viernes, 30 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 45

 —Aunque solo esté disfrutando de esto la mitad de lo que imagino — dijo—, le juro que me vengaré.


Pedro se limitó a sonreír de nuevo.


—Ah, pues mañana mismo, señorita Chaves —dijo, con tanta impertinencia que daban ganas de matarlo—. Tenía pensado nadar otra vez. ¿Le parece bien a las once?


Con esas palabras comenzó a alejarse. Con cada paso, aumentaba la indignación de Paula. 


—¡A propósito! —gritó sin poder contenerse—. ¿Cómo es que ha vuelto tan pronto? ¿Es que su cita no ha sido tan provechosa como esperaba?


Pedro se paró en seco y giró sobre sus talones. Pero no respondió. ¿Por qué iba a hacerlo? Paula sabía muy bien que había lanzado un desafío ridículo. Apenas había podido ver a la rubia, pero lo que había visto le bastaba para saber que estaba loca por los huesos de su ex prometido.


—Buenas noches, señorita Angelis —dijo él, dió media vuelta y desapareció entre las sombras de la noche.



Pedro jamás imaginó que pasaría la noche acurrucado al borde de su cama, maldiciéndose. Comenzaba a arrepentirse de haberse dejado llevar por su sed de venganza.


—¿Tienes idea de cuánto daño me ha hecho tu absurdo gesto? — musitó, imaginando el rostro de Paula.


¡Maldita sea! Estaba tan ansioso por vengarse que había ignorado cualquier otro sentimiento —hasta aquel maldito beso, claro—. Y aquella noche, cuando ella había dejado caer su bata, se había sentido igual que si le hubieran dado una patada en el estómago con una bota de acero. Recordar aquel momento no le causaba ningún bien. Apretó los dientes y se maldijo, una vez más. El experimento con la rubia había sido un fracaso absoluto. Al acompañarla a casa, tuvo el repentino e inesperado deseo de dejarla plantada en la puerta, cosa que quedaba muy lejos de su plan original, naturalmente. Pero un frío descontento lo invadió, al tiempo que le dominaba un deseo imperativo de volver a la mansión. Dejar plantada a su amiga no había sido fácil, sobre todo porque ella se colgaba de él como si fuera una lapa. Y como no tenía otra elección, había decidido salir de aquella situación llamándola por otro nombre. En cuanto la llamó por un nombre distinto al suyo, Pedro confirmó una sospecha que abrigaba desde hacía mucho tiempo. Era posible que una mujer te deseara, te quisiera, que no aceptara un «No» por respuesta, pero si la llamabas Marina cuando su nombre era Mariana, se convertía en hielo al cabo de un segundo. Su sonrisa se debía menos al humor que a la sorpresa. Había pasado una noche horrible.


—¿Por qué no me he dejado llevar? ¿Por qué? —se preguntó, apretando los dientes, perplejo ante su propio comportamiento.


¿Por qué no se había dejado llevar por los sensuales gestos de su acompañante? ¿Por qué se había sentido desplazado, fuera de lugar, sin el menor interés? ¿Cuál era el problema? La continua punzada que sentía al pensar en Paula ¿No era indicio evidente de que se trataba de un caso de desear lo que no se podía tener? ¿El deseo por la fruta prohibida? En ese caso, sentiría un gran alivio cuando el pequeño y maduro melocotón finalizara su trabajo y regresara a Kansas. 

Serás Mía: Capítulo 44

Desanudó el cinturón y dejó que la bata cayera a sus pies. Se tiró de cabeza describiendo un arco perfecto. No en vano había pertenecido al equipo de natación del instituto. Sintió una gran impresión al entrar en el agua, pero se alegró. El agua fría conseguiría tranquilizarla, se dijo, y emprendió una loca carrera para alejarse de la visión que la atormentaba: Pedro y su amiga haciendo el amor. El agua le acarició la piel, pero Paula trató de no pensar en que aquella sensación era solo un pálido substituto de lo que realmente deseaba: Las poderosas y diestras manos de Pedro deslizándose sobre su piel, reconociendo su cuerpo, una sensación que había sentido por un instante breve y milagroso.


—Hola, ¿Cómo está?


Paula oyó la voz justo cuando iba a dar media vuelta para empezar otro largo. Pero la llamada de Pedro la desconcertó tanto que se desorientó y tragó un buen montón de agua. A continuación buscó el borde de la piscina sin dejar de toser y escupir.


—¿Quiere que la ayude?


Ella negó con la cabeza y lo miró con un ojo cerrado. Se habían olvidado de apagar las luces, así que lo veía con claridad. Estaba arrodillado casi al borde de la piscina. Se había quitado la corbata y llevaba la camisa desabrochada. Se había echado la chaqueta al hombro y la sostenía con un dedo, lo que le daba un aire al mismo tiempo informal y principesco. Llevaba el pelo revuelto, como si se hubiera dado un paseo en el descapotable o, lo que debía coincidir con la realidad, su amante se hubiera pasado una hora acariciándolo. El conjunto hacía un efecto seductor y provocativo.


—¿Le gusta nadar de noche? —preguntó Pedro con una sonrisa llena de humor.


Paula se apretaba contra el borde de la piscina por puro recato, aunque se temía que era tarde para ocultar nada que él no hubiera visto ya.


—¿Qué se cree que está haciendo? —preguntó con voz ronca—. ¿Cómo se atreve a espiarme cuando estoy… Cuando estoy…? —no se atrevía a pronunciar la palabra.


—¿Desnuda? —concluyó él, enarcando una ceja. 


Aunque el agua de la piscina estaba muy fresca, Paula sintió que la recorría una oleada de calor. Lo raro fue que el agua que tenía alrededor no se evaporase.


—Supongo que, puesto que está en su casa, se cree con derecho a espiar a la gente.


Pedro apoyó el codo en la rodilla y le dirigió una mirada muy extraña.


—En realidad, creía que se trataba de una compensación.


—¿Cómo dice?


¿De qué demonios estaba hablando?


Pedro indicó con la cabeza una zona que quedaba casi a oscuras.


—Estaba ahí sentado cuando ha aparecido usted y se ha desnudado junto al trampolín.


Paula se estremeció.


—Creía que quería compensarme por todas esas noches que se ha asomado a la ventana mientras yo nadaba.


Ya no había ningún motivo racional para que el agua no comenzara a hervir.


—Oh, Dios mío…


—No creo que esas noches sus pensamientos fueran precisamente para él. Para Dios, quiero decir —bromeó Pedro.


Su manera de actuar era intolerable. Era él quien la había estado espiando, pero pretendía que fuera ella la que se sintiera culpable. Paula, por su parte, no podía dejar de pensar en que él había pasado muchos minutos contemplándola, desnuda… Se metió debajo del agua para calmar el rubor de sus mejillas. Tardó en emerger, pero él seguía allí. Maldito fuera por siempre. 

Serás Mía: Capítulo 43

Se levantó de la cama y comenzó a pasearse por la habitación. Odiaba la ansiedad que la mera mención del nombre de Pedro le provocaba. Mientras se paseaba, inquieta, apresuradamente comenzó a crecer en su interior una sensación de auto reproche. ¿Reproche? ¿Qué podía reprocharse, excepto haber aceptado en un primer momento aquel estúpido matrimonio concertado?


—¡Nada! —murmuró, pero la sensación no se disipaba. Su mente se empeñó en preguntar: « ¿Y cuándo ha sido tan cruel, vengativo, manipulador y grosero?»


—¡Ja! Resultaría más fácil decir cuándo no lo ha sido. Comenzó a enumerar todo lo que tenía contra él.


—Me ha arrastrado hasta aquí con el único objetivo de hacerme la vida imposible. Eso es manipulación. Aprovecha cualquier motivo para recordarme el daño que le he hecho. Me insulta cuando me ignora durante las comidas y me espía cuando trabajo, como si creyera que me voy a acobardar y a salir corriendo.


Sí, en efecto, había muchos argumentos en contra de su ex, pero su mente se obstinaba en volver al beso.


—Ese ha sido su gesto más cruel. Porque con ese beso solo pretendía humillarme.


Durante la siguiente hora de paseos por la habitación, tuvo oportunidad de salir al balcón, desde donde se divisaba con claridad la mesa del patio, iluminada con lámparas de gas. Habían quitado la mesa y Pedro y su rubia acompañante se habían marchado. Paula tragó saliva varias veces, tratando de aflojar el nudo de su garganta.


—Mejor —se dijo—, me alegro.


Su mente se vió asaltada por imágenes lascivas y se apartó del balcón para proseguir con sus inquietos paseos. «Lo que haga Pedro no es de mi incumbencia y, además, me importa un comino. Tiene derecho a salir con quien le dé la gana. Es soltero y sin compromiso, así que… Yo no tengo ningún derecho sobre él. No es mi prometido, es mi cliente». Ya, pero aun así, había llevado a su amante a aquella misma casa y la había cortejado delante de sus narices. Había que admitir que, por una vez, Enrique tenía razón. Pedro se había comportado con una crueldad que no tenía justificación. «Sobre todo, ahora que sabes lo bien que besa», dijo en su interior una voz burlona.


