentó darse la vuelta pero, para su sorpresa, Pedro la atrajo hacia él de un tirón. Ella perdió pie y se encontró entre sus brazos.

Con el corazón acelerado, Pau se sujetó a la camisa de Pedro y apoyó su mejilla en su pecho. Se quedó quieta mientras sentía los rápidos latidos de su corazón, tan rápidos como los suyos propios y, con cada respiración, podía oler su aroma. Era tan masculino que cada átomo de su ser respondía ante él. La quemaba el tacto de las manos de Pedro en su espalda y se le doblaron las rodillas.

Sabía que debía apartarse, pero no tenía fuerzas. Apenas podía pensar. Era como un dolor que crecía más y más y pensó que se moriría si Pedro no la besaba. Levantó los ojos y vió los latidos del pulso en su cuello. Sin poder evitarlo, con un gemido, puso sus labios sobre aquel pulso y sintió que Pedro contenía primero el aliento y después notó cómo su respiración se aceleraba con cada roce de su lengua.

Estaba tan cerca del cuerpo de él que podía sentir la excitación masculina. Una ola de triunfo la recorrió al revelar el hecho de que Pedro la deseaba. La deseaba tanto que no iba a luchar y ella sabía cómo volverle loco. Eso hizo que perdiera las pocas fuerzas que le quedaban.

Pedro la sujetó. Jadeando, enredó sus dedos en el pelo de ella y empujó su cabeza hacia atrás hasta que estuvo frente a frente con el rostro ardiente de Pau.

En ese momento ella supo que no iba a luchar más. Su mano subió hasta sus labios y los acarició.

— ¡Dios, Pau, te deseo tanto! —dijo poniendo sus labios sobre los de ella.

Ella devolvió el beso y rogó al cielo para que esa vez no dejara de besarla. Para que esa vez la amara y se diera cuenta de que era así como debía ser.

lunes, 28 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 71

— ¿Nunca se lo contaste?

— ¿Se lo hubieras contado tú? Me habrían castigado y yo no tenía ninguna intención.

—Y yo que pensaba que nunca habías hecho nada malo —dijo Pau sonriendo.

Pedro se encogió de hombros.

—Yo también he tenido mis momentos.

—Igual que todo el mundo.

Siguió un silencio incómodo en el que de repente se oyó el walkie—talkie. Pedro  contestó y Pau contuvo el aliento esperando oír las noticias.

—Lo han encontrado. Parece que llegó hasta el granero de Riley y se quedó dormido. Se lo acaban de llevar ahora mismo —informó él aliviado—. Voy a decírselo a Fede.

Pau  no se había dado cuenta de la tensión que ambos habían sentido hasta ese momento. Ahora se sentían aliviados y ella, débil y temblorosa, miró al cielo para ver la luz a través de las hojas de los árboles. Era un lugar tan agradable que se hubiera echado a dormir.

—Ya están de vuelta.

La voz de Pedro interrumpió sus pensamientos.

—Supongo que nosotros también deberíamos volver.

Pedro  la estudió, como si estuviera debatiendo algo en su mente y, de repente, pareció tomar una decisión.

—Dentro de un momento. Ven conmigo.

Que la invitara a ir con él a algún sitio la sorprendió y se levantó rápidamente.

— ¿Dónde vamos?

—Ya lo verás —contestó Pedro sonriendo.

Intrigada, Pau lo siguió. En menos de diez minutos llegaron a un claro del bosque. Podía escuchar el sonido del agua saltando sobre las rocas y, cuando se acercó, vio un riachuelo en el que la luz del sol bailaba sobre la superficie del agua. Pau estaba hechizada.

—Es precioso —dijo bajito.

—Sabía que te gustaría.

Claro que le gustaba y le gustaba mucho más el mensaje que parecía estar enviándole. Aquel sitio era un lugar especial para él y que no compartía con todo el mundo. Que lo compartiera con ella llenó su corazón de esperanza. ¿Por qué iba a llevarla a ese sitio si no pensara que había un futuro para ellos? Tenía que ser un signo.

—Gracias por traerme aquí —dijo con una amplia sonrisa.

Pedro hizo una inclinación de cabeza.

—De nada.

Volvieron a mirarse a los ojos pero, como por decisión mutua, ambos apartaron la mirada y Pau se quedó deseando que él cruzara los metros que los separaban y la tomara en sus brazos para terminar con el purgatorio en el que estaba viviendo.

Débilmente se sentó en la hierba, mirando por el rabillo del ojo cómo Pedro se apoyaba en un árbol y cruzaba los brazos sobre el pecho, observando el riachuelo.

Se fijó en la sombra de su rostro. No era un hombre felíz. Lo que había ocurrido entre ellos había destruido su felicidad tanto como la suya propia.

—Daría lo que fuera por saber qué estás pensando —dijo ella.

Él giró la cabeza para mirarla.

—Tendrías que dar demasiado —contestó con una sonrisa burlona.

—Eso es cuestión de opiniones.

Quería acercarse a él, acariciarlo. Decirle que todo iba a salir bien. Pero no podía hacer nada de eso.

— ¿Qué me darías? —preguntó Pedro con curiosidad.

—Puedes poner el precio que quieras.

— ¿Aunque fueran malos pensamientos?

—Si son malos pensamientos, seguro que se refieren a mí —replicó con una tristeza que hizo que Pedro frunciera el ceño.

— ¿Eso es lo que crees?

— ¿Me equivoco?
—No del todo —concedió él solemne, colocándose en una posición más cómoda—. Tú eras parte de mis pensamientos, pero no de todos.

—La mayor parte, pero no los mejores, ¿verdad?

—La verdad es que estaba pensando en cómo se ilumina tu cara cuando te ríes. Tus ojos brillan como zafiros —declaró él con una voz tan ronca que su corazón dio un vuelco.

—Si me dices esas cosas, me vas a obligar a decir que tienes una sonrisa de pecado —dijo sin aliento.

Pedro se apartó del árbol y dio dos pasos para acercarse a ella. Se paró y dijo:

—Me gusta oírtelo decir.

—Yo estoy por pensar que alguien ahí arriba nos está gastando una broma —suspiró mirando al cielo—. Una broma muy pesada.

—Yo también he perdido el sentido del humor últimamente —asintió Pedro sarcástico—. ¡Pero es que intentar ignorarte es como tratar de que la lluvia caiga hacia arriba! ¡Es totalmente imposible!


La Impostora: Capítulo 70

—Ojala pudiera —murmuró Pau.

Pau sabía que sólo estaban separados por unos centímetros, pero no se atrevía a acercarse más. Tenía que ser él quien tomara la iniciativa.

— ¿Me curarías? —flirteó él mirándola con un brillo peligroso en los ojos.

—Sí —dijo ella, conteniendo la respiración. Sabía que podría curarlo de cualquier cosa si él la dejara intentarlo.

Mientras lo estaba diciendo vió que el brillo de sus ojos desaparecía, reemplazado por la duda. Por un momento Pedro había olvidado, pero ahora todo volvía a ser igual.

— ¿Seguimos? —sugirió ella dándose la vuelta.

Durante unos segundos él no dijo nada y luego empezó a moverse.

—Tienes razón.

Ella lo miró de soslayo. Volvía a estar a la defensiva mientras le indicaba el camino a seguir, sin rozarla siquiera. Durante media hora siguieron caminando y cada vez se hacía más duro hasta que llegaron a un valle que vadeaba uno de los ríos.

—Tendremos que ir por aquí para cruzar el río. En esta época del año no debe de ser muy difícil. Ahora lleva muy poca agua.

Pau se sentó en un árbol caído.

— ¿Tú crees que el niño habrá llegado tan lejos?

—No estoy seguro, pero los niños hacen cosas sorprendentes —dijo observando la expresión asustada de Pau—. No te preocupes. Seguramente lo encontrarán durmiendo en cualquier parte y esta búsqueda no habrá servido para nada. Carlos está cubriendo todo el terreno para asegurarse.

—Los padres del niño deben de estar angustiados.

Pau podía imaginar el dolor de los padres e instintivamente, en un gesto que repetía cada vez con más frecuencia, se protegió el vientre con los brazos.

—Me imagino que darían lo que fuera por encontrarlo. Cuando lo encuentren, se pondrán a llorar como locos y después querrán matar al pequeño por habérselo hecho pasar tan mal —dijo burlón.

Pau sonrió, que era lo que él pretendía.

—Supongo que hablas por experiencia —bromeo ella, imaginando que de niño debía de haber sido muy travieso.

—Supongo que mis padres lo pasarían mal conmigo cuando era pequeño —dijo Pedro riendo—. Especialmente cuando veníamos aquí a pasar el verano.

—Debes de conocer esto muy bien.

—Me pasaba los veranos explorando el bosque, el lago y los valles de alrededor. Este es uno de los caminos más fáciles, pero algunas de las rutas que exploraba hubieran hecho que a mi madre le diera un infarto —contestó Pedro  con una sonrisa traviesa y evocadora.

La Impostora: Capítulo 69

—Nosotros iremos por el oeste, ustedes por el este. Si encuentran  algo, haganlo saber y volveremos. Nosotros haremos lo mismo —dijo Pedro y se dirigió hacia un camino a la izquierda.

Diciendo adiós a los otros con la mano, Pau lo siguió y los dos grupos se perdieron de vista.

Si no hubiera sido por el tenso silencio y por la urgencia de su misión, Pau hubiera disfrutado del paseo. Hacía un día maravilloso y la luz del sol entraba a través de los árboles, creando áreas de luz y sombra.

—Supongo que te crees muy lista, ¿no? —dijo Pedro después de unos minutos.

Seguía con las mandíbulas apretadas y el ceño fruncido. Pau sentía deseos de tocar su frente y alisar las arrugas, pero sabía que no debía hacerlo.

—En absoluto. Sólo quería ayudar y no había ninguna razón para que dijeras que no.

Pedro se paró en seco con las manos en las caderas y los ojos brillantes de furia.

— ¿Ah, no?

—Que no desees mi compañía no es una buena excusa en estas circunstancias —dijo con la barbilla levantada, con expresión retadora.

Una extraña expresión apareció en el rostro de Pedro y desapareció antes de que ella pudiera analizarla.

—Estoy de acuerdo. Para salvar la vida de alguien, me aliaría hasta con mi peor enemigo —dijo Pedro.

— ¿Entonces por qué...?

Pedro miró al cielo y suspiró.

—Porque sé que te pones enferma por las mañanas y no sólo por las mañanas y además tienes problemas para dormir. Este podría ser un día duro incluso para una persona que no estuviera en tu estado. Si eso te ofende, lo siento, pero es lo que creo.

Pau se mordió los labios, dándose cuenta de que lo había juzgado mal. Por orgullo, se había colocado en una posición en la que más que una ayuda podía ser un estorbo.

—Volveré a la casa —suspiró ella.

No estaban demasiado lejos, así que ella podría volver sola perfectamente.

—No. Ya que estás aquí, quédate —dijo él decidido.

—Muy bien —murmuró.

