Pero esta vez, él se inclinó hacia adelante y rozó cada uno de sus senos con los labios. Su boca jugó con los rosados picos erectos y los chupó haciendo que Paula ardiera de deseo. Las manos de ella se enterraron con avidez en su pelo, bajó la cabeza y le besó en la coronilla antes de caer hacia adelante arrastrada por Pedro, que cayó de espaldas. Y al caer, siguió tirando del bañador hacia abajo. Paula quedó sobre él, sus senos contra su rígido torso, sus labios contra los de él, sus pies entrelazados.Entonces sintió un escalofrío recorrer el cuerpo masculino. Sonrió, lo miró a los ojos y vió lo maravillado que estaba. Ella sentía lo mismo. Las manos de él se deslizaron por su espalda antes de apretarla con fuerza contra sí y alzar las caderas para mostrarle la dura evidencia de su deseo. Paula intentó echarse hacia atrás, pero él la retuvo con fuerza. Ella intentó alcanzar la cinturilla de sus pantalones cortos.
—Déjame...
Pedro asintió con debilidad. Sus pupilas estaban dilatadas y la piel de sus mejillas tensa. Su respiración era jadeante. Y se aceleró aún más cuando ella se sentó sobre sus piernas y le desabrochó la cremallera. Él se mordió el labio cuando ella deslizó los dedos por dentro de la cintura y bajó la cremallera. Entonces ella se apartó un poco y deslizó los pantalones por las piernas y la escayola antes de tirarlos al suelo. Por fin. Pedro Alfonso desnudo. Una imagen por la que había merecido la pena esperar.
—¡Ven aquí! —murmuró él.
Y ella apenas tuvo la oportunidad de apreciar su duro cuerpo masculino y su torso velludo porque su mano la atrajo sobre él gimiendo de placer cuando sus cuerpos se acoplaron. Paula lanzó un leve gemido al sentirlo caliente y duro bajo ella y frotó el cuerpo contra el de él.Las caderas de Pedro se alzaron.
—Cuidado, corazón —jadeó—. Acabaré antes de empezar siquiera.
«Corazón», Paula atesoró aquella terneza con todo su ser. Entonces le tocó las mejillas, lo besó en los párpados, en la nariz y por fin en los labios y se sintió transportada a su vez por los ardientes besos de él.
—Haremos que dure —le prometió.
No estaba prometiéndole para siempre. Pero si aquello era lo único que iba a tener de él, lo haría durar todo lo que pudiera.Pedro la amó una vez, dos, tantas veces y de tantas maneras como sabía. Recordó las fotos de Paula Chaves desnuda y recordó haber imaginado lo que sentiría al tocarla y hacerla responder.Pero ni las fotos ni su imaginación se habían acercado con mucho a la realidad.Era perfecta. Resplandeciente. Abierta.Recibió y lo aceptó. Enroscó su cuerpo alrededor de él y lo tomó dentro.Y no sólo recibía. Daba. No había nada calculado en Paula. Nada artificial. Se lo dió todo, Pedro lo pudo sentir, amándolo con su cuerpo, su boca, sus labios y sus manos hasta que casi sintió que lo había desecado. Cayó de espaldas saciado y sorprendido.Ella lo miró interrogante.
—¿Qué?Gib lanzó una trémula carcajada.
—Sólo estaba intentando... ajustar mis ideas.
Ella ladeó la cabeza con el ceño ligeramente fruncido.
—¿Qué quieres decir?
—Que nunca había creído que el instituto de Collierville fuera excelente en educación. Pero las clases de educación sexual deben haber avanzado mucho desde que yo lo dejé.
Pedro se rió y ella le hizo cosquillas en las costillas hasta que la asió por las muñecas y entonces, con cuidado de no hacerle daño con la escayola, la tendió de espaldas.
miércoles, 28 de marzo de 2018
Inevitable: Capítulo 54
Había tenido muchas oportunidades de retroceder, de dejar de sonreírle y coquetear con ella. Pero no lo hizo.Porque la deseaba. Y no le importaba ni el anillo que llevaba en el dedo ni el hombre al que volvería.Le sacó más fotos cuando salió en traje de baño. Ella le frunció el ceño, le puso muecas y le alzó los dedos. Pero Pedro siguió disparando y sonriendo.En cuanto estuvo dentro del jacuzzi, él se colgó la cámara del cuello y se acercó al borde. Desde allí tenía una vista maravillosa de sus senos sobresaliendo por encima de la espuma. Entonces Paula lo miró a los ojos y le puso una mueca. Su expresión se suavizó y entreabrió los labios.
Pedro lanzó un gemido, apartó la cámara a un lado y se inclinó hacia adelante para besarla. Fue como volver a casa. Cálida y bienvenida. Todo lo que un beso debería ser.Pero no lo suficiente. Pedro deseaba más.Enterró los dedos en su pelo, cálido y mojado antes de bajarlos hacia sus hombros para agarrarla con fuerza y atraerla hacia sí. Pero se resbaló de medio lado y perdió el equilibrio.
—¡Oh!
Se fue de cabeza primero y su cara se aplastó contra sus senos. Cuando sintió que ella lo sujetaba, casi protestó. Hubiera sido una muerte muy dulce.Pero la expresión de su cara y su nombre en sus labios cuando lo alzó fue aún mejor.
—¡Pedro! ¿Estás bien?
Él lanzó una carcajada y sacudió la cabeza salpicando agua por todas partes.
—Sí —contestó cuando dejó de toser.
—¿Tu escayola?
—No se ha mojado. Está bien. Yo estoy bien. Te... te deseo.
Ya se había acabado el jugar con ella y seducirla. Pedro la miró, la retó y esperó. Lentamente Paula asintió con la cabeza. ¿Cómo podría haber dicho que no?Lo que ella deseaba, por supuesto, era amarlo para siempre. Y lo que iba a conseguir era una noche. Una mujer más fuerte se hubiera negado.Ella aceptó la noche.Para el recuerdo, se dijo a sí misma, para los años venideros en que fuera vieja y estuviera sola.Para el momento también.«Te quiero», le dijo con los ojos. «Para siempre», le dijo con el corazón. «Eres perfecto», le dijo con las manos al deslizarías por su torso, la curva de su cuello y la línea de su mandíbula.
—¡Oh, Pedro! —susurró en alto.
—¿Vienes conmigo? —susurró él en contestación.
Ella asintió y salió del jacuzzi. Con mimo, Pedro la secó, primero ligeramente por los hombros, después por encima del traje de baño y por fin por las piernas. Y mientras la frotaba, su pelo mojado la rozaba y ella alargó una mano para acariciarlo. Pedro alzó la mirada con los ojos sombríos y densos de deseo. Le dio un beso en la palma de la mano. Paula se estremeció. Entonces él se estiró y ella le pasó un brazo alrededor de la cintura, no tanto para sostenerlo como para tocarlo y juntos avanzaron hacia la habitación. Ella miró a la cama revuelta y recordó la noche en que había dormido allí abrazada a su almohada. ¿Y ahora?Ahora él estaba ante ella, conteniendo el aliento, expectante. Pedro la miró, dejó las muletas a un lado y saltando sobre una pierna se sentó en el borde de la cama. Alzó la vista entonces y sonrió. Paula le devolvió la sonrisa y rozó su boca con un dedo. Los labios de Pedro se entreabrieron para besarle y chuparle la punta del dedo. Entonces alargó las manos bajo los tirantes de su bañador y lenta y deliberadamente se lo deslizó hacia abajo. Paula tembló bajo sus manos al recordar la última vez que había estado desnuda ante él.
Pedro lanzó un gemido, apartó la cámara a un lado y se inclinó hacia adelante para besarla. Fue como volver a casa. Cálida y bienvenida. Todo lo que un beso debería ser.Pero no lo suficiente. Pedro deseaba más.Enterró los dedos en su pelo, cálido y mojado antes de bajarlos hacia sus hombros para agarrarla con fuerza y atraerla hacia sí. Pero se resbaló de medio lado y perdió el equilibrio.
—¡Oh!
Se fue de cabeza primero y su cara se aplastó contra sus senos. Cuando sintió que ella lo sujetaba, casi protestó. Hubiera sido una muerte muy dulce.Pero la expresión de su cara y su nombre en sus labios cuando lo alzó fue aún mejor.
—¡Pedro! ¿Estás bien?
Él lanzó una carcajada y sacudió la cabeza salpicando agua por todas partes.
—Sí —contestó cuando dejó de toser.
—¿Tu escayola?
—No se ha mojado. Está bien. Yo estoy bien. Te... te deseo.
Ya se había acabado el jugar con ella y seducirla. Pedro la miró, la retó y esperó. Lentamente Paula asintió con la cabeza. ¿Cómo podría haber dicho que no?Lo que ella deseaba, por supuesto, era amarlo para siempre. Y lo que iba a conseguir era una noche. Una mujer más fuerte se hubiera negado.Ella aceptó la noche.Para el recuerdo, se dijo a sí misma, para los años venideros en que fuera vieja y estuviera sola.Para el momento también.«Te quiero», le dijo con los ojos. «Para siempre», le dijo con el corazón. «Eres perfecto», le dijo con las manos al deslizarías por su torso, la curva de su cuello y la línea de su mandíbula.
—¡Oh, Pedro! —susurró en alto.
—¿Vienes conmigo? —susurró él en contestación.
Ella asintió y salió del jacuzzi. Con mimo, Pedro la secó, primero ligeramente por los hombros, después por encima del traje de baño y por fin por las piernas. Y mientras la frotaba, su pelo mojado la rozaba y ella alargó una mano para acariciarlo. Pedro alzó la mirada con los ojos sombríos y densos de deseo. Le dio un beso en la palma de la mano. Paula se estremeció. Entonces él se estiró y ella le pasó un brazo alrededor de la cintura, no tanto para sostenerlo como para tocarlo y juntos avanzaron hacia la habitación. Ella miró a la cama revuelta y recordó la noche en que había dormido allí abrazada a su almohada. ¿Y ahora?Ahora él estaba ante ella, conteniendo el aliento, expectante. Pedro la miró, dejó las muletas a un lado y saltando sobre una pierna se sentó en el borde de la cama. Alzó la vista entonces y sonrió. Paula le devolvió la sonrisa y rozó su boca con un dedo. Los labios de Pedro se entreabrieron para besarle y chuparle la punta del dedo. Entonces alargó las manos bajo los tirantes de su bañador y lenta y deliberadamente se lo deslizó hacia abajo. Paula tembló bajo sus manos al recordar la última vez que había estado desnuda ante él.
Inevitable: Capítulo 53
Cuando volvió de la habitación, Pedro se había quitado la camisa y sólo llevaba encima los vaqueros cortados y la escayola. Paula hubiera deseado haber llevado su propia cámara.
—Gracias.
Pedro sacó la cámara de la funda y acopló una lente. Entonces la enfocó hacia ella con una sonrisa.—Paula dió un respingo.—¡Pedro! ¡No!
Él bajó la cámara sin dejar de sonreír.
—No tengo suficientes fotografías tuyas —dijo—. Estás preciosa.
La forma en que la miró cuando lo dijo le hizo a ella tragar saliva. Sacudió la cabeza con rapidez.
—No seas tonto. Y no te burles de mí.
—No me estoy burlando, Paula.
Su voz era ronca y sensual. Paula le puso una mueca.
—Bonito —susurró él mientras alzaba la cámara para la posteridad.
—¡Párate!
—Lo haré cuando lo hagas tú.
—¿Qué quieres decir?
Pedro palmeó la otra hamaca.
—Deja de dar vueltas. Siéntate a mi lado y relájate.
Paula se sentó y hasta se estiró, pero no se relajó. ¿Cómo podía hacerlo si a pocos centímetros tenía a Pedro tendido? Cerró los ojos y apartó la cabeza de él. Pero saber que lo tenía al lado la impulsaba a mirarlo. Movió el cuerpo, ladeó la cabeza del otro lado y lo miró por entre los párpados semicerrados. Pedro le guiñó un ojo.
—¡Pedro!
Él lanzó una carcajada.
—Te pillé.
—Sólo estaba preocupada. No quiero vigilarte, pero quiero estar al tanto por si necesitas algo. ¿Necesitas algo?
—A tí.
El mundo pareció detenerse.
Paula lo miró fijamente y Pedro le mantuvo la mirada. No sonrió, no sacudió la cabeza y no dijo que no había querido decirlo. Sólo estiró un dedo y lo deslizó ligeramente a lo largo de su brazo.Paula se estremeció.¡No, oh, no! No podía.¿O sí? Algo en su cara traicionó su pánico.Pedro sonrió vacilante.
—¿Quieres usar el jacuzzi?.
—¿Qué? —él se incorporó y señaló con la cabeza en dirección a un largo objeto cubierto contra la pared de la cocina—. No se tarda mucho en llenar. Y hace un día muy bueno.
Paula seguía trabada con la contestación «a tí». Pero no podía preguntárselo. ¡No podría hacer que lo repitiera!
—Me... me gustaría.
Ella nunca había usado un jacuzzi en su vida, pero aunque lo hubiera tomado a diario, se alegraba de que le diera algo que hacer.
—Siento no poder llenártelo yo —dijo Pedro—, pero no es muy difícil.
Paula ni siquiera se había molestado en mirarlo cuando había estado sola, pero lo destapó, lo aclaró siguiendo las instrucciones de Pedro y lo empezó a llenar.Era de buen tamaño. Suficiente para seis personas, le dijo Pedro. ¿Habría tenido él alguna fiesta allí? ¿Lo habría utilizado con Aldana?
—Tardará una media hora en llenarse. Ve a ponerte el traje de baño. A menos que... —le lanzó un guiño—, quieras tomarlo desnuda.
—¡Oh, no! —se apresuró Paula a responder—. Ahora mismo vuelvo.
—Gracias.
Pedro sacó la cámara de la funda y acopló una lente. Entonces la enfocó hacia ella con una sonrisa.—Paula dió un respingo.—¡Pedro! ¡No!
Él bajó la cámara sin dejar de sonreír.
—No tengo suficientes fotografías tuyas —dijo—. Estás preciosa.
La forma en que la miró cuando lo dijo le hizo a ella tragar saliva. Sacudió la cabeza con rapidez.
—No seas tonto. Y no te burles de mí.
—No me estoy burlando, Paula.
Su voz era ronca y sensual. Paula le puso una mueca.
—Bonito —susurró él mientras alzaba la cámara para la posteridad.
—¡Párate!
—Lo haré cuando lo hagas tú.
—¿Qué quieres decir?
Pedro palmeó la otra hamaca.
—Deja de dar vueltas. Siéntate a mi lado y relájate.
Paula se sentó y hasta se estiró, pero no se relajó. ¿Cómo podía hacerlo si a pocos centímetros tenía a Pedro tendido? Cerró los ojos y apartó la cabeza de él. Pero saber que lo tenía al lado la impulsaba a mirarlo. Movió el cuerpo, ladeó la cabeza del otro lado y lo miró por entre los párpados semicerrados. Pedro le guiñó un ojo.
—¡Pedro!
Él lanzó una carcajada.
—Te pillé.
—Sólo estaba preocupada. No quiero vigilarte, pero quiero estar al tanto por si necesitas algo. ¿Necesitas algo?
—A tí.
El mundo pareció detenerse.
Paula lo miró fijamente y Pedro le mantuvo la mirada. No sonrió, no sacudió la cabeza y no dijo que no había querido decirlo. Sólo estiró un dedo y lo deslizó ligeramente a lo largo de su brazo.Paula se estremeció.¡No, oh, no! No podía.¿O sí? Algo en su cara traicionó su pánico.Pedro sonrió vacilante.
—¿Quieres usar el jacuzzi?.
—¿Qué? —él se incorporó y señaló con la cabeza en dirección a un largo objeto cubierto contra la pared de la cocina—. No se tarda mucho en llenar. Y hace un día muy bueno.
Paula seguía trabada con la contestación «a tí». Pero no podía preguntárselo. ¡No podría hacer que lo repitiera!
—Me... me gustaría.
Ella nunca había usado un jacuzzi en su vida, pero aunque lo hubiera tomado a diario, se alegraba de que le diera algo que hacer.
—Siento no poder llenártelo yo —dijo Pedro—, pero no es muy difícil.
Paula ni siquiera se había molestado en mirarlo cuando había estado sola, pero lo destapó, lo aclaró siguiendo las instrucciones de Pedro y lo empezó a llenar.Era de buen tamaño. Suficiente para seis personas, le dijo Pedro. ¿Habría tenido él alguna fiesta allí? ¿Lo habría utilizado con Aldana?
—Tardará una media hora en llenarse. Ve a ponerte el traje de baño. A menos que... —le lanzó un guiño—, quieras tomarlo desnuda.
—¡Oh, no! —se apresuró Paula a responder—. Ahora mismo vuelvo.
Inevitable: Capítulo 52
Pedro intentó una vez más decirle el domingo que no hacía falta que se quedara. Enfatizó su diatriba agitando en el aire su muleta, lo que hubiera resultado más convincente si no hubiera perdido el equilibrio y casi se hubiera caído.Se hubiera caído en la cara de Paula si ella no hubiera alcanzado la muleta a tiempo y lo hubiera sujetado alzándolo y recogiéndolo en sus brazos. Él mismo la rodeó con los suyos para guardar el equilibrio. Y la sensación de sus suaves senos contra su duro torso le produjo un estremecimiento por todo el cuerpo. Paula también pareció temblar por un momento. Los dos quedaron de pie apretados y con el corazón desbocado. Y entonces, con cuidado, él retrocedió para poner espacio entre ellos. Ya no necesitaba apoyo. Tenía de nuevo las muletas sobre el suelo. Se sentía firme ya, aunque sólo a un nivel físico. Bajó la cabeza, se miró los pies e intentó recuperar el equilibrio mental.