—¡Oh, cállate de una vez! —se reprendió, y siguió caminando arriba y abajo.


La noche seguía su curso. Se metió en la cama tres veces y las tres veces tuvo que levantarse, presa de la inquietud, y siguió caminando. Era una estupidez, pero no podía dejar de pensar en Pedro y en su amante, que habían abandonado la mansión hacía ya unas cuantas horas. En aquellos momentos, él estaría en algún lugar de San Francisco con su amiga. Dejó escapar un gemido y retiró las sábanas por cuarta vez. Se levantó de un salto, furiosa consigo misma porque sentía fijación por un hombre que la detestaba. Se desprendió del camisón y se puso el albornoz y, antes de que tuviera tiempo de reflexionar sobre lo que estaba haciendo, se encontraba al pie del trampolín, lista para zambullirse en la piscina. 

Serás Mía: Capítulo 42

Paula estaba sentada a la mesa metálica del comedor, «Disfrutando» de otra cena que apenas era capaz de tragar. Y no era que a la comida le pasara nada, al contrario, estaba tan deliciosa como siempre. El problema eran su madre y Enrique, que insistían de nuevo en el gran error cometido. Hablaban de ella como si ni siquiera estuviera presente. Furiosa y humillada, seguía masticando, aunque si aquellos dos seguían insistiendo, acabaría por estallar como un volcán. ¿Es que pretendían que se volviese loca? Ni siquiera cuando utilizaban el griego se detenían. Ella lo sabía porque hablaba el griego tan bien como el inglés.


—Debo admitir —señaló Enrique, asintiendo tristemente—, que ha sido un gesto muy feo por parte de Pedro invitar a esa mujer aquí —dijo, y apoyó una mano en el brazo de Paula—. Me disculpo por el comportamiento de mi nieto. Ha sido algo…


Parecía confuso y preguntó la traducción de una palabra griega. Cuando Alejandra se detuvo a pensarlo, Paula miró al cielo con exasperación.


—Lascivia —dijo, agachando la vista para pinchar un trozo de tomate—. La palabra que buscas es «Lascivia».


A continuación se concentró en la ensalada tratando de conjurar la imagen del «Lascivo» Pedro en compañía de su supuesta amante.


—Ah, sí —dijo Enrique—. En fin, perdona la lascivia de mi nieto. Mira que traer aquí a esa mujer, delante de las narices de Paula. Eso no se hace, no señor, eso no se hace.


—Oh, no, Enrique, te equivocas —intervino Alejandra, que, si las miradas matasen, habría muerto en aquel mismo instante bajo la mirada de su hija—. Pedro no es lascivo, solo es un hombre y los hombres tienen deseos, necesidades —sentenció, mirando a Paula al pronunciar estas últimas palabras. 


Paula dejó el tenedor sobre el plato con un sonoro golpe. Ya había soportado durante bastante tiempo aquella pequeña tragedia griega.


—Si me disculpan,  dijo, con toda la calma de que era capaz—. Pueden hablar de los deseos y las necesidades de Pedro el tiempo que quieran, pero tendrán que hacerlo sin mí. Hasta mañana.


Salió del comedor, cruzó el vestíbulo y subió a refugiarse en su habitación. Los deseos y las necesidades de Pedro. Evidentemente, su madre había perdido el juicio en el viaje a California. Qué gran descubrimiento. «Los hombres tienen deseos, necesidades»; qué mente tan brillante, a lo mejor le concedían el Nobel por semejante descubrimiento. Paula se sentó en la cama y cubrió con las manos sus ojos, bañados en lágrimas. Nadie tenía que recordarle que a su abuelo se le rompería el corazón si pudiera enterarse de su ruptura, ni que Pedro tenía deseos y necesidades. El beso de aquella tarde lo demostraba con creces. Un beso que, además, había conseguido sensibilizarla con respecto a todo lo que proviniera de él. Incluso antes de aquel beso, había soñado con él varias noches seguidas y, en aquellos sueños, su papel no era otro que el de satisfacer las necesidades y los deseos sexuales de él. ¿Y si, como señalaba su madre, había cometido un «Gran error»? Sí, en efecto, había cometido un grandísimo error, pero no el de no casarse con Pedro, sino el de prestarse a aquel estúpido matrimonio de conveniencia. De acuerdo, era guapo, rico, inteligente, e incluso un caballero cuando quería. Pero también era cruel, vengativo, manipulador y grosero; «Virtudes» que ninguna mujer querría en su marido. 

Serás Mía: Capítulo 41

 —Está delicioso —añadió la rubia, que parecía encantada de su compañía.


Él, por su parte, se aburría, pero lo peor era que no quería hacer nada por impedirlo. ¿Qué demonios le ocurría? Aquella mujer era muy guapa y él le gustaba. ¿Por qué estaba tan incómodo? Mientras comía, se las arregló para mantener su sonrisa más amable, preguntándose si la rubia se daría cuenta si no la llamaba por su nombre el resto de la velada. Al demonio con Paula, se dijo, esforzándose por recordar el nombre de la rubia. ¿María? ¿Marina? ¿Mariana? Su nombre empezaba por M, eso desde luego.


—Pedro, tengo que admitir —dijo la rubia—, que me ha sorprendido que me llamaras.


«A mí me sorprende que te haya llamado», se dijo él. La había conocido en la fiesta de compromiso del amigo de un amigo y ella le había dado su tarjeta. Él la había encontrado por casualidad y la había llamado. Necesitaba salir, estar con una mujer que no lo atravesase cada vez que lo miraba. Al menos eso pensaba él.


—Me alegro de que no hubieras quedado con nadie —dijo, aunque ya no sabía si era cierto o no.


La rubia extendió una mano para tocar la suya.


—Yo me alegro de que llamases. Lo sentí mucho cuando leí en la prensa tu reciente… Bueno, ya sabes.


Sí lo sabía, claro que lo sabía, y en San Francisco todo el mundo también lo sabía. Tendría que haber supuesto que la rubia acabaría por mencionar el tema. Levantó la vista del plato y miró a su alrededor, al patio de su mansión victoriana. ¿Por qué demonios la había llevado allí? Por supuesto, la casa era muy grande y nadie los molestaría, pero ¿Por qué allí? ¿Porqué así conseguiría humillar más a su ex? En mitad de la locura en que se hallaba sumido, ¿no pretendería con aquel gesto ponerla celosa? ¿Celosa? La verdad era que iba de mal en peor. La ocurrencia era realmente estúpida. Infantil y estúpida.


—Me parece una decisión muy sabia —prosiguió la rubia—, que hayas decidido seguir adelante con tu vida, me refiero.


—Gracias.


Cada segundo que pasaba, Pedro se iba sintiendo más irritado, pero trató de combatir esa sensación. La noche era fresca y tranquila, y el patio parecía íntimo y muy romántico. Las lámparas de gas desprendían una luz dorada y muy suave. El ambiente era perfecto, tenía que darle una oportunidad a la rubia. 


—Se trataba de un matrimonio concertado —prosiguió, con un tono muy tranquilo, lo cual, considerando su estado mental, resultaba sorprendente—. Nuestras familias son muy tradicionales. Yo no la conocía, así que creo que lo que ocurrió fue lo mejor que podía pasar.


Siguió un silencio interrumpido solo por el roce de su mano, que deslizó sobre el mantel para alcanzar la mano de la rubia. «Tanto si me acuerdo de su nombre como si no», se dijo, «Me voy a olvidar de todo lo que no sea darle lo que espera de esta cita. Creo que solo así conseguiré quitarme a esa mujer de la cabeza.»


miércoles, 28 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 40

Contuvo un sollozo, pero no pudo evitar que un par de lágrimas se derramaran por sus mejillas. Aquel beso había sido como una puñalada de culpa y debilidad apuntando al centro de su corazón. Levantó la vista y comprobó que Pedro no había desaparecido todavía.


—Lo que hice no fue algo premeditado —gritó.


Vió que él se detenía por un instante, señal evidente de que la había escuchado.


—Pero lo que usted ha hecho ha sido… —no podía poner en palabras lo que sentía. La violencia del beso todavía la conmocionaba—. Creo que… —gritó, con la voz quebrada—… ahora ya estamos en paz.





Era la primera vez en su vida que Pedro se sentía como una rata. Y, sin embargo, no había sido mas que la víctima de un impulso desconocido. Dentro de poco estaría a solas, preguntándose por qué no podía dejar de pensar en una mujer que solo le causaba problemas, aborreciendo el hecho de que algo se removiera en su interior cada vez que la veía.  Sabía que vestía tejanos y camiseta porque, por su trabajo, podía ensuciarse con facilidad, pero, ¿Tenía que llenar tales prendas con un cuerpo tan perfecto? Su figura era comparable a la de Marilyn Monroe, llena y rebosante como una fruta madura, una figura que casi lo estaba volviendo loco. ¿Casi?, ¿Cómo que «Casi»? No la había «Casi» besado, la había besado. Sin paliativos. Resultaba muy irónico, y sobre todo muy frustrante, pero si no arrastraran todo lo que arrastraban, si simplemente la hubiera contratado para restaurar su casa, ya le habría pedido que saliera con él. En realidad, podría pedírselo, nada se lo impedía, pero no había sido ese su objetivo al llevarla a la mansión. Había herido su orgullo y quería hacerle probar la misma medicina. No tenía ninguna intención de salir con ella. Claro que, hasta aquel beso, tampoco había tenido ninguna intención de besarla. Parpadeó y se frotó los ojos, intentando borrar de su mente la imagen del rostro de Paula. Había tratado de disculparse, de hacer algo más que asaltar su boca, pero no se le había ocurrido nada. Posiblemente porque, en el fondo, no se arrepentía de haberla besado. Una parte de él celebraba aquel beso, se alegraba, se congratulaba de aquel gesto impulsivo.