Ahora que habían llegado a un acuerdo, podían seguir caminando. Buscaban con los ojos una pista, aún dudando de que el niño pudiera haber llegado tan lejos.

—Tú también debes de estar cansado —observó Pau—. ¿Dónde has pasado la noche?

Por unos segundos creyó que no iba a responder, pero al final él se encogió de hombros.

—En el cenador.

—Esas sillas de mimbre no deben de ser muy cómodas.

—No lo son. Tengo cardenales por todas partes. Tendrías que verme la espalda —añadió, sonriendo a su pesar, y haciéndola reír.

De repente, sus miradas se cruzaron, pero esa vez en los ojos de Pedro no había nada ni remotamente parecido a la ira.

La Impostora: Capítulo 68

Pau se quitó los guantes diciendo:

—Si esperan un momento a que me cambie de zapatos iré con ustedes —dijo decidida.

Los tres pares de ojos se clavaron en ella.

—No, tú no. Tú te quedas aquí —dijo Pedro.

—No me digas lo que tengo que hacer. Quiero ayudar y voy a ir con ustedes.

Podía apartarla de su vida, pero no podría evitar que hiciera eso.

—Esto no es un paseo. Tenemos que buscar a un niño y no podremos estar pendientes de tí —dijo Pedro apretando las mandíbulas.

La sugerencia de que ella iba a ser un estorbo la indignó.

—Estoy embarazada, no incapacitada. No voy a necesitar su  ayuda para nada ni voy a ser un lastre.

—No, Pau. No pienso perder más tiempo discutiendo contigo. Quiero que te quedes y esa es mi última palabra —dijo fríamente.

Pau estaba furiosa. Se había equivocado. No era que fuera un lastre, es que él no la quería a su lado.

Mientras los tres se organizaban, subió corriendo las escaleras y, en su dormitorio, se cambió de zapatos y esperó hasta que oyó que salían de la casa antes de bajar las escaleras a toda prisa.

Salió por la puerta trasera y se dirigió al muelle del lago a través del jardín, a tiempo para ver cómo desaparecían en uno de los botes. Subió al otro bote con determinación. Nadie la vió hasta que encendió el motor para seguirlos y los tres se dieron la vuelta, sorprendidos.

Pedro la miraba con una expresión de furia que no iba a intimidarla. Además ya no podía obligarla a volver.

Cuando atracó el bote, los tres la estaban esperando en el muelle al lado de una cabaña abandonada. Podía sentir la furia de Pedro mientras lo veía atar el bote con movimientos rápidos, flexionando los músculos, algo que, a pesar de la situación, despertaba sin querer sus sentidos. Cuando se irguió, vió la ira en los ojos miel, que se clavaron en ella.

— ¿A qué demonios estás jugando? —preguntó, ayudándola con cuidado a salir del bote, a pesar de su enfado—. No tenemos tiempo para esto.

—Entonces no pierdas el tiempo discutiendo conmigo. He venido para ayudar y pienso quedarme. Sé razonable, Pedro. Entre los cuatro tenemos más posibilidades de encontrarlo.

—Tiene razón, Pedro —Isabel la apoyó.

Hubo un momento de silencio, en el que los ojos miel se clavaron en los marrones de Pau, antes de decir:

—Vendrás conmigo —dijo secamente.

— ¡Siempre tan amable! —dijo Fede sonriendo Pau.

Pero ella pudo ver que había confusión detrás de esa sonrisa. Quizá no fuera tan ciego como creía Isabel.

La Impostora: Capítulo 67

Pau oyó cómo Pedro reía alegremente ante un comentario de su hermano y ese sonido, antes tan familiar, la entristeció. Ese día, Pedro se había puesto vaqueros y una camisa caqui y estaba tremendamente atractivo. Su corazón dio un vuelco cuando lo vio y sintió el impacto masculino dentro de ella. Ningún hombre la había afectado nunca como lo hacía Pedro.

Ella suspiró, volviendo su atención hacia los platos sucios en el fregadero. Era la tarde libre de María e Isabel y ella estaban limpiando los platos del almuerzo.

—Dirás que me meta en mis asuntos —dijo Isabel mientras tomaba un plato para secarlo— pero, ¿quieres que hablemos?

Pau miró a la otra mujer, que la miraba a su vez con un aire de comprensión que la desarmó. Tuvo que apartar la mirada y aclararse la garganta para contestar:

—No sé a qué te refieres —mintió.

Inmediatamente sintió una mano amiga en su hombro.

—Sé que les está pasando algo. No es que sea muy obvio —aclaró rápidamente ante la expresión asustada de Pau—, pero lo digo por intuición, la intuición de una mujer enamorada, además. No eres felíz y me gustaría ayudarte, si puedo.

Pau no contestó inmediatamente. Siguió mirando por la ventana a los dos hombres que estaban jugando con la pelota en el jardín. Estaba cansada de negarlo.

—No puedes hacer nada.

—Pero...

—Créeme. Esto es algo que sólo Pedro y yo podemos arreglar. Por favor, no se lo digas a nadie —la interrumpió Pau.

—Claro que no —respondió Isabel rápidamente—. Además, Fede no se da cuenta de esas cosas. Yo estoy empezando a pensar que voy a tener que ponerme una corona de flores para que se fije en mí —añadió con una sonrisa.

—Sí, ahora sólo le presta atención a su hermano —dijo Pau devolviendo la sonrisa y mirando por la ventana, pensativa.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por el sonido repentino del teléfono.

—Ya voy yo —dijo Isabel dirigiéndose al teléfono. Escuchó durante unos segundos, con cara de preocupación y fue hacia la puerta. —Es para tí, Fede —llamó.

Los dos hombres se acercaron a la casa.

—Carlos Hamilton —dijo alargándole el teléfono.

Pau dejó de lavar los platos.  No tenía ni idea de quién era Carlos Hamilton pero, por la cara de preocupación de los tres, estaba claro que no era una llamada de cortesía.

—Se ha perdido un niño. Estaba de acampada con su familia y no se han dado cuenta de que se había perdido hasta hace un rato. Están reuniendo voluntarios para salir a buscarlo y Carlos quiere que miremos en el lago. Ya hay un grupo de gente en el otro lado, así que sugiero que crucemos y nos reunamos con ellos, Pedro.

—Voy a por los walkie—talkies —dijo Pedro dirigiéndose a la puerta—. Podemos cubrir más terreno si nos separamos.

Isabel se quitó el mandil.

—Iré con ustedes. Cuanta más gente vaya, más fácil será encontrarlo.

domingo, 27 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 66

En ese momento a Pau no le importaba a quién culparía más tarde, porque eso era lo que ella quería. El contacto de sus labios en los suyos hizo que el mundo empezara a dar vueltas y, cuando sintió el roce de su lengua, se abrió para él con un gemido.

No podía pensar, sólo sentir. Pedro la abrazó, apretándola tan fuertemente contra su pecho que ella gimió de placer y de dolor. Era maravilloso. Temblaba mientras la lengua de Pedro buscaba impaciente la suya y, con las manos alrededor de su cuello y los dedos enredando su pelo, casi perdió el sentido.

Como ella había supuesto, un beso no fue suficiente. Después de uno vino otro y otro. Cada uno era más ardiente que el anterior y los dejaba temblando, sintiendo el latido de sus corazones mientras el poder de su pasión amenazaba con desatarse.

Entonces, como de lejos, oyó que Pedro estaba maldiciendo y los besos terminaron. Desorientada, lo miró y vio cómo la pasión era reemplazada por el desprecio. Aunque lo había esperado, la destrozó.

—Tenías razón, no debía haberlo hecho —dijo Pedro tristemente.

— ¿Aunque te diga que yo no lo siento en absoluto? —confesó ella con una vaga sonrisa.

—Esto no funciona, Pau.

El corazón de Pau latía con fuerza.

— ¿Qué quieres decir?

Pedro dió un paso atrás, distanciándose de ella.

—No puedes hacerme olvidar usando tu cuerpo, aunque sea un cuerpo en el que yo quiera perderme.

— ¡No estaba intentando hacer eso!

— ¿No?

Por supuesto que lo hacía. Era su única arma. Pau levantó la barbilla.

— ¿Me culpas por intentarlo? —preguntó.

Pedro negó con la cabeza.

—Probablemente yo haría lo mismo.

Decir eso era fácil para él, pensó Pau.

—Pero tú nunca te hubieras puesto en esta situación ¿Es eso lo que quieres decir?

Él no tuvo que decir nada, su expresión era suficiente.

De repente sus ojos se llenaron de lágrimas.

—No puedo ganar, ¿verdad?

Iba a perderlo. La certeza era como plomo en su corazón.

Los ojos miel se clavaron en su rostro.

—No debes llorar —advirtió él preocupado.

—Tú puedes hacerme la mujer más feliz de la tierra con sólo dos palabras.

Se le escapó una lágrima que se secó con la palma de la mano.

—Tienes que calmarte.

— ¡Te quiero, maldito seas! Pero eso no es suficiente, ¿verdad?

—No. Sólo empeora las cosas —dijo dándose la vuelta para irse—. Vete a la cama, Pau —aconsejó él saliendo de la casa sin volver la mirada.

Pau se quedó mirando la puerta cerrada. ¿Para qué estaba perdiendo el tiempo? Nada de lo que dijera o hiciera iba a cambiar nada. Lo había perdido. Podría seguir casada cincuenta años más, pero no lo recuperaría. Su apuesta no había valido para nada. Había creído que merecía la pena el riesgo, pero había descubierto demasiado tarde que no era así. Nunca se lo perdonaría a sí misma.

La Impostora: Capítulo 65

Se miraron.

—No vas a ablandarte, ¿verdad? —preguntó sintiendo su solidez, su fuerza, tanto que tuvo que hacer un esfuerzo para no acercarse a tocarlo.

Era una locura, por supuesto. Si lo intentara, él la apartaría.

—No puedo olvidar lo que hiciste —declaró Pedro secamente.

—Ni me perdonas, así que, ¿qué puedo hacer yo? ¿Cuánto tiempo vamos a seguir así?

—Hasta que pueda estar seguro —dijo firmemente.

— ¿Hasta que estés seguro de qué? ¿De qué puedes confiar en mí otra vez? Dime cómo hacerlo y lo haré. Lo juraré sobre la Biblia si quieres —dijo ella con desesperación—. Haré lo que tú digas ¿Es que no sabes que haría cualquier cosa por ti?

Instintivamente, Pedro se acercó a ella y la tomó por los hombros.

— ¡No quiero que hagas nada! Yo...

No pudo seguir hablando porque, al sentir su proximidad, cerró los ojos y apretó fuertemente los dedos en sus hombros. Durante un segundo, Pau sintió que él iba a apretarla contra él, pero de repente la apartó con un gemido y se dio la vuelta.

— ¡Maldita sea!

Ella se mordió los labios, y extendió la mano para tocarlo.

—Pedro...

Se dio la vuelta tan rápidamente que ella se asustó.

— ¡No me toques!

—No me rechaces otra vez, Pedro—suplicó Pau.

