De repente, en mitad de la calle Amsterdam, Paula se paró en seco.
—¿Qué pasa?—preguntó Rafael.
Ella sacudió la cabeza casi con frenesí.
—Nada. Nada importante —se humedeció los labios y sonrió—. Es que se me acaba de ocurrir algo.
Una idea terrible.Se había pasado la última manzana comparando a Pedro con Rafael. No había pensando en David para nada. Pedro se pasó toda la mañana silbando, tarareando y hasta canturreando. Paula quería estrangularlo. ¿Por qué no se concentraba sólo en su trabajo?¿Por qué tenía que exhibir su felicidad todo el tiempo? Bueno, sospechaba por qué. Aldana. Pero no pensaba preguntarlo.Cuando dejó de silbar, cantar y tararear le dijo:
—Hay un sitio al que deberías ir. Al Ricardo. Una comida estupenda y un ambiente maravilloso. Muy italiano y muy folclórico. Muy íntimo.
La voz bajó casi acariciante al pronunciar la última palabra.
—No creo que encontrara ningún sitio muy íntimo —respondió con sequedad Paula sacando unas tijeras de un cajón—, a menos que estuviera con David.
Pedro apretó la mandíbula ligeramente, pero prosiguió:
—Tienen un maravilloso desván con reservados. Muy privado.
Paula se lo podía imaginar. Cerró el cajón de un golpe seco. Cecilia , que estaba arreglándoles el pelo a unas adolescentes para unas fotos de una crema, entrecerró los ojos ante la expresión de gallito de Pedro y sonrió a Paula, que le devolvió la sonrisa.
—Bueno, había pensado que podría apetecerte ir en cualquier momento —siguió con desenfado Pedro—. En caso de que tu querido novio viniera a la gran ciudad.
—Lo pensaré.
—Pero supongo que preferirás seguir con tus museos y obras de teatro. Vas a muchos, ¿No?
¿La estaba provocando? Un rápido vistazo hacia Cecilia le confirmó que ella estaba igualmente intrigada. Y tener a la estilista de testigo, por no mencionar a las dos adolescentes a las que estaba peinando, inquietó aún más a Paula. Sobre todo cuando pudo ver un brillo equívoco en los ojos de Pedro.
Alzó la barbilla y se lanzó al ataque.
—Puede que tengas razón. A Rafael podría gustarle. Podríamos ir juntos.
—¡Rafael! —el brillo de sus ojos se transformó en uno de furia—. ¿Y a qué diablos tiene que ir allí el lobo?
—¿Por qué no? A Rafael le gusta siempre probar cosas nuevas.
Pedro parecía disgustado.
—Pobre David. ¡Vaya tarugo!
Paula frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con pobre David? ¿Y con lo de tarugo?
—Bueno, lo es, ¿No es cierto? Quedarse en casa mientras le saquean la propiedad.
Paula abría y cerraba la boca como un pescado fuera del agua y Cecilia y las chicas miraban de uno al otro como si estuvieran en un partido de tenis.
—¿Propiedad? ¿Crees que David es un tarugo? ¿Y crees que yo soy una propiedad para saquear?
Pedro esbozó una sonrisa sarcástica.
—Bueno, no puede ser muy listo, ¿No? O no te habría dejado escapar así.
—Yo no me he escapado. Sólo he aceptado un trabajo. ¡Y ya te he dicho antes que David confía en mí!
Pedro lanzó un bufido.
—¡Más tonto es él.
—¡Una cena no significa acostarte con esa persona al final de la velada!
—¿Ah, no?
—¡No me juzgues por tu propio comportamiento! Sólo porque tú consideres el sexo como la taza de café de después de una cena, no significa que los demás también lo hagan.
—¿Te molesta, verdad? Que Aldana y yo estemos juntos.
—Igual que a tí te molesta que yo vaya a cenar con Rafael.
Los dos se miraron con furia.Cecilia lanzó una carcajada. Y los dos se volvieron al unísono con el ceño fruncido.
—¿Qué? —preguntó Paula.
—¿Algo divertido? —bufó Pedro.
—No, nada.
Paula lanzó un suspiro y Pedro un bufido y los dos volvieron a su trabajo.
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