—Estás loca. Pedro —dijo.


—¿Cómo has dicho, Pedro?


La imagen de Paula se disipó y se quedó perplejo al percatarse de que estaba en compañía de la mujer con la que había quedado. Aquella cita que parecía tan lejana se estaba produciendo ya. Sonrió a la mujer que se sentaba ante él. ¿Cómo se llamaba… María, Mariana, Marisa? Qué más daba.


—No, nada, preguntaba por el filete, ¿Qué tal está?


La mujer sonrió, apoyando la barbilla en las manos.


—Muy hecho, como a mí me gusta.


Pedro tenía que admitir que era muy atractiva. Una rubia de piel suave y con labios llenos y provocativos. Si su radar sexual funcionara adecuadamente, estaría más que dispuesto a aceptar cualquier juego sexual que ella le propusiera. 

Serás Mía: Capítulo 39

Paula no sabía qué hacer, si asentir o negar. No conseguía que su cerebro funcionara correctamente. Solo podía pensar en el brillo afilado de aquellos ojos. Era como ver un incendio distante en una noche helada. Tenía deseos de acercarse, pero si lo hacía, se abrasaría. Pedro la agarró por los brazos. Ella nunca había visto una mirada semejante.


—Su madre no me ha convertido en un hazmerreír —dijo él, con voz gutural—, eso es responsabilidad exclusivamente suya, mi pequeña ex.


Paula pensó que aquella era la misma expresión que podría tener un lobo asesino. Comenzaba a alarmarse. ¿Acaso sería capaz de arrastrarla por el suelo hasta un acantilado y despeñarla? Entre ellos se hizo un silencio insoportable. Su mente era un torbellino de pensamientos absurdos. Sentía el pálpito de la sangre en las sienes, en consonancia con el fragor de las olas rompiendo contra el acantilado, no lejos de allí. Todo su ser parecía estar lleno de expectación. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Cómo se resolvería aquella situación sin salida? 


Pedro escrutó su cara con una mirada brillante y perturbadora. Paula no podía pensar, ni moverse. El relámpago de fuego que había visto en su interior la había paralizado. Era incapaz de moverse o de decir nada. Y, de repente, él la besó, aunque más que un beso, su gesto pareció un ataque, un asalto. Fue un beso agresivo, arrasador, con unos labios firmes que exigían una respuesta que ella aborrecía dar y, al mismo tiempo, era incapaz de negar. No tenía otra elección que devolverle el beso. Su cuerpo se sobresaltaba con oleadas de deseo sorprendente pero no por ello menos intensas. Pedro recorrió la boca de Paula con su propia boca, en un beso salvaje pero lleno de misterio. A ella le ardían los labios, su conciencia sucumbió antes de brillar como nunca antes lo había hecho. Gimió, sumergida en la divina agonía de aquel íntimo asalto. Sentía un deseo nuevo y extraño.  Necesitaba conocer a Pedro Alfonso de un modo más íntimo, costara lo que costase. Entonces, con la misma brusquedad con que había comenzado, el beso terminó. Los labios del embaucador se separaron de su boca y el delicioso tormento cesó. También la soltó. Su cuerpo, su olor, su tacto, se alejaron para siempre, dejaron de tentarla, de incitarla a la rendición. Paula se sentía ligera, libre de carne y de huesos. Pedro la miraba con el ceño fruncido, taladrándola con la mirada. Parecía a punto de decir algo, pero no habló. Luego, de repente, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a la mansión. En cuanto rompió el contacto visual con él, Paula perdió su capacidad de seguir en pie y cayó de rodillas sobre la hierba. Después de lo que le pareció una eternidad, recobró la capacidad de pensar y de sentir, lo cual era muy triste, pues solo podía sentir dolor. No un dolor físico —aunque le daba la impresión de que tenía los labios hinchados tras el agresivo beso de Pedro—, sino el dolor de la humillación. No se había parado a pensar que, anulando la boda, lo había dejado a él en muy mal lugar. Sin embargo, en aquel momento no le cabía la menor duda de que el beso había sido un gesto calculado para humillarla, puesto que la había rechazado en el mismo instante en que su rendición evidente. 

Serás Mía: Capítulo 38

Se detuvo a un metro de ella, escrutándola con la mirada de arriba abajo. De repente, nerviosa y desconcertada, Paula se mezo el cabello, como si quisiera mejorar su desastrado aspecto. Cuando no estaba cómoda con su físico siempre se sentía en desventaja. ¿Y a quién le importa lo que él piense?», se dijo. «Yergue bien esos hombros y míralo a los ojos tú también. Tienes derecho a tener telarañas en el pelo, llevas todo el día entre vigas polvorientas. Y también tienes derecho a estar enfadada, sus manipulaciones han puesto a tu propia madre en tu contra». Pedro levantó la mano para tocarle la mejilla y ella retiró la cara con una expresión molesta. Fue un gesto muy tajante que pareció sorprenderlo mucho. La mano se le quedó congelada en el aire. Paula lo miró.


—¿Y ese gesto a qué se debe?


Pedro bajó la mano poco a poco.


—Simplemente —dijo, esbozando una sonrisa cínica—, a que tiene la mejilla sucia.


Ella se ruborizó, limpiándose con la manga. 


—Esa no es razón para pegarme.


Él abrió mucho los ojos, sin perder el cinismo de su expresión. Estaba indignado, era evidente, pero eso solo servía para aumentar la propia indignación de Paula.


—No crea que todo esto me resulta divertido, señorita Chaves. Y ahora, si me perdona, tengo que ir a cambiarme, tengo una cita.


—¿Una cita? —repitió Paula, sin saber por qué.


Pedro se encogió de hombros y se metió las manos en los bolsillos.


—Ahora tengo mucho tiempo libre y he decidido emplearlo haciendo algo de provecho.


—¿Salir es algo de provecho? —insistió Paula. Era una impertinencia preguntar tanto, pero lo que la sorprendía era sentirse molesta al conocer los planes de Pedro—. No tanto como encontrar una cura para el resfriado, pero si usted lo considera productivo, adelante.


Pedro respondió con mueca de sorpresa ante aquella ironía.


—Gracias. No habría seguido adelante si mi cita no hubiera contado con su aprobación —dijo, dando media vuelta y encaminándose hacia la casa.


Aquel sarcasmo le dolió a Paula. Antes de saber lo que estaba haciendo, se apresuró a alcanzarlo.


—Un último comentario antes de que se vaya —dijo, agarrándolo por el brazo—. No me ha dado una respuesta clara con respecto a mi madre.


¿Por qué no lo dejaba marchar? ¿Adónde podía conducir tanta insistencia? Se pasaba la mayor parte del tiempo evitando su presencia, ¿Por qué ahora lo retenía, impidiendo que se fuera?


—Supongo que sabe que mi madre insiste en que me arrastre a sus pies suplicándole que me acepte de nuevo —dijo—. Y ya que ha desplegado ante ella todos sus encantos para que piense que es usted perfecto, ¿Qué me sugiere que haga?


Pedro se giró para mirarla a los ojos. Parecía molesto.


—Me he limitado a portarme como un caballero, o, al menos, a procurarlo.


Paula se quedó desconcertada ante aquella respuesta.


—A propósito —prosiguió él—, yo no he desplegado mis encantos ante su madre ni hecho nada parecido. Me he limitado a tratarla con el respeto que merece. Pocas mujeres cuidarían de su suegro enfermo durante años sin la más mínima queja. Alejandra es una buena persona y yo la admiro, ¿Por qué no iba a tratarla con respeto? —se inclinó hacia Paula y bajó la voz—. Que sea su madre no significa que me inspire tan poco respeto como usted —sentenció, con una expresión de furia e indignación.


Resultaba amenazador, pero impresionante. 

Serás Mía: Capítulo 37

 —Para tu información, hijita, el abuelo Roberto me contó que Pedro había visto cómo se rompían muchos matrimonios que se basaban solo en los sentimientos. Su padre, por ejemplo, había roto la tradición familiar y se había casado con una mujer que conoció en California y que los abandonó cuando Pedro era apenas un niño. Creo que perder a su madre a tan temprana edad condicionó su forma de ver los matrimonios por amor.


—¿Y, después de contarme eso, de verdad sigues creyendo que decidió casarse conmigo por honor?


—Sus razones no importan —como cada vez que se enfadaba, su acento griego se hacía más pronunciado por momentos.


