Paula fue al metro con Karina por la mañana y compró un bono según su amiga le aconsejó. Metió el bono por la ranura y pasó.
—Muy bien —dijo Karina desde el otro lado de la barrera—. Serás una auténtica neoyorquina en menos que canta un gallo —vaciló al ver la afluencia de gente—. ¿Quieres que te acompañe?
Paula sacudió la cabeza y esbozó una radiante sonrisa.
—No te preocupes. Estaré bien.
Se sentía feliz, expansiva y ansiosa, igual que se había sentido en su primer día de colegio. Así que de aquello se trataba, pensó mientras se agarraba a la barra del tren. Vivir en Manhattan, recorrer con rapidez Broadway en el metro sumergida entre cientos de personas más de camino a su trabajo como ella. Y trabajar para Pedro Alfonso. Aquella iba a ser la mayor aventura de todas. Hubiera deseado que Sonia le hubiera contado más cosas de su hermano, pero en aquel momento sólo había podido pensar en Nueva York. Apenas lo recordaba de sus días de colegio, pero recordaba a sus hermanas mayores, Lucía y Juliana riéndose turbadas cada vez que hablaban de chicos guapos. Y uno de ellos era Pedro Alfonso. De hecho, cuando Lucía se había enterado de que iba a trabajar con él, le había dicho:
—¡Tienes más suerte que un tonto! Siempre ha estado como un tren. Y lo mejor es que no lo sabía.
Bueno, pensó Paula. Pues ya sí lo sabía. Y no es que Pedro fuera arrogante, o al menos no mucho. Pero desde luego sabía que atraía a las mujeres. ¿Y cómo no iba a saberlo cuando las mayores bellezas del planeta caían rendidas a sus pies? Pero él sabía cómo tratarlas. Paula lo había observado el día anterior. Hacía que se relajaran las tensas y que se pusieran serias las más alegres.Tenía una forma natural de tratarlas sin tomarlas muy en serio. A veces parecía hasta indiferente, pero ellas parecían adorarlo porque revoloteaban alrededor de él como abejas alrededor de un panal.¿Sería una de aquéllas con la que había quedado? ¿Cuál? Debería haberles preguntado a Lucía y a Juliana qué tipo de chicas le gustaban en el colegio.Y no es que le importara, se dijo con dureza. La vida amorosa de Pedro no era de su incumbencia.
Ensimismada como estaba, casi perdió la salida en la dieciocho.
—¡Lo siento! ¡Perdone! ¡Necesito salir! —tuvo prácticamente que gritar para poder escabullirse del tren.
—¡Así que una auténtica neoyorquina en menos que canta un gallo! ¡Ja!
Pero nadie la miró aunque había hablado sola. Sí, estaba en Nueva York. A Pedro le parecía que había tres Paula Chaves. Por una parte, la profesora de jardín de infancia.Ésa era la que miraba con los ojos muy abiertos los rascacielos y tropezaba con las cosas porque estaba muy distraída observándolo todo; la que le había acompañado esa misma tarde por ejemplo y la que tenía miedo de perderse en la gran ciudad. Pero también estaba la Paula profesional.Ésta era la primera asistente que había tenido él que realmente parecía asistirlo. En cuanto se le decía lo que tenía que hacer, lo hacía y se anticipaba después a sus necesidades.Y había aparecido puntual al trabajo todos los días de la semana y era, como le había prometido Sonia, una joya para el estudio.Y por fin estaba la Paula desnuda.Y esa Paula, la sensual y femenina que no había vuelto a ver desde la primera tarde, era la que no podía borrar de su mente. Y debería ser capaz de hacerlo. Porque llegaba a trabajar cada día vestida con la mayor discreción con pantalones de tela y camisas lisas. Pero él lo recordaba. ¡Oh, Dios, cómo lo recordaba!Tanto que a veces él se levantaba cuando ella estaba agachada esperando ver lo que escondía su escote. Y cuando un día ella lo sorprendió, Pedro frunció el ceño y le dijo que se abrochara más si no quería incitar a la gente a que la mirara. ¡Y maldición, lo había cumplido!¡Y aquella noche había soñado con ella desnuda otra vez!Por suerte, el día siguiente iba a ser su último día de estudio porque Eliana ya terminaba. Paula había pasado cada hora libre que había tenido para el almuerzo aprendiendo con la directora todo su trabajo.Y aprendía con rapidez, había asegurado Eliana.
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