—Tengo que hacerlo, maldita sea, tengo que hacerlo —repitió él como si quisiera convencerse a sí mismo.

— ¿Por qué tienes que hacerlo si los dos sabemos que no es lo que deseas?

Para su asombro él empezó a reírse.

— ¿Es que no vas a abandonar nunca? —murmuró él haciendo que se sonrojara.

—Nunca. Tendrás que matarme antes.

No era nada más ni nada menos que la verdad. Él la miró a los ojos y debió leer algo allí que lo hizo suspirar.

— ¿Tienes idea de cómo deseo besarte? —susurró sin sombra de placer en la pregunta.

—Sí —musitó ella.

Como si no pudiera evitarlo, su mano empezó a acariciarle las mejillas y bajó hasta sus labios. Ella contuvo el aliento sintiendo que sus dedos la quemaban. Vió la intención de sus ojos, la lucha mental para no hacer lo que hacía. Vio cómo tragaba saliva, sabiendo que no iba a poder evitarlo y le puso las manos en el pecho.

—Te odiarás a ti mismo —le recordó ella sintiendo que sus manos, al roce de su pecho, ardían de deseos de explorar su piel.

—Lo sé —asintió él inclinando la cabeza. Pau sintió que se le doblaban las rodillas.

—Me culparás a mí.

—Quizá, pero no puedo evitarlo —gimió Pedro y puso sus labios sobre los de Pau.

La Impostora: Capítulo 64

Fede salió silbando para ducharse e ir a buscar a su prometida.

Pau  cerró la puerta del dormitorio y se apoyó en ella, con una mano en el corazón. Sabía que estaba en lo cierto y eso la tranquilizaba. Después de días de peleas y silencios, un segundo lleno de esperanza y el siguiente de desesperación, era un alivio saber que no todo estaba perdido. Podría evitarla esa noche, pero no podría evitarla siempre.

Esa noche no le importó cenar sola porque se sentía llena de confianza. Después se sentó  frente al televisor para ver una película y, cuando terminó, como Pedro no había regresado, se fue a la cama.

No podía dormir y cuanto más lo intentaba más difícil era conciliar el sueño. Dió muchas vueltas pero sabía que sólo una cosa la haría tranquilizarse, que Pedro volviera a casa. No tenía ni idea de qué hora era cuando abandonó la lucha y pensó que quizá algo caliente la ayudaría a dormir.

Se puso una bata de seda que hacía juego con el camisón y bajó descalza hasta la cocina. Cinco minutos más tarde, estaba sentada a la mesa, tomando una taza de chocolate caliente.

Cuando oyó que alguien abría la puerta trasera, levantó la mirada.

— ¿Qué haces levantada tan tarde, María? —preguntó Pedro antes de darse la vuelta y comprobar que no era la criada.

Se quedó parado en la puerta observando la bata de seda y el cabello despeinado de Pau. Ninguno de los dos se movió.

—Creí que estarías en la cama.

Sus ojos la quemaban incluso desde esa distancia.

Pau dejó la taza sobre la mesa, sabiendo que él no quería sentir lo que estaba sintiendo. Ahora sabía que no estaba equivocada y se preparó para atacarlo abiertamente.

—Esperabas que estuviera en la cama, querrás decir —sonrió burlona.

—Esperaba, sí —asintió Pedro a regañadientes—. Maldita sea, ¿por qué no estás durmiendo?

—No podía dormir. No me gusta dormir sola —confesó honestamente.

Pau vió algo en sus ojos y supo que había tocado una fibra sensible.

—Por favor, Pau, ¿por qué haces esto? Sabes que voy a herirte —Pedro respiró con dificultad, acercándose a ella.

Cuando llegó al fregadero, se paró y se apoyó en él.

Pau observó cómo, a través del pantalón, se marcaban los músculos de sus piernas cuando las cambió de posición para estar más cómodo.

—No creo que puedas herirme más de lo que ya lo has hecho. La forma en que me rechazas me está destrozando —confesó abiertamente.

— ¿Y qué quieres que haga? —preguntó él frunciendo el ceño.

—Que me quieras.

— ¿Es que no tienes orgullo?

—Parece que no. El orgullo no me calentará la cama ni me abrazará por la noche.

—No puedo darte lo que quieres —dijo apretando las mandíbulas.

— ¡Querrás decir que no quieres!

—Déjalo, Pau—advirtió Pedro.

Pau negó con la cabeza. Tenía demasiado que perder y mucho que ganar.

—No puedo.

—Entonces estás loca.

—Sea lo que sea, tú me deseas. Me deseas tanto como yo a tí y quieres hacerme el amor.

Él sonrió intentando parecer irónico.

—Soy un hombre adulto sano y el sexo siempre ha sido estupendo entre los dos.

A Pau le dolió esa afirmación, pero no se dejó amedrentar.

—No digas eso. Lo nuestro era más que sexo. Yo te quería y tú me querías a mí, Pedro.

—Nos queríamos, tú lo has dicho.

La Impostora: Capítulo 63

Los dos se miraron divertidos.

—Pobre Horacio —dijo ella riendo. Pedro sonrió también.

—Mi padre estaba igual. Espero que no tengan un accidente.

—Quizá deberíamos invitarlos cuando yo esté a punto de dar a luz —sugirió Pau.

Sus miradas se cruzaron compartiendo un sentimiento común.

Un pájaro cantó en un árbol cercano y la magia se rompió. Pedro se dio cuenta de que había bajado la guardia y se estiró.

—Ya pensaremos en eso cuando llegue el momento —dijo abruptamente.

Para Pau fue como si el sol se hubiera puesto. Era tan maravilloso hablar con Pedro como si nada hubiera cambiado, que estaba a punto de gritar de frustración. En lugar de eso, bebió lo que quedaba de té e intentó tranquilizarse.

—Tienes razón. También tenías razón sobre el desayuno. Tenía hambre.

Pedro se acercó para recoger los platos.

—Lo que no puedes hacer es ponerte enferma.

—No, doctor —devolvió ella bromeando.

—Lo digo en serio, Pau—insistió él.

Entonces ella supo por qué lo decía. No confiaba en ella en absoluto.

—No te preocupes. No tengo intención de hacerle daño al niño —dijo fríamente.

— ¿Qué quieres decir con eso?

— ¡Quiero decir que sé que no confías en mí, pero que nunca le haría daño a nuestro hijo!

—Lo creas o no yo no quería decir eso. Lo he dicho sólo pensando en tí —dijo él apretando los dientes.

—Si no te he entendido bien, lo siento —se disculpó ella secamente.

—Olvídalo.

Cuando estaba a punto de marcharse, se volvió hacia ella y preguntó:

—Fede y yo nos vamos a pescar. ¿Te importa quedarte sola?

Ella lo miró, intentando descifrar su expresión. ¿Se quedaría si ella se lo pidiera? Decidió que era mejor no intentarlo.

—No, no me importa. Ve y pásalo bien.

Después de unos segundos, Pedro asintió con la cabeza.

—Si necesitas algo, puedes pedírselo a María. Volveremos a la hora de la cena. Cuídate.

Se pasó toda la mañana sentada a la sombra, leyendo o dormitando. La sentaba bien no pensar y dejó que el calor borrara todas sus preocupaciones. María, obviamente por recomendación de Pedro, se encargó de prepararle el almuerzo y de llevarle bebidas frías durante toda la tarde.

Cuando volvió a la casa para bañarse y vestirse para la cena, se sentía más relajada de lo que se había sentido en mucho tiempo. La sensación persistió hasta que Fede llamó suavemente a la puerta.

Pau sonrió ante su aspecto de pescador.

—Parece que han tenido un buen día.

—Sí, hemos pescado mucho. De vuelta a casa entramos un momento en el bar y Pedro se encontró con Sergio Harker, un amigo de la infancia. Bueno, el caso es que como Pedro sabía que yo tenía que venir a ducharme antes de salir con Isabel, me ha pedido que te diga que se queda a cenar con él. Ha dicho que tú lo comprenderías.

Pau lo entendía muy bien. Pedro seguía evitándola. Con sus padres y sus hermanos fuera, esa noche hubieran estado solos en la casa. Habrían tenido que pasar horas juntos y quién sabía qué podría haber ocurrido. Él no quería arriesgarse y había salido corriendo.

—Sí, claro. Gracias por decírmelo, Fede. Dale un beso a Isabel de mi parte —dijo con calma.

La Impostora: Capítulo 62

—El embarazo te sienta muy bien, a pesar de los mareos quiero decir. Estás guapísima.

Pau sonrió, tocándose el vientre aún plano.

—Es un poco pronto para saber eso.

— ¿Demasiado pronto para qué? —preguntó Pedro volviendo a entrar con unas tostadas que puso delante de Pau. Tomó una silla frente a ella y se sentó.

—Pau no cree que el embarazo le siente muy bien. Yo creo que tiene algo especial en la cara, como Lu, ya sabes.

Se refería a su hermana, que estaba a punto de dar a luz.

— ¿A tí qué te parece, Pedro? —Fede miró a su hermano.

Pau contuvo el aliento mientras esperaba la contestación de su marido. ¿Qué diría? ¿Sería sincero o mentiría? Pedro tardó algo en responder. Lentamente sus ojos fueron de su hermano a Pau.

—A mí me parece que está aún más guapa que antes —dijo roncamente.

— ¿Lo dices de verdad? —preguntó ella, oyendo los latidos de su corazón.

—Yo no te mentiría, Pau—contestó él.

Aquello borró su alegría. Pau palideció. ¿Cómo podía decir eso? Dar con una mano y quitar con la otra era algo demasiado cruel.  Pau se levantó precipitadamente.

—Perdonenme —musitó.

Tragándose las lágrimas, salió rápidamente de la habitación.

Pedro salió tras ella al pasillo y la tomó del brazo.

— ¡Espera! ¡Maldita sea, espera un momento! —dijo sujetándola—. Lo siento. No he querido decir eso.

Pau lo miró con lágrimas en los ojos.

— ¿Y qué has querido decir?

—Sólo he querido decir que estaba diciendo la verdad. No quería insultarte.

— ¡Querrás decir que esta vez no has querido!

— ¡Maldita sea, estoy intentando disculparme! —dijo Pedro con las mandíbulas apretadas.

— ¿Y con eso se arregla todo?

—No quería hacerte daño.

—Tampoco yo he querido hacerte daño nunca. Pero si tú no me crees, ¿por qué iba a creerte yo?

Pedro la miró durante varios segundos. Después, se dió la vuelta. Pau apartó la mirada, intentando no llorar. Cuando se controló anduvo por la casa y salió al patio. Ya habían limpiado los restos de la fiesta y se sentó en un sillón.

Dos minutos más tarde, alguien colocaba un plato con tostadas y una taza de té en la mesa, a su lado. Ella levantó la mirada automáticamente y se encontró con el rostro de Pedro.

—Cómete el desayuno —ordenó él.

—No tengo hambre.

—Cómetelo, Pau. Por tu bien y por el del niño. No te pongas enferma para hacerme daño a mí.