—¡Claro que importan! —exclamó Paula. Aquella discusión empezaba a parecerle surrealista—. Y no grites tanto, que nos va a oír.


—Si hace falta que grite para que entres en razón, gritaré, vaya si gritaré.


—¡Mamá!


—Pedro no está —dijo Alejandra asiendo la barbilla de su hija—. Lo ví marcharse hace un rato. Y Enrique también ha salido. Además, aunque nos estén oyendo, no estamos diciendo nada que no sepan.


—Mamá, por favor —Paula obligó a su madre a que la soltara y se apartó un poco—, no quiero que nos peleemos.


—No nos estamos peleando, solo intento convencerte de que Pedro es un hombre maravilloso, leal…


—Esta es la segunda vez que dices semejante cosa —la interrumpió Paula—. Me gustaría saber qué entiendes tú por leal.


—Me refiero a que honra a tu difunto abuelo y al suyo amoldándose a sus deseos. Por favor —le suplicó, asiéndole la mano otra vez—, pídele perdón y…


—¡No insistas, mamá! No pienso hacer semejante cosa. Ya tengo suficientes problemas con los hombres de la familia Alfonso. Y si piensas apoyarlos, te agradecería que te marcharas en el primer avión de vuelta a Kansas.


—Ni lo sueñes —anunció Alejandra, desafiante—. Me quedaré hasta que entres en razón.


—Mamá, no te empeñes. Además, él jamás me perdonaría. Me odia. 


—Lo que pasa es que lo has herido en su orgullo. Su actitud cambiará en cuanto le pidas perdón, ya lo verás.


¡Pedirle perdón! Pedro antes la tiraría por la ventana que considerar siquiera la posibilidad de casarse con ella. Paula estaba tan horrorizada por la distorsionada visión de la realidad que tenía su madre, que no pudo decir nada más; tras unos segundos de tensión, impotente, salió de la habitación dando un portazo. Furiosa, se encaminó al jardín, rezando para no encontrarse con Pedro; pero no había hecho más que pensar en esa posibilidad cuando el destino volvió a jugarle una mala pasada.


—¿Le ocurre algo, señorita Chaves?


Desesperada y furiosa con su madre, con Pedro y con el maldito destino, Paula se dió la vuelta para enfrentarse con el hombre que más odiaba en el mundo y que, apoyado en una encina, la contemplaba con una irónica sonrisa. Lo que menos podía soportar era que, sin esfuerzo aparente, había conseguido poner a Alejandra en contra suya. Lo señaló con un dedo acusador y gritó:


—Muy bien. Va a decirme ahora mismo qué le ha hecho a mi madre.


En cuanto la acusación salió de su boca, Paula se dió cuenta de que era ridícula, casi histérica. Pedro no dijo nada, seguía apoyado en el árbol, con las piernas cruzadas. Algo cambió, sin embargo; su sonrisa de disipó. Al parecer, no esperaba aquella reprimenda por pagar el viaje de su madre a California. Era posible, se dijo Paula, que hubiera exagerado, pero sus acusaciones tenían una base.


—Ha convencido a mi madre con sus adulaciones —dijo, apuntándolo con un dedo acusador.


Pedro se separó del árbol y se acercó a ella. Paula no estaba segura de si quería que saliera a la luz del sol, ya era bastante amenazador en la sombra.


—Muchas gracias, señorita Chaves, espero que su madre disfrute de su visita. 

Serás Mía: Capítulo 36

 —Mamá, por favor, no empieces. Aunque Pedro sea esa joya que has descrito, hay una cosa que me parece más importante.


—¿De verdad? —su madre puso el grito en el cielo—. No me digas que le encantan los animales y que adora a los niños. ¡Qué horror! ¡Qué cosa tan repugnante!


Era evidente que su madre estaba muy enfadada.


—Mamá, por favor, escúchame. Cuando digo que hay algo más, no tiene por qué ser una buena cualidad, sino que puede tratarse de algo malo.


—¿Malo? —su madre no parecía dispuesta a creer que su ídolo tuviera algún fallo—. ¿Te ha pegado acaso?


—¡No, claro que no!


—¿Bebe? ¿Juega, quizá?


—No… Que yo sepa al menos.


Alejandra lanzó una mirada llameante a su hija. Estaba a punto de perder la paciencia.


—Mamá, por favor, ese tipo es un vengativo. Me ha estado haciendo la vida imposible desde que fue a buscarme al aeropuerto. No es como tú te imaginas.


—¿Vengativo, dices? —le espetó su madre acusadoramente—. ¿Y por qué crees que reacciona así? ¿No será quizá porque lo dejaste plantado en el último minuto? Es un Varos, viene de una familia de lo más respetable. ¿Cómo hubieras reaccionado tú si la situación hubiese sido la contraria? Tú también querrías vengarte entonces, ¿no?


—No —dijo Paula, convencida—. Intentaría seguir adelante con mi vida y olvidarlo cuanto antes —tuvo una súbita inspiración y añadió—: Estoy segura de que papá no se hubiera portado tan mal como él.


Alejandra se quedó callada un momento antes de soltar una respuesta que Paula no se esperaba.


—No, hija, tu padre me habría perseguido con un garrote para darme un buen golpe en la cabeza.


—No me parece nada gracioso eso que dices.


—Es que no pretendo ser graciosa, cielo. Tu padre tenía su carácter y su orgullo. Contigo fue un buen padre, cariñoso y atento, pero podía ser muy desagradable, y no perdonaba las ofensas. Creo que si estuviera vivo, no le habría gustado nada lo que has hecho; diría que has mancillado el honor de la familia Chaves.


—No tienes ningún derecho a decir cosas tan horribles del pobre papá —replicó Paula muy digna.


—Cielo, yo fui su mujer, y lo amaba, pero no puedo decir que fuera perfecto, ningún hombre lo es —su madre apretó sus manos entre las de ella, como si de esa forma quisiera infundirle un poco de sentido común—. Perdiste a tu padre cuando no eras más que una niña, y lo convertiste en tu héroe, pero no debes permitir que esa imagen ideal sea tu modelo de hombre en el mundo real. No esperes encontrar un santo, ni siquiera Niko lo es. Si yo estuviera en tu lugar, me arrodillaría a sus pies y le suplicaría que me perdonara y me diera otra oportunidad. Si le dejas escapar, te arrepentirás toda la vida. Ya sabes que tengo por norma no inmiscuirme en tus asuntos, pero este hombre es más de lo que cualquier mujer podría soñar, en todo y por todo: es guapo, generoso, leal, decente…


—¿Decente? ¿Leal? —Paula no podía dar crédito a lo que estaba oyendo—. ¿Me quieres decir qué decencia puede haber en la venganza? Y me río de su lealtad: Me trata o como a una idiota o como si pensara que soy lo peor.


—Pedro Alfonso podría tener a la mujer que deseara con solo chasquear los dedos —la interrumpió su madre, terminante— y, sin embargo, optó por cumplir su promesa.


—¿Y qué? —Paula estaba tan furiosa que casi gritaba—. Es un hombre muy convencional que se pasa la vida viajando, sin tiempo para molestarse en cortejar a una mujer. Está demasiado ocupado y es demasiado egoísta como para enamorarse. 

lunes, 26 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 35

 —¡Cariño! ¡Baja de ahí a darle un abrazo a tu madre!


—¡Mamá! ¡Estás guapísima! —tenía las mejillas sonrosadas y la mirada brillante. Y parecía estar de mucho mejor ánimo que hacía cinco días, cuando Paula se había ido de Kansas—. ¿Has tenido buen viaje?


—Sí, estupendo.


—Me alegro —la joven se precipitó en brazos de su madre, evitando mirar a Pedro, aunque era plenamente consciente de que estaba tan cerca que podía sentir el olor de su loción de afeitar.


—Pedro es un anfitrión encantador —dijo su madre y, tras besar a su hija, apretó la mano al joven, un gesto que a Paula le pareció tan irreal como un sueño, o, mejor dicho, como una pesadilla—. ¡Un hombre tan generoso! —añadió, dándole un cariñoso pellizco en la mejilla para mayor consternación de Paula—. Hemos tenido una conversación de lo más interesante, parecía como si nos conociéramos desde hace años —se volvió hacia su hija con una expresión que solo se podía calificar de beligerante—. Cariño, no entiendo por qué no quisiste casarte con este amor de hombre —fue su asombroso reproche.


Paula se quedó tan pasmada que no supo qué decir.


—Pedro, cielo —continuó su madre, tan contenta como una niña con zapatos nuevos—, si me dices dónde está mi cuarto, subiré a darme un baño antes de la cena —lo asió por el brazo y le dedicó la más encantadora de sus sonrisas—. Estoy deseando volver a ver a Enrique. ¡Qué hombre tan maravilloso, tan parecido a su nieto! Cómo voy a disfrutar con esta visita.


