domingo, 6 de marzo de 2016

La Impostora: Capítulo 4

Su reacción la sorprendió incluso a ella misma e intentó racionalizarla. «Estoy sufriendo una reacción normal», se dijo a sí misma. «Le estoy agradecida, aunque Mica no lo esté y siento mucho que esté tan malherido. Es la curiosidad lo que hace que siga mirándolo».

Así que aquél era Pedro Alfonso. Incluso inconsciente, tenía una cara llena de carácter y personalidad. Aunque era muy guapo no había nada suave o débil en sus rasgos. Se preguntó de qué color serían sus ojos, pero lo único que podía ver eran las pestañas más largas que había visto nunca en un hombre y una boca llena de sensualidad, que hablaba de fuegos escondidos. Fuegos que podrían no volver a calentar a nadie nunca más.

No sabía explicarse por qué ese pensamiento le hacía daño, pero tampoco podía ignorar el hecho de que era así. Sentía como si alguien le hubiera dado un puñetazo en el pecho y se hubiera quedado sin fuerza en las piernas. Temblando, Pau empezó a buscar una silla con la mirada y se fijó en el brillo del anillo que seguía sobre las mantas. Lo tomó, conteniendo el aliento ante la belleza del zafiro rodeado de diamantes. Debía de haber costado una pequeña fortuna y su hermana lo había tirado como si fuera una baratija. Igual que había arrojado de su vida a Pedro Alfonso.

Pau  iba a guardarlo en el bolso, pero recordó que había salido sin él. Había guardado las llaves y el dinero en el bolsillo de la gabardina y había salido corriendo. Si metía el anillo en el bolsillo de la gabardina se podría perder, así que decidió ponérselo.

En el único dedo en el que cabía sin que se cayera o le apretara demasiado era el anular de la mano derecha y le dio una extraña impresión verlo allí. Si hubiera sido del tipo soñador hubiera pensado que era el destino, pero Pau estaba orgullosa de tener su cabeza sobre los hombros y sabía que no era más que una coincidencia.

Entró una enfermera y Pau se apartó para que pudiera hacer su trabajo.

Mientras estaba esperando, se dio cuenta de que le hubiera gustado poder hacer algo por él, pero no podía hacer nada más que mirar y esperar.

Nunca se había sentido tan angustiada. Pero, por supuesto, era natural, considerando que ese hombre acababa de salvar a su hermana con considerable riesgo para su propia vida.

Incapaz de estar sin hacer nada, Pau se quitó la gabardina y la dejó sobre una silla para que se secara. Después intentó peinarse un poco el pelo mojado. Por lo menos su ropa, el traje negro y la blusa blanca de seda que había llevado al Juzgado estaban secos. Hasta que la enfermera terminó su trabajo se paseó arriba y abajo por la habitación.

— ¿Puede decirme si la familia del señor Alfonso ha sido avisada?

—Sí. Yo misma les avisé. Deben de estar a punto de llegar.

— ¿Puedo hablar con el médico? Tengo que saber si el señor Alfonso se va a recuperar.

La enfermera sonrió comprensiva.

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