—Me quedo —rompió Paula el silencio interrumpido sólo por su respiración jadeante.
Él alzó la cabeza y la sacudió con frustración.
—Ya me lo imaginaba.
Quizá fue en ese momento cuando Pedro abandonó la lucha. Un hombre tenía una fuerza de voluntad limitada y él ya se había quedado sin ella. Lo había intentado. Había intentando semanas resistirse a ella y ya no tenía fuerzas ni quería hacerlo. Estaba harto de ser noble y de intentar aparentar que no le importaba.Si iba a ser lo bastante tonta como para quedarse, afanarse con él, tocar, palmearlo y rozarlo, iba a jugar con fuego.
—¿Quieres ir a sentarte un rato a la terraza? —preguntó ella un poco indecisa.
Él alzó la cabeza y la miró. Dios, era preciosa, de corazón, alma y mente, por no hablar del cuerpo.La deseaba. En ese instante y para siempre.La idea lo sacudió hasta los talones. Nunca había pensado en aquellos términos desde lo de Catalina. Seguramente no estaría... Sí, lo estaba. «Está prometida», se recordó a sí mismo. «Va a casarse con el granjero David».¡Oh, no, no iba a hacerlo!No si podía detenerla. Salieron juntos a la terraza. Era un claro día soleado, con poca humedad, uno de esos deliciosos días que se daban en contadas ocasiones al año en Nueva York. Paula dirigió el camino todavía temblorosa por su tropezón en la habitación. Había esperado que la apartara cuando había intentado sujetarlo y la había sorprendido que hubiera permanecido en sus brazos tanto tiempo.Después de que se apartara, le había dirigido un rápido vistazo esperando ver su mueca de desdén. Pero Pedro tenía la cabeza gacha, la respiración jadeante y los nudillos blancos apretando las muletas. Paula casi había estado a punto de tocarlo de nuevo. Sólo la cordura y el instinto de conservación habían impedido que lo hiciera.Entonces él había aceptado en un susurro:
—Sí, vamos a la terraza.
Ella arrastró un par de hamacas y cuando les puso unos cojines y unas toallas de brillantes colores, Pedro se desplomó encima de una.
—¿Puedo traerte algo? —preguntó Paula—. ¿Una revista, una bebida, algún libro?
—¿Por qué no me traes la cámara?
Ella parpadeó asombrada y entonces asintió.
—¿Dónde está? ¿En tu maleta?
—En la bolsa negra. La pequeña.
—Me quedo —rompió Paula el silencio interrumpido sólo por su respiración jadeante.
Él alzó la cabeza y la sacudió con frustración.
—Ya me lo imaginaba.
Quizá fue en ese momento cuando Pedro abandonó la lucha. Un hombre tenía una fuerza de voluntad limitada y él ya se había quedado sin ella. Lo había intentado. Había intentando semanas resistirse a ella y ya no tenía fuerzas ni quería hacerlo. Estaba harto de ser noble y de intentar aparentar que no le importaba.Si iba a ser lo bastante tonta como para quedarse, afanarse con él, tocar, palmearlo y rozarlo, iba a jugar con fuego.
—¿Quieres ir a sentarte un rato a la terraza? —preguntó ella un poco indecisa.
Él alzó la cabeza y la miró. Dios, era preciosa, de corazón, alma y mente, por no hablar del cuerpo.La deseaba. En ese instante y para siempre.La idea lo sacudió hasta los talones. Nunca había pensado en aquellos términos desde lo de Catalina. Seguramente no estaría... Sí, lo estaba. «Está prometida», se recordó a sí mismo. «Va a casarse con el granjero David».¡Oh, no, no iba a hacerlo!No si podía detenerla. Salieron juntos a la terraza. Era un claro día soleado, con poca humedad, uno de esos deliciosos días que se daban en contadas ocasiones al año en Nueva York. Paula dirigió el camino todavía temblorosa por su tropezón en la habitación. Había esperado que la apartara cuando había intentado sujetarlo y la había sorprendido que hubiera permanecido en sus brazos tanto tiempo.Después de que se apartara, le había dirigido un rápido vistazo esperando ver su mueca de desdén. Pero Pedro tenía la cabeza gacha, la respiración jadeante y los nudillos blancos apretando las muletas. Paula casi había estado a punto de tocarlo de nuevo. Sólo la cordura y el instinto de conservación habían impedido que lo hiciera.Entonces él había aceptado en un susurro:
—Sí, vamos a la terraza.
Ella arrastró un par de hamacas y cuando les puso unos cojines y unas toallas de brillantes colores, Pedro se desplomó encima de una.
—¿Puedo traerte algo? —preguntó Paula—. ¿Una revista, una bebida, algún libro?
—¿Por qué no me traes la cámara?
Ella parpadeó asombrada y entonces asintió.
—¿Dónde está? ¿En tu maleta?
—En la bolsa negra. La pequeña.
Inevitable: Capítulo 51
A la mañana siguiente llamó a David. No sabía qué decirle. Se preguntó si debería esperar a volver para decírselo en persona y supo que no podía.Ya había esperado demasiado tiempo.No había más que contar que la verdad.
—No puedo seguir con ello —espetó en cuanto él descolgó.
—¿Qué?
Por supuesto, Daide no esperaba escucharla al romper el alba, pero Paula quiso pillarlo antes de que saliera para los campos. Además, se había pasado casi toda la noche despierta y preocupada mientras intentaba no escuchar los ruidos de Gibson, que se agitaba en la cama de al lado.
—La boda —intentó explicarle—. No puedo casarme contigo. ¿Sabes lo de... mi inquietud? Bueno, pues no ha desaparecido.
—¿Qué quieres decir? Dijiste... Estabas segura...
David no encontraba las palabras y no le extrañaba. Sabía que estaba trastornado a la vez que dolido. Y tenía todo el derecho. No podía culparlo. Sólo a sí misma.
—Es culpa mía —dijo ella—. No tiene nada que ver contigo. Sólo conmigo.
«Y lo que siento por Pedro» Pero eso no lo dijo. Sería una crueldad gratuita.
—¿Es eso de ojos que no ven corazón que no siente? —discutió David con ella—. ¡Es porque no estoy ahí o porque tú no estás aquí!
—No.
Pero David no estaba convencido.
—Éramos demasiado jóvenes cuando decidimos casarnos. Apenas unos niños.
—Estábamos enamorados.
—Sí, lo estábamos, pero ahora...
Paula no supo como terminar. David lo hizo por ella.
—Ahora tú no lo estás.
Notó el dolor en su voz y se sintió más rastrera que una serpiente. Y, sin embargo, sabía que volver y casarse con él sería una equivocación, aunque no amara a Pedro.¡No era porque fuera a casarse con él! Era que él le había enseñado la intensidad verdadera de lo que podía llegar a sentir y que debería sentir antes de comprometerse de por vida.
—Yo te quiero, David —protestó con debilidad Paula—. Pero no... —sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Oh, Dios, lo siento! No quería hacerte daño.
Él no dijo nada. Ni ella tenía derecho a esperar que la perdonara.
—Lo siento —susurró de nuevo.
—Podemos solucionarlo, Pau.
Pero ella no le dejó terminar.
—No —susurró—. No podemos.
Colgó y se tapó la cara con las manos odiándose por haberle hecho tanto daño.Suponía que a David no le serviría de mucho consuelo saber que al amar a Pedro sin ser correspondida ella también estaba sufriendo. No se quitó el anillo de compromiso.Ni le contó a Pedro lo que había hecho.Si le decía que había suspendido la boda querría saber por qué. O peor, lo adivinaría en el acto.Y podía imaginarse lo que pensaría entonces. La pobre y patética Paula ni siquiera podía amar al hombre que la amaba y era tan tonta como para enamorarse del hombre que nunca la correspondería. Sintió un involuntario estremecimiento. Quizá fuera una cobarde, pero había cosas que era mejor no decir por pura supervivencia.Así que intentó sonreír y comportarse como siempre lo había hecho. La responsable y colaboradora Paula. Sonriendo y hablando. Llevando y trayendo cosas.Y mientras lo hacía, acumularía los recuerdos porque sabía que en algún momento se tendría que ir y lo único que le quedaría serían los recuerdos.
—No puedo seguir con ello —espetó en cuanto él descolgó.
—¿Qué?
Por supuesto, Daide no esperaba escucharla al romper el alba, pero Paula quiso pillarlo antes de que saliera para los campos. Además, se había pasado casi toda la noche despierta y preocupada mientras intentaba no escuchar los ruidos de Gibson, que se agitaba en la cama de al lado.
—La boda —intentó explicarle—. No puedo casarme contigo. ¿Sabes lo de... mi inquietud? Bueno, pues no ha desaparecido.
—¿Qué quieres decir? Dijiste... Estabas segura...
David no encontraba las palabras y no le extrañaba. Sabía que estaba trastornado a la vez que dolido. Y tenía todo el derecho. No podía culparlo. Sólo a sí misma.
—Es culpa mía —dijo ella—. No tiene nada que ver contigo. Sólo conmigo.
«Y lo que siento por Pedro» Pero eso no lo dijo. Sería una crueldad gratuita.
—¿Es eso de ojos que no ven corazón que no siente? —discutió David con ella—. ¡Es porque no estoy ahí o porque tú no estás aquí!
—No.
Pero David no estaba convencido.
—Éramos demasiado jóvenes cuando decidimos casarnos. Apenas unos niños.
—Estábamos enamorados.
—Sí, lo estábamos, pero ahora...
Paula no supo como terminar. David lo hizo por ella.
—Ahora tú no lo estás.
Notó el dolor en su voz y se sintió más rastrera que una serpiente. Y, sin embargo, sabía que volver y casarse con él sería una equivocación, aunque no amara a Pedro.¡No era porque fuera a casarse con él! Era que él le había enseñado la intensidad verdadera de lo que podía llegar a sentir y que debería sentir antes de comprometerse de por vida.
—Yo te quiero, David —protestó con debilidad Paula—. Pero no... —sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas—. ¡Oh, Dios, lo siento! No quería hacerte daño.
Él no dijo nada. Ni ella tenía derecho a esperar que la perdonara.
—Lo siento —susurró de nuevo.
—Podemos solucionarlo, Pau.
Pero ella no le dejó terminar.
—No —susurró—. No podemos.
Colgó y se tapó la cara con las manos odiándose por haberle hecho tanto daño.Suponía que a David no le serviría de mucho consuelo saber que al amar a Pedro sin ser correspondida ella también estaba sufriendo. No se quitó el anillo de compromiso.Ni le contó a Pedro lo que había hecho.Si le decía que había suspendido la boda querría saber por qué. O peor, lo adivinaría en el acto.Y podía imaginarse lo que pensaría entonces. La pobre y patética Paula ni siquiera podía amar al hombre que la amaba y era tan tonta como para enamorarse del hombre que nunca la correspondería. Sintió un involuntario estremecimiento. Quizá fuera una cobarde, pero había cosas que era mejor no decir por pura supervivencia.Así que intentó sonreír y comportarse como siempre lo había hecho. La responsable y colaboradora Paula. Sonriendo y hablando. Llevando y trayendo cosas.Y mientras lo hacía, acumularía los recuerdos porque sabía que en algún momento se tendría que ir y lo único que le quedaría serían los recuerdos.
viernes, 23 de marzo de 2018
Inevitable: Capítulo 50
Se inclinó para estirar las malditas mantas una vez más. Al hacerlo le rozó un brazo y una pierna. Ligeramente. Sin darse siquiera cuenta. Pero él sí lo notó.Un roce suave como el de una pluma y todo su cuerpo respondió. Descendió para ajustarle el cojín de debajo del tobillo. Inclinó la cabeza. Pedro deseaba alargar la mano y enterrar los dedos entre sus rizos, atraerla hacia sí, tirarla encima de él y meter las manos bajo su camisa. Deseaba acariciar aquellos magníficos senos bamboleantes. Deseaba olerlos, besarlos, chuparlos.Lanzó un gemido sordo.
—¡Oh, Dios! ¿Te he hecho daño?
Paula dió un salto y lo miró con gesto de preocupación. Pedro, tenso de necesidad y deseo, no pudo ni responder. Apenas podía tragar.Y su silencio la preocupó aún más.
—Lo siento mucho, Pedro.
Ya estaba trajinando de nuevo con las mantas tirando de ellas hacia abajo.
—No puedes estar cómodo así. Deberías haberte puesto el pijama hace horas. Déjame ayudarte. Intentó alcanzar los botones de su camisa.
—¡No! —gritó él.
—Pero...
Pedro agitó la mano para detenerla sintiéndose como un idiota.
—¡Simplemente no, por Dios bendito! ¿Es que no entiendes inglés?
Ella retrocedió pero no se fue.
—Bueno, no puedes dormir vestido —dijo con tono maternal.
Pedro se agitó con irritación.
—No pensaba dormir vestido.
—Entonces dime dónde tienes los pijamas y te traeré uno.
—No tengo pijamas.
—¿Qué?
—¡No uso pijamas. ¡Duermo desnudo!
—¡Oh! —Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y bajó la vista hacia su vientre para alzarla al instante parpadeando con rapidez—. Bueno, me llevaré la bandeja y te dejaré para que lo hagas entonces.
Salió corriendo y cerró la puerta tras ella. Pedro se reclinó contra las almohadas y lanzó un suave gemido de frustración. Sólo sabía que ahora, aparte del tobillo, le dolía otra parte del cuerpo.
No era la imagen de Pedro desnudo, aunque desde luego había sido tentadora durante semanas, sino el hecho de haber pasado muchas noches pensando en él lo que le debía haber indicado que algo iba mal en aquella fijación por él.Pero no lo había pensado porque no había podido pensar con claridad.Había creído que lo único que necesitaba era un poco de tiempo y espacio y la inquietud habría desaparecido. Había creído que, como la hermana Carmen, pondría a prueba sus tentaciones en el gran mundo y volvería a David resuelta y en paz. Se había equivocado. Había sucumbido.Pero no ante el mundo. Ante Pedro .Lo había sabido en el momento en que lo había visto bajar del avión con la cara contraída por el dolor y las facciones extenuadas. Le pareció que había perdido peso y tenía los nudillos blancos por las muletas.Era la forma en que había imaginado que se sentiría cuando volviera a casa y saliera corriendo para reunirse con David.Y entonces supo, con cegadora claridad, que aquello no ocurriría nunca.Nunca había sentido y nunca sentiría algo así por David. Lo amaba... lo había amado durante años. Pero no de la forma en que amaba a Pedro Alfonso.Ya no podía negarlo más. Había deseado correr hacia él entonces, arrojarse a sus brazos y abrazarlo, decirle que le había echado de menos, que apenas podía esperar a que volviera a casa. De hecho, había empezado a correr hacia él y entonces había visto su mirada de pánico y desesperación. Eso la había detenido en seco y la había devuelto a la realidad.Y la realidad exigía que se acercara a él más despacio, sonriente y amistosa. Distante pero resuelta. Después de todo, ella era Paula, su asistente.
—La chica de Pedro—susurró con voz ronca cuando estaba en la cama.
Así era como él la veía y lo único que deseaba de ella. Ella nunca sería la mujer de Pedro, porque por mucho que lo amara, él no la correspondía.
—¡Oh, Dios! ¿Te he hecho daño?
Paula dió un salto y lo miró con gesto de preocupación. Pedro, tenso de necesidad y deseo, no pudo ni responder. Apenas podía tragar.Y su silencio la preocupó aún más.
—Lo siento mucho, Pedro.
Ya estaba trajinando de nuevo con las mantas tirando de ellas hacia abajo.
—No puedes estar cómodo así. Deberías haberte puesto el pijama hace horas. Déjame ayudarte. Intentó alcanzar los botones de su camisa.
—¡No! —gritó él.
—Pero...
Pedro agitó la mano para detenerla sintiéndose como un idiota.
—¡Simplemente no, por Dios bendito! ¿Es que no entiendes inglés?
Ella retrocedió pero no se fue.
—Bueno, no puedes dormir vestido —dijo con tono maternal.
Pedro se agitó con irritación.
—No pensaba dormir vestido.
—Entonces dime dónde tienes los pijamas y te traeré uno.
—No tengo pijamas.
—¿Qué?
—¡No uso pijamas. ¡Duermo desnudo!
—¡Oh! —Paula se sonrojó hasta la raíz del pelo y bajó la vista hacia su vientre para alzarla al instante parpadeando con rapidez—. Bueno, me llevaré la bandeja y te dejaré para que lo hagas entonces.
Salió corriendo y cerró la puerta tras ella. Pedro se reclinó contra las almohadas y lanzó un suave gemido de frustración. Sólo sabía que ahora, aparte del tobillo, le dolía otra parte del cuerpo.