Paula se quedó petrificada, incluso cuando la pareja salió de la estancia no podía reaccionar. ¿Qué por qué no se había casado con aquel amor de hombre? ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Es que su madre se había vuelto loca? A juzgar por cómo la había tratado, parecía que le hubieran lavado el cerebro. ¡Y ella que había creído que podía contar al fin con una aliada incondicional! En el fondo de su corazón, tenía la esperanza de que, una vez lejos de la malévola influencia de aquel moderno Maquiavelo, su madre volviera a sus cabales y entendiera la gravedad de la situación. Una hora más tarde, se cruzó con su madre en la escalera.


—¡Mamá! Creía que querías darte un baño.


—Y ya lo he hecho. ¿Querías acaso que me quedara a remojo, como los garbanzos? —se había puesto unas mallas negras y un jersey azul claro. Con el pelo recogido en una cola de caballo, parecía más su hermana que su madre—. Cariñito —le dijo con aire misterioso—, hay algo de lo que tenemos que hablar.


Paula dejó a un lado el bloc y la cámara.


—¿Pasa algo?


Alejandra asió las manos de su hija y la miró preocupada.


—Tienes que decirme qué mosca te ha picado.


—No te entiendo —replicó Paula perpleja.


—Sí, hija, ¿Qué te pasa con Pedro? 


—No… No sé a qué te refieres.


—Hijita, cuando regresaste a casa y me dijiste que habías anulado la boda, no te dije nada; pensaba, y así te lo dije, que esa era una decisión tuya. Pero ahora que he conocido a ese chico, me pregunto si no te habrás vuelto loca de remate —declaró Alejandra sin ambages—. ¿Qué le encuentras de malo? ¿No es lo suficientemente atractivo para tí? ¿Lo bastante rico? ¿No te parece generoso tal vez, a pesar de haber dado a la mujer que lo dejó plantado ante el altar el mejor trabajo de su vida? ¡Ah! Y de haber pagado todos mis gastos. ¿Es que no te acuerdas de lo mucho que lo quería tu abuelo? ¿Es que todo eso no significa nada para tí? Pues entonces, hija, ya me dirás tú qué es lo que esperas de un hombre.


Paula sabía que su madre solo recurría al sarcasmo cuando estaba muy enfadada o molesta. Y en ese momento parecía las dos cosas. 

Serás Mía: Capítulo 34

Paula no quiso añadir que la presencia de su madre suavizaría las tensiones entre los Alfonso y los Chaves. Además, pasara lo que pasara, siempre podía contar con su apoyo incondicional. Se quedó mirando a Pedro, expectante; sabía que una negativa empeoraría las cosas hasta un extremo insoportable.


—Por supuesto. Su madre puede venir cuando lo desee —dijo justo cuando la tensión empezaba a hacerse insoportable.


—¿De… De verdad?


Paula apenas podía creer en su buena suerte. Cuando Pedro salió de la habitación, colocó el interruptor con manos temblorosas, sin dejar de darle vueltas a aquel cambio de actitud tan inexplicable. ¿Qué diantres estaría maquinando aquel demonio para seguir atormentándola? Cuando llamó a su madre, enseguida advirtió que esta estaba encantada con la invitación. Mariano se ocupó de todo por orden de Pedro, que incluso pagó el billete, lo que alarmó aún más de lo que lo estaba a Paula. ¿Por qué se mostraba tan amable cuando ella sabía perfectamente que le encantaría someterla a terribles torturas con sus propias manos? Aunque quería ir ella misma a buscar a su madre, eso le desbarataría el plan de trabajo que se había hecho, así que, ante el riesgo de tener que alargar su estancia por no acabar a tiempo el encargo, muy a su pesar le pidió a Mariano que por favor se ocupara de que alguien fuera a recoger a su madre y la acompañara a casa. Echó un vistazo a su reloj. Las tres y media. Como el avión había aterrizado dos horas antes, estarían a punto de llegar. Tenía tantas ganas de ver a su madre que le costaba concentrarse. Decidió trabajar en el recibidor, de forma que pudiera verla en cuanto llegara, así que se encaramó a una alta escalera y se puso a sacar fotos de las molduras del techo, muy estropeadas por las sucesivas capas de pintura. Pensó que daría cualquier cosa por poder asistir al proceso de restauración paso a paso, por tener la oportunidad de ir descubriendo cada pequeño detalle. Sin embargo, su trabajo acabaría en cuanto presentara el proyecto.


 Oyó que se acercaba un coche y, con el corazón acelerado, al poco rato vió que se abría la puerta principal. Su madre, su mejor amiga, su apoyo, estaba a punto de entrar, de hecho, oía su inconfundible risa en el porche. ¿Su risa? La última vez que había hablado con ella, apenas un par de días antes, Alejanra Chaves estaba aún absolutamente deprimida por la muerte de su adorado suegro. ¿Quién podría haber conseguido el milagro de hacerla reír como a una niña? Otra carcajada, profunda y varonil, se mezcló con la de su madre, y Paula supo inmediatamente quién era el «Culpable», aunque la verdad era que nunca antes había oído reír a Pedro Alfonso. No tenía tampoco la menor idea de que hubiera ido en persona a buscar a su madre al aeropuerto. Alejandra, bajita y morena, aún muy atractiva, entró del brazo de Pedro, muerta de risa. Estaba tan guapa y alegre que aparentaba diez años menos de los 49 que en realidad tenía.


—¡Mamá! —exclamó Paula entre alegre y asombrada.


Alejandra la buscó con la mirada; llevaba un vestido de cuadros que acentuaba su esbelta silueta, un rasgo que Paula hubiera querido heredar, en vez de las rotundas curvas que procedían de su lado Chaves. Cuando su madre por fin la localizó en lo alto de la escalera, le dedicó una sonrisa, aunque, para sorpresa de ella, en su expresión había una huella de disgusto. 

Serás Mía: Capítulo 33

 —¡Vaya! Es cierto —exclamó asombrada. La extrañaba no haber encontrado ese dato en la documentación que había leído sobre la casa, aunque tenía que reconocer que había prestado más atención a los detalles arquitectónicos y estructurales que a la ubicación.


—Sí, es la costa; aunque no haya playa, me gusta pasear al borde de los acantilados. Las vistas son magníficas. Así que ya ve, tenemos más agua que la de la piscina.


Ante aquella mención, Paula bajó la cabeza, muerta de vergüenza, sin poder evitar que, en su mente, la imagen del océano se viera desplazada por otra mucho más carnal y cercana.


—Hace usted mucho ejercicio —comentó tontamente. 


—¿Qué?


Paula deseó que se la tragara la tierra. No podía admitir que lo había visto nadar desnudo todas aquellas noches, eso estaba fuera de toda cuestión.


—Ya… Ya me había fijado en la piscina.


Pedro la miraba impávido, lo que era aún peor; de esa forma no podía saber si la creía o si le importaba un pimiento que lo hubiera visto nadar desnudo. ¡Aquel hombre la exasperaba!


—Debería darse usted una vueltecita por los alrededores —comentó Pedro despreocupadamente—. No creo que en Kansas tenga muchas oportunidades de disfrutar de unas vistas como las que tenemos por aquí.


—No se crea que el Pacífico es la única vista que merece la pena — replicó Paula al punto, herida en su amor propio.


Sin embargo, nada más pronunciar esas palabras se dió cuenta de que estaba reaccionando como una paranoica. Le molestaba que él la tratara con aquel paternalismo, como si pensara que no era más que una pobre provinciana. Estaba tan nerviosa que, sin darse cuenta, había apretado el interruptor con demasiada fuerza, y este le había dejado la marca en la palma de la mano.


—He estado en Florida dos veces, y no creo que el Atlántico sea muy diferente al Pacífico —refunfuñó—. Le recuerdo que estoy aquí para hacer un trabajo, y me parece que los paseítos al borde del mar no forman parte de mis obligaciones. No estoy aquí de vacaciones, y no quiero quedarme en la casa ni un momento más de lo que requieran mis obligaciones.


Tampoco entonces su encendida perorata pareció tener el menor efecto en su adversario. Lo único que consiguió, una vez más, fue arrepentirse de sus palabras. Qué curioso. Más de una vez le había tocado tratar con clientes muy difíciles y siempre se había comportado con la mayor de las discreciones. ¿Por qué aquel hombre conseguía llevarla al límite sin esfuerzo aparente?


—Pues me alegro por usted —fue su seco comentario—. Si me perdona, voy a cambiarme para la cena.


Aunque sabía que iba a arrepentirse por lo que estaba a punto de decirle, estaba tan enfadada que no lo pensó dos veces.


—Señor Alfonso…


—¿Sí…? 


—Ahora que el abuelo ha muerto, mi madre se ha quedado sola. Como lo cuidó durante años, se siente un poco perdida. Me gustaría que viniera para poder estar con ella mientras hago este trabajo —le pidió—. Ya sé que no es una petición muy corriente, pero le ruego que la considere. Mi madre y su abuelo se conocen, tienen amigos comunes en Grecia. Unos días en esta casa, disfrutando de las vistas y de las charlas con Dion sobre los viejos tiempos serán el mejor remedio para su pena. 

Serás Mía: Capítulo 32

 —Ni pensarlo —murmuró entre dientes, mientras se dejaba las uñas intentando levantar el interruptor de la pared de una de las habitaciones—. No pienso dejarlo por nada del mundo. Soy capaz de soportar esta tortura psicológica.