Tenía razón y ella lo sabía. No quería ponerse enferma y desde luego no quería hacer daño al niño. Con esfuerzo, tomó un trozo de tostada y le dio un mordisco. Pedro se apoyó en la pared. La ignoraba, mirando hacia otra parte.

Parecía un perro guardián y, con sentido del humor, pensó que no se movería de allí hasta que no quedara nada en el plato. Con un pequeño suspiro, se relajó en el sillón.

—Esto está muy tranquilo. ¿Dónde está todo el mundo? —preguntó ella.

—Han llamado del hospital esta mañana.

— ¿Lu ha dado a luz?

—Ha sido un niño —confirmó Pedro, mirando el reloj—. Se fueron hace más de una hora, así que deben de estar a punto de llegar.

Pau sonrió.

—Tu madre se habrá puesto muy nerviosa —bromeó.

—Sí —sonrió él.

La Impostora: Capítulo 61

El silencio la sorprendió mientras cruzaba el pasillo. Toda la casa estaba silenciosa. No había nadie en el salón. Sintiéndose la última persona en el mundo, se dirigió a la cocina para preparase una taza de té.

El office estaba situado detrás de la casa, mirando al jardín y al lago. La mesa estaba puesta y había signos de que había sido usada, pero la habitación estaba vacía.

Se dirigió a la encimera y encontró una tetera caliente. De repente, sintió una familiar presencia.

Pau se dió la vuelta lentamente. Pedro estaba en el umbral del office, con vaqueros y una camisa de cuadros. Apartando la mirada, tomó aire para darse la vuelta y sostener la tetera.

— ¿Té? —preguntó, aclarándose la garganta e intentando actuar con normalidad.

Pero no fue fácil cuando sintió que se acercaba y sus manos empezaron a temblar tanto que apenas podía echar el líquido en la taza. Una mano grande tomó la tetera y la mantuvo quieta.

—Si no tienes cuidado te vas a quemar —dijo Pedro.

El roce de sus manos hizo que sus piernas se doblaran, como siempre, y cerró los ojos cuando él sostuvo la tetera para dejarla sobre la mesa. Deseaba que las cosas fueran como antes, que él se diera la vuelta y la tomara entre sus brazos. Sintió que casi podía sentir el roce de sus labios y...

Oyeron pasos en el pasillo acercándose y Pau abrió los ojos. Fede acababa de entrar.

—Té, estupendo. ¿Me pones una taza, Pedro ? —pidió alegremente sentándose a la mesa y mirando de uno a otro—. Buenos días, Pau. Pareces cansada. Los dos parecen cansados. ¿Qué han estado haciendo?

—No sé lo que habrá hecho Pedro, pero mi aspecto se debe a las nauseas —confesó y oyó a Pedro maldecir en voz baja.

—Siéntate, Pau —ordenó Pedro estudiando su perfil—— ¿Quieres comer algo?

Su preocupación era como un bálsamo y sonrió.

—Las tostadas normalmente ayudan —dijo sentándose en la silla que Fede había colocado para ella.

—Le diré a María que las prepare —dijo Pedro bruscamente antes de  desaparecer para buscar a la criada.

—Es un miserable, ¿verdad? —se quejó Fede—. Cualquiera diría que él no ha tenido nada que ver con el embarazo —añadió, levantándose para tomar una taza y volver a sentarse a su lado.

Al menos podía agradecer que Pedro no hubiera tenido dudas sobre la paternidad del niño. Si las hubiera tenido no habría sabido qué hacer.

—Está enfadado consigo mismo por olvidarse de mis mareos —dijo ella.

Pau sabía que ésa era la razón para el comportamiento de Pedro en ese momento. Podía estar enfadado con ella, pero no le haría daño ignorando las dificultades de su estado. Era una contradicción que ignoraba si él conocía. Pero ella sí y eso fortalecía sus esperanzas.

A su lado, Fede inclinó la cabeza para estudiarla.

La Impostora: Capítulo 60

—Fuera lo que fuera, me deseabas.

Él apretó las mandíbulas.

—Sí —admitió él entre dientes.

—Yo también te deseo, Pedro—confirmó Pau.

Pedro se metió las manos en el bolsillo del pantalón.

— ¿Tú crees que eso va a hacer que me desprecie menos? —dijo salvajemente, hincando una daga en su corazón.

Aquello dolía de verdad y Pau sintió que todo el calor desaparecía de su cuerpo.

—Maldito seas, Pedro. ¡Ojala pudiera odiarte! —dijo con voz dolorida dándose la vuelta.

Tenía que alejarse de él. No podía quedarse para que él descargara su ira sobre ella.

Con las piernas flaqueantes se alejó. Podía herirla de mil maneras porque lo amaba con locura. Sabía que lo amaría siempre, pasara lo que pasara.

Pau se despertó suspirando. El dormitorio estaba bañado con la luz del sol, suficiente para ver el lado vacío de la cama junto a ella. No sabía dónde había pasado Pedro la noche y no la sorprendería que hubiera dormido en cualquier sitio para no estar a su lado después de lo que había dicho la noche anterior.

No era agradable pensar que Pedro se despreciaba a sí mismo por desearla, pero lo único que quería recordar después de haber pasado toda la noche dando vueltas en la cama era que él la seguía deseando. Esa sofocante atracción que encendía el aire a su alrededor seguía viva. Él lucharía contra ello hasta morir, pero no podía negárselo a sí mismo. Y si la deseaba, su amor no estaría muerto. Estaba furioso con ella. Lo que había hecho estaba mal y no lo podía negar, pero estaba segura de que él tampoco podría negar que había algo especial entre ellos.

Demasiado especial para olvidarlo.

Deseando apartar de su mente esos pensamientos, se sentó en la cama y sintió náuseas. Echando las mantas hacia atrás, corrió hacia el baño. Cuando se le pasó, se lavó la cara con agua fría y se cepilló los dientes. Sintiéndose ligeramente mejor, tomó una ducha y se puso unos vaqueros blancos y una camiseta azul esmeralda. Se pasó un cepillo por el pelo y bajó a reunirse con la familia.

miércoles, 23 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 59

—Te lo advierto. No creas que puedes jugar conmigo, Pau.

— ¡Esto es ridículo! ¿Por qué iba a hacerlo cuando todo el mundo sabe que está loco por otra mujer y que yo estoy loca por tí?

—Me hablas de tu amor como si fuera un talismán. Pero sólo son palabras, Pau, y los dos sabemos lo bien que las sabes manipular para conseguir lo que quieres. Las mentiras salen de tu boca, tan dulces y seductoras como la miel.

Pau cerró los puños impotente.

—Mi amor no es una mentira, Pedro. Todo lo que he hecho ha sido porque te quería y porque me daba miedo perderte.

—Una mujer que ama a un hombre no haría lo que tú has hecho, Pau—dijo duramente.

—Estás equivocado. No sabes qué equivocado estás. Una mujer enamorada haría cualquier cosa —contestó, sabiendo en su corazón que él no quería escucharla.

En ese momento, una ligera brisa movió el cabello de Pedro sobre su frente.

Instintivamente Pau fue a apartarlo. Sus dedos rozaron la mejilla de él y el contacto encendió la palma de su mano como si fuera una llama.

Al mismo tiempo, Pedro levantó la mano y cuando sus dedos se rozaron y sintió el calor de su contacto, notó que la respiración de él se aceleraba. Los dos apartaron la mano rápidamente. Pau contuvo la respiración mientras se miraban a los ojos.

—Pedro... —su voz era un susurro mientras esperaba que él volviera a rechazarla.

— ¡Dios! —su exclamación era un gemido atormentado.

Pedro cerró los ojos un segundo y cuando los volvió a abrir no pudo apartar la mirada de Pau. El aire a su alrededor se volvió espeso.

Pau olvidó su enfado. Lo único que sabía era que tenía que convencerlo de que confiara en su amor.

—Sabes que te quiero —gimió entrecortada.

— ¿Por qué has tenido que venir aquí? —susurró él a su vez.

—Tú me has llamado. ¿Es que no sabes que no soy nada sin tí? —suspiró ella mientras lo acariciaba suavemente.

— ¡No! —ordenó él, apartándola tan bruscamente que ella tropezó.

Se habría caído si Pedro no hubiera reaccionado rápidamente y la hubiera tomado en sus brazos.  Ella cayó sobre su pecho con un grito ahogado que se quedó en su garganta.

Sintió cómo el pecho de Pedro se ensanchaba buscando aire y la presión de sus dedos en sus brazos. Empezó a temblar y levantó los ojos hacia él. Todo estaba allí. Todo lo que quería negar. Aquel contacto lo había debilitado y esa noche no tenía defensa contra ella.

—Pau.

Su nombre no era más que un susurro, pero ella lo oyó con cada fibra de su ser.

Terminó en un gemido desesperado. El tiempo se quedó suspendido. Ella sintió el momento exacto cuando la voluntad dejó paso a la necesidad. Su cabeza empezó a inclinarse hacia su cara y tomó sus labios con un beso hambriento que ella devolvió.

La pasión se encendió inmediatamente mientras los dos intentaban apretarse uno contra el otro. Nada importaba más que el placer que podían darse mutuamente. Para Pau era como encontrar un oasis en medio del desierto. Sólo la necesidad de respirar los forzó a separarse y a mirarse a la cara, con los ojos llenos de pasión y la respiración entrecortada.

— ¡Dios bendito!

Con una brusquedad que era más sorprendente después de aquel momento de pasión, Pedro la apartó, con expresión de asco hacia sí mismo. Se dio la vuelta, sujetándose a la barandilla y respirando con dificultad.

— ¿Qué demonios estoy haciendo?

Pau se humedeció los labios, doloridos por el beso.

—Haciéndome el amor.

—El amor no tenía nada que ver —contestó él enfadado.

Sabía que Pedro estaba enfadado con él mismo, no con ella.

La Impostora: Capítulo 58

El lago reflejaba la luna con una luz mágica. A Pau le parecía relajante, como el cenador, que había sido construido cerca de la orilla para poder disfrutar de la brisa en los calurosos días de verano. Había ido allí cuando se había terminado la fiesta porque sabía que no podría dormir si se fuera a la cama.

Rodeando el edificio, se acercó a la terraza y se apoyó en la barandilla  intentando respirar la paz que llevaban al ambiente las olas hipnotizadoras.

— ¿Estás esperando a Darío?

La inesperada pregunta la asustó y se dió la vuelta rápidamente. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad del interior del cenador, distinguió a Pedro, reclinado en una de las sillas de mimbre. Se preguntó cuánto tiempo llevaba sentado allí.

— ¿Y bien? —preguntó él y ella recordó que le había hecho una pregunta.

Cuando recordó qué pregunta era frunció el ceño.

— ¿Y por qué iba a estar esperando a tu primo?

—Para seguir flirteando con él sin que te vea nadie.

