La apartó con una muleta.
—Pensé que tu avión salía esta mañana.
Intentó esquivarla, pero fue inútil, por supuesto. Ella no lo tocó, pero avanzó a su lado un poco adelantada como para protegerlo.
—Sí salió, pero no lo tomé. El conductor está esperando en la zona de equipajes.
Sus caderas se balanceaban ante él. Pedro cerró los ojos y cuando casi tropezó con las malditas muletas, lanzó una maldición.Ella se detuvo bruscamente con cara de preocupación.
—¿Estás bien?
—¡Bien, maldita sea! ¿Por qué no estás en Iowa? Se suponía que tenías que estar en Iowa.
Ella lo miró y siguió avanzando sin despegarse de él.
—Sí, pero llamé para decir que no iba.
—¿Que qué?
Ella lo miró y sus rizos se agitaron.
—No podía dejarte así. No quería que te quedaras solo.
—¡Estoy bien!
—Necesitas ayuda.
—¡No la necesito!
—Sí —dijo ella con la paciencia con que se habla a un niño—. La necesitas, así que me quedo.
¿Que se quedaba? ¿Qué estaba diciendo? Pedro se detuvo en seco.Paula siguió caminando.
—¡Eh! —gritó a sus espaldas—. ¡Eh! ¿Qué quieres decir? ¡No vas a quedarte!
Ella se detuvo y retrocedió. Entonces le sonrió. Era lo último que necesitaba, una sonrisa de Paula Chaves.
—Por supuesto que me quedo. Intenta detenerme —dijo de buen humor.
A veces, en sus fantasías adolescentes, Pedro había soñado con que era un bravo soldado, un héroe herido que encontraba consuelo, devoción y cuidados en los brazos de una preciosa chica.Pero no podía buscar consuelo en los brazos de la mujer que le mostraba tanta devoción y atenciones porque esa mujer era Paula.Y parecía decidida a cuidarlo contra viento y marea. Le llevaba comida, revistas y libros con un inagotable buen humor, le arropaba con las mantas, le ahuecaba las almohadas, le rozaba sin querer al estirarle la ropa de la cama. Le apartaba el pelo de la frente y le pasaba los cubiertos. ¡Maldición! Lo estaba volviendo loco. Deseaba con toda su alma hacerle el amor.¡No era justo! Había pasado los últimos doce años siendo bastante inmune a las mujeres. No era que hubiera sido célibe, pero ninguna había despertado en él ningún interés especial. Simplemente las tomaba como llegaban, las trataba con encanto y las despedía con caballerosidad, pero ninguna le importaba más que la anterior. Catalina le había enseñado una buena lección. Y después de Catalina no había dejado a ninguna acercarse demasiado. Pero seguía queriendo hacer el amor con ella. Había intentado luchar contra ello de todas las formas que conocía. No le había servido de nada. La deseaba más que nunca. Y ahora no se la podía quitar de encima. Estaba en su apartamento revoloteando alrededor de su cama a todas horas. Le retiró la bandeja de la cena y le sonrió.
—¿Cómo está David?
La sonrisa se desvaneció levemente.
—Está bien.
No hay comentarios:
Publicar un comentario