Pero cuando oyó un ligero carraspeo a sus espaldas se quedó petrificada. Por desgracia, estaba segura de que no era el mayordomo. Con toda la calma que fue capaz de reunir, siguió con lo que estaba haciendo como si nada.


—¿Qué quiere? —preguntó sin volverse.


—No quería interrumpir su charla con el interruptor —se burló Niko mientras se acercaba a ella—. Por curiosidad, ¿Qué es lo que le responde?


Paula quitó el último tornillo y simuló estar muy interesada en el estado de la instalación eléctrica.


—Nada. Los interruptores escuchan y callan. Están mejor educados que los hombres de por aquí.


—¿A cuántos hombres conoce por aquí?


—A dos —Paula se volvió para mirarlo componiendo el gesto más profesional de que fue capaz—. Tiene usted suerte, señor Alfonso: La instalación eléctrica fue renovada hace pocos años, eso le ahorrará bastante dinero —no sabía por qué se molestaba en advertírselo. Aquel hombre tenía más dinero que naranjas había en California. ¿Qué podían significar unos cientos de miles de dólares para él? Tal vez su interés por cambiar de tema no fuera más que un mecanismo de defensa inconsciente.


—Vaya, cuánto me alegro —se apoyó en la jamba con tal gracia que a Paula la recorrió un escalofrío por la espina dorsal nada más verlo. Llevaba un chándal gris y zapatillas de correr; tenía el pelo alborotado y las mejillas arreboladas, como si acabara de hacer deporte—. Sin embargo, ya lo sabía. Hice que examinaran la casa antes de comprarla.


—Qué bien —dijo Paula, aunque la fastidiaba enormemente que hubiera vuelto a tomarle el pelo. Buscó la cámara y sacó una foto de la instalación—. ¿Me buscaba usted para algo?? —preguntó, incómoda.


Aunque estaban a más de un metro de distancia, por alguna extraña razón la intimidad con aquel hombre se le antojaba insoportable. Cada vez que lo veía, su actitud hipercrítica combinada con la sensualidad que se desprendía de cada poro de su piel tenía un efecto demoledor sobre el sistema nervioso de Paula, como un subidón de adrenalina instantáneo. Y aquella ocasión no fue una excepción. Se puso tan tensa que cuando quiso colocar otra vez el interruptor, se le cayó, no una sino dos veces. Apretando los dientes, posó la cámara en el suelo y recogió la rebelde pieza con las dos manos.


—No quería decirle nada en particular —dijo Pedro—. Solo pasaba por aquí.


—¿Es que ahora se dedica a hacer jogging por los pasillos?


—No, he estado en el mar.


—¿Qué mar? —preguntó Paula confusa.


—Ya veo que no se le daba muy bien la geografía en el colegio.


—Ya sé que estamos en la costa del Pacífico, no soy tan tonta, pero creía que esta casa estaba hacia el interior.


—Pues en ese caso debería molestarse en mirar por la ventana; desde esa, por ejemplo – Pedro le señalo el ventanal que había a sus espaldas.


¿Creía de verdad que estaba tan absorbida por su trabajo que ni tiempo tenía en fijarse en lo que había a su alrededor?, ¿o que era de esas personas a las que los árboles no les dejan ver el bosque? Aquel tipo tenía mucho descaro; era él con sus impertinencias lo único que la sacaba de quicio. Con un suspiro de pura exasperación, se dió la vuelta y se acercó a la ventana. Delante de ella se extendía, en primer plano, el bien cuidado jardín, con sus macizos de lavanda, limitado por un muro que lo separaba de un prado bordeado de pinos, cedros y robles. Y para sorpresa de Paula, más allá relucía el océano bajo el sol de la tarde. 

Serás Mía: Capítulo 31

Traviesa, volvió a asomarse al balcón. Gracias a que tenía una vista excelente, podía verlo casi con el mismo detalle que si fuera de día. Cuando el hombre llegó al extremo más profundo y se puso boca arriba, tuvo que contener un gemido ante la visión de aquel cuerpo que parecía salido de un estudio de anatomía; se le disparó el pulso y le temblaron las rodillas. Para evitar caer de cabeza al patio, se agachó agarrándose con fuerza a los barrotes.


—Ahora entiendo lo que es de verdad un dios griego —murmuró, rezando para que Pedro Alfonso no tuviera la costumbre de nadar desnudo todas la noches. 


Paula se preguntaba si Pedro tenía idea del efecto que causaba en ella el que nadara todas las noches desnudo. Todas las noches. No importaba lo tarde que fuera o lo que ella tardara en darse su baño, en cuanto se ponía la bata y salía al balcón, allí estaba él haciendo largos en la piscina, con el único propósito, pensaba Paula, de exhibir ante ella su glorioso cuerpo, digno de un atleta olímpico. Aquel era un comportamiento despreciable. Si acaso pensaba que la estaba castigando, enseñándole lo que se había perdido al darle calabazas, solo podía decirse que era el más egoísta y pretencioso de los hombres. 


Ella no salía al balcón para verlo, salía para disfrutar del fresco aire nocturno y divagar contemplando los jirones de niebla… Era una lástima que esta no fuera lo suficientemente densa como para taparle la visión de la piscina. Incluso en las noches más cerradas, había podido ver su silueta rompiendo el agua, como si fuera Poseidón redivivo. De ese modo, su adversario se las arreglaba para ocupar sus pensamientos todo el día, mañana y noche, dormida o despierta. Si bien durante las comidas él no le prestaba la menor atención, su abuelo la mareaba con su incesante charla en la que al menos una docena de veces se mencionaba el tema de la «Deshonra de la familia». Para colmo, era especialista en lanzarle las más terribles acusaciones con la mejor de sus sonrisas y haciendo gala de unos modales versallescos, por lo que era imposible enfrentarse a él abiertamente. Si hubiera que juzgarlo por su comportamiento, y no por sus palabras, cualquier observador imparcial hubiese dicho que el anciano estaba encantado con ella. Pero, por desgracia, como podía entenderlo muy bien incluso cuando hablaba en griego, sabía de sobra que los dos hombres se sentían muy decepcionados por el fracaso de la boda y, cada uno a su manera, procuraban hacérselo pagar, lo que, para colmo, estaba empezando a afectar a su trabajo. Le fallaba la concentración, se le escapaban las ideas y se sorprendía a sí misma recordando esos momentos en los que espiaba a Pedro desde el balcón, por mucho que se empeñara en decirse a sí misma que no lo hacía a propósito. Si no se daba un respiro, acabaría por derrumbarse. 

viernes, 23 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 30

 —He dicho que fenomenal… Será completamente imparcial —replicó ella sin mirarlo, con la más dulce de las vocecillas.


Pedro hizo una mueca y se esforzó por recuperar su interés habitual en las fluctuaciones del mercado de valores. La presencia del abuelo supuso un contratiempo inesperado para Paula. Su encantadora sonrisa y exquisitos modales apenas disimulaban el aborrecimiento que sentía por ella y por lo que le había hecho a su adorado nieto. Para Enrique, Paula no solo había insultado gravemente a Pedro, sino que había deshonrado la memoria de Roberto; el que por su culpa se hubiera suspendido la boda era una traición que no iba a perdonarle. Su presencia en la casa empeoraba las cosas hasta un punto casi insoportable.


Paula se dedicó a trabajar en cuerpo y alma, esforzándose por evitar tanto al abuelo como al nieto. Se dedicó a examinar paredes, levantar cuidadosamente capas y capas de papel pintado, desclavar moquetas, hacer todo tipo de mediciones, subir y bajar escaleras, y tomar innumerables notas en su cuaderno. Tenía por delante un millón de decisiones que tomar. Una vez hecha la labor de documentación, empezaba el auténtico trabajo, que incluía no solo la restauración sino la redecoración de la mansión, siempre teniendo en cuenta sus características arquitectónicas, los espacios, la luz y mil consideraciones más, entre las que destacaba la importancia histórica del edificio. Era una tarea monumental y, al final de aquel día, no había hecho más que empezar. A las siete de aquella tarde estaba muy cansada y sudorosa, y no tenía la menor gana de enfrentarse ni con Pedro ni con su abuelo. Como no podía permitirse la debilidad de pedir que le subieran la cena a la habitación, optó por una solución de compromiso: le diría a la cocinera que le preparara un bocadillo y un vaso de leche, se lo tomaría en la cocina a toda velocidad y subiría a su cuarto para darse un baño reparador y acostarse. A buen seguro, aquella noche dormiría como un tronco. Estaba cansadísima.