¿Flirteando? ¿Cómo podía...? Lo único que había hecho era bailar con él. La reacción de Pedro era completamente desproporcionada. Si no lo conociera bien, creería que estaba celoso. De repente, su corazón se aceleró. Quizá no lo conocía tan bien. ¿Podría estar celoso? ¿Y si lo estuviera, podría ella usar eso para que volviera con ella? Lo único que sabía era que tenía que probar.

Se humedeció los labios, con el corazón latiendo a toda velocidad.

— ¿Y qué si lo estuviera? —preguntó fríamente.

Con un rápido movimiento, Pedro se levantó y se dirigió hacia ella. Pau vió que se había quitado la chaqueta y la corbata. Llevaba las mangas de la camisa dobladas hasta el codo, lo que le hacía parecer más relajado y al mismo tiempo incrementaba la sensación de poder que solía dar.

—Te recordaría que sigues casada conmigo —dijo secamente.

¡Estaba celoso! Con el corazón en la garganta, tuvo que hacer un esfuerzo para poder respirar.

Sabía que tenía que ir con cuidado porque él no se había dado cuenta de que lo que dejaba entrever con esas palabras.

—Ya sé que estoy casada contigo, Pedro.

— ¿Ah, sí? Pero no ha salido como esperabas, ¿verdad? Quizá has decidido flirtear con Darío para añadir un poco de sal al asunto —dijo él con una sonrisa cínica.

Pau contuvo el aliento. Ella no merecía eso. No había hecho nada que traicionara sus promesas.

—No estaba flirteando con Darío —negó vehementemente.

Celoso o no, él no tenía derecho a acusarla. La expresión de Pedro cambió.

La Impostora: Capítulo 57

El beso duró una fracción de segundo pero el dolor duraría interminablemente. Cuidando de esconder su desesperación, Pau cerró los ojos cuando él la soltó.

— ¡Maldita sea, Pedro! ¿Por qué has tardado tanto? —preguntó Fede detrás de ella.

Pedro apartó suave pero firmemente a Pau para saludar a su hermano.

— ¿Qué creías, que me iba a perder tu gran noche? —bromeó golpeando a su hermano en la espalda.

Pau observó el gesto, celosa del genuino afecto entre los dos hermanos.

—Me hubiera gustado llegar antes, pero la entrevista se alargó más de lo que esperaba y, además, me encontré con un accidente en la autopista. Parece que me estaba perdiendo una fiesta estupenda —Pedro estaba diciendo.

Sintiéndose atrapada por la necesidad de mantener la ilusión de un matrimonio perfecto, Pau sabía que sólo había una forma de reaccionar sin perder su orgullo.

Pedro podría intentar negar lo que habían compartido, pero ella no se lo iba a poner fácil.

Sabiendo que él no podría rechazarla sin despertar la preocupación en su familia, Pau lo tomó del brazo.

—Y yo que pensaba que estabas intentando evitarme —bromeó sintiéndose como el payaso que se ríe entre las lágrimas.

Pedro sonrió aunque sus ojos dijeron que sabía lo que estaba haciendo y estaba furioso.

— ¿Y por qué iba a hacer eso si sabes lo que siento por tí, querida?

Aunque sabía que no era contrincante para él, se negó a abandonar. Levantó la barbilla unos centímetros.

—Así que me sigues queriendo —lo provocó y vio cómo la ira brillaba en sus ojos antes de que pudiera controlarla.

— ¿Por qué no me preguntas eso cuando estemos solos para que pueda contestarte como debo? —contestó seductor y todo el mundo rió, incluyendo Pau, la única que sabía que aquello era cualquier cosa menos una frase amorosa.

— ¿Evitando el tema, señor letrado?

—En absoluto. Sabes que te quiero tanto como tú a mí.

—Me gusta saber que morirías por mí, pero relájate. Aún no te lo voy a pedir.

Antes de que Pedro pudiera responder, su padre le puso una mano en el hombro.

—Me parece que nos estamos poniendo muy románticos —observó bromista Horacio Alfonso—. Y siendo así creo que lo mejor será que me lleve a mi mujer al jardín para besuquearla. El resto que haga lo que quiera.

—Besuquearse suena muy bien, papá. Iremos contigo —dijo Fede a sus padres mientras se alejaban—. Luego nos vemos, Pedro, Pau.

En cuanto estuvieron solos cualquier pretensión de armonía se desvaneció. Pedro apartó su brazo y se dirigió al camarero, pidiendo un whisky que se tomó de un trago.

— ¿Armándote de valor, querido?

—Librándome de un desagradable sabor de boca.

— ¿Lo del accidente era verdad? —preguntó dolida.

Pedro la miró sarcástico.

— ¿Por qué no llamas a la policía? Probablemente aceptarás su palabra mejor que la mía.

—Puede ser, porque en los últimos días apenas me has dicho media docena.

Los ojos miel se clavaron en su cara.

—Creí que estaba actuando con admirable control —dijo, bebiendo el segundo vaso de un trago.

— ¿Por no haberte acostado conmigo? —preguntó Pau caustica.

—Por no haberte estrangulado. Ahora, si me perdonas, voy a hablar con mi primo Ariel —dijo y se alejó de ella.

Pau lo siguió con la mirada con frustración, casi con desesperación. Había cerrado su mente y su corazón y no había forma de cambiarlo. Se sintió aún más sola.

Echaba de menos su proximidad, pero no sólo la física, si no la de mente y espíritu. Si no la volviera a tener nunca, si tenía que conformarse con aquello para siempre, no sabía si podría soportarlo.

Antes de que pudiera decidir qué haría, uno de los primos de Pedro  le pidió que bailara con él. Darío era alto, rubio y guapo y estaba profundamente enamorado de una mujer que parecía no saber que existía. También era un ligón encantador y justo lo que su dolorido espíritu necesitaba.

—Espero que a Pedro no le importe prestarme a su mujer —bromeó Darío mientras bailaban. Pau sonrió.

—Claro que no. Pedro confía en tí —replicó ella.

Lo que no dijo fue que en la única persona en la que no confiaba era en su mujer.

La Impostora: Capítulo 56

—Estoy a punto de pasar de sentirme sola a sentirme muy enfadada.

—Eso digo yo. Si no llega pronto, aquí va a haber un asesinato.

—Siento que Pedro no esté aquí, Fede—se disculpó Pau cuando empezaron a girar en la pequeña pista de baile.

—No te preocupes —se encogió él de hombros—. Me vengaré. Espera y verás.

Ella sonrió como él esperaba y se dejó llevar por la música. Después de un par de bailes, Pau insistió en que volviera a bailar con Isabel, pero él se la llevó del brazo y los tres charlaron animadamente.

Pau no sabía cuánto tiempo había pasado cuando sintió que sus sentidos se encendían de una forma muy familiar. Pedro había llegado. Siempre sabía cuando había entrado en una habitación. Era como si tuviera una antena que recogía la energía de Pedro y que hacía que se le pusiera la piel de gallina. Empezó a buscar entre las parejas que estaban bailando y unos segundos después se encontró de frente con sus ojos miel.

Su mirada era tan intensa que se sintió hipnotizada y no pudo apartarla. Sintió el corazón en la garganta como si fuera algo al rojo vivo. Había algo en el aire y era el conocimiento instintivo de que la otra persona era su alma gemela, el ser que la completaba. Pau experimentó un sentimiento de euforia, porque sentía que era recíproco. Pedro no podía mirarla de esa forma, a menos que él también lo estuviera sintiendo.

Unos segundos más tarde, había desaparecido y se había perdido entre la gente, pero ella sabía lo que había visto. La esperanza volvió a renacer como una llama débil pero estable en su corazón. Quizá pudiera recuperar lo que había perdido.

—Ha llegado Pedro —le dijo a Fede. Éste dejó de hablar inmediatamente.

— ¿Dónde está? —preguntó mirando alrededor.

Pau ya había empezado a hacerse paso entre la multitud, así que Fede tomó a Isabel del brazo y la siguió.

Entrando en el menos abarrotado comedor, que había sido vaciado para colocar el bar y las mesas, Pau encontró a Pedro hablando con sus padres. Ya había subido a la habitación porque llevaba puesto el esmoquin que ella había guardado en su maleta.

Cuando se acercaba vio cómo levantaba la cabeza y que, como ella, sentía su presencia. Lentamente se volvió.

—Pedro.

Su nombre era un susurro en sus labios y se dirigió hacia él como solía hacerlo, poniéndole las manos sobre el pecho y levantando la cara para besarlo. Sólo entonces se percató del brillo frío de sus ojos y supo que él iba a intentar luchar contra lo que sentía. No era un placer para él saber que estaban hechos el uno para el otro. Él se dio cuenta de que ella había entendido y sonrió.

—Pau.

Su nombre también fue un susurro, pero un eco vacío y ella palideció cuando él se inclinó para besarla.

La Impostora: Capítulo 55

— ¿Pasa algo querida? —preguntó Ana.

Pau colgó el teléfono y sonrió nerviosa.

—Era Pedro. Me temo que va a llegar tarde.

Su madre parecía decepcionada también.

—Lo siento mucho, pero después de una vida entera casada con un abogado no puedo decir que esté sorprendida. Decepcionada sí, pero no sorprendida. Venga, vamos a alegrarnos la vida con una taza de café.

Pau se dejó llevar pero no pudo relajarse. La tarde dejaba paso a la noche y los invitados empezaron a llegar unos tras otros, pero ni siquiera ellos consiguieron distraerla. Hizo un gran esfuerzo para disfrutar del ambiente de fiesta, pero tras un par de horas tuvo que disculparse y buscar un momento de calma.

La biblioteca era un oasis de paz y se dirigió hacia la ventana buscando el rastro de faros en la carretera. Pedro había llamado hacía horas. Ninguna reunión podía durar tanto.

Oyó pasos tras ella y, cuando se volvió, vió al hermano pequeño de Pedro, Fede, sonriendo mientras se acercaba a ella.

—Ah, estás aquí.

Se acercó a ella y miró por la ventana.

— ¿Pedro sigue sin llegar?

Intentaba parecer alegre, pero Pau sabía que estaba decepcionado.

—Estoy empezando a pensar que va a llegar el día del Juicio por la tarde —dijo ella caustica.

—Al diablo con él. Olvídalo y baila conmigo —dijo y Pau tuvo que sonreír ante su carita de niño grande.

—Vale, pero sólo si a Isabel no le importa —accedió ella, tomándolo del brazo y yendo con él hasta el patio.

—No te preocupes por Isabel —contestó él—. Me ha enviado ella a buscarte. Dijo que parecías sentirte sola.

Pau se preguntaba si su cara sería un libro abierto en el que todo el mundo podía ver lo que estaba pasando.

lunes, 21 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 54

En menos de un segundo, Pedro estaba de rodillas ayudándola a levantarse con una repentina expresión de preocupación.

— ¿Te has hecho daño?

Pau abrió la boca para respirar.

—No me ha pasado nada.

Sus miradas se cruzaron y los tormentosos ojos miel la devoraron. Sabía que no estaba equivocada, esa mirada decía que seguía amándola. Podía no querer admitirlo, pero seguía en su mirada. Lo único que tenía que hacer era acercarse un poco y...