No era la imagen de Pedro desnudo, aunque desde luego había sido tentadora durante semanas, sino el hecho de haber pasado muchas noches pensando en él lo que le debía haber indicado que algo iba mal en aquella fijación por él.Pero no lo había pensado porque no había podido pensar con claridad.Había creído que lo único que necesitaba era un poco de tiempo y espacio y la inquietud habría desaparecido. Había creído que, como la hermana Carmen, pondría a prueba sus tentaciones en el gran mundo y volvería a David resuelta y en paz. Se había equivocado. Había sucumbido.Pero no ante el mundo. Ante Pedro .Lo había sabido en el momento en que lo había visto bajar del avión con la cara contraída por el dolor y las facciones extenuadas. Le pareció que había perdido peso y tenía los nudillos blancos por las muletas.Era la forma en que había imaginado que se sentiría cuando volviera a casa y saliera corriendo para reunirse con David.Y entonces supo, con cegadora claridad, que aquello no ocurriría nunca.Nunca había sentido y nunca sentiría algo así por David. Lo amaba... lo había amado durante años. Pero no de la forma en que amaba a Pedro Alfonso.Ya no podía negarlo más. Había deseado correr hacia él entonces, arrojarse a sus brazos y abrazarlo, decirle que le había echado de menos, que apenas podía esperar a que volviera a casa. De hecho, había empezado a correr hacia él y entonces había visto su mirada de pánico y desesperación. Eso la había detenido en seco y la había devuelto a la realidad.Y la realidad exigía que se acercara a él más despacio, sonriente y amistosa. Distante pero resuelta. Después de todo, ella era Paula, su asistente.
—La chica de Pedro—susurró con voz ronca cuando estaba en la cama.
Así era como él la veía y lo único que deseaba de ella. Ella nunca sería la mujer de Pedro, porque por mucho que lo amara, él no la correspondía.
Inevitable: Capítulo 49
La apartó con una muleta.
—Pensé que tu avión salía esta mañana.
Intentó esquivarla, pero fue inútil, por supuesto. Ella no lo tocó, pero avanzó a su lado un poco adelantada como para protegerlo.
—Sí salió, pero no lo tomé. El conductor está esperando en la zona de equipajes.
Sus caderas se balanceaban ante él. Pedro cerró los ojos y cuando casi tropezó con las malditas muletas, lanzó una maldición.Ella se detuvo bruscamente con cara de preocupación.
—¿Estás bien?
—¡Bien, maldita sea! ¿Por qué no estás en Iowa? Se suponía que tenías que estar en Iowa.
Ella lo miró y siguió avanzando sin despegarse de él.
—Sí, pero llamé para decir que no iba.
—¿Que qué?
Ella lo miró y sus rizos se agitaron.
—No podía dejarte así. No quería que te quedaras solo.
—¡Estoy bien!
—Necesitas ayuda.
—¡No la necesito!
—Sí —dijo ella con la paciencia con que se habla a un niño—. La necesitas, así que me quedo.
¿Que se quedaba? ¿Qué estaba diciendo? Pedro se detuvo en seco.Paula siguió caminando.
—¡Eh! —gritó a sus espaldas—. ¡Eh! ¿Qué quieres decir? ¡No vas a quedarte!
Ella se detuvo y retrocedió. Entonces le sonrió. Era lo último que necesitaba, una sonrisa de Paula Chaves.
—Por supuesto que me quedo. Intenta detenerme —dijo de buen humor.
A veces, en sus fantasías adolescentes, Pedro había soñado con que era un bravo soldado, un héroe herido que encontraba consuelo, devoción y cuidados en los brazos de una preciosa chica.Pero no podía buscar consuelo en los brazos de la mujer que le mostraba tanta devoción y atenciones porque esa mujer era Paula.Y parecía decidida a cuidarlo contra viento y marea. Le llevaba comida, revistas y libros con un inagotable buen humor, le arropaba con las mantas, le ahuecaba las almohadas, le rozaba sin querer al estirarle la ropa de la cama. Le apartaba el pelo de la frente y le pasaba los cubiertos. ¡Maldición! Lo estaba volviendo loco. Deseaba con toda su alma hacerle el amor.¡No era justo! Había pasado los últimos doce años siendo bastante inmune a las mujeres. No era que hubiera sido célibe, pero ninguna había despertado en él ningún interés especial. Simplemente las tomaba como llegaban, las trataba con encanto y las despedía con caballerosidad, pero ninguna le importaba más que la anterior. Catalina le había enseñado una buena lección. Y después de Catalina no había dejado a ninguna acercarse demasiado. Pero seguía queriendo hacer el amor con ella. Había intentado luchar contra ello de todas las formas que conocía. No le había servido de nada. La deseaba más que nunca. Y ahora no se la podía quitar de encima. Estaba en su apartamento revoloteando alrededor de su cama a todas horas. Le retiró la bandeja de la cena y le sonrió.
—¿Cómo está David?
La sonrisa se desvaneció levemente.
—Está bien.
—Pensé que tu avión salía esta mañana.
Intentó esquivarla, pero fue inútil, por supuesto. Ella no lo tocó, pero avanzó a su lado un poco adelantada como para protegerlo.
—Sí salió, pero no lo tomé. El conductor está esperando en la zona de equipajes.
Sus caderas se balanceaban ante él. Pedro cerró los ojos y cuando casi tropezó con las malditas muletas, lanzó una maldición.Ella se detuvo bruscamente con cara de preocupación.
—¿Estás bien?
—¡Bien, maldita sea! ¿Por qué no estás en Iowa? Se suponía que tenías que estar en Iowa.
Ella lo miró y siguió avanzando sin despegarse de él.
—Sí, pero llamé para decir que no iba.
—¿Que qué?
Ella lo miró y sus rizos se agitaron.
—No podía dejarte así. No quería que te quedaras solo.
—¡Estoy bien!
—Necesitas ayuda.
—¡No la necesito!
—Sí —dijo ella con la paciencia con que se habla a un niño—. La necesitas, así que me quedo.
¿Que se quedaba? ¿Qué estaba diciendo? Pedro se detuvo en seco.Paula siguió caminando.
—¡Eh! —gritó a sus espaldas—. ¡Eh! ¿Qué quieres decir? ¡No vas a quedarte!
Ella se detuvo y retrocedió. Entonces le sonrió. Era lo último que necesitaba, una sonrisa de Paula Chaves.
—Por supuesto que me quedo. Intenta detenerme —dijo de buen humor.
A veces, en sus fantasías adolescentes, Pedro había soñado con que era un bravo soldado, un héroe herido que encontraba consuelo, devoción y cuidados en los brazos de una preciosa chica.Pero no podía buscar consuelo en los brazos de la mujer que le mostraba tanta devoción y atenciones porque esa mujer era Paula.Y parecía decidida a cuidarlo contra viento y marea. Le llevaba comida, revistas y libros con un inagotable buen humor, le arropaba con las mantas, le ahuecaba las almohadas, le rozaba sin querer al estirarle la ropa de la cama. Le apartaba el pelo de la frente y le pasaba los cubiertos. ¡Maldición! Lo estaba volviendo loco. Deseaba con toda su alma hacerle el amor.¡No era justo! Había pasado los últimos doce años siendo bastante inmune a las mujeres. No era que hubiera sido célibe, pero ninguna había despertado en él ningún interés especial. Simplemente las tomaba como llegaban, las trataba con encanto y las despedía con caballerosidad, pero ninguna le importaba más que la anterior. Catalina le había enseñado una buena lección. Y después de Catalina no había dejado a ninguna acercarse demasiado. Pero seguía queriendo hacer el amor con ella. Había intentado luchar contra ello de todas las formas que conocía. No le había servido de nada. La deseaba más que nunca. Y ahora no se la podía quitar de encima. Estaba en su apartamento revoloteando alrededor de su cama a todas horas. Le retiró la bandeja de la cena y le sonrió.
—¿Cómo está David?
La sonrisa se desvaneció levemente.
—Está bien.
Inevitable: Capítulo 48
Se echó en la cama y agarró uno de los almohadones de plumas de Pedro entre sus brazos. Lo apretó contra su pecho y enterró la cara contra su suavidad para aspirar como si ya fuera mañana, como si fuera David al que tenía en brazos. Pero no era David. Todavía no.Esa noche todavía estaba en Nueva York y sabía que recordaría aquel momento para siempre. Aquella habitación. Aquella cama. Aquella almohada. Supo que lo atesoraría en su memoria para el resto de su vida. El olor de la ciudad. El olor del suave algodón. El indefinible aroma de Pedro.El timbre del teléfono la sobresaltó. Paula dió un respingo y por un momento no supo dónde estaba. Se había quedado dormida en la cama de Pedro. Con torpeza se incorporó y miró el reloj. Era tarde. Más de las once.
—¿Hola? —saludó al descolgar.
—¿Te he despertado?
—¡Pedro! —no pudo contener el tono de placer de su voz. ¡Había llamado para despedirse!—. ¿Cómo estás? ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué has hecho?
—Romperme la pierna.
—¿Qué? —pensó que no había oído bien—. ¿Cuándo? ¿Cómo ha sido? ¿Estás bien?
—Sobreviviré. Sólo necesito que me hagas un favor.
—Lo que quieras.
Saltó de la cama, arrellanó la almohada y estiró la colcha como si él pudiera ver dónde estaba.
—Llama al teléfono que voy a darte para que me envíen un coche al aeropuerto. Llegaré a las dos de la tarde. Tomaría un taxi, pero será más fácil de esta manera.
Le dictó un número que Paula anotó con rapidez.
—Llamaré ahora mismo, pero...
—Gracias.
Y colgó antes de dejarle decir una palabra más. Paula se quedó mirando al aparato aturdida. ¡Y ella que había esperado que llamara para despedirse! Bueno, pues no iba a ser una despedida. Todavía no si él estaba lesionado. Sintió que aquella débil melancolía que la había atenazado todo el día se evaporaba ligeramente. Descolgó el teléfono y llamó a su casa.
—No llegaré mañana —dijo sin preámbulos.
David no se puso nada contento. Su madre menos. Había que elegir las flores y el menú y la esperaban doscientas invitaciones para mandar.
—Ya lo haré más adelante.
Y cuando colgó, se sintió infinitamente más liviana. El pobre Pedro se había roto la pierna.
—¿Qué diablos estás tú haciendo aquí?
Pedro miró a Paula alucinado.Había tenido un vuelo espantoso. El tobillo, escayolado para dos semanas más, estaba todavía dolorido e inflamado después de siete días de la operación y tres días después de que le dieran el alta en el hospital.Podría haber vuelto a Nueva York entonces, pero había aguantado y había pagado un servicio de habitaciones en espera de que Paula hubiera partido ya.Y ahora, que lo ahorcaran si no lo estaba esperando a la salida del avión.Ella pareció un poco perturbada al verlo antes de lanzarse hacia adelante con una sonrisa de ánimo en la cara.
—¡Oh, Pedro!
Pero él no se sentía animado. Se mantuvo rígido. Si arrojaba sus brazos alrededor de él no sabía lo que haría. Un hombre tenía una capacidad de aguante limitada y Pedro casi había gastado la mayor parte de la suya. Se sentía abatido y deprimido y no quería comportarse como un adulto. ¡Y, desde luego, no quería a Paula allí!
—¿Hola? —saludó al descolgar.
—¿Te he despertado?
—¡Pedro! —no pudo contener el tono de placer de su voz. ¡Había llamado para despedirse!—. ¿Cómo estás? ¿Te lo has pasado bien? ¿Qué has hecho?
—Romperme la pierna.
—¿Qué? —pensó que no había oído bien—. ¿Cuándo? ¿Cómo ha sido? ¿Estás bien?
—Sobreviviré. Sólo necesito que me hagas un favor.
—Lo que quieras.
Saltó de la cama, arrellanó la almohada y estiró la colcha como si él pudiera ver dónde estaba.
—Llama al teléfono que voy a darte para que me envíen un coche al aeropuerto. Llegaré a las dos de la tarde. Tomaría un taxi, pero será más fácil de esta manera.
Le dictó un número que Paula anotó con rapidez.
—Llamaré ahora mismo, pero...
—Gracias.
Y colgó antes de dejarle decir una palabra más. Paula se quedó mirando al aparato aturdida. ¡Y ella que había esperado que llamara para despedirse! Bueno, pues no iba a ser una despedida. Todavía no si él estaba lesionado. Sintió que aquella débil melancolía que la había atenazado todo el día se evaporaba ligeramente. Descolgó el teléfono y llamó a su casa.
—No llegaré mañana —dijo sin preámbulos.
David no se puso nada contento. Su madre menos. Había que elegir las flores y el menú y la esperaban doscientas invitaciones para mandar.
—Ya lo haré más adelante.
Y cuando colgó, se sintió infinitamente más liviana. El pobre Pedro se había roto la pierna.
—¿Qué diablos estás tú haciendo aquí?
Pedro miró a Paula alucinado.Había tenido un vuelo espantoso. El tobillo, escayolado para dos semanas más, estaba todavía dolorido e inflamado después de siete días de la operación y tres días después de que le dieran el alta en el hospital.Podría haber vuelto a Nueva York entonces, pero había aguantado y había pagado un servicio de habitaciones en espera de que Paula hubiera partido ya.Y ahora, que lo ahorcaran si no lo estaba esperando a la salida del avión.Ella pareció un poco perturbada al verlo antes de lanzarse hacia adelante con una sonrisa de ánimo en la cara.
—¡Oh, Pedro!
Pero él no se sentía animado. Se mantuvo rígido. Si arrojaba sus brazos alrededor de él no sabía lo que haría. Un hombre tenía una capacidad de aguante limitada y Pedro casi había gastado la mayor parte de la suya. Se sentía abatido y deprimido y no quería comportarse como un adulto. ¡Y, desde luego, no quería a Paula allí!
Inevitable: Capítulo 47
No lo pudo creer cuando vio revolotear los primeros copos. La temperatura bajó con brusquedad y el viento se levantó. Pedro se dió la vuelta.Pero no se había preparado para la nieve, así que acabó en el motel empapado y tembloroso y con ampollas en los talones y en las manos. Más programas malos en la televisión.No fue hasta que estuvo bajo la ducha caliente cuando se acordó de que no volvería a ver a Paula nunca.De alguna manera, no era tan reconfortante como había creído.Se echó en la cama y su imagen lo asaltó sonriente y sensual. Lanzó un gemido.Entonces hizo lo que se había jurado no hacer. Buscó en el fondo de la mochila y sacó las fotografías que había escondido bajo los calcetines. Eran las fotografías que había sacado a Paula el primer día. Paula desnuda y tentadora. Y también había otras fotos de ella. Algunas que le había sacado al final de algún rollo que no se había acabado. En algunas estaba pensativa y riendo en otras, pero estaba igualmente tentadora.No debería haberlas llevado. No recordaba por qué lo había hecho. Bueno, sí lo recordaba.Se había convencido de que las miraría cada pocos días para comprobar su resistencia contra ella.
Pero a juzgar por su reacción en ese momento, todavía le quedaba mucho camino para ganar aquella batalla. Quizá fuera por eso por lo que volvió a la montaña en cuanto la nieve se derritió en el pueblo.
—No creo que deba hacer senderismo con este tiempo —le dijo el recepcionista al salir—. Está todavía muy helado arriba.
Pero las predicciones del tiempo eran buenas para unos cuantos días y Pedro necesitaba distracción. Con desesperación.
—Sobreviviré —contestó.
Tres días más tarde, pensando en Paula en vez de en dónde ponía el pie, se resbaló. Y cayó.Se rompió la pierna.Sobrevivió, pero por poco.En menos de veinticuatro horas estaría de vuelta en casa. Paula se sentó en la cama de Pedro e intentó imaginarse a sí misma en Iowa a la salida del avión, cuando se encontrara a David con los brazos abiertos. Tenía el equipaje ya preparado. Las plantas de Pedro estaban regadas y todo estaba limpio y recogido en espera de su llegada. Hasta había horneado algunas pastas de bienvenida para que las encontrara al llegar. Pero no podía dejar de soñar con que llamara antes de su partida. Para despedirse y darle las gracias.Para oír su voz por última vez.
—Gracias —susurró a la habitación vacía.
Sabía que no debería estar allí. Tenía todo el apartamento para ella sola y sin embargo ningún sitio le resultaba tan acogedor como aquél. Curiosamente allí no había fotos suyas, sólo tres instantáneas, una de Sonia de joven, otra con su marido y su hijo y otra de una pareja que debían de ser sus padres.El hombre tenía la misma intensa mirada de Pedro y la mujer su rápida sonrisa. Estaban de pie frente a la heladería de Collierville, que Paula reconoció al instante. Había sonreído al verla por primera vez y había sentido una añoranza familiar. Probablemente por eso fuera allí. Porque se sentía más cerca de casa.¿O porque se sentía más cerca de Pedro? Apartó aquella idea de su mente con firmeza.Se iba a ir a casa.Al día siguiente estaría allí y su experiencia de Nueva York habría acabado. Su vida, la vida que había planeado desde los dieciocho años, estaría frente a ella de nuevo.
Pero a juzgar por su reacción en ese momento, todavía le quedaba mucho camino para ganar aquella batalla. Quizá fuera por eso por lo que volvió a la montaña en cuanto la nieve se derritió en el pueblo.
—No creo que deba hacer senderismo con este tiempo —le dijo el recepcionista al salir—. Está todavía muy helado arriba.
Pero las predicciones del tiempo eran buenas para unos cuantos días y Pedro necesitaba distracción. Con desesperación.
—Sobreviviré —contestó.
Tres días más tarde, pensando en Paula en vez de en dónde ponía el pie, se resbaló. Y cayó.Se rompió la pierna.Sobrevivió, pero por poco.En menos de veinticuatro horas estaría de vuelta en casa. Paula se sentó en la cama de Pedro e intentó imaginarse a sí misma en Iowa a la salida del avión, cuando se encontrara a David con los brazos abiertos. Tenía el equipaje ya preparado. Las plantas de Pedro estaban regadas y todo estaba limpio y recogido en espera de su llegada. Hasta había horneado algunas pastas de bienvenida para que las encontrara al llegar. Pero no podía dejar de soñar con que llamara antes de su partida. Para despedirse y darle las gracias.Para oír su voz por última vez.