La cocinera, una voluminosa matrona de mediana edad que tenía la misma voz que una ratita de los dibujos animados, le preparó enseguida un delicioso sándwich de carne. Paula lo engulló sentada en uno de los bancos que rodeaban la gran mesa de roble; aquella fue su primera comida en paz desde que había llegado a esa casa. En medio de aquella cálida atmósfera, entre los deliciosos aromas de la cena, consiguió incluso relajarse. Durante unos minutos que se le antojaron preciosos, pudo estar segura de que nadie la estaba mirando por la espalda.  Aunque la cena que estaban preparando tenía un aspecto de lo más apetecible, se dijo que no merecía la pena, que si el precio que tenía que pagar por ella era aguantar las impertinencias de aquellos dos hombres, prefería mil veces darse un baño y acostarse, tal y como había planeado. Después del baño, se envolvió en el albornoz y se asomó al balcón. La niebla se había levantado a mediodía, pero se había vuelto a echar a eso de las cuatro. Aunque no era tan densa como por la mañana, podía percibir sus fantasmales jirones a la altura del tejado. Le llamó la atención un movimiento en la piscina, oyó un chapoteo y, fijándose con más atención, notó un movimiento en la superficie del agua. Cuando consiguió acostumbrarse a la oscuridad, vio que alguien estaba nadando. Debía ser una piscina climatizada, pues la noche era realmente fresca. Con poderosas brazadas, el nadador cruzó de un extremo a otro; ella se quedó mirándolo, fascinada. Era un hombre alto y atlético, con un estilo impecable. Cuando inició el segundo largo, la turbación de la joven llegó al límite al comprobar que el joven no llevaba traje de baño. Aunque una vocecita en su interior le decía que no debía seguir espiándola, se sentía incapaz de apartar la vista. « ¡Qué diablos!», se dijo para sus adentros, «Es él el que se expone nadando desnudo. Si alguien lo ve, es culpa de él». 

Serás Mía: Capítulo 29

Se había quedado fascinado al ver lo que había pedido para desayunar. Encantado, a decir verdad, pero, por suerte, ella había tomado su gesto de sorpresa por franca desaprobación. Maldita fuera y maldita la hora en que se le ocurrió ponerse aquella ropa tan sugerente. No había considerado esas posibilidades en sus bien trazados planes, y no sabía cómo enfrentarse a ellas.


—Vaya, vaya, ¡Pero qué reunión tan animada!


A Pedro no le hizo falta levantar la cabeza para darse cuenta de que su abuelo acababa de hacer su entrada: Un hombre robusto de unos setenta y tantos años, con una espesa mata de pelo gris y paso juvenil. Llevaba un traje oscuro, una corbata discreta y una camisa blanca, prendas que constituían su atuendo habitual. Lucía un impresionante mostacho y cada vez que sonreía, su rostro se contraía en mil arrugas en torno a la boca y a los ojos, casi ocultos bajo dos pobladas cejas.


—¡Abuelo! —exclamó Pedro—. ¿Desde cuándo te dignas a honrarnos con tu presencia a estas horas tan tempranas? 


El anciano hizo caso omiso de la ironía implícita en las palabras de su nieto.


—He venido en cuanto me he enterado de que había llegado esta pequeña traidora —replicó con su fuerte acento griego y sin quitar la vista de encima a Paula, que se había puesto colorada. El anciano le asió una mano y se la besó gentilmente—. Debería estar muy enfadado contigo, hijita —empezó—. Sin embargo, nadie podrá decir nunca que Enrique Alfonso no ha tratado con respeto a una mujer —le soltó la mano y la miró con expresión más seria—. Sentí mucho lo del pobre Roberto —le dijo mientras sacaba su rosario del bolsillo y se ponía a juguetear con las cuentas—. Ha sido una pérdida irreparable.


—Gracias —murmuró Paula—. ¿Usted fue al funeral, verdad?


—Sí, pero, dadas las circunstancias, solo estuve un momento. Pensé que sería mejor que nos conociéramos cuando hubiese pasado un poco de tiempo. La terrible vergüenza que pesa sobre nuestras dos familias todavía era muy reciente.


Pedro dejó el periódico sobre la mesa y se recostó en la silla. A pesar de su suave tono, Enrique le estaba soltando a Paula una filípica de padre y muy señor mío; con toda cortesía, le estaba diciendo que consideraba lo que había hecho un crimen imperdonable, no solo ofendía a su nieto sino que arrojaba la deshonra sobre la familia entera. La pobre chica no sabía dónde meterse. No cabía duda, se dijo admirado, de que su abuelo sabía hacer las cosas con estilo. Sin embargo, pensó que sería mejor terminar con aquella situación, no fuera a ser que ella se marchara de la habitación y los dejara con la diversión a medias, así que se decidió a interrumpir.


—Abuelo, ¿Por qué no te sientas con nosotros? ¿Ya le has dicho a la cocinera lo que quieres desayunar?


—Sabes de sobra lo que pienso de esos comistrajos americanos, Pal —refunfuñó el viejo—. Le he pedido que me traiga un plato de higos y un poco de pan.


—Seguro que le encanta el cambio. Anda, siéntate y sírvete un poco de café —Pedro se volvió hacia Paula. Mi abuelo se quedará con nosotros mientras duren las obras, señorita Chaves —abrió el periódico y se escudó detrás de él—. Hará de árbitro —la joven farfulló algo ininteligible—. Perdone, ¿Cómo dice?

Serás Mía: Capítulo 28

 —Yo…, Eh… —empezó, vacilante. Solía desayunar fuerte, pero todo aquello era demasiado—, tomaré café con leche, una tortilla y zumo… — cuando hizo una pausa, el mayordomo se retiró, al entender que había terminado—. ¡Espere! —gritó. Al momento le dió rabia sonar tan desesperada; a fin de cuentas, habría tenido otra oportunidad cuando el mayordomo regresara con el café.


—¿Sí, señorita? —replicó al punto el complaciente empleado.


—Quisiera también un par de tortitas… Por favor.


Inmediatamente se dió cuenta de que Pedro la estaba mirando con expresión divertida.


—Tengo mucha hambre —le explicó, ofendida—. ¿Pasa algo?


—Pero si no he dicho nada, señorita Chaves —murmuró él, escondiéndose detrás del periódico.


—Por si no lo sabe, el desayuno es la comida más importante del día.


Pedro no dijo nada hasta que Bernardo acabó de servir el café y salió de la estancia.


—La mayor parte de las californianas de su edad limitan el desayuno a un café solo y una galleta integral —comentó.


Muy bien, puede que pesara unos cuantos kilos más que una supermodelo, pero eso no le importaba lo más mínimo. No quería ser modelo, y le daba lo mismo si se ajustaba o no a la idea que él tenía de cómo debía ser la mujer perfecta.


—Debería alegrarse de que rompiera el compromiso, señor Alfonso—le espetó, mordaz—. Así no tendrá que soportar usted mis redondeces de chica de pueblo.


¿De verdad se había atrevido a decir aquello en voz alta? ¿Cómo había podido ser tan inconsciente de recordarle su pecado original, la promesa rota? Por toda respuesta, Pedro asió la taza y bebió un largo sorbo antes de volver a concentrarse en su periódico. Aunque no dijo una palabra ni hizo ningún gesto, todo en su actitud denotaba la hostilidad más absoluta. Mantenía la mirada fija en el periódico sin leer ni una maldita palabra. Desde que aquella mañana se había chocado de repente con su ex prometida, era como si se le hubiese bloqueado una parte del cerebro que todavía no había despertado. Le pareció mucho más suave de lo que se había imaginado cuando la vio en el aeropuerto, vestida con aquel traje tan formal. Con los vaqueros y la camiseta, no había la menor duda de que Paula Chaves era todo un pedazo de mujer, y no una de esas delgaduchas que tanto abundaban en California. ¡Santo Dios! Ni siquiera había podido evitar ofrecerle la mano para ayudarla, y eso que seguía firme en su determinación de hacerle la vida imposible. ¿Qué demonios le había pasado para convertirse de repente en un remedo del maldito Sir Galahad? De hecho, estaba tan idiota que, cuando mencionó los hábitos alimenticios de las mujeres de su entorno, su intención había sido piropearla. Era algo que había dicho de manera espontánea, sin pensar, pero que, paradójicamente, ella se había tomado como si fuera un insulto, así que por lo menos en ese punto su orgullo quedaba a salvo. Tenía que meditar los próximos pasos con calma si quería tener éxito en sus planes de venganza. No dejaba de lamentar que las cosas tuvieran que ser así, pues empezaba a pensar que Paula Chaves era una mujer que merecía mucho la pena. Carraspeó e intentó concentrarse en la información bursátil; al fin y al cabo, los atributos de ella no eran de su incumbencia: Ni era su mujer ni su prometida, sino tan solo una empleada a su servicio, y tenía que hacérselo saber sin el menor género de duda. 