Obviamente, Pedro lo había leído en sus ojos, porque se apartó de ella física y mentalmente, ayudándola a levantarse con un despego que partió su corazón.

Cuando la hubo puesto en pie, volvió a colocar el muro entre los dos.

—Antes de que te rompas una pierna, te informo que tengo que entrevistar a un testigo el sábado por la mañana. Es fundamental para el caso en el que estoy trabajando y no puedo arriesgarme a que no quiera testificar. Por eso he sugerido que te vayas mañana y yo tomaré el tren en cuanto pueda.

Una mirada bastó para saber que era cierto. Maldiciéndose a sí misma por haber reaccionado como una tonta, aunque no era sorprendente dadas las circunstancias, Pau dijo:

—Ya veo. Entonces, te dejaré la maleta preparada, ¿no?

—Te lo agradecería.

—No tienes por qué agradecerme nada. Es lo que cualquier mujer normal haría por su marido.

—Nosotros no somos exactamente un matrimonio normal —dijo él secamente—. Y ya que hablamos del tema, espero que no dirás nada a mis padres sobre nuestros problemas.

—Vamos a jugar a la familia felíz, ¿no? ¿Crees que puedes confiar en mí para eso?

—Confío en que sepas qué es lo que más te conviene.

— ¡Maldito seas! ¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero tu dinero? ¡Sólo te quiero a tí! —dijo desesperada. La fría expresión de su rostro le decía que estaba perdiendo el tiempo—. ¿Para qué seguir hablando?

Cansada y derrotada, Pau se dio la vuelta y empezó a subir la escalera.

— ¿Pau? —Pedro la llamó haciendo que se parara y se girara hacia él.

—Estoy cansada, Pedro.

Un cansancio que no era sólo debido a falta de sueño. Estaba dolida y agotada.

—Es sólo un segundo. Quería saber si habías comprado un regalo para Federico.

Pau negó con la cabeza.

—No. ¿Quieres que lo compre o prefieres hacerlo tú?

—Hazlo tú. Confío en tu buen gusto.

Lo dijo con tanta sencillez, como si no lo dudara ni un momento. Cómo hubiera deseado que confiara en su amor por él de esa manera.

—Muy bien.

Siguió subiendo la escalera, cerró la puerta de su dormitorio y cayó sobre la cama. Hubiera deseado llorar, pero el dolor que sentía era demasiado profundo. El futuro parecía horrible. Pedro nunca admitiría que seguía amándola. Había decidido quedarse porque esperaba poder recobrar su confianza y que él la perdonara. Pero, ¿y si no lo hacía?

Era un pensamiento aterrador que no pudo quitarse de la cabeza durante todo el día siguiente, mientras compraba el regalo y conducía hasta la casa de los Alfonso en Maine.

Horacio y Ana tenían una gran casa al borde de un lago. Había sido su casa de verano, pero desde que Horacio se jubiló se había convertido en su residencia permanente. Pau había estado allí varias veces durante los primeros meses de matrimonio, pero era la primera vez que llegaba sola.

Salieron a abrazarla afectuosos, pero se quedaron perplejos al no ver a su hijo.

—Ha tenido que quedarse en la ciudad para ver a un testigo mañana —Pau explicó rápidamente.

— ¿Pero cómo se le ha ocurrido a Pedro dejar que conduzcas sola en tu estado? —preguntó Ana.

—No me importa, de verdad —mintió.

— ¡Pues a mí sí me importa! No me parece bien y pienso decírselo. Debes de estar agotada. Ven dentro y te preparé una taza de té.

Pau sintió deseos de contárselo todo a su suegra, pero Pedro no quería que su familia supiera que pasaba nada, así que no pudo hacerlo. No podía recordar cuándo se había sentido tan desamparada o tan necesitada de consejo sin poder conseguirlo.

Cuando subió a la habitación que solían usar cuando iban a pasar allí unos días descubrió algo que seguramente Pedro había olvidado. La cama. No habían compartido cama desde la visita de Micaela.

Ese pensamiento la llenó de aprensión e impaciencia. En la cama nunca había sido capaz de esconder sus sentimientos por ella. ¿Sería esa la razón por la que ya no dormían juntos, porque no confiaba en que podría mantener la distancia física que su mente pedía?

¿Había encontrado un cincel para romper el muro que él había construido entre los dos? No quería usar el sexo para volver con él, pero podría ser la única manera. Si consiguiera que se fuera a la cama con ella una vez, ¿quién sabe lo que podría pasar?

Era una oportunidad que no podía dejar pasar.

Esa noche durmió poco y, cuando se despertó, la mañana era brillante, luminosa y llena de promesas. Tenía muchas cosas que hacer para mantener la mente ocupada, pero a medida que avanzaba el día miraba el reloj cada vez con más frecuencia. Pedro no llegaba y ya estaba pensando seriamente que podía haberle ocurrido algo cuando sonó el teléfono. Pau estaba hablando con Ana cuando el ama de llaves dijo que la llamaban por teléfono.

—La reunión se ha retrasado, así que llegaré más tarde de lo que esperaba —dijo Pedro secamente al otro lado del hilo.

Se sintió decepcionada, por Federico y por ella misma.

—Pero vas a venir, ¿no?

—No me digas que estás decepcionada —dijo él con sarcasmo.

—Lo estoy. Te echo de menos —confesó y por un momento pensó que la única respuesta sería el silencio.

— ¿Está mi madre ahí? —preguntó él.

—Sí, ¿quieres hablar con ella?

—No. Pensé que debía de haber una explicación para que estuvieras tan cariñosa —respondió Pedro.

Con la madre de Pedro al lado no podía discutir.

—Lo digo de verdad —se vio forzada a decir, sabiendo que no arreglaba nada.

—Llegaré en cuanto pueda. Dile a mis padres y a Fede que lo siento —colgó después de decir esto, dejándola con el teléfono en la mano, sin saber qué hacer.

La Impostora: Capítulo 53

Llamó a su oficina y le dijeron que había estado en los Juzgados todo el día y que aún no había vuelto. Dejó el mensaje de que la llamara y estuvo toda la tarde esperando, pero el teléfono no sonó. Si no hubiera tenido que hablar con él urgentemente, lo habría mandado al infierno. Pero era algo importante, así que se sentó en la cama, dispuesta a esperarlo. Era casi medianoche cuando oyó el coche y, levantándose de un salto, se puso la bata de seda y se dirigió a las escaleras.

Pedro estaba cerrando la puerta y ella se paró, mordiéndose los labios, cuando vió su aspecto cansado. En ese momento él parecía tan infeliz como ella y Pau se hubiera lanzado a sus brazos si no hubiera sabido que la rechazaría. Él levantó la mirada y, frunciendo el ceño, dió un paso adelante.

— ¿Qué ocurre, Pau, te encuentras mal? —preguntó. Había preocupación en su tono y eso levantó su ánimo.

—Estoy bien.

Bajó un par de escalones y la expresión de preocupación fue reemplazada por un frío cinismo.

— ¿Entonces qué haces levantada tan tarde? ¿O quieres que lo adivine? ¿Me estás dando una pista de lo que me estoy perdiendo, querida?

Ella se ruborizó en parte por la ira y en parte por el dolor, pero apretó los dientes y siguió bajando la escalera.

—No pienso hacer nada que me condene más ante tus ojos.

—La necesidad olvida la precaución —dijo él, sonriendo cínicamente.

Pau sintió la necesidad de darle una bofetada pero resistió la tentación.

—Tengo más respeto por mí misma de lo que crees. Estoy aquí simplemente porque tengo que hablar contigo. Te he dejado un mensaje en el despacho diciendo que me llamaras.

—No he vuelto a la oficina. Y, por lo que a mí respecta, no tenemos nada de qué hablar —dijo fríamente sin especificar dónde había estado.

—Sé perfectamente que te repugna mi compañía y, créeme, no estaría aquí si no fuera absolutamente necesario. Prometo no robarte mucho tiempo —devolvió ella sarcástica, salvando su orgullo.

—Lo que sea tendrá que esperar hasta más tarde.

— ¿Y para cuándo sugieres? Te vas antes de que me haya levantado y vuelves cuando estoy en la cama.

—Estoy muy ocupado con un caso —dijo heladamente.

—Has estado evitándome a propósito. ¿De qué tienes miedo? ¿Qué crees que voy a hacer? —preguntó. Pero viendo la expresión dolorida de Pedro, Pau se ablandó inmediatamente—.Oh, Pedro, no podemos seguir así.

Pero él se mantuvo tenso y su expresión glacial.

—No puedo perder el tiempo. ¿Qué era lo que tenías que decirme?

Como si la hubiera abofeteado, Pau se irguió.

—Ha llamado tu madre para recordarnos que nos esperan este fin de semana, íbamos a tomarnos unas pequeñas vacaciones, ¿recuerdas?

Se dió cuenta por su expresión que él también lo había olvidado.

—No puedo ir. Tendrás que llamar y poner alguna excusa.

—No puedo hacer eso —protestó Pau—. Es la fiesta de compromiso de tu hermano y nos estarán esperando.

— ¡Maldita sea!

Pedro se pasó una mano por el pelo, una acción que, aunque él no lo sabía, le hacía parecer más sexy que nunca.

Los sentidos de Pau se despertaron. Cuánto echaba de menos poder tocarlo cada vez que lo deseaba. Y deseaba hacerlo ahora, pero sabía que él la rechazaría y estaba segura de que no podría soportarlo, así que se obligó a sí misma a desechar ese pensamiento.

—Tenemos que ir. A menos que quieras contarle a todo el mundo lo que está pasando —dijo con un deje de acritud.

Pedro la miró fijamente y ella sostuvo su mirada hasta que él suspiró.

—Lo mejor será que vayas tú mañana. Yo iré el sábado en el tren.

— ¿Ni siquiera puedes soportar viajar en coche conmigo? —preguntó sintiendo las lágrimas asomarse a sus ojos.

No quería que él viera cuánto daño le estaba haciendo y se dio la vuelta para subir la escalera, pero se enganchó el pie con la bata y cayó al suelo con un grito ahogado.

La Impostora: Capítulo 52

—Dígaselo a Pedro. A mí no me habla.

—Ya lo he hecho y me ha dicho que me meta en mis asuntos —el ama de llaves dijo burlona.

—Lo siento, Marga —se disculpó Pau, sintiéndose culpable de que se viera involucrada en sus problemas—. Pedro ha estado trabajando demasiado últimamente.

Marga  la miró con expresión sarcástica.

—Ya. Si han tenido una pelea, sólo tienen que hacer las paces.

—No es tan fácil.

—Nunca lo es. Pero ustedes se quieren, está tan claro como el agua. Eran tan felices que sería una pena dejar que una tonta pelea arruinara su vida.

—Sí, se puede decir que no estamos pasando por un buen momento, así, que, por favor, ¿podríamos cambiar de tema?

Marga abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera hacerlo, sonó el teléfono. Pau fue al salón a contestar la llamada.