—Gracias —susurró a la habitación vacía.
Sabía que no debería estar allí. Tenía todo el apartamento para ella sola y sin embargo ningún sitio le resultaba tan acogedor como aquél. Curiosamente allí no había fotos suyas, sólo tres instantáneas, una de Sonia de joven, otra con su marido y su hijo y otra de una pareja que debían de ser sus padres.El hombre tenía la misma intensa mirada de Pedro y la mujer su rápida sonrisa. Estaban de pie frente a la heladería de Collierville, que Paula reconoció al instante. Había sonreído al verla por primera vez y había sentido una añoranza familiar. Probablemente por eso fuera allí. Porque se sentía más cerca de casa.¿O porque se sentía más cerca de Pedro? Apartó aquella idea de su mente con firmeza.Se iba a ir a casa.Al día siguiente estaría allí y su experiencia de Nueva York habría acabado. Su vida, la vida que había planeado desde los dieciocho años, estaría frente a ella de nuevo.
Inevitable: Capítulo 46
Paula no se acostó en la cama de Pedro. Sin embargo, fue a su habitación más veces de las necesarias para el bien de su cordura.Por supuesto, al no tener que ir más al estudio, tenía plena libertad para hacer lo que quisiera en las dos semanas siguientes, así que visitó todos los museos importantes que le faltaban por ver.Pero la mayor parte del tiempo se quedó en el apartamento de Pedro aprendiendo a conocerlo.Se había sentido impresionada al instante por las enormes habitaciones que daban al parque, pero lo que más le impresionó fueron las fotografías de las paredes.Y lo que explicaban de él. Allí no había bellezas femeninas e incluso había pocas mujeres. La mayoría eran de niños y ancianos. Y para sorpresa de Paula, muchas habían sido sacadas en Collierville. Empezó a reconocer algunos lugares y personas. En todas veía la misma intensidad que Pedro aportaba a su trabajo de cada día. Pero veía más. Veía intercambio, cariño, compasión, preocupación. Veía el tipo de conexión emocional entre el artista y el sujeto que no se encontraba en su trabajo comercial desde el libro de Catalina Neale. O sea, que en otro tiempo le había importado. Y cuanto más veía, más deseaba saber por qué había cambiado tanto.La chica que le vendió la licencia de pesca tenía rizos dorados. Bonitos. Pero no resplandecían bajo el sol. No como unos que él conocía. Las imágenes se colaban en su mente con tal rapidez que no podía contenerlas. No quería pensar en Paula Chaves. Había recorrido medio continente para olvidarse de ella.Pero la tenía metida en la cabeza a cada paso que daba.La forma en que sus rizos destellaban al sol, la forma en que sus labios se curvaban en una deliciosa sonrisa. La forma en que sus caderas se balanceaban cuando cruzaba una habitación y sus senos se agitaban al ir a alcanzar algo en una estantería. Los cánones de belleza de todas las mujeres que él conocía condenaban todo lo que tenía Paula. Su pelo no era nunca ni tan rubio ni tan ondulado. Los labios no eran tan jugosos y curvados y sus caderas eran mucho más estrechas. Los demás senos no tenían atractivo ninguno. Los de Paula sí. Todavía. Maldición.
Intentaba olvidarla, pero cada vez que veía a una rubia o que unas caderas se balanceaban ante él, la recordaba. Volvió al motel y encendió la televisión, pero la programación que había no le distrajo en absoluto.Al día siguiente mejorarían las cosas, se prometió a sí mismo. Estaría tan ocupado haciendo senderismo y contemplando el maravilloso paisaje que no pensaría en absoluto en Paula Chaves. Pero el día siguiente no fue mejor que el anterior, descubrió al terminar.
De hecho, fue peor.Pedro alquiló un coche y subió hacia las montañas. Eran tan bellas como había esperado y no tardó en dejar atrás la civilización.Abandonó la carretera de montaña en la entrada del sendero que tenía marcado en el mapa, se colgó la mochila y se dispuso a recorrerlo.Tenía un mapa, un libro con cada sendero que merecía la pena y estaba en forma y sano. No podía ser difícil.Pero se había olvidado de la altitud y de que sus botas eran nuevas. Y también de que en Montana, incluso en pleno verano, podía nevar.¿Nieve?
Intentaba olvidarla, pero cada vez que veía a una rubia o que unas caderas se balanceaban ante él, la recordaba. Volvió al motel y encendió la televisión, pero la programación que había no le distrajo en absoluto.Al día siguiente mejorarían las cosas, se prometió a sí mismo. Estaría tan ocupado haciendo senderismo y contemplando el maravilloso paisaje que no pensaría en absoluto en Paula Chaves. Pero el día siguiente no fue mejor que el anterior, descubrió al terminar.
De hecho, fue peor.Pedro alquiló un coche y subió hacia las montañas. Eran tan bellas como había esperado y no tardó en dejar atrás la civilización.Abandonó la carretera de montaña en la entrada del sendero que tenía marcado en el mapa, se colgó la mochila y se dispuso a recorrerlo.Tenía un mapa, un libro con cada sendero que merecía la pena y estaba en forma y sano. No podía ser difícil.Pero se había olvidado de la altitud y de que sus botas eran nuevas. Y también de que en Montana, incluso en pleno verano, podía nevar.¿Nieve?
miércoles, 21 de marzo de 2018
Inevitable: Capítulo 45
A última hora de la mañana del sábado, recogió todas sus pertenencias y Rafael buscó un taxi para irse los dos a la casa de Pedro.
—¿Qué diablos está haciendo él aquí? —preguntó Pedro en cuanto se abrieron las puertas del ascensor y vió a Rafael seguirla con sus maletas.
—Me está ayudando con el traslado. ¿Dónde ponemos las bolsas?
Pedro señaló al final del corredor antes de volverse hacia Paula.
—Podría haberte ayudado yo. Dijiste que se iba.
—Ah, el miércoles. Bueno, ¿Qué quieres que haga?
Pedro frunció el ceño en dirección a la habitación donde había desaparecido Rafael y giró la cabeza hacia la terraza.
—Ven, te lo enseñaré.
Primero le enseñó la habitación donde dormiría, muy espaciosa y con preciosas vistas a Central Park. Pero lo que le llamó la atención no fueron las vistas del parque, sino las fotografías de la pared. Eran fotos de niños jugando en blanco y negro.Encantada, Paula se acercó más.
—Vamos —le importunó Pedro—. Te enseñaré lo que tienes que hacer con las plantas.
Con desgana, se apresuró a seguirlo. Nunca había visto un departamento como el de Pedro. ¡Era inmenso! Las habitaciones eran palaciegas con vistas al parque y el comedor tenía unas puertas correderas que daban a una terraza que era como un jardín, con árboles y arbustos en macetas. Era precioso.
—Si llueve mucho, no hace falta regarlas, pero si no, ahí tienes una manguera. Úsala cada dos días.
Le enseñó cómo funcionaban los cierres y el sistema de seguridad y le dijo el nombre del portero y el superintendente.
—Ellos te ayudarán si tienes algún problema.
—Parece como si pudieran cuidar la casa mejor que yo —dijo Paula con sinceridad.
—Quiero que se quede alguien a vivir aquí.
—Yo no discutiría con él —dijo Rafael con una sonrisa de buen humor—. Tienes una casa muy bonita.
—Gracias —dijo Pedro con sequedad—. No te retrases por nosotros. Quiero enseñarle a Paula cómo funciona el triturador de basura. No hace falta que esperes.
—¡Oh, esperaré!. —Rafael sonrió—. Nos vamos al Jardín Botánico.
Pedro se quedó muy rígido y le tembló un músculo de la mandíbula. Miró a Paula durante un largo momento con mirada impenetrable. Casi parecía dolido.Entones dijo:
—Bien —de repente pareció tener prisa—. No es difícil. Ya lo averiguarás sola —se dió la vuelta y sacó sus bolsas de lo que debía ser su habitación. Le dió dos llaves y se dirigió a la puerta—. La pequeña es la del buzón. Está en el recibidor. El correo llega hacia las dos. Gracias. Adiós, Paula Chaves. Ha sido... interesante.
Y antes de que ella comprendiera que probablemente no lo vería nunca más, ya había desaparecido en el ascensor. Paula se quedó allí parada mirando el sitio por donde había desaparecido, sintiendo una profunda vaciedad hasta que Rafael se acercó a ella.
—¡Eh! ¿Qué te parece si nos vamos a comer?
Había sido una buena idea. Y lo único que podía haber hecho, se aseguró Pedro al sentarse en el avión.Tenía a alguien que cuidara de su casa, le estaba haciendo un favor a su hermana y al mismo tiempo la estaba protegiendo de los lobos sin escrúpulos.¡No era culpa suya si ella era lo bastante estúpida como para acompañar a uno al Jardín Botánico!
Y él pensaba disfrutar. Iba a relajarse y a descansar, a olvidarse de todo menos de los arroyos y los nos limpios, de los osos y ciervos, peces y todo lo que fuera vida salvaje. Iba a respirar el fresco aire alpino de Montana y a hacer ejercicio.Se iba de vacaciones y no pensaba dedicar un solo minuto a pensar en Nueva York, en Paula o en su profesión. Ni uno solo.Lo borró todo de su mente en cuanto el avión despegó. Cerró los ojos y le dio vacaciones a sus pensamientos.¿Dormiría ella esa noche en su cama?
—¿Qué diablos está haciendo él aquí? —preguntó Pedro en cuanto se abrieron las puertas del ascensor y vió a Rafael seguirla con sus maletas.
—Me está ayudando con el traslado. ¿Dónde ponemos las bolsas?
Pedro señaló al final del corredor antes de volverse hacia Paula.
—Podría haberte ayudado yo. Dijiste que se iba.
—Ah, el miércoles. Bueno, ¿Qué quieres que haga?
Pedro frunció el ceño en dirección a la habitación donde había desaparecido Rafael y giró la cabeza hacia la terraza.
—Ven, te lo enseñaré.
Primero le enseñó la habitación donde dormiría, muy espaciosa y con preciosas vistas a Central Park. Pero lo que le llamó la atención no fueron las vistas del parque, sino las fotografías de la pared. Eran fotos de niños jugando en blanco y negro.Encantada, Paula se acercó más.
—Vamos —le importunó Pedro—. Te enseñaré lo que tienes que hacer con las plantas.
Con desgana, se apresuró a seguirlo. Nunca había visto un departamento como el de Pedro. ¡Era inmenso! Las habitaciones eran palaciegas con vistas al parque y el comedor tenía unas puertas correderas que daban a una terraza que era como un jardín, con árboles y arbustos en macetas. Era precioso.
—Si llueve mucho, no hace falta regarlas, pero si no, ahí tienes una manguera. Úsala cada dos días.
Le enseñó cómo funcionaban los cierres y el sistema de seguridad y le dijo el nombre del portero y el superintendente.
—Ellos te ayudarán si tienes algún problema.
—Parece como si pudieran cuidar la casa mejor que yo —dijo Paula con sinceridad.
—Quiero que se quede alguien a vivir aquí.
—Yo no discutiría con él —dijo Rafael con una sonrisa de buen humor—. Tienes una casa muy bonita.
—Gracias —dijo Pedro con sequedad—. No te retrases por nosotros. Quiero enseñarle a Paula cómo funciona el triturador de basura. No hace falta que esperes.
—¡Oh, esperaré!. —Rafael sonrió—. Nos vamos al Jardín Botánico.
Pedro se quedó muy rígido y le tembló un músculo de la mandíbula. Miró a Paula durante un largo momento con mirada impenetrable. Casi parecía dolido.Entones dijo:
—Bien —de repente pareció tener prisa—. No es difícil. Ya lo averiguarás sola —se dió la vuelta y sacó sus bolsas de lo que debía ser su habitación. Le dió dos llaves y se dirigió a la puerta—. La pequeña es la del buzón. Está en el recibidor. El correo llega hacia las dos. Gracias. Adiós, Paula Chaves. Ha sido... interesante.
Y antes de que ella comprendiera que probablemente no lo vería nunca más, ya había desaparecido en el ascensor. Paula se quedó allí parada mirando el sitio por donde había desaparecido, sintiendo una profunda vaciedad hasta que Rafael se acercó a ella.
—¡Eh! ¿Qué te parece si nos vamos a comer?
Había sido una buena idea. Y lo único que podía haber hecho, se aseguró Pedro al sentarse en el avión.Tenía a alguien que cuidara de su casa, le estaba haciendo un favor a su hermana y al mismo tiempo la estaba protegiendo de los lobos sin escrúpulos.¡No era culpa suya si ella era lo bastante estúpida como para acompañar a uno al Jardín Botánico!
Y él pensaba disfrutar. Iba a relajarse y a descansar, a olvidarse de todo menos de los arroyos y los nos limpios, de los osos y ciervos, peces y todo lo que fuera vida salvaje. Iba a respirar el fresco aire alpino de Montana y a hacer ejercicio.Se iba de vacaciones y no pensaba dedicar un solo minuto a pensar en Nueva York, en Paula o en su profesión. Ni uno solo.Lo borró todo de su mente en cuanto el avión despegó. Cerró los ojos y le dio vacaciones a sus pensamientos.¿Dormiría ella esa noche en su cama?
Inevitable: Capítulo 44
Pedro lanzó un bufido. ¿Y cómo lo sabía? ¿Es que también lo había besado?Pero no se lo preguntó. Se pasó el resto de la mañana despotricando y metiéndole prisa aunque Paula ya trabajaba todo lo aprisa que podía.Deseaba darle una patada al estúpido de David y decirle que moviera el trasero para ir a Nueva York y vigilara a su prometida él mismo. ¡Aquélla no era su obligación, eso estaba claro! Pero de alguna manera, no dejaba de hacerlo. Necesitaba unas vacaciones. Con desesperación.No había tomado vacaciones en años. De hecho ya ni recordaba la última vez que las había tenido. ¿Y si lo hacía ahora?Eso le ahorraría muchos problemas. Por una parte le mantendría apartado de Paula y por otra evitaría que ella se metiera en la boca del lobo. Si él se iba, podría dejarle su propio apartamento las dos últimas semanas.Y cuando volviera, ella se habría ido para siempre.¿Cómo no se le había ocurrido antes?
—Olvídate del lobo —dijo Pedro con brusquedad a la mañana siguiente—. Puedes mudarte a mi casa.
A Paula casi se le cayó el reflector que tenía entre las manos.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Y no me mires como si acabara de hacerte una proposición indecente. No estaré allí. Me voy de vacaciones.
—¿Vacaciones?
¿Y por qué no lo había dicho antes? Paula miró a Cecilia que se acercó en ese momento por detrás de él. Parecía igualmente asombrada. Pedro parecía impaciente.
—¿Ya sabes lo que son unas vacaciones?
Descanso, respiro, relajación. Estar dos semanas echado en una hamaca y disfrutar de no hacer nada. Pero Paula seguía dudosa.
—¿Ahora?
—Ahora —Pedro era firme—. Este sábado. Durante dos semanas.
—¿Y adonde vas? —preguntó Cecilia.
—A la montaña.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Cecilia en cuanto Pedro se fue.
Paula sacudió la cabeza.
—No lo sé. No había dicho nada de unas vacaciones hasta ahora.
—No sabía ni que conociera la palabra —Cecilia batió los párpados—. Aunque no es mala idea. Ha estado muy tenso últimamente.
—Echará de menos a Aldana —dijo Paula.
No supo por qué, pero sintió un vacío al decirlo.
—Puede ser. Estaban muy enrollados antes de que ella se fuera. Y ella creo que está por el oeste. Me pregunto si Pedro irá para allá.
Se iba a Montana, le explicó a Paula más tarde. Ya había hecho reservas para el sábado después de comer.Ella podría mudarse allí por la mañana y le daría las instrucciones de dónde dormiría y de lo que tenía que encargarse.
—Puedes regar las plantas, recoger el correo y el periódico de la mañana.
Todo estaba limpiamente planeado. Ni siquiera le había preguntado si quería cambiar de planes. Lo daba por supuesto.Todo lo que Paula consiguió decir fue:
—Pero si te vas a ir, no hace falta que me quede yo. ¿Para quién estaría trabajando?
—Para mí. Necesito que alguien cuide de mi casa. Y así te pasarás el resto del verano haciendo turismo como planeabas. A menos que pretendas dejarme tirado.
—No, no. Por supuesto que no. Me quedaré.
Y eso fue lo que hizo.
—Olvídate del lobo —dijo Pedro con brusquedad a la mañana siguiente—. Puedes mudarte a mi casa.
A Paula casi se le cayó el reflector que tenía entre las manos.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Y no me mires como si acabara de hacerte una proposición indecente. No estaré allí. Me voy de vacaciones.
—¿Vacaciones?
¿Y por qué no lo había dicho antes? Paula miró a Cecilia que se acercó en ese momento por detrás de él. Parecía igualmente asombrada. Pedro parecía impaciente.
—¿Ya sabes lo que son unas vacaciones?
Descanso, respiro, relajación. Estar dos semanas echado en una hamaca y disfrutar de no hacer nada. Pero Paula seguía dudosa.
—¿Ahora?
—Ahora —Pedro era firme—. Este sábado. Durante dos semanas.
—¿Y adonde vas? —preguntó Cecilia.
—A la montaña.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Cecilia en cuanto Pedro se fue.
Paula sacudió la cabeza.
