lunes, 7 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 8

— ¡Gracias a Dios! Pero ha debido de ser un susto horrible, Paula.

—Llámeme Pau, por favor. Todo el mundo me llama Pau —dijo esperando cambiar de conversación y que no volvieran a hacerle preguntas que no sabría responder.

—Pau es precioso. Menos mal que tú no estás herida. Pedro no habría podido soportarlo.

Eso era lo que más preocupaba a Pau. La reacción de Pedro ante la noticia.

Estaba malherido y sería horrible tener que decirle algo que le haría aún más daño. La única forma de suavizar el golpe sería esperar a que estuviera recuperado para contárselo aunque, si amaba a Micaela como ella creía, se lo dijera cuando se lo dijera sería un golpe terrible.

La idea de hacerle daño era insoportable. En ese momento, empezó a odiar a su hermana gemela. El amor de Pedro Alfonso había sido usado y despreciado y nunca la perdonaría por abandonarlo cuando más la necesitaba. Ardiendo de deseos protectores, Pau se volvió hacia la otra mujer y dijo:

—Señora Alfonso, quiero que sepa que nunca le haría daño a su hijo —declaró apasionadamente.

Ana Alfonso se acercó a ella y tomó una de sus manos.

—Lo sé, querida.

Pau  suspiró, sorprendida por la profundidad de su emoción. Probablemente eran los años de ira contenida contra su hermana, que se le habían subido a la cabeza.

— ¿Por qué no se quedan un momento con Pedro mientras yo voy a buscar a la doctora Morales?

Los padres de Pedro asintieron.

La doctora Morales se llevó a los padres de Pedro a su despacho y allí les informó sobre la operación. Pau se quedó con Pedro hasta que volvieron y aceptó la sugerencia de irse a descansar a casa. Se decía a sí misma que era el sentimiento de culpa por su hermana lo que hacía que no quisiera irse.

Media hora más tarde, en su apartamento, apenas tuvo energía para darse una ducha, ponerse un camisón y caer rendida en la cama. Mientras se dormía pensaba en un hombre con los ojos de color miel. Cuando él había clavado sus ojos en ella parecía haber penetrado en su alma y, ahora, en sus sueños, la llenaba de una profunda sensación de pérdida.

El sol brillaba cuando Pau se despertó por la mañana, descansada pero a la vez extrañamente inquieta. Tenía vagos recuerdos de lo que había soñado, pero no hubiera sido extraño soñar con Pedro Alfonso después de todo lo que había ocurrido la noche anterior.

Se duchó y se puso una de las blusas de seda blancas y uno de los trajes que solía usar para ir a trabajar. Desayunó café con tostadas y llamó a su oficina. Era la socia más joven de un gran bufete de abogados y su amiga Zaira, que trabajaba en la recepción, le prometió dar el mensaje de que llegaría tarde. Afortunadamente no tenía que volver a los Juzgados hasta la semana siguiente y muchas de las citas podían ser canceladas.

Después tomó su bolso y su maletín y, cuando estaba a punto de salir, recordó el anillo de pedida que había dejado sobre la mesilla. Cuando iba a guardarlo en el bolso, recordó que en el hospital todo el mundo creía que era la prometida de Pedro Alfonso y podrían encontrar extraño que no lo llevase puesto. Pero se sentía incómoda con el anillo y se alegraría cuando pudiera devolverlo. Cuando comprobó que no olvidaba nada más, salió corriendo para tomar el autobús.

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