—Hola, Pau —saludó la voz de Ana Alfonso a través del hilo—. ¿Cómo estás tú y cómo está mi nieto?

El sonido de una voz amiga la alegró y se sentó en un sillón cercano sonriendo por primera vez en muchos días.

—Los dos estamos bien —contestó alegremente.

Ana  llamaba cada dos o tres días desde que conoció la buena noticia.

—Pedro estaba preocupado por tus mareos —reveló su madre, sorprendiendo a Pau por completo.

— ¿Ah, sí? —preguntó con un hilo de voz.

—Sí, cariño. Me llamó el otro día para preguntarme si sabía de algo que pudieras tomar.

Pau  no sabía qué decir. Pedro había estado tan frío y distante con ella que era una sorpresa saber que se preocupaba.

—No me ha dicho nada.

—Bueno, ya sabes cómo son los hombres. Unos blandengues, lo que pasa es que no les gusta que se sepa —dijo riendo al otro lado del teléfono.

Desde luego, Pedro  se estaba asegurando de que ella no se enterara, pensó Pau. Hubiera seguido pensando que no le importaba si no hubiera sido por su madre.

Ahora sabía que se preocupaba por ella y su corazón se calentó un poco. Eran esas pequeñas cosas las que mantenían viva su esperanza.

Durante los siguientes minutos las dos mujeres hablaron sobre varios remedios. Sólo entonces Ana recordó la razón de su llamada.

—Llamaba para recordarles la fiesta que organizamos el sábado para Federico e Isabel. No se olviden que prometieron quedarse a pasar unos días.

Pau  lo había olvidado, lo que no la sorprendía, considerando todo lo que estaba pasando. El hermano pequeño de Pedro, Federico, iba a organizar su fiesta de compromiso y habían planeado quedarse unos días para celebrarlo. No podía haber llegado en peor momento, pero sabía que sería imposible cancelar el viaje.

—Estaremos allí, no te preocupes. Seguramente saldremos mañana por la tarde.

—Estupendo, cariño. Estamos deseando verlos. Tengo que colgar, me están llamando por la otra línea. Dale un beso a Pedro de mi parte. Adiós.

Pau colgó el teléfono lentamente. Se imaginaba que Pedro también lo habría olvidado. La fiesta había desaparecido de su mente con los acontecimientos de los últimos días. No podrían librarse, eso desde luego. Tendría que hablar con él. ¿Pero cómo?

La Impostora: Capítulo 51

Si Pau tenía alguna duda sobre los sentimientos de Pedro, los días siguientes la habrían despejado porque apenas lo vió. Fiel a su palabra, dormía en la habitación pequeña y se iba a la oficina antes de que ella se levantara. Era difícil de aceptar, porque se había acostumbrado a dormir con él y para ella era casi imposible dormir sin tenerlo al lado.

Perdió el apetito pero se obligó a sí misma a comer por el niño. Para añadir más angustia, los mareos y las náuseas que apenas había sufrido hasta ese momento, empezaron a hacerse sentir. Como tantas mujeres, descubrió que las náuseas no aparecían sólo por las mañanas.

Eran unos momentos terribles, pero estaba determinada a soportarlo todo. No había sabido lo que era sentirse sola hasta que Pedro decidió apartarla completamente de su vida. Llegaba tarde a casa por la noche, ya cenado, y se encerraba en su estudio hasta que se iba a dormir. Si se cruzaban en la casa, él se portaba de forma educada pero distante y ella lo soportaba porque sabía que tenía derecho a estar herido y furioso.

Sólo una vez intentó ella romper el muro que los separaba. El domingo siempre había sido el día en que Pedro se relajaba. Por regla general, nunca se llevaba trabajo a casa y normalmente lo pasaban haciendo algo especial.

Ella no esperaba que siguiera siendo así, pero tampoco había esperado que se encerrara en su estudio todo el día. Sabía por qué lo estaba haciendo y la ponía furiosa. Podía soportar que quisiera castigarla, pero no a costa de ponerse él mismo enfermo. Fue esa preocupación lo que hizo que se dirigiera a su estudio esa noche. Cuando él levantó la mirada Pau pudo ver sus ojeras y su corazón se llenó de angustia.

—Estás trabajando demasiado, Pedro. Hay un documental en la televisión de los que te gustan. ¿Por qué no vienes a verlo conmigo? —sugirió esperanzada.

Si él se ablandara un poquito, quizá podrían hablar.

—Tengo muchas cosas que hacer —rehusó él, volviendo a poner atención en los papeles.

Con lágrimas en los ojos, dijo:

— ¿Ni siquiera vas a sentarte conmigo un ratito? Te echo de menos —confesó temblorosa.

—No recuerdo ninguna parte de nuestro contrato matrimonial en la que diga que debo entretenerte —Pedro contestó sin mirarla, por lo que Pau no pudo ver su gesto de dolor.

—Por lo menos deja de trabajar. Estoy preocupada por tí.

—No tienes por qué. Te absuelvo de cualquier responsabilidad sobre mi salud.

— ¡Maldita sea, no me digas que no tengo derecho a preocuparme!

—Creía que no te importaría.

— ¿Ah, sí? ¡Pues crees demasiadas cosas! —después de un segundo, intentando controlarse preguntó—. ¿Cuánto tiempo va a durar esto?

La expresión de Pedro era helada.

—Te dije cómo sería, Pau, y lo aceptaste cuando decidiste quedarte. Si mi dinero no es suficiente compañía es problema tuyo, no mío. Ahora, si no te importa, me gustaría seguir trabajando.

Con furia impotente, ella se dió la vuelta y cerró la puerta de un portazo. Después de eso, no volvió a intentarlo. Descubrió que aún tenía algo de orgullo.

Marga se dió cuenta de que cenaba sola y de que alguien estaba usando la habitación pequeña, pero no dijo nada hasta el jueves siguiente cuando Pau, al volver del despacho, fue a la cocina para hacerse un té. Se acababa de sentar cuando Marga dijo:

—No tiene muy buen aspecto, querida —dijo Marga poniendo la humeante taza de té sobre la mesa.

—Las alegrías del embarazo —bromeó Pau, aunque sabía que su palidez y pérdida de peso se debían más al estado de su matrimonio que a otra cosa.

A juzgar por la expresión de Marga, ella también lo sabía.

—Pedro ha llamado para decir que cenaría fuera —dijo la mujer con expresión seria—.  Alguien debería darles una buena azotaina a los dos. Todo esto no es bueno para el niño.

La Impostora: Capítulo 50

— ¿Tú crees? ¿Cómo puede haber amor donde no hay confianza? No confío en tí, Pau y no creo que vuelva a confiar nunca.

Era un golpe demasiado fuerte y Pau no supo cómo se mantuvo en pie. Inconscientemente su mano se dirigió hacia su vientre.

— ¿Quieres decir que quieres el divorcio? —preguntó con voz ahogada.

Él se volvió a mirarla y su expresión era tan fría y dura que Pau empezó a temblar.

—Ese fue mi primer instinto. Quería alejarme de tí lo más posible. Pero luego pensé en el niño.

La habitación parecía dar vueltas y por un segundo creyó que se iba a desmayar.

— ¿Quieres quedarte con el niño? —preguntó ella, incrédula.

— ¿De verdad crees que sería capaz de eso? —preguntó con tono helado.

Ella sabía que no podía ser, pero no podía pensar con claridad.

—Lo siento, yo...

Pedro interrumpió su intento de disculparse.

—Yo soy de los que creen que un niño debe de tener padre y madre —dijo secamente.

— ¿Quieres decir que debemos seguir juntos por el niño? —preguntó casi sin voz.

—No tengo intención de abandonar a mi hijo y haré lo que sea para evitarlo.

— ¿Y qué pasa conmigo?

Pau sabía que, si ponía una demanda, ella podría ganarla. Dada su situación, cualquier tribunal fallaría a su favor, pero eso la separaría definitivamente de Pedro.

Tenía que saber si había alguna alternativa.

—Sé perfectamente que, si quiero a mi hijo, tendré que seguir viviendo contigo y estoy preparado para ello. Pero será un matrimonio sólo de nombre. Tendrás todo lo que necesites. Puedes estar segura de que seguirás teniendo todo lo que querías. No tienes más que poner el precio y te lo daré, pero tendrás que quedarte aquí con el niño para conseguirlo. Creo que es una buena oferta. Un cheque en blanco a cambio de la custodia de mi hijo.

A pesar del insulto, no había ninguna alternativa. Si se marchaba, no volvería a verlo y, si se quedaba, se estaría condenando a sí misma.

—No tienes que tomar una decisión ahora mismo —dijo Pedro mirando de nuevo a la oscuridad—. Tienes hasta mañana.

No sabía que ya había tomado una decisión hasta que se oyó decir a sí misma:

—Me quedaré.

Se preguntó si se había vuelto completamente loca. Sabía que la iba a herir más de lo que podría soportar, pero no veía qué otra cosa podía hacer. No quería tener a su hijo sin Pedro. Los quería a los dos.

—Ya me lo imaginaba —dijo Pedro con tono despreciativo.

Dejó la copa sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta.

—En ese caso, llevaré mis cosas a la otra habitación —dijo y se alejó, dejándola sola.

Pau cayó sobre un sillón y apoyó la cabeza en el respaldo. Estaba temblando.

Era una pesadilla, pero sabía que no iba a despertarse. Tenía el corazón dolorido, pero vió un pequeño rayo de esperanza. Pedro no había dicho que ya no la amaba.

Aunque no sabía si podría volver a recuperar la confianza de Pedro, tenía que intentarlo porque no creía que sus sentimientos por ella hubieran muerto. Lo amaba demasiado para aceptar que todo se había acabado y lo único que sabía era que tenía que quedarse y luchar porque para ella no había otra alternativa.

domingo, 20 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 49

—Yo no... no podría... nunca podría mentir sobre lo que siento por tí —insistió ella emocionada.

— ¿De verdad? Pero mientes muy fácilmente sobre tu hermana. Me dijiste que no se llevaban bien, que no sabías dónde estaba.

Ella dió impulsivamente un paso hacia adelante.

— ¡Y no nos llevamos bien! ¡Mica sabe que no apruebo su forma de vida!

—Dices eso como si casarse con alguien pretendiendo ser otra persona fuera un comportamiento aceptable.

—Sé que estuvo mal, pero me daba pánico perderte.

—Te daba pánico perder un marido rico.

Pau lo negó con vehemencia. Su corazón latía tan rápidamente que casi no podía respirar o pensar con claridad.

— ¡Eso no es verdad! ¿Es que no lo entiendes? Me enamoré de tí y pensé que, si te enterabas de lo que había hecho Mica, la odiarías y odiarías a cualquiera que te recordara a ella. Me mirarías y la verías a ella. No me verías a mí.

—Así que te hiciste pasar por ella para conseguirme —dijo él fríamente.

Pau  cerró los ojos desesperada. Él hacía que pareciera tan sórdido.