—No lo sé. No había dicho nada de unas vacaciones hasta ahora.
—No sabía ni que conociera la palabra —Cecilia batió los párpados—. Aunque no es mala idea. Ha estado muy tenso últimamente.
—Echará de menos a Aldana —dijo Paula.
No supo por qué, pero sintió un vacío al decirlo.
—Puede ser. Estaban muy enrollados antes de que ella se fuera. Y ella creo que está por el oeste. Me pregunto si Pedro irá para allá.
Se iba a Montana, le explicó a Paula más tarde. Ya había hecho reservas para el sábado después de comer.Ella podría mudarse allí por la mañana y le daría las instrucciones de dónde dormiría y de lo que tenía que encargarse.
—Puedes regar las plantas, recoger el correo y el periódico de la mañana.
Todo estaba limpiamente planeado. Ni siquiera le había preguntado si quería cambiar de planes. Lo daba por supuesto.Todo lo que Paula consiguió decir fue:
—Pero si te vas a ir, no hace falta que me quede yo. ¿Para quién estaría trabajando?
—Para mí. Necesito que alguien cuide de mi casa. Y así te pasarás el resto del verano haciendo turismo como planeabas. A menos que pretendas dejarme tirado.
—No, no. Por supuesto que no. Me quedaré.
Y eso fue lo que hizo.
Inevitable: Capítulo 43
Rafael tenía una proposición para ella.
—Me voy de nuevo la primera semana de agosto —le dijo—. Vuelvo al trabajo. Y sé que tienes la casa de Karina hasta finales de julio, así que pensé que podías quedarte en la mía tus dos últimas semanas antes de que vuelvas a casa.
Paula lo miró a través de la mesa asombrada.
—Rafael... yo, yo.... ¡Qué amable por tu parte!
No había pensado en ello.Había tenido tantas cosas en qué pensar que no había tenido tiempo de planear adonde iría cuando volviera Karina.Rafael se encogió de hombros.
—Era sólo una idea.
Paula le sonrió.
—Una idea muy amable. Has sido muy amable conmigo, Rafa.
Él pareció un poco turbado.
—No es difícil. Eres una vecina mucho más fácil que Karina.
Paula parpadeó y ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
Rafael se concentró en el sandwich que la camarera acababa de ponerle delante. Ella le dirigió otra mirada y decidió no preguntar más. Ya tenía suficientes problemas propios como para involucrarse en lo que estaba pasando entre Karina y Rafael.
—Lo pensaré —prometió—. Es realmente tentador.
—Bueno, ya sabes que eres bienvenida. Siempre.
Paula le sonrió y deseó una vez más que su relación con el sexo opuesto fuera tan sencilla como aquélla.Si Pedro hubiera sido como Rafael su verano hubiera sido como una balsa de aceite.
—La vida —recordó las palabras de la hermana Carmen— no es siempre fácil. No sería interesante si lo fuera.
Pues ella casi prefería en ese momento que no fuera interesante.
—¿Qué diablos quieres decir con te vas a vivir con Rafael? ¿Qué ha pasado con David o como se llame?
—Ya sabes que se llama David. Y no he dicho que me vaya a vivir con Rafael. He dicho que me iba a su departamento.
—Perdona si no consigo entender la diferencia. Su apartamento implica que él vive allí.
—Sí, pero...
—¿Y no se ha ido?
—No, pero...
—¡Entonces te vas a vivir con él! —gritó—. ¿Cómo se llama si no?
Paula suspiró.
—Él se va a trabajar de nuevo. Se va el miércoles.
—El miércoles. ¿Y cuándo se supone que te trasladas tú?
—Bueno, el sábado. Es el día que vuelve Karina y va a traer a algunos amigos, así que...
—¡Lo que quiere decir que vas a estar cinco días viviendo con Rafael!
—Bueno, es un apartamento grande.
—No tan grande.
—Rafael no está interesado en mí.
—¿Es que es homosexual? Entonces está interesado en tí.
—Pero yo...
—Si dices la palabra prometida una sola vez más, te despido.
—Iba a decir que no estoy interesada en él.
—Me voy de nuevo la primera semana de agosto —le dijo—. Vuelvo al trabajo. Y sé que tienes la casa de Karina hasta finales de julio, así que pensé que podías quedarte en la mía tus dos últimas semanas antes de que vuelvas a casa.
Paula lo miró a través de la mesa asombrada.
—Rafael... yo, yo.... ¡Qué amable por tu parte!
No había pensado en ello.Había tenido tantas cosas en qué pensar que no había tenido tiempo de planear adonde iría cuando volviera Karina.Rafael se encogió de hombros.
—Era sólo una idea.
Paula le sonrió.
—Una idea muy amable. Has sido muy amable conmigo, Rafa.
Él pareció un poco turbado.
—No es difícil. Eres una vecina mucho más fácil que Karina.
Paula parpadeó y ladeó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Nada.
Rafael se concentró en el sandwich que la camarera acababa de ponerle delante. Ella le dirigió otra mirada y decidió no preguntar más. Ya tenía suficientes problemas propios como para involucrarse en lo que estaba pasando entre Karina y Rafael.
—Lo pensaré —prometió—. Es realmente tentador.
—Bueno, ya sabes que eres bienvenida. Siempre.
Paula le sonrió y deseó una vez más que su relación con el sexo opuesto fuera tan sencilla como aquélla.Si Pedro hubiera sido como Rafael su verano hubiera sido como una balsa de aceite.
—La vida —recordó las palabras de la hermana Carmen— no es siempre fácil. No sería interesante si lo fuera.
Pues ella casi prefería en ese momento que no fuera interesante.
—¿Qué diablos quieres decir con te vas a vivir con Rafael? ¿Qué ha pasado con David o como se llame?
—Ya sabes que se llama David. Y no he dicho que me vaya a vivir con Rafael. He dicho que me iba a su departamento.
—Perdona si no consigo entender la diferencia. Su apartamento implica que él vive allí.
—Sí, pero...
—¿Y no se ha ido?
—No, pero...
—¡Entonces te vas a vivir con él! —gritó—. ¿Cómo se llama si no?
Paula suspiró.
—Él se va a trabajar de nuevo. Se va el miércoles.
—El miércoles. ¿Y cuándo se supone que te trasladas tú?
—Bueno, el sábado. Es el día que vuelve Karina y va a traer a algunos amigos, así que...
—¡Lo que quiere decir que vas a estar cinco días viviendo con Rafael!
—Bueno, es un apartamento grande.
—No tan grande.
—Rafael no está interesado en mí.
—¿Es que es homosexual? Entonces está interesado en tí.
—Pero yo...
—Si dices la palabra prometida una sola vez más, te despido.
—Iba a decir que no estoy interesada en él.
Inevitable: Capítulo 42
Mirándolo así, había triunfado. Bueno, quizá ella no fuera una mentirosa tan buena, pero podría engañarse un poco. Podría salir del baño y sonreírle a Pedro como si no hubiera pasado nada. Sí, eso era lo que haría. Cuando llegó a la zona de recepción, no estaba allí. Pudo ver que estaba en el estudio haciendo el trabajo que debería hacer ella.Se fue a ayudarlo. Pero él la despidió.
—Me las puedo arreglar solo.
Pero Paula sacudió la cabeza resuelta y alcanzó la cámara que él estaba cargando.
—Es mi trabajo.
Pedro soltó la cámara y se dió la vuelta.
—¿Pedro?
Él volvió la vista, pero ella mantuvo la suya fija en la cámara.
—Siento... lo que ha pasado. Normalmente no estoy tan susceptible. Debe de ser el mal momento del mes.
Él la miró un largo instante y ella alzó despacio la vista. No fue fácil, pero por fin él pareció convencido.
—No debería haberte dicho lo que te dije —murmuró él.
—Tenías razón.
—No, yo... —se frotó el cuello—. No eras tú. Quiero decir que no parecías tú.
—Ya lo sé —esbozó ella una débil sonrisa—. ¿Parezco más yo ahora?
—Sí.
Paula respiró un poco más aliviada y terminó de cargar la película. Al menos habían restablecido un pequeño hilo de comunicación.
—¿Quieres... quieres ir a comer?
La invitación de Pedro fue vacilante. Y sorprendente
-Gracias, pero he quedado con Rafael—declinó ella con educación.
Era solamente la verdad, pero aunque no lo hubiera sido, tendría que haberse inventado algo. Pedro era una tentación. Una que ella resistiría. Pero había un límite para su resistencia.Y no estaba segura de que ese límite incluyera la comida. Así que podía salir con Rafael y hacerle un hueco en medio de un día de trabajo pero no podía molestarse por su jefe.
Bueno, ¿Y a quién le importaba?A Pedro no.Sólo se lo había ofrecido porque se había sentido cruel al verla romper a llorar por el asunto del carmín. ¿Quién iba a suponer que fuera tan sensible?Ése era el problema con las mujeres. Eran tan volátiles. Y no era que él hubiera querido ir a comer con ella. Sólo había pensado que la alegraría. Dió una patada a un reflector y frunció el ceño hacia la puerta por donde ella había desaparecido media hora antes apresurada para no llegar tarde.
—Volveré a la una —había dicho a sus espaldas al salir.
—Tómate el tiempo que quieras —había murmurado Pedro—. ¡Tómate todo el día! ¡Tómate el resto de tu vida! ¡No vuelvas nunca!
Pero por supuesto ella no había oído nada de aquello. La puerta ya estaba cerrada. Pedro se metió las manos en los pantalones y paseó por el estudio.
—¡Mujeres! —farfulló—. ¿Quién las necesita?
Sentía ganas de darse de cabezazos contra la pared.
—Me las puedo arreglar solo.
Pero Paula sacudió la cabeza resuelta y alcanzó la cámara que él estaba cargando.
—Es mi trabajo.
Pedro soltó la cámara y se dió la vuelta.
—¿Pedro?
Él volvió la vista, pero ella mantuvo la suya fija en la cámara.
—Siento... lo que ha pasado. Normalmente no estoy tan susceptible. Debe de ser el mal momento del mes.
Él la miró un largo instante y ella alzó despacio la vista. No fue fácil, pero por fin él pareció convencido.
—No debería haberte dicho lo que te dije —murmuró él.
—Tenías razón.
—No, yo... —se frotó el cuello—. No eras tú. Quiero decir que no parecías tú.
—Ya lo sé —esbozó ella una débil sonrisa—. ¿Parezco más yo ahora?
—Sí.
Paula respiró un poco más aliviada y terminó de cargar la película. Al menos habían restablecido un pequeño hilo de comunicación.
—¿Quieres... quieres ir a comer?
La invitación de Pedro fue vacilante. Y sorprendente
-Gracias, pero he quedado con Rafael—declinó ella con educación.
Era solamente la verdad, pero aunque no lo hubiera sido, tendría que haberse inventado algo. Pedro era una tentación. Una que ella resistiría. Pero había un límite para su resistencia.Y no estaba segura de que ese límite incluyera la comida. Así que podía salir con Rafael y hacerle un hueco en medio de un día de trabajo pero no podía molestarse por su jefe.
Bueno, ¿Y a quién le importaba?A Pedro no.Sólo se lo había ofrecido porque se había sentido cruel al verla romper a llorar por el asunto del carmín. ¿Quién iba a suponer que fuera tan sensible?Ése era el problema con las mujeres. Eran tan volátiles. Y no era que él hubiera querido ir a comer con ella. Sólo había pensado que la alegraría. Dió una patada a un reflector y frunció el ceño hacia la puerta por donde ella había desaparecido media hora antes apresurada para no llegar tarde.
—Volveré a la una —había dicho a sus espaldas al salir.
—Tómate el tiempo que quieras —había murmurado Pedro—. ¡Tómate todo el día! ¡Tómate el resto de tu vida! ¡No vuelvas nunca!
Pero por supuesto ella no había oído nada de aquello. La puerta ya estaba cerrada. Pedro se metió las manos en los pantalones y paseó por el estudio.
—¡Mujeres! —farfulló—. ¿Quién las necesita?
Sentía ganas de darse de cabezazos contra la pared.
Inevitable: Capítulo 41
—¡Y no significaba nada para ella! Realmente no.
Sólo había sido algo inesperado y traumático. Y, además, nunca la había besado nadie salvo David. Simplemente no había sabido cómo asimilarlo.Pero era una mujer adulta. Debería ser capaz de superarlo.Se frotó la cara y se miró al espejo. Tenía las mejillas más rojas que los labios. ¡Qué idiota había sido pintándose los labios de aquella manera! ¡Como si la pintura fuera capaz de protegerla!
Nada podría protegerla salvo actuar como la adulta que se suponía que era.«Has llegado hasta aquí de lejos», se recordó a sí misma. Aunque se había paseado todo el domingo con enormes ojeras por el apartamento y con náuseas después de una noche en vela, no había cedido a la tentación de llamar a David o salir volando para Iowa. De hecho, cuando su madre la había llamado para preguntarle por las invitaciones de la boda y para decirle lo irresponsable que era por permanecer todavía en Nueva York, se había sorprendido a sí misma defendiendo con vehemencia su decisión de haber ido.
—No querrás que me pase como a la hermana de David, ¿Verdad? —había preguntado—. Ella y Kevin se casaron sin pensarlo y cinco años después estaba a la puerta de la casa de sus padres con tres niños.
—¡Tú nunca harías eso! —había exclamado su madre.
—No, no lo haré. Y venir a Nueva York es mi forma de asegurarme de ello.Su madre había vacilado un instante.
—¿No estarás pensándolo mejor, Pau?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
No lo estaba. Su mente no lo estaba. Pero la noche anterior, su cuerpo y sus emociones la habían traicionado.Cuando había besado a Pedro ni siquiera había pensado en David. Al menos hasta que él había roto el abrazo, porque había sido él, con un gesto de asombro y angustia como ella sintió en ese momento. ¿Estaba pensándoselo mejor?No sabía lo que le estaba pasando.¿Sería aquel el tipo de tentación del que había hablado la hermana Carmen? ¿Sería Pedro su tentación?Y si se resistía, cuando se resistiera, ¿Sería su compromiso con David mucho más fuerte?
—Sí, decidió.
Eso era. El beso había sido la tentación y ella había resistido. Al fin y al cabo, sólo había sido un beso.
Sólo había sido algo inesperado y traumático. Y, además, nunca la había besado nadie salvo David. Simplemente no había sabido cómo asimilarlo.Pero era una mujer adulta. Debería ser capaz de superarlo.Se frotó la cara y se miró al espejo. Tenía las mejillas más rojas que los labios. ¡Qué idiota había sido pintándose los labios de aquella manera! ¡Como si la pintura fuera capaz de protegerla!
Nada podría protegerla salvo actuar como la adulta que se suponía que era.«Has llegado hasta aquí de lejos», se recordó a sí misma. Aunque se había paseado todo el domingo con enormes ojeras por el apartamento y con náuseas después de una noche en vela, no había cedido a la tentación de llamar a David o salir volando para Iowa. De hecho, cuando su madre la había llamado para preguntarle por las invitaciones de la boda y para decirle lo irresponsable que era por permanecer todavía en Nueva York, se había sorprendido a sí misma defendiendo con vehemencia su decisión de haber ido.
—No querrás que me pase como a la hermana de David, ¿Verdad? —había preguntado—. Ella y Kevin se casaron sin pensarlo y cinco años después estaba a la puerta de la casa de sus padres con tres niños.
—¡Tú nunca harías eso! —había exclamado su madre.
—No, no lo haré. Y venir a Nueva York es mi forma de asegurarme de ello.Su madre había vacilado un instante.
—¿No estarás pensándolo mejor, Pau?
—¡No! ¡Por supuesto que no!
No lo estaba. Su mente no lo estaba. Pero la noche anterior, su cuerpo y sus emociones la habían traicionado.Cuando había besado a Pedro ni siquiera había pensado en David. Al menos hasta que él había roto el abrazo, porque había sido él, con un gesto de asombro y angustia como ella sintió en ese momento. ¿Estaba pensándoselo mejor?No sabía lo que le estaba pasando.¿Sería aquel el tipo de tentación del que había hablado la hermana Carmen? ¿Sería Pedro su tentación?Y si se resistía, cuando se resistiera, ¿Sería su compromiso con David mucho más fuerte?
—Sí, decidió.
Eso era. El beso había sido la tentación y ella había resistido. Al fin y al cabo, sólo había sido un beso.
lunes, 19 de marzo de 2018
Inevitable: Capítulo 40
La mente era algo maravilloso.Versátil. Flexible. Capaz de locuras inesperadas.Eso era al menos lo que pensaba Pedro, porque a la tarde siguiente, ya había llegado a una conclusión racional para haber besado a Paula. Lo había hecho por el bien de ella.Tardó en llegar a aquella conclusión. Pero su mente no dejó de funcionar toda la noche.Había vuelto a casa caminando desde su casa. Había pensando que el aire fresco le despejaría la cabeza. Pero no lo había conseguido, sino que había vuelto a casa como en un baño de vapor.En lo único que había podido pensar era en el sabor de los labios de Paula, en su suavidad bajo la insistente presión de los de él, en la forma en que se habían abierto para permitirle la entrada dándole la oportunidad de rozar sus dientes con la lengua.Sintió un estremecimiento por todo el cuerpo.Le había producido dolor, de la cabeza a los pies. Y le hacía desearla cada vez que pensaba en ello.¿Qué diablos le había poseído?¿Y qué diablos le había poseído a ella?, pensó rabioso. Era ella la que estaba prometida, por Dios bendito. No tenía derecho a besar a otro hombre.Y lo había besado a él.
