viernes, 23 de marzo de 2018

Inevitable: Capítulo 49

La apartó con una muleta.

—Pensé que tu avión salía esta mañana.

Intentó esquivarla, pero fue inútil, por supuesto.  Ella  no  lo  tocó,  pero  avanzó  a  su  lado  un  poco  adelantada  como  para  protegerlo.

—Sí salió, pero no lo tomé.  El conductor está esperando en la zona de equipajes.

Sus caderas se balanceaban ante él. Pedro cerró los ojos y cuando casi tropezó con las malditas muletas, lanzó una maldición.Ella se detuvo bruscamente con cara de preocupación.

—¿Estás bien?

—¡Bien, maldita sea! ¿Por qué no estás en Iowa? Se suponía que tenías que estar en Iowa.

Ella lo miró y siguió avanzando sin despegarse de él.

—Sí, pero llamé para decir que no iba.

—¿Que qué?

Ella lo miró y sus rizos se agitaron.

—No podía dejarte así. No quería que te quedaras solo.

—¡Estoy bien!

—Necesitas ayuda.

—¡No la necesito!

—Sí —dijo  ella  con  la  paciencia  con  que  se  habla  a  un  niño—.  La  necesitas,  así  que me quedo.

¿Que se quedaba? ¿Qué estaba diciendo? Pedro se detuvo en seco.Paula siguió caminando.

—¡Eh! —gritó a sus espaldas—. ¡Eh! ¿Qué quieres decir? ¡No vas a quedarte!

Ella  se  detuvo  y  retrocedió.  Entonces  le  sonrió.  Era  lo  último  que  necesitaba, una sonrisa de Paula Chaves.

—Por supuesto que me quedo. Intenta detenerme —dijo de buen humor.

A veces, en sus fantasías adolescentes, Pedro había soñado con que era un bravo soldado,  un  héroe  herido  que  encontraba  consuelo,  devoción  y  cuidados  en  los  brazos de una preciosa chica.Pero no podía buscar consuelo en los brazos de la mujer que le mostraba tanta devoción y atenciones porque esa mujer era Paula.Y parecía decidida a cuidarlo contra viento y marea. Le llevaba comida, revistas y  libros  con  un  inagotable  buen  humor,  le  arropaba  con  las  mantas,  le  ahuecaba  las  almohadas, le rozaba sin querer al estirarle la ropa de la cama. Le apartaba el pelo de la frente y le pasaba los cubiertos. ¡Maldición!  Lo  estaba  volviendo  loco.  Deseaba  con  toda  su  alma  hacerle  el  amor.¡No era justo! Había  pasado  los  últimos  doce  años  siendo  bastante  inmune  a  las  mujeres.  No era que hubiera sido célibe, pero ninguna había despertado en él ningún interés especial.  Simplemente  las  tomaba  como  llegaban,  las  trataba  con  encanto  y  las  despedía con caballerosidad, pero ninguna le importaba más que la anterior. Catalina le  había  enseñado  una  buena  lección.  Y  después  de  Catalina no  había dejado a ninguna acercarse demasiado. Pero seguía queriendo hacer el amor con ella. Había intentado luchar contra ello de todas las formas que conocía. No le había servido de nada. La deseaba más que nunca. Y ahora no se la podía quitar de encima. Estaba en su apartamento revoloteando alrededor de su cama a todas horas. Le retiró la bandeja de la cena y le sonrió.

—¿Cómo está David?

La sonrisa se desvaneció levemente.

—Está bien.

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