—No fue así. Pensaba decirte la verdad cuando estuvieras recuperado. En el primer momento pensé que no importaba que la gente creyera que yo era Mica. Pero entonces me di cuenta de que me había enamorado de tí y pensé que, si te daba tiempo para conocerme, quizá... —lo miró entonces suplicándolo con la mirada—. Y ocurrió, Pedro, notaste la diferencia. La mujer que habías conocido antes del accidente no era la misma después. Tú te enamoraste de esa mujer. Te enamoraste de mí.

— ¿Y por qué no me lo dijiste entonces?

— ¡Porque pensé que no importaba! ¡Yo te quería y tú me querías a mí!

— ¿Para qué remover las cosas si nadie iba a salir dañado, no? —Pedro preguntó burlonamente.

—Te he hecho daño y es lo último que hubiera querido que ocurriera. Mi única excusa es que te amo demasiado —dijo ella ahogada por las lágrimas, que no quería dejar escapar.

Pedro se acercó a ella y la tomó por la barbilla.

—Tú no me amas, Pau. Ni siquiera sabes lo que significa esa palabra.

El corazón de Pau latió dolorosamente.

— ¡Sí, te amo, te amo!

Él negó con la cabeza.

—Me deseas. No puedo negar la pasión, pero eso no es amor. Una persona enamorada no habría hecho lo que hiciste tú. No me hubiera dejado sin elección.
A Pau se le hizo un nudo en la garganta cuando empezó a ver las cosas desde su punto de vista. Había cometido un terrible error, ahora lo sabía, y lo único que podía hacer era defenderse y esperar que algo de lo que dijera le llegara al corazón.

—Sí sé lo que es amar a alguien, Pedro. El amor es estar sólo medio viva cuando tú no estás conmigo. Es la alegría que siento cuando oigo tu voz y veo tu sonrisa. Es que me duela lo que a tí te duele. El amor es saber que no hay sitio en el mundo en el que yo quisiera estar sin tí —dijo con una voz llena de emoción.

— ¿Incluso sabiendo que te desprecio?

—Incluso así, porque sé que me quieres.

Él la soltó y se dió la vuelta. Se acercó a la ventana y se quedó mirando hacia la oscuridad.


La Impostora: Capítulo 48

— ¡Te he hecho una pregunta, Pau! —casi gritó Pedro—. ¿Creías que no me iba a enterar?

Ella tragó saliva, deseando poder mentir pero sabiendo que no podría.

—Sí.

Pedro se dirigió hacia el bar para ponerse una copa que tomó de un solo trago antes de volverse a mirarla.

— ¿Cómo he podido pensar que te conocía? ¡No te conozco en absoluto!

—Eso no es cierto —negó ella rápidamente—. Lo sabes todo sobre mí.

Él hizo una mueca, estudiando su tensa figura.

—Lo único que sé con seguridad, querida esposa, es que eres una embustera.

Pau respiró profundamente, intentando no mostrar que estaba temblando.

—Sólo te he mentido sobre una cosa y lo hice porque no podía soportar la idea de que me miraras como me estás mirando ahora mismo —exclamó desesperada, a punto de llorar.

— ¿Y cómo te estoy mirando, Pau? —preguntó con salvaje ironía.

Ella sostuvo su mirada con esfuerzo.

—Como si me despreciaras —susurró con voz entrecortada.

—Qué perceptiva eres —dijo cínicamente.

Pau estaba helada y pálida como un fantasma.

—Pedro, por favor, no hagas esto. Por favor, deja que te explique —suplicó sin pensar en su orgullo.

¿Para qué le valdría su orgullo si perdiera a Pedro?

— ¿Y qué me vas a explicar, querida? —preguntó Pedro, usando el adjetivo como un instrumento cortante—. ¿Que tu hermana y tú son un par de buscavidas? ¡No sé a cuál de las dos desprecio más! ¡Si a tu hermana porque no pudo resistir la idea de casarse con un paralítico o a tí porque no hubieras tenido ningún problema en hacerlo para conseguir lo que querías!

— ¡No fue así!

— ¿Entonces, cómo fue Pau? ¡Cuéntamelo, estoy deseando saberlo!

Pau se pasó una mano temblorosa por el pelo.

—Es verdad que Micaela iba a casarse contigo por tu dinero, pero, te lo juro, yo no lo hice por eso.

— ¿Ah, no? Entonces supongo que vas a decirme que te enamoraste de mí a primera vista.

—Eso es exactamente lo que pasó.

— ¿De verdad quieres que me crea eso? —preguntó Pedro fríamente—. Si eres capaz de mentir sobre tu propia familia, tendré que preguntarme sobre qué más me has mentido.

La Impostora: Capítulo 47

Pau cerró los ojos y se dijo a sí misma que no debía derrumbarse. Pasara lo que pasara, no sucumbiría al horror que le estaba helando la sangre. Abriendo los ojos, se forzó a sí misma a dirigirse hacia su hermana quien, por una vez en su vida, parecía insegura. Como Pau, se sentía parte de una escena en la que no tenía ningún control. Era Pedro quien movía las cuerdas.

—Yo soy Paula, ella es mi hermana gemela, Micaela. Pero le gusta que la llamen Paula —informó a los dos hombres mientras la besaba en la mejilla.

— ¡Por amor de Dios! ¿Cómo las diferencias? —preguntó Gerardo Torres, fascinado.

Pedro  se encontró con la mirada de Pau y sonrió glacial.

—Por el pelo. ¿Verdad, cariño? —preguntó buscando una confirmación que no necesitaba.

Su mirada decía que sabía eso y mucho más.

De nuevo Gerardo Torres, aparentemente ajeno a la tensión que había a su alrededor, dijo:

—Sí, es verdad. ¿Qué te parece? Si no fuera por el pelo, nadie podría notar la diferencia.  Vamos, que si una de ellas dijera que era la otra, ¿quién se lo podría discutir? —preguntó sin darse cuenta de que esa frase era como clavar una daga en el corazón de Pau.

—Desde luego —murmuró Pedro.

—Voy... voy a echarle un vistazo a la cena —Pau se excusó y salió precipitadamente de la habitación sin preocuparse de lo que pudieran pensar.

Empujó las puertas batientes de la cocina y se paró delante de la mesa, sujetándose fuertemente al borde. ¡Por Dios bendito, él lo sabía! Un enorme dolor la atravesó pensando en el frío intento de venganza que había detrás de la idea de traer a Micaela sin avisarla. Se había enterado de todo y quería castigarla.

—Bueno, ¿qué demonios está pasando aquí? —preguntó casi a gritos Micaela desde la puerta de la cocina, haciendo que Pau diera un brinco.

—Parece dolorosamente obvio —respondió Pau notando que su hermana había recuperado su habitual seguridad y no le gustaba nada la situación.

Con las manos en las caderas, Micaela la miró acusadora.

— ¿Qué significa esta charada?

Pau  respiró profundamente e, inconscientemente, se protegió el vientre con los brazos.

—Pedro ha querido decirme que se había enterado de que yo no soy tú.

— ¡Pues claro que no eres yo! Lo sabe perfectamente —exclamó Micaela—. ¿O no lo sabe? —preguntó mirando fijamente a Pau, que evitó la mirada —¡Dios mío! No se lo has dicho, ¿verdad? ¡Te has hecho pasar por mí! Claro, por eso estaba tan raro esta tarde. Yo esperaba que estuviera furioso conmigo; después de todo, lo abandoné. Pero en lugar de eso, estaba asombrado. No tenía ni idea de que éramos dos personas diferentes. ¡Pensaba que yo era tú, porque tú le habías dicho que eras yo! —dijo riendo—. Dios mío y yo que pensaba que estaba siendo generoso por invitarnos a cenar. Creí que lo que quería decir era que me perdonaba. ¡Cuando estaba lívido porque seguía creyendo que se había casado conmigo!

Pau  se apartó de la mesa con un gesto de dolor.

—Si lo único que puedes hacer es recrearte, lo mejor será que vuelvas al salón —dijo Pau tomando los guantes del horno para sacar las bandejas.

Micaela  negó con la cabeza.

— ¿Quién lo hubiera podido pensar de la mosquita muerta? Tendrás suerte si sales de esta con un buen acuerdo económico...

Pau  tiró al suelo el plato que llevaba en la mano y se giró hacia su hermana.

— ¡A mí no me interesa su dinero! ¡Me pones enferma!

Apoyándose en la encimera, Micaela observó cómo Pau se mordía los labios para disimular el temblor.

—Bueno, bueno, bueno, veo que estás enamorada de él —dijo con falsa simpatía—. Deberías habérselo contado. Pau. Sabes que nunca te lo podrá perdonar, ¿verdad?

Era lo único de lo que tenía miedo y Pau se tapó los oídos con las manos.

— ¡Cállate, por favor, cállate! —gritó.

— ¿Pasa algo? —la voz de Pedro preguntó desde la puerta.

Ambas se dieron la vuelta. Pau bajó las manos.

—No, no pasa nada —negó temblorosa.

Deseaba que se fueran para poder hablar con Pedro. Pero no se irían. Pedro se encargaría de ello. No iba a ponérselo tan fácil. Tendría que representar la farsa y lo haría con la mayor educación posible.

—La cena está lista. Yo llevaré los platos mientras les dices a nuestros invitados dónde deben sentarse.

Las horas siguientes fueron las peores de su vida. Pedro se comportó de forma educada, atendiendo a sus invitados como si no pasara nada. Y para los invitados no pasaba nada, ni siquiera para Micaela. Pedro estaba reservando su furia para su mujer y Pau sabía que en el momento que se fueran empezaría el infierno. Intentó seguir la conversación, pero no pudo comer y, por el niño, no se atrevió a beber más que un pequeño sorbo de vino.

Micaela  se pavoneaba, segura de que a ella no le iba a pasar nada. No hubiera estado tan contenta si hubiera notado el desprecio en los ojos de Pedro. Él la veía ahora tal como era, pero eso no hacía que Pau mejorara por comparación. Al contrario, como ella siempre había temido, estaba comparándola con su hermana. Una buscavidas como ninguna, porque una mujer joven no se casaba por otra razón con alguien como Gerardo Torres.

Fue un alivio cuando Torres dijo que debían tomar un vuelo por la mañana temprano. Pedro los acompañó hasta el coche, pero Pau no lo hizo. Les dijo adiós con la mano y volvió a entrar en la casa. Paseando por el salón, se quedó mirando la apagada chimenea.

—Solos al fin —Pedro dijo detrás de ella.

Pau reunió todo su coraje para volverse y mirarlo.

—Lo que has hecho ha sido despreciable —dijo, observando con odio el rictus cínico de su boca.

Los ojos miel se clavaron en ella con un brillo que no había visto nunca.

Acercándose, Pedro acarició sus mejillas con los nudillos en una parodia del gesto cariñoso que hacía tan a menudo.

—Mi querida embustera. ¿De verdad creías que no iba a enterarme nunca? —preguntó fríamente y el corazón de Pau se partió.

—Pedro, por favor...

No sabía cómo empezar, cómo explicarle lo que había pasado.