Puede que lo hubiera empezado él, pero ella podría haber ladeado la cabeza, porque, diablos, estaba tan apetitosa y preciosa. Pero ella podría haber apretado los labios, haberlo empujado, haberlo hecho menos excitante que besar a su abuela.Pero no lo había hecho.Se había derretido bajo su contacto. Se había abierto a él como una flor bajo la suave lluvia de primavera. Había deseado que la besara, maldita sea. Y había deseado más que un beso.Y él también.Y eso lo asustaba a muerte.Pedro Alfonso no le hacía el amor a chicas que no conocían las normas. El sólo trataba con mujeres mundanas que lo retaban a cambio. No había angustia, dolor ni corazones rotos en aquellas relaciones.Sólo lo había hecho para asustarla, intentó convencerse el resto del fin de semana.De hecho, al llegar el lunes por la mañana cuando salió para el trabajo, estaba medio convencido de que Paula podría haberse vuelto ya a casa. Pero en cuanto abrió la puerta del estudio, la encontró sentada a la mesa de Eliana. Paula dió un respingo en cuanto lo vió antes de bajar la mirada hacia el documento que tenía en la mano.
—Has llegado pronto —dijo él con tono acusador.
Pero ella no alzó la cabeza. Bajo la cascada dorada, Pedro notó que estaba pálida y que lo había intentado disimular con demasiado colorete.
—Y estás demasiado roja. Parece como si hubieras usado el colorete de tu abuela.
Paula alzó entonces la vista. También llevaba demasiado carmín en los labios y notó que empezaba a temblarle el inferior. Se levantó entonces y se dirigió apresurada hacia el cuarto de baño.
—No es para tanto —gritó él a sus espaldas—. No hace falta que te pongas a llorar.
La única respuesta que obtuvo fue un portazo desde el baño.Paula había hecho muchas cosas estúpidas en su vida, pero después de ese verano, ni con los dedos de los pies y las manos juntos podría contarlas.Pero la más estúpida, la más absolutamente imbécil había sido romper a llorar en ese mismo momento.Había tenido treinta y tres horas para asimilar lo que había sucedido entre ella y Pedro el sábado por la noche y superar aquel beso. Ya debería haberlo puesto a sus espaldas. Para él no había significado nada.
Puede que lo hubiera empezado él, pero ella podría haber ladeado la cabeza, porque, diablos, estaba tan apetitosa y preciosa. Pero ella podría haber apretado los labios, haberlo empujado, haberlo hecho menos excitante que besar a su abuela.Pero no lo había hecho.Se había derretido bajo su contacto. Se había abierto a él como una flor bajo la suave lluvia de primavera. Había deseado que la besara, maldita sea. Y había deseado más que un beso.Y él también.Y eso lo asustaba a muerte.Pedro Alfonso no le hacía el amor a chicas que no conocían las normas. El sólo trataba con mujeres mundanas que lo retaban a cambio. No había angustia, dolor ni corazones rotos en aquellas relaciones.Sólo lo había hecho para asustarla, intentó convencerse el resto del fin de semana.De hecho, al llegar el lunes por la mañana cuando salió para el trabajo, estaba medio convencido de que Paula podría haberse vuelto ya a casa. Pero en cuanto abrió la puerta del estudio, la encontró sentada a la mesa de Eliana. Paula dió un respingo en cuanto lo vió antes de bajar la mirada hacia el documento que tenía en la mano.
—Has llegado pronto —dijo él con tono acusador.
Pero ella no alzó la cabeza. Bajo la cascada dorada, Pedro notó que estaba pálida y que lo había intentado disimular con demasiado colorete.
—Y estás demasiado roja. Parece como si hubieras usado el colorete de tu abuela.
Paula alzó entonces la vista. También llevaba demasiado carmín en los labios y notó que empezaba a temblarle el inferior. Se levantó entonces y se dirigió apresurada hacia el cuarto de baño.
—No es para tanto —gritó él a sus espaldas—. No hace falta que te pongas a llorar.
La única respuesta que obtuvo fue un portazo desde el baño.Paula había hecho muchas cosas estúpidas en su vida, pero después de ese verano, ni con los dedos de los pies y las manos juntos podría contarlas.Pero la más estúpida, la más absolutamente imbécil había sido romper a llorar en ese mismo momento.Había tenido treinta y tres horas para asimilar lo que había sucedido entre ella y Pedro el sábado por la noche y superar aquel beso. Ya debería haberlo puesto a sus espaldas. Para él no había significado nada.
Inevitable: Capítulo 39
Pedro la llevó a casa. Se mantuvieron sentados a cada extremo del asiento en el taxi de camino a casa. Pedro miraba por la ventana con los puños apretados sobre los muslos. Pero Paula no tenía ni idea de en qué estaba pensando. Ella, con las manos entrelazadas en el regazo y el corazón en un puño, intentaba no pensar en absoluto.No había tráfico y, sin embargo, el camino se le hizo eterno. Apenas paró el taxi frente a la casa de Karina, cuando Paula abrió la puerta apresurada y saltó fuera. Pero el maldito Pedro salió tras ella.
—Estoy bien —dijo ella sin mirarlo mientras se apresuraba a meter la llave en la cerradura—. No hace falta que subas conmigo.
—Es lo menos que puedo hacer.
Paula se trabó con la llave y él se la quitó de las manos para abrir con facilidad la puerta y devolvérsela. Ella se dió la vuelta y dijo con rigidez:
—Gracias por una noche tan agradable.
—Espera, te acompaño hasta arriba.
Ella iba a protestar, pero no lo hizo. Sólo empeoraría la situación. Asintió con brusquedad y lo precedió con la mayor rapidez que pudo. La puerta del apartamento era más fácil de abrir que la puerta principal, por suerte. Y por suerte también, Cecilia, que se había quedado para abrir a los fontaneros, ya se había ido. Paula no se sentía con fuerzas para hablar con nadie, así que en cuanto tuvo la puerta abierta, se volvió hacia Pedro.
—Gracias —dijo con firmeza.
Sabía que lo educado sería sonreírle, pero sólo conseguiría una sonrisa hipócrita.
—Buenas noches —dijo con voz quebrada al cerrar la puerta sin mirarlo siquiera.
Entonces se apoyó jadeante contra la puerta hasta escuchar sus pasos desvanecerse de forma gradual. Se cruzó los brazos contra el pecho y se quedó allí temblando.Ni siquiera estaba segura de por qué. No estaba segura de si se arrepentía más del beso de Pedro o de que hubiera deseado que la besara.Todo era un barrizal, un lío, su mente, su corazón, su vida entera.
—Eso es lo que has conseguido por jugar y no estar satisfecha con lo que tenías.
Se apartó de la puerta y se fue a la cocina. El fontanero había estado sin duda allí, los grifos ya funcionaban de nuevo. Paula se salpicó agua fría en la cara. Entonces se despojó del vestido allí mismo, se quitó la banda de brillantes falsos y metió la cabeza bajo el grifo. El agua helada le produjo un escalofrío por la espina dorsal.
—Es bueno para tí —dijo en voz alta antes de buscar una toalla y frotarse el pelo y la cara para quitarse el maquillaje y volver a la realidad.
Entonces fue cuando se fijó en la nota de Cecilia en la mesa.La recogió y la leyó:
—"Ha llamado David. Es encantador. Llámalo y cuéntale lo de la fiesta."
Sí, pensó ella al soltar el papel. Sí, David era encantador. Y amable. Y mucho más sólido y sensible de lo que era ella. Deseaba decirle que había sido una tonta, que había cometido un error y que volvería a casa en el siguiente avión.Pero no podía. David era un granjero. Se levantaba cada mañana a las cuatro y media y debía llevar horas dormido. No tenía derecho a despertarlo para descargar. Y de todas formas, tampoco podría descargar con él. De ninguna manera podría explicarle lo que no entendía ella misma, por qué se había sentido atenazada hasta el corazón por ser besada por Pedro Alfonso.
—Estoy bien —dijo ella sin mirarlo mientras se apresuraba a meter la llave en la cerradura—. No hace falta que subas conmigo.
—Es lo menos que puedo hacer.
Paula se trabó con la llave y él se la quitó de las manos para abrir con facilidad la puerta y devolvérsela. Ella se dió la vuelta y dijo con rigidez:
—Gracias por una noche tan agradable.
—Espera, te acompaño hasta arriba.
Ella iba a protestar, pero no lo hizo. Sólo empeoraría la situación. Asintió con brusquedad y lo precedió con la mayor rapidez que pudo. La puerta del apartamento era más fácil de abrir que la puerta principal, por suerte. Y por suerte también, Cecilia, que se había quedado para abrir a los fontaneros, ya se había ido. Paula no se sentía con fuerzas para hablar con nadie, así que en cuanto tuvo la puerta abierta, se volvió hacia Pedro.
—Gracias —dijo con firmeza.
Sabía que lo educado sería sonreírle, pero sólo conseguiría una sonrisa hipócrita.
—Buenas noches —dijo con voz quebrada al cerrar la puerta sin mirarlo siquiera.
Entonces se apoyó jadeante contra la puerta hasta escuchar sus pasos desvanecerse de forma gradual. Se cruzó los brazos contra el pecho y se quedó allí temblando.Ni siquiera estaba segura de por qué. No estaba segura de si se arrepentía más del beso de Pedro o de que hubiera deseado que la besara.Todo era un barrizal, un lío, su mente, su corazón, su vida entera.
—Eso es lo que has conseguido por jugar y no estar satisfecha con lo que tenías.
Se apartó de la puerta y se fue a la cocina. El fontanero había estado sin duda allí, los grifos ya funcionaban de nuevo. Paula se salpicó agua fría en la cara. Entonces se despojó del vestido allí mismo, se quitó la banda de brillantes falsos y metió la cabeza bajo el grifo. El agua helada le produjo un escalofrío por la espina dorsal.
—Es bueno para tí —dijo en voz alta antes de buscar una toalla y frotarse el pelo y la cara para quitarse el maquillaje y volver a la realidad.
Entonces fue cuando se fijó en la nota de Cecilia en la mesa.La recogió y la leyó:
—"Ha llamado David. Es encantador. Llámalo y cuéntale lo de la fiesta."
Sí, pensó ella al soltar el papel. Sí, David era encantador. Y amable. Y mucho más sólido y sensible de lo que era ella. Deseaba decirle que había sido una tonta, que había cometido un error y que volvería a casa en el siguiente avión.Pero no podía. David era un granjero. Se levantaba cada mañana a las cuatro y media y debía llevar horas dormido. No tenía derecho a despertarlo para descargar. Y de todas formas, tampoco podría descargar con él. De ninguna manera podría explicarle lo que no entendía ella misma, por qué se había sentido atenazada hasta el corazón por ser besada por Pedro Alfonso.
Inevitable: Capítulo 38
Allí estaba Pedro parado.Estaba igual que Franco al llegar a la azotea: expectante, intenso, deslizando la mirada de un grupo a otro con rapidez. Entonces la divisó y se dirigió directamente hacia ella.Con rapidez y una ansiedad que la sorprendió a sí misma, Paula se levantó apresurada.
—¡Pedro!
Justo entonces pareció notar él con quién estaba sentada y su expresión se cerró de repente. Asintió con cortesía en dirección a Isabel, pero apretó los labios al volverse hacia Franco. Se miraron los dos como dos gladiadores, pensó Paula.
—MacCauley —Pedro ladeó la cabeza con frialdad.
—Alfonso—replicó Pedro.
—¿No quieres sentarte? —interrumpió cortés Isabel en el silencio—. Fran puede buscarte otra silla.
Franco no parecía tener ninguna gana de molestarse por Pedro, pero de todas formas fue innecesario.
—Sólo he venido a buscar a Paula.
La tomó de la mano y empezó a arrastrarla.
—Pero...
—Ahora —susurró Pedro encaminándose hacia las escaleras.
Ella se volvió para despedirse del matrimonio.
—Espero que nos veamos de nuevo.
—Nos veremos —prometió Isabel.
—¿Qué es tan urgente? —preguntó Paula cuando Pedro la arrastró por las escaleras.
—No hace falta que te confabules con el enemigo.
—¿Enemigo? ¿Franco e Isabel MacCauley?
—Es una forma de hablar —murmuró Pedro—. Franco me quitó el trabajo.
—¿Qué trabajo?
—El de Palinkov.
Paula se paró en seco.
—¿No conseguiste el trabajo de Palinkov?
—No.
Ella le posó una mano en el brazo.
—Lo siento.
Pero Pedro se zafó de ella.
—No necesito tu simpatía.
—¡Pero querías ese trabajo!
—¡Por supuesto que quería ese trabajo! ¡Era un pastel!
—Pues siento que no lo hayas conseguido. Me gustaría ver lo que ha enviado Franco. Debe ser terriblemente bueno para haber superado lo tuyo.
Pedro se encogió de hombros.
—Un asunto de opiniones. O de visión.
Ella le rozó el brazo de nuevo deseando que la mirara.
—Pero tú tienes una visión increíble, Pedro.
No lo había dicho como un halago. Sólo lo había dicho porque era verdad.Ella admiraba su trabajo y su visión. Y quería, necesitaba decirle cuánto. No había pretendido hacer que él la besara. Él no había pretendido besarla nunca. ¡Al menos no así!No con ternura y delicadeza. No lentamente, tomándose su tiempo para paladear sus jugosos labios y su dulce aliento. No había querido besarla con ansiedad, hambre e innegable pasión.A Pedro le gustaban los besos. Pero ya nunca quería los besos que importaban. El de Paula había sido importante. Al menos para ella. Lo pudo ver en su mirada cuando por fin se separaron y lo miró aturdida.Y para él. Lo pudo sentir en lo más hondo. El hielo cuartearse, el calor crecer, el dolor empezar. ¡No podía hacerlo!¡No debía!Se aclaró la garganta jadeante.
—Creo que es hora de que te lleve a casa.
—¡Pedro!
Justo entonces pareció notar él con quién estaba sentada y su expresión se cerró de repente. Asintió con cortesía en dirección a Isabel, pero apretó los labios al volverse hacia Franco. Se miraron los dos como dos gladiadores, pensó Paula.
—MacCauley —Pedro ladeó la cabeza con frialdad.
—Alfonso—replicó Pedro.
—¿No quieres sentarte? —interrumpió cortés Isabel en el silencio—. Fran puede buscarte otra silla.
Franco no parecía tener ninguna gana de molestarse por Pedro, pero de todas formas fue innecesario.
—Sólo he venido a buscar a Paula.
La tomó de la mano y empezó a arrastrarla.
—Pero...
—Ahora —susurró Pedro encaminándose hacia las escaleras.
Ella se volvió para despedirse del matrimonio.
—Espero que nos veamos de nuevo.
—Nos veremos —prometió Isabel.
—¿Qué es tan urgente? —preguntó Paula cuando Pedro la arrastró por las escaleras.
—No hace falta que te confabules con el enemigo.
—¿Enemigo? ¿Franco e Isabel MacCauley?
—Es una forma de hablar —murmuró Pedro—. Franco me quitó el trabajo.
—¿Qué trabajo?
—El de Palinkov.
Paula se paró en seco.
—¿No conseguiste el trabajo de Palinkov?
—No.
Ella le posó una mano en el brazo.
—Lo siento.
Pero Pedro se zafó de ella.
—No necesito tu simpatía.
—¡Pero querías ese trabajo!
—¡Por supuesto que quería ese trabajo! ¡Era un pastel!
—Pues siento que no lo hayas conseguido. Me gustaría ver lo que ha enviado Franco. Debe ser terriblemente bueno para haber superado lo tuyo.
Pedro se encogió de hombros.
—Un asunto de opiniones. O de visión.
Ella le rozó el brazo de nuevo deseando que la mirara.
—Pero tú tienes una visión increíble, Pedro.
No lo había dicho como un halago. Sólo lo había dicho porque era verdad.Ella admiraba su trabajo y su visión. Y quería, necesitaba decirle cuánto. No había pretendido hacer que él la besara. Él no había pretendido besarla nunca. ¡Al menos no así!No con ternura y delicadeza. No lentamente, tomándose su tiempo para paladear sus jugosos labios y su dulce aliento. No había querido besarla con ansiedad, hambre e innegable pasión.A Pedro le gustaban los besos. Pero ya nunca quería los besos que importaban. El de Paula había sido importante. Al menos para ella. Lo pudo ver en su mirada cuando por fin se separaron y lo miró aturdida.Y para él. Lo pudo sentir en lo más hondo. El hielo cuartearse, el calor crecer, el dolor empezar. ¡No podía hacerlo!¡No debía!Se aclaró la garganta jadeante.
—Creo que es hora de que te lleve a casa.
Inevitable: Capítulo 37
Paula se dió la vuelta para encontrar a un delgado hombre atractivo de pelo moreno que escrutaba con atención. Cuando divisó a Isabel esbozó una sonrisa y se dirigió a ellas francamente aliviado.
—Éste es mi marido, Franco MacCauley. Fran, ésta es Paula Chaves. Trabaja para Pedro.
Franco enarcó las cejas oscuras.
—¿Tú eres una de las chicas de Pedro?
—De momento. Sólo estoy aquí para pasar el verano. Trabajo con su hermana en Collierville.
Tanto Franco como Isabel parecieron sorprendidos.
—¿Collierville?
—Iowa.
El matrimonio se miró con incredulidad.
—¿Pedro es de Iowa? —preguntó Isabel—. No lo sabíamos. Otra amiga nuestra, Josefina Fletcher, es de Iowa. Vive en Dubuque.
—Eso está a una hora sólo de Collierville —dijo Paula.
—Estuvimos allí el año pasado. Fran hizo una sesión en el hostal de Josefina y Lucas.
Ella y Franco parecían perfectamente satisfechos de hablar de sus buenos amigos de Iowa que ahora estaban viviendo en Nueva York, pero que volvían a Dubuque varias veces al año.
—Nos encantó aquello —dijo Isabel—. Yo volvería en cualquier momento.
—Buena pesca —acordó Franco—. Creo que deberíamos comprar una casa allí también. Fue un buen sitio para relajarse en cuanto las modelos desaparecieron.
—A las niñas les encantó —dijo Isabel antes de lanzarse a explicarle lo de sus sobrinas adoptivas.
La conversación fue fácil a partir de ese momento. Los dos sentían curiosidad por saber cosas de Collierville e Isabel no dejó de manifestar su sorpresa de que Pedro fuera de allí.
—¿No lo sabías ? —le preguntó a su marido.
—Pedro y yo no hablamos.
—Bueno, yo sí hablé con él en una ocasión, pero no recuerdo que me lo mencionara. Aunque por supuesto, él nunca habla de nada personal.
—Tú le sacarías la historia de su vida a un mudo —dijo Franco—. Isabel es muy cotilla.
—A Isabel le gusta la gente —le corrigió su mujer.
A Paula le cayeron bien los dos. Era fácil hablar con ellos y la sequedad de Franco se veía equilibrada por el buen humor de Isabel. Era la primera gente que veía esa noche con la que se sentía cómoda de verdad.Les preguntó más acerca de sus sobrinas y de su hijo de un año.
—Se llama Daniel—explicó Isabel—. En recuerdo de mi abuelo, que fue el que me crió. Pero le llamamos Dani.
—Por un motivo —dijo Franco con una sonrisa.
Paula se rió y la conversación fluyó con facilidad. Franco les fue a buscar bebidas frescas y arrastró unas sillas hasta la barandilla para poder sentarse de espaldas a la fiesta y hablar. Ya no hacía tanto calor. La brisa se había levantado un poco agitando el pelo de Paula alrededor de su cara. Se lo apartó de una sacudida y miró a sus espaldas hacia las escaleras.
—Éste es mi marido, Franco MacCauley. Fran, ésta es Paula Chaves. Trabaja para Pedro.
Franco enarcó las cejas oscuras.
—¿Tú eres una de las chicas de Pedro?
—De momento. Sólo estoy aquí para pasar el verano. Trabajo con su hermana en Collierville.
Tanto Franco como Isabel parecieron sorprendidos.
—¿Collierville?
—Iowa.
El matrimonio se miró con incredulidad.
—¿Pedro es de Iowa? —preguntó Isabel—. No lo sabíamos. Otra amiga nuestra, Josefina Fletcher, es de Iowa. Vive en Dubuque.
—Eso está a una hora sólo de Collierville —dijo Paula.
—Estuvimos allí el año pasado. Fran hizo una sesión en el hostal de Josefina y Lucas.
Ella y Franco parecían perfectamente satisfechos de hablar de sus buenos amigos de Iowa que ahora estaban viviendo en Nueva York, pero que volvían a Dubuque varias veces al año.
—Nos encantó aquello —dijo Isabel—. Yo volvería en cualquier momento.
—Buena pesca —acordó Franco—. Creo que deberíamos comprar una casa allí también. Fue un buen sitio para relajarse en cuanto las modelos desaparecieron.
—A las niñas les encantó —dijo Isabel antes de lanzarse a explicarle lo de sus sobrinas adoptivas.
La conversación fue fácil a partir de ese momento. Los dos sentían curiosidad por saber cosas de Collierville e Isabel no dejó de manifestar su sorpresa de que Pedro fuera de allí.
—¿No lo sabías ? —le preguntó a su marido.
—Pedro y yo no hablamos.
—Bueno, yo sí hablé con él en una ocasión, pero no recuerdo que me lo mencionara. Aunque por supuesto, él nunca habla de nada personal.
—Tú le sacarías la historia de su vida a un mudo —dijo Franco—. Isabel es muy cotilla.
—A Isabel le gusta la gente —le corrigió su mujer.
A Paula le cayeron bien los dos. Era fácil hablar con ellos y la sequedad de Franco se veía equilibrada por el buen humor de Isabel. Era la primera gente que veía esa noche con la que se sentía cómoda de verdad.Les preguntó más acerca de sus sobrinas y de su hijo de un año.
—Se llama Daniel—explicó Isabel—. En recuerdo de mi abuelo, que fue el que me crió. Pero le llamamos Dani.
—Por un motivo —dijo Franco con una sonrisa.
Paula se rió y la conversación fluyó con facilidad. Franco les fue a buscar bebidas frescas y arrastró unas sillas hasta la barandilla para poder sentarse de espaldas a la fiesta y hablar. Ya no hacía tanto calor. La brisa se había levantado un poco agitando el pelo de Paula alrededor de su cara. Se lo apartó de una sacudida y miró a sus espaldas hacia las escaleras.
Inevitable: Capítulo 36
Pedro le apartó la mano a Catalina con suavidad.
—No lo hiciste —dijo con amabilidad.
Ella parpadeó.
—Yo pensaba que...
—Ha sido muy agradable volverte a ver. Ahora, si me disculpas, tengo que buscar a mi pareja...
Había perdido a Pedro hacía horas. O al menos eso le parecía. Después de que Horton le hubiera hecho bailar una de aquellas canciones de Fred Astaire y Ginger Rogers que le hizo enseñar su ropa interior a la mitad de la fiesta, se había sofocado tanto que había tenido que ir al lavabo a salpicarse agua fresca en la cara.Cuando había vuelto, por suerte Pablo se había ido, pero Pedro no aparecía a la vista por ninguna parte.Ni tampoco pensaba ella colgarse de él toda la noche. Bastante era que la hubiera invitado a tener una experiencia de la intensa vida social de Nueva York. Pero lo que ella quería era salir de la experiencia. Había demasiada gente con intenciones y planes de los que ella no sabía nada en absoluto. Lo primero que hizo fue alejarse de los bailarines lo más posible, se fue al bar y le pidió un refresco de soda con un poco de granadina al camarero.
—Claro, pequeña.
El hombre le dirigió una sonrisa y un guiño y un momento después el refresco.Paula le dió las gracias y se apoyó contra una pared para pasar inadvertida. No era fácil con aquel vestido. Incluso aunque la fiesta estaba plagada de modelos con la evidente intención de exhibirse, algunos hombres se fijaron en ella. Hombres que no conocía ni quería conocer, y que parecían muy ansiosos por charlar, acorralarla contra una esquina y jadearle al cuello. Hizo lo posible por hablar poco y mantenerlos a distancia y cuando les quedó claro que no era modelo, ni representante de publicidad o que trabajaba para alguna agencia importante, perdían el interés con mucha facilidad, excepto los que insistían en terminar la fiesta con ella en su casa.
—Gracias, pero no —dijo educada hasta el final.
Entonces se escabulló bajo el brazo del último y se dirigió a las escaleras de la azotea.Había bastante menos gente allí. Hacía calor, el ambiente estaba húmedo y la vista nocturna de la ciudad cambiaba el ambiente por completo. Paula prefirió aquello. Inspiró con fuerza y se acercó al borde para posar su refresco y poder respirar.
—¿Escondiéndote?
Paula se dió la vuelta para encontrarse con una mujer sonriente. Era una mujer baja y apenas tenía pómulos. Y llevaba un vestido hawaiano tan flojo que parecía una túnica. Desde luego no era una modelo.Su picara sonrisa se ensanchó.
—No me encasillas, ¿Eh? No te preocupes. Yo tampoco pertenezco a este mundo. Me llamo Isabel.
—¿Isabel? Entonces conoces a Cecilia. Yo soy Paula Chaves. Trabajo para Pedro Alfonso. Cecilia me peinó esta tarde.
Isabel asintió.
—Ya me habló de tí. Y de tu vestido. Muy bonito, debo decir —se fijó en el traje de Paula con aprobación—. Me dijo que te buscara, que podías necesitar refuerzos.
—Estoy como pez fuera del agua —admitió Paula.
—Yo también —dijo Isabel animada—. Pero Franco tiene que acudir a estas fiestas de vez en cuando. Él tampoco está exactamente en su elemento, pero lo sobrelleva. Esta noche estaba obligado. Va a conocer a un diseñador que le acaba de dar un trabajo muy importante —miró hacia las escaleras—. Ah, ya debe haber terminado. Ahí viene.
—No lo hiciste —dijo con amabilidad.
Ella parpadeó.
—Yo pensaba que...
—Ha sido muy agradable volverte a ver. Ahora, si me disculpas, tengo que buscar a mi pareja...
Había perdido a Pedro hacía horas. O al menos eso le parecía. Después de que Horton le hubiera hecho bailar una de aquellas canciones de Fred Astaire y Ginger Rogers que le hizo enseñar su ropa interior a la mitad de la fiesta, se había sofocado tanto que había tenido que ir al lavabo a salpicarse agua fresca en la cara.Cuando había vuelto, por suerte Pablo se había ido, pero Pedro no aparecía a la vista por ninguna parte.Ni tampoco pensaba ella colgarse de él toda la noche. Bastante era que la hubiera invitado a tener una experiencia de la intensa vida social de Nueva York. Pero lo que ella quería era salir de la experiencia. Había demasiada gente con intenciones y planes de los que ella no sabía nada en absoluto. Lo primero que hizo fue alejarse de los bailarines lo más posible, se fue al bar y le pidió un refresco de soda con un poco de granadina al camarero.
—Claro, pequeña.
El hombre le dirigió una sonrisa y un guiño y un momento después el refresco.Paula le dió las gracias y se apoyó contra una pared para pasar inadvertida. No era fácil con aquel vestido. Incluso aunque la fiesta estaba plagada de modelos con la evidente intención de exhibirse, algunos hombres se fijaron en ella. Hombres que no conocía ni quería conocer, y que parecían muy ansiosos por charlar, acorralarla contra una esquina y jadearle al cuello. Hizo lo posible por hablar poco y mantenerlos a distancia y cuando les quedó claro que no era modelo, ni representante de publicidad o que trabajaba para alguna agencia importante, perdían el interés con mucha facilidad, excepto los que insistían en terminar la fiesta con ella en su casa.
—Gracias, pero no —dijo educada hasta el final.
Entonces se escabulló bajo el brazo del último y se dirigió a las escaleras de la azotea.Había bastante menos gente allí. Hacía calor, el ambiente estaba húmedo y la vista nocturna de la ciudad cambiaba el ambiente por completo. Paula prefirió aquello. Inspiró con fuerza y se acercó al borde para posar su refresco y poder respirar.
—¿Escondiéndote?
Paula se dió la vuelta para encontrarse con una mujer sonriente. Era una mujer baja y apenas tenía pómulos. Y llevaba un vestido hawaiano tan flojo que parecía una túnica. Desde luego no era una modelo.Su picara sonrisa se ensanchó.
—No me encasillas, ¿Eh? No te preocupes. Yo tampoco pertenezco a este mundo. Me llamo Isabel.
—¿Isabel? Entonces conoces a Cecilia. Yo soy Paula Chaves. Trabajo para Pedro Alfonso. Cecilia me peinó esta tarde.
Isabel asintió.
—Ya me habló de tí. Y de tu vestido. Muy bonito, debo decir —se fijó en el traje de Paula con aprobación—. Me dijo que te buscara, que podías necesitar refuerzos.
—Estoy como pez fuera del agua —admitió Paula.
—Yo también —dijo Isabel animada—. Pero Franco tiene que acudir a estas fiestas de vez en cuando. Él tampoco está exactamente en su elemento, pero lo sobrelleva. Esta noche estaba obligado. Va a conocer a un diseñador que le acaba de dar un trabajo muy importante —miró hacia las escaleras—. Ah, ya debe haber terminado. Ahí viene.
viernes, 16 de marzo de 2018
Inevitable: Capítulo 35
Santiago quería hablar de la última sesión de fotografías que habían hecho, contarle las anécdotas divertidas y hablar de fútbol. Dos de las modelos que habían trabajado con ellos se detuvieron coqueteando. Pedro sonrió y asintió, pero sin dejar de mover la cabeza en busca de aquel vestido rojo y aquellos rizos dorados. Nada. No aparecían por ninguna parte.No importaba, se aseguró a sí mismo. Era lo que quería, que Paula se sintiera engullida por la multitud. Entonces, ¿Por qué la estaba buscando? ¿Es que le importaba? ¡No!
—¡Pedro! ¡Adivina quién está aquí! ¡Ven conmigo! —Estefanía estaba de vuelta tirándole del brazo—. Te he traído a una vieja amiga. Nunca imaginarás con quién me encontré ayer en el Dumont.
Le dió la vuelta y Pedro se encontró cara a cara con la última mujer en la tierra a la que quería ver.
—Pedro, cariño. ¿Te acuerdas de Catalina Neale?
¡Catalina!No la había visto en persona al menos en ocho años. Quizá diez. Seguía estando tan bella como siempre. Su cara era más madura, pero no tenía arrugas todavía. Su piel era inmaculada y el pelo largo de color arena que solía llevar suelto estaba recogido en un sofisticado peinado. Le quedaba bien y atraía la atención hacia su elegante cuello de cisne acentuando la clásica belleza de sus facciones.
—Pedro—dijo con aquella voz susurrante suya—. ¡Me alegro de volverte a ver! Han pasado años.
—Sí —le estrechó la mano de forma muy cortés y formal—. Tienes muy buen aspecto.
Ella sonrió.
—Tú también.
—¡Vamos, lo saben hacer mejor! —los apremió Estefanía—. ¿No se ha convertido en una belleza, Pedro? Deberías sentirte orgulloso. Fuiste tú el que la descubrió, el que vió el potencial que tenía. El primero en capturar a Cata en película.
Catalina asintió.
—Él fue el que me lanzó.
Esbozó una sonrisa hacia Pedro.
—Fue un placer —replicó él apartando la mano de ella con la mayor suavidad que pudo.
—Losdejaré solos para que se pongan al día —dijo Estefanía apartándose—. ¡Yuju! ¡Rita!
Pedro esperaba que Catalina le dirigiera una radiante sonrisa y se fuera con rapidez, pero en vez de eso, lo miró casi con preocupación.
—Nunca quise hacerte daño, Pedro—dijo con voz casi temblorosa antes de apoyar la mano en su brazo.
En la distancia, hablando con Rita, Estefanía no dejaba de observarlos. Esa era su forma de hacer combinaciones explosivas.
—¡Pedro! ¡Adivina quién está aquí! ¡Ven conmigo! —Estefanía estaba de vuelta tirándole del brazo—. Te he traído a una vieja amiga. Nunca imaginarás con quién me encontré ayer en el Dumont.
Le dió la vuelta y Pedro se encontró cara a cara con la última mujer en la tierra a la que quería ver.
—Pedro, cariño. ¿Te acuerdas de Catalina Neale?
¡Catalina!No la había visto en persona al menos en ocho años. Quizá diez. Seguía estando tan bella como siempre. Su cara era más madura, pero no tenía arrugas todavía. Su piel era inmaculada y el pelo largo de color arena que solía llevar suelto estaba recogido en un sofisticado peinado. Le quedaba bien y atraía la atención hacia su elegante cuello de cisne acentuando la clásica belleza de sus facciones.
—Pedro—dijo con aquella voz susurrante suya—. ¡Me alegro de volverte a ver! Han pasado años.
—Sí —le estrechó la mano de forma muy cortés y formal—. Tienes muy buen aspecto.
Ella sonrió.
—Tú también.
—¡Vamos, lo saben hacer mejor! —los apremió Estefanía—. ¿No se ha convertido en una belleza, Pedro? Deberías sentirte orgulloso. Fuiste tú el que la descubrió, el que vió el potencial que tenía. El primero en capturar a Cata en película.
Catalina asintió.
—Él fue el que me lanzó.
Esbozó una sonrisa hacia Pedro.
—Fue un placer —replicó él apartando la mano de ella con la mayor suavidad que pudo.
—Losdejaré solos para que se pongan al día —dijo Estefanía apartándose—. ¡Yuju! ¡Rita!
Pedro esperaba que Catalina le dirigiera una radiante sonrisa y se fuera con rapidez, pero en vez de eso, lo miró casi con preocupación.
—Nunca quise hacerte daño, Pedro—dijo con voz casi temblorosa antes de apoyar la mano en su brazo.
En la distancia, hablando con Rita, Estefanía no dejaba de observarlos. Esa era su forma de hacer combinaciones explosivas.
Inevitable: Capítulo 34
—Pero ya veo que te has traído consuelo contigo —la mujer miró a Paula de arriba abajo con una sonrisa—. ¿Y quién es esta chica tan guapa, querido?
—Mi asistente —gruño Pedro—. Paula Chaves, Estefanía Kremmerer.
¿Aquélla era Estefanía? ¿Su anfitriona? ¿La agente de Pedro?
—¿Tu asistente? Estás de broma, ¿Verdad? He visto a tus chicas, Pedro. Esta no tiene nada que ver con ellas.
—Sin embargo lo es.
—Eso es exactamente lo que soy, señorita Kremmerer —dijo Paula ofreciendo la mano a su anfitriona—. He oído hablar mucho de usted. Gracias por dejarle a Pedro que me invitara.
Estefanía agitó una mano con desdén.
—Pedro siempre hace lo que quiere —dijo tomando la mano de Paula un instante—. Me alegro de tenerte aquí, querida —entonces se volvió hacia Pedro—. Tienes que hablar con Palinkov. Que te conozca. Demuéstrale que no le guardas rencor. Vamos. Está bajo esa palmera.
Empezó a arrastrarlo.
—Paula...
Estefanía detuvo a un fornido muchacho que pasaba con la otra mano.
—Pablo cuidará a Paula perfectamente. ¿Verdad, Pablo?
Pablo, un californiano de pelo rubio por el sol y ojos azules, esbozó una lenta sonrisa.
—Apuéstate los calcetines a que sí.
Pedro pareció dudoso.
Paula no quería que se sintiera como su niñera. Después de todo, para él aquella fiesta era de trabajo y ya había sido bastante amable en invitarla. Así que esbozó una radiante sonrisa y agitó la mano.
—Diviértete.
Pedro frunció el ceño.
—Diviértete tú también —murmuró mientras empezaba a seguir a Estefanía .
—¿Quieres mover el esqueleto? —preguntó Pablo.
—¿Mover el esqueleto? ¡Qué divertido!
Ella era una mujer adulta.No era su trabajo vigilarla y asegurarse de que no se sintiera fuera de lugar. ¡Maldición, si lo que quería era que se sintiera fuera de lugar!Quería que volviera a Iowa. Entonces, ¿Por qué estaba doblando el cuello en busca de un vestido rojo prestando sólo atención a medias a una conversación importante? Se portó con toda cortesía con Palinkov, besó la mano de su mujer como el caballero cosmopolita que quería aparentar y le aseguró que estaba deseando ver lo que hacía Franco MacCauley con su siguiente colección. Entonces se disculpó y se fue a buscar a Paula.No había rastro de ella por ninguna parte.Había oído al tal Pablo invitarla a bailar, pero tampoco estaba en la pista.
—¡Pedro! ¡Estaba pensando llamarte!
Era Santiago, uno de los representantes de una agencia al que no había visto desde hacía tiempo.
—Mi asistente —gruño Pedro—. Paula Chaves, Estefanía Kremmerer.
¿Aquélla era Estefanía? ¿Su anfitriona? ¿La agente de Pedro?
—¿Tu asistente? Estás de broma, ¿Verdad? He visto a tus chicas, Pedro. Esta no tiene nada que ver con ellas.
—Sin embargo lo es.
—Eso es exactamente lo que soy, señorita Kremmerer —dijo Paula ofreciendo la mano a su anfitriona—. He oído hablar mucho de usted. Gracias por dejarle a Pedro que me invitara.
Estefanía agitó una mano con desdén.
—Pedro siempre hace lo que quiere —dijo tomando la mano de Paula un instante—. Me alegro de tenerte aquí, querida —entonces se volvió hacia Pedro—. Tienes que hablar con Palinkov. Que te conozca. Demuéstrale que no le guardas rencor. Vamos. Está bajo esa palmera.
Empezó a arrastrarlo.
—Paula...
Estefanía detuvo a un fornido muchacho que pasaba con la otra mano.
—Pablo cuidará a Paula perfectamente. ¿Verdad, Pablo?
Pablo, un californiano de pelo rubio por el sol y ojos azules, esbozó una lenta sonrisa.
—Apuéstate los calcetines a que sí.
Pedro pareció dudoso.
Paula no quería que se sintiera como su niñera. Después de todo, para él aquella fiesta era de trabajo y ya había sido bastante amable en invitarla. Así que esbozó una radiante sonrisa y agitó la mano.
—Diviértete.
Pedro frunció el ceño.
—Diviértete tú también —murmuró mientras empezaba a seguir a Estefanía .
—¿Quieres mover el esqueleto? —preguntó Pablo.
—¿Mover el esqueleto? ¡Qué divertido!
Ella era una mujer adulta.No era su trabajo vigilarla y asegurarse de que no se sintiera fuera de lugar. ¡Maldición, si lo que quería era que se sintiera fuera de lugar!Quería que volviera a Iowa. Entonces, ¿Por qué estaba doblando el cuello en busca de un vestido rojo prestando sólo atención a medias a una conversación importante? Se portó con toda cortesía con Palinkov, besó la mano de su mujer como el caballero cosmopolita que quería aparentar y le aseguró que estaba deseando ver lo que hacía Franco MacCauley con su siguiente colección. Entonces se disculpó y se fue a buscar a Paula.No había rastro de ella por ninguna parte.Había oído al tal Pablo invitarla a bailar, pero tampoco estaba en la pista.
—¡Pedro! ¡Estaba pensando llamarte!
Era Santiago, uno de los representantes de una agencia al que no había visto desde hacía tiempo.
Inevitable: Capítulo 33
Le sonrió a Pedro, que le devolvió la sonrisa.
—Está deliciosa. Lo mejor que he tomado nunca.
—Tómala con calma —le aconsejó él.
Paula asintió sólo un poco enojada por su tono paternalista.
—No te preocupes por mí —dijo con tono animado—. ¡Esto es maravilloso! —hizo un gesto a su alrededor y casi le derramó la bebida a una mujer que pasaba—. ¡Oh, lo siento!
—Te buscaré algo de comer —dijo Pedro—. No te metas mucho de eso con el estómago vacío.
Paula sacudió la cabeza.
—No lo haré.
—Quédate aquí —ordenó él—. Ahora mismo vuelvo.
—De acuerdo.
Pedro parecía nervioso, como si ella fuera a desvanecerse si la dejaba sola. Paula agitó la mano.
—Estoy bien. No te preocupes.
Lo vió alejarse entonces hacia la mesa de los aperitivos. En cuanto lo tragó la multitud, ella volvió la atención hacia la sorprendente habitación.Ahora veía que el Cabeza de Diamante era parte de un telón pintado que colgaba detrás de la banda. Delante de ella, media docena de parejas bailaban al compás de las típicas canciones isleñas. Al otro lado de la sala, donde debería haber otra pared, pudo ver en la distancia a unos surfistas remontando olas gigantescas.
—¿Qué diablos...?
—¿Quieres pillar a uno grande, cariño?
Un hombre musculoso con camisa chillona le guiñó un ojo con gesto obsceno. También agitó la cadera para dejárselo claro. Paula apretó la bebida con fuerza.
—Gracias, pero estoy esperando a alguien.
Entonces esbozó una de aquellas sonrisas educadas pero desdeñosas que tan bien le había enseñado su madre a temprana edad.Aparentemente el hombre captó su intención. Se dió la vuelta y le dijo lo mismo a otra chica para conseguir al instante una respuesta más favorable. Paula se alejó acercándose a los surfistas. Ahora podía ver que era un vídeo que usaba la pared como pantalla.Se quedó mirando sin hablar con nadie sintiendo el mar de humanidad alrededor de ella, todos riéndose, charlando, coqueteando. Podía notar el brillo febril en algunos ojos y el de especulación en otros. Todo el mundo presente tenía allí un plan, de eso estaba segura.
—Toma —Pedro le pasó un plato, examinó el nivel de su copa y asintió satisfecho antes de dar un bocado a un canapé—. Bueno, ¿Qué te parece?
—¡Desde luego no tiene nada que ver con Collierville! —gritó ella por encima de las voces—. Aquí hay más anillados que pendientes normales.
—¡Pedro, cariño! —una diminuta mujer de pelo plateado, vestida con un caftán indio, lanzó besos al aire en dirección a Pedro antes de colgarse de su brazo—. ¡Me alegro tanto de que hayas venido! ¡Temía que estuvieras deprimido!
¿Deprimido? Paula miró a Pedro y lo vió esbozar una tensa sonrisa a la diminuta dama.
—Yo no me deprimo, Estefanía. Eso ya lo sabes. El trabajo es el trabajo.
—Ah, sí, querido, pero me quedé alucinada cuando Palinkov dijo que no.
Paula frunció el ceño. ¿No era aquél el diseñador para el que habían estado haciendo el portafolio? Miró a Pedro.
—Está deliciosa. Lo mejor que he tomado nunca.
—Tómala con calma —le aconsejó él.
Paula asintió sólo un poco enojada por su tono paternalista.
—No te preocupes por mí —dijo con tono animado—. ¡Esto es maravilloso! —hizo un gesto a su alrededor y casi le derramó la bebida a una mujer que pasaba—. ¡Oh, lo siento!
—Te buscaré algo de comer —dijo Pedro—. No te metas mucho de eso con el estómago vacío.
Paula sacudió la cabeza.
—No lo haré.
—Quédate aquí —ordenó él—. Ahora mismo vuelvo.
—De acuerdo.
Pedro parecía nervioso, como si ella fuera a desvanecerse si la dejaba sola. Paula agitó la mano.
—Estoy bien. No te preocupes.
Lo vió alejarse entonces hacia la mesa de los aperitivos. En cuanto lo tragó la multitud, ella volvió la atención hacia la sorprendente habitación.Ahora veía que el Cabeza de Diamante era parte de un telón pintado que colgaba detrás de la banda. Delante de ella, media docena de parejas bailaban al compás de las típicas canciones isleñas. Al otro lado de la sala, donde debería haber otra pared, pudo ver en la distancia a unos surfistas remontando olas gigantescas.
—¿Qué diablos...?
—¿Quieres pillar a uno grande, cariño?
Un hombre musculoso con camisa chillona le guiñó un ojo con gesto obsceno. También agitó la cadera para dejárselo claro. Paula apretó la bebida con fuerza.
—Gracias, pero estoy esperando a alguien.
Entonces esbozó una de aquellas sonrisas educadas pero desdeñosas que tan bien le había enseñado su madre a temprana edad.Aparentemente el hombre captó su intención. Se dió la vuelta y le dijo lo mismo a otra chica para conseguir al instante una respuesta más favorable. Paula se alejó acercándose a los surfistas. Ahora podía ver que era un vídeo que usaba la pared como pantalla.Se quedó mirando sin hablar con nadie sintiendo el mar de humanidad alrededor de ella, todos riéndose, charlando, coqueteando. Podía notar el brillo febril en algunos ojos y el de especulación en otros. Todo el mundo presente tenía allí un plan, de eso estaba segura.
—Toma —Pedro le pasó un plato, examinó el nivel de su copa y asintió satisfecho antes de dar un bocado a un canapé—. Bueno, ¿Qué te parece?
—¡Desde luego no tiene nada que ver con Collierville! —gritó ella por encima de las voces—. Aquí hay más anillados que pendientes normales.
—¡Pedro, cariño! —una diminuta mujer de pelo plateado, vestida con un caftán indio, lanzó besos al aire en dirección a Pedro antes de colgarse de su brazo—. ¡Me alegro tanto de que hayas venido! ¡Temía que estuvieras deprimido!
¿Deprimido? Paula miró a Pedro y lo vió esbozar una tensa sonrisa a la diminuta dama.
—Yo no me deprimo, Estefanía. Eso ya lo sabes. El trabajo es el trabajo.
—Ah, sí, querido, pero me quedé alucinada cuando Palinkov dijo que no.
Paula frunció el ceño. ¿No era aquél el diseñador para el que habían estado haciendo el portafolio? Miró a Pedro.
Inevitable: Capítulo 32
Paula casi escuchó rechinar los dientes de Pedro, que la tomó por el codo y la apremió a pasar por delante de Rafael sin darle tiempo más que a esbozar una sonrisa.
—Discúlpenos. Llegamos tarde.
—Pensé que habías dicho que la fiesta no empezaba hasta las nueve —dijo Paula al entrar en el taxi.
Pedro lanzó un bufido y no se dignó a responder.Ninguno de los dos habló en el camino hasta el centro. Paula no sabía qué decir para que no se arrepintiera de haberla invitado. ¿Y quién sabía lo que él estaría pensando? Miraba decidido por la ventanilla sin hablar hasta que le dijo al taxista dónde debía pararse. No sabía lo que había esperado, pero desde luego no una manzana de edificios que parecían almacenes. Pensó que Pedro se habría equivocado, pero él sólo pagó y la hizo salir.
Al bajarse del taxi, alguien abrió una de las pesadas puertas del edificio que tenían detrás. Era un hombre con vaqueros blancos y chillona camisa hawaiana.El recibidor estaba oscuro, iluminado sólo por dos bombillas desnudas. Bajo los pies, Paula sintió el crujido del asfalto. Muy práctico. Muy antiguo. Y no muy limpio.El ascensor crujió y se bamboleó al elevarse. Pudo escuchar una débil música a lo lejos antes de que el aparato se parara con un estremecimiento. Al abrirse las puertas, miró enfrente y se encontró con... Hawai.Por supuesto que ella nunca había estado en Hawai, pero había visto fotografías. Reconocería el volcán Cabeza de Diamante en cualquier parte. Y era el Cabeza de Diamante el que se veía a lo lejos tras una banda con guitarra eléctrica, percusión, guitarra clásica y ukelele tocando unas melodías que ella reconocía de cuando su abuela les ponía discos de Don Ho.No era sólo el volcán, sin embargo. Era la arena. ¡Había tomado un ascensor de carga para subir a una playa! Se quedó con la boca abierta. Pedro sonrió.
—Vamos.
Paual inspiró con fuerza y lo siguió. Un camarero, vestido sólo con unos pantalones de flores cortos, le ofreció una bebida. Tenía una sombrilla de papel de colores y un palito de madera con la figura de un pájaro tropical.
—¿Qué es? —preguntó indecisa.
—Un mai-tai —sonrió él—. Una bebida divina para una dama divina.
Paula miró con preocupación a Pedro, que enarcó las cejas como si se preguntara cómo iba a reaccionar, retándola a que se comportara como la chica de pueblo que era. ¿Y qué le importaba a ella que él no la aprobara? Al fin y al cabo no era su prometido.No, le recordó su parte más juiciosa. Pero era el hombre que la había invitado y no quería hacer nada para avergonzarlo.Contaba con que él le indicara si cometía errores, pero la expresión de su cara era impenetrable. Paula miró a su alrededor. Todo el mundo parecía estar bebiendo algo o chupando helados de unos colores increíbles.Pero dudaba que fueran tan inocentes como los que ella tomaba de pequeña con Dave al borde de la piscina. Sería mejor que se contentara con la bebida que a pesar de ser tan bonita, ya parecía suficientemente letal.Mientras la bebiera despacio, todo iría bien.
—Gracias —le dijo al camarero mientras alzaba la copa hasta los labios.
Era fría, afrutada y deliciosa. Y con la presión de la gente creciendo a cada minuto, se sintió tentada de apurarla de un trago.
—Discúlpenos. Llegamos tarde.
—Pensé que habías dicho que la fiesta no empezaba hasta las nueve —dijo Paula al entrar en el taxi.
Pedro lanzó un bufido y no se dignó a responder.Ninguno de los dos habló en el camino hasta el centro. Paula no sabía qué decir para que no se arrepintiera de haberla invitado. ¿Y quién sabía lo que él estaría pensando? Miraba decidido por la ventanilla sin hablar hasta que le dijo al taxista dónde debía pararse. No sabía lo que había esperado, pero desde luego no una manzana de edificios que parecían almacenes. Pensó que Pedro se habría equivocado, pero él sólo pagó y la hizo salir.
Al bajarse del taxi, alguien abrió una de las pesadas puertas del edificio que tenían detrás. Era un hombre con vaqueros blancos y chillona camisa hawaiana.El recibidor estaba oscuro, iluminado sólo por dos bombillas desnudas. Bajo los pies, Paula sintió el crujido del asfalto. Muy práctico. Muy antiguo. Y no muy limpio.El ascensor crujió y se bamboleó al elevarse. Pudo escuchar una débil música a lo lejos antes de que el aparato se parara con un estremecimiento. Al abrirse las puertas, miró enfrente y se encontró con... Hawai.Por supuesto que ella nunca había estado en Hawai, pero había visto fotografías. Reconocería el volcán Cabeza de Diamante en cualquier parte. Y era el Cabeza de Diamante el que se veía a lo lejos tras una banda con guitarra eléctrica, percusión, guitarra clásica y ukelele tocando unas melodías que ella reconocía de cuando su abuela les ponía discos de Don Ho.No era sólo el volcán, sin embargo. Era la arena. ¡Había tomado un ascensor de carga para subir a una playa! Se quedó con la boca abierta. Pedro sonrió.
—Vamos.
Paual inspiró con fuerza y lo siguió. Un camarero, vestido sólo con unos pantalones de flores cortos, le ofreció una bebida. Tenía una sombrilla de papel de colores y un palito de madera con la figura de un pájaro tropical.
—¿Qué es? —preguntó indecisa.
—Un mai-tai —sonrió él—. Una bebida divina para una dama divina.
Paula miró con preocupación a Pedro, que enarcó las cejas como si se preguntara cómo iba a reaccionar, retándola a que se comportara como la chica de pueblo que era. ¿Y qué le importaba a ella que él no la aprobara? Al fin y al cabo no era su prometido.No, le recordó su parte más juiciosa. Pero era el hombre que la había invitado y no quería hacer nada para avergonzarlo.Contaba con que él le indicara si cometía errores, pero la expresión de su cara era impenetrable. Paula miró a su alrededor. Todo el mundo parecía estar bebiendo algo o chupando helados de unos colores increíbles.Pero dudaba que fueran tan inocentes como los que ella tomaba de pequeña con Dave al borde de la piscina. Sería mejor que se contentara con la bebida que a pesar de ser tan bonita, ya parecía suficientemente letal.Mientras la bebiera despacio, todo iría bien.
—Gracias —le dijo al camarero mientras alzaba la copa hasta los labios.
Era fría, afrutada y deliciosa. Y con la presión de la gente creciendo a cada minuto, se sintió tentada de apurarla de un trago.
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