Serás Mía: Capítulo 27

Su mera presencia la turbaba de tal forma que hasta le costaba comer, con lo hambrienta que estaba tan solo un momento antes. Para mayor ironía, vestido con unos vaqueros y una camiseta remangada hasta el codo, parecía un auténtico vaquero de Kansas. Se le ocurrió que tal y como estaba en aquel momento, con el pelo algo revuelto, leyendo al tiempo que saboreaba los trozos de melón, parecía salido de un anuncio de cualquier cosa, por ejemplo uno del mismo Wall Street Journal cuyo pie dijera: Los hombres de verdad leen The Journal. U otro que pusiera: Los hombres de verdad comen sano. Tuvo que admitir que la foto que su abuelo había llevado durante tantos años en la cartera no le hacía la menor justicia. Desde sus lejanos diecisiete años, aquel hombre había madurado espectacularmente, hasta convertirse en un magnífico epítome de la masculinidad.  ¿«Magnífico epítome»? ¡Si no se andaba con cuidado iba a acabar prendada de aquel hombre como una estúpida colegiala! No podía seguir por aquel camino: El tipo en cuestión la odiaba, y lo único que había de magnífico en él era su apariencia. Todo lo demás, actitud, carácter, reacciones… Solo podía calificarse de deplorable. Casi sin querer, se puso a pensar qué habría ocurrido si se hubiesen conocido antes del día de la boda. ¿Cómo se habría portado entonces con ella? ¿Qué hubiera pasado si hubiese empleado todo sus encantos en seducirla? Exasperada consigo misma, sacudió la cabeza para apartar aquella imagen. Más que entretenerse en fantasías sin sentido, debería prepararse para las torturas que, a buen seguro, estaría pensando en infligirle durante las tres semanas que durara el trabajo.


En ningún momento había lamentado la decisión de anular la boda. Quería casarse, sí, pero solo lo haría con alguien de quien estuviese completamente enamorada, y no por cumplir con su deber. Que en el caso de sus padres hubiese funcionado ese sistema no quería decir que fuera lo mejor; además, su padre había sido un hombre modélico. Aunque ella solo tenía siete años cuando murió, en su corazón atesoraba un montón de recuerdos de la bondad de Miguel Chaves. Su madre había sido una mujer muy afortunada, pero su caso era la excepción que confirmaba la regla. Paula se fijó en la forma en que Pedro pasaba la página y leía una de las columnas. Tenía unas pestañas increíbles para ser hombre, largas y espesas. «Bueno, ¿Y qué si es más guapo que un artista de cine?, se reprochó enfadada. «Para que fuera soportable tendría que cambiar de arriba abajo; es un engreído, un arrogante, no se parece en absoluto a tu padre. No le des más vueltas, hiciste lo correcto al romper el compromiso». El mayordomo entró en la estancia y anunció:


—Para el desayuno, la cocinera ha preparado tostadas francesas, revuelto de champiñones con queso y quiche de salmón, además de los bizcochos habituales, café y zumo.


Paula se quedó pasmada ante semejante despliegue. No estaba muy segura de si tenía que comer todo aquello o podía elegir.


—Solo café para mí, gracias pidió Pedro sin levantar la vista del periódico.


La joven lo miró escandalizada. ¿Iba a ser capaz de dejar que se desperdiciara toda aquella comida? 

Serás Mía: Capítulo 26

Tendría que aprender a manejar aquellas situaciones si no quería correr el riesgo de morirse de hambre, o caer en la humillación de pedir que le subieran una bandeja a su cuarto… Y no iba a hacerlo, sobre todo para no darle argumentos que apoyaran su teoría de que era una cobarde. El mayordomo había trabajado con la precisión de un reloj suizo y, a las siete en punto, el desayuno para dos estaba impecablemente servido en una mesa de formica. Cada uno tenía una macedonia de frutas, con melón y frambuesas, al lado del cubierto. Rápidamente Pedro se acercó a la mesa para retirarle la silla. Paula se quedó mirando con suspicacia el respaldo de vinilo rojo.


—¿Qué hace? —preguntó, temiéndose que le apartara la silla justo en el momento en que ella fuera a sentarse.


—¿Es que no hay caballeros en Kansas? —preguntó Pedro a su vez, enarcando las cejas.


—A montones. Se dan como hongos; debe de ser por el clima — replicó Paula mientras se sentaba—. Si algún día va por Kansas, ya verá usted unos cuantos.


Para evitar mirarlo, paseó la vista por la estancia. A Dios gracias, los detalles arquitectónicos estaban intactos, la mayor parte de los desaguisados eran puramente cosméticos. Lo único que se veía por los amplios ventanales era un mar de niebla. 


—Un solárium precioso —comentó—, pero sin sol, curiosamente — un diablillo travieso le hizo añadir—: Y yo que creía que había dicho usted que siempre cumplía sus promesas.


—Está usted muy ocurrente hoy —replicó Pedro gélidamente—. Por lo que se ve, ha dormido muy bien.


—Como un bebé —mintió Paula colocándose la servilleta en el regazo. Aquel pedacito de tela era de una calidad tan excelente que seguramente costaba bastante más que sus vaqueros.


Pedro empezó a comer su macedonia, con toda su atención ostensiblemente concentrada en el periódico que tenía doblado al lado del plato. Por eso tenía tanto interés en desayunar con ella, para hacerle semejante demostración de indiferencia. Decidida a que no notara lo mucho que su actitud la molestaba, Paula se dispuso a desayunar en aquella estancia de aire fantasmal debido a la niebla. Qué ironía, pensó: en su Kansas natal, los granjeros trabajaban en sus campos de trigo bajo un sol abrasador, y los ganaderos que cuidaban los rebaños no hacían más que mirar el cielo en busca de señales de lluvia. Pag. Y, sin embargo, en la casa de Pedro Alfonso no entraba ni un rayito de sol, todo el calor que podía encontrarse en ella era producido de forma artificial. Miró a su enemigo disimuladamente: Tenía el mismo aspecto que un fiero león en reposo; aunque parecía abstraído en la lectura, seguro que no se le escapaba nada de lo que pasaba a su alrededor. 

miércoles, 21 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 25

Bernardo, o como quiera que se llamara el mayordomo, la había informado de que el desayuno se servía a las siete, por lo que disponía de media hora para dar una vuelta por el jardín. Le encantaban las mañanas de verano, sentir la caricia del tibio sol sobre la piel antes de que el calor se hiciera insoportable. Un buen paseo mañanero sería la mejor medicina para sus maltrechos nervios. Paula bajó las escaleras de dos en dos y salió al exterior con una carrerilla. Sin embargo, paró en seco al darse cuenta de que no podía ver ni un palmo más allá de sus narices. El mundo a su alrededor parecía envuelto en humo. Durante un terrible segundo imaginó que la casa estaba ardiendo, pero enseguida se dio cuenta de que no olía a quemado. 


—¡Es niebla! —exclamó cuando cayó en la cuenta de la razón de aquel fenómeno—. ¡La famosa niebla de San Francisco!


Temblorosa, se arrebujó en la sudadera; el aire era húmedo y bastante frío. Cuando se dió la vuelta, apenas pudo distinguir el perfil de la mansión. Se quedó allí plantada, desconcertada y algo deprimida. No podía ponerse a hacer jogging en medio de aquella especie de caldo; no conocía el terreno lo suficiente y corría el riesgo de romperse el cuello si daba un paso en falso.


—¡Pues vaya con las mañanitas de verano! —exclamó, incómoda, y cuando se dió la vuelta para volver a la casa, se topó con el hombre que menos deseaba ver en el mundo—. ¡Ay! ¡Mi pie! —cojeando lastimosamente, entró en el recibidor y se sentó para masajear los doloridos dedos. Desde aquella posición tan poco elegante, su ex prometido tenía un aspecto impresionante… Impresionante pero bastante disgustado a la vez. ¿Qué demonios le pasaba? No era él precisamente quien estaba tirado por el suelo con los huesos del pie hechos fosfatina—. ¿Pero qué calzado lleva usted? ¿Botas de acero, acaso?


Al fijarse un poco más, notó sorprendida que, aunque en una mínima parte, estaba disgustado por haberle hecho daño.


—Lo siento mucho, señorita Chaves. No esperaba que entrara nadie con tanto ímpetu. Por favor, déjeme ayudarla —se disculpó, tendiéndole la mano.


Tras pensárselo un segundo, Paula desechó la idea y se levantó sin ayuda, más enfadada consigo misma que dolorida.


—No diga tonterías —murmuró, hosca. Echó un vistazo a su reloj: las siete menos cuarto. Aunque aún era pronto para desayunar, tal vez podrían servirle una taza de café; incluso podía preparárselo ella misma—. ¿El desayuno se sirve en esa especie de morgue a la que usted llama comedor? —preguntó con ironía, pero evitando cuidadosamente mirarlo a los ojos.


—No, en el solárium, al lado de la cocina.


—¡Solárium! ¡Caray! Así que es ahí donde ustedes guardan el sol… ya me extrañaba a mí no verlo por aquí fuera —comentó malévolamente. Sin embargo, su interlocutor no movió ni un músculo. Primero le fastidió que él no apreciara su sentido del humor… y luego se enfadó consigo misma por haber esperado semejante cosa—. Bueno, pues dígame por dónde es —le pidió gélidamente—. ¿O debo seguir el camino amarillo?


Pedro le señaló la dirección con un gesto. 


—Usted… ¿También viene? —preguntó, sorprendida.


—¿Preferiría acaso que no lo hiciera?


—Sabe perfectamente qué es lo que yo prefiero —replicó muy tiesa. «Verlo a usted en Australia, o, mejor aún, en Afganistán», pensó, aunque no dijo nada—. Entonces, ¿Va a desayunar ahora? —insistió. Estaba decidida a conseguir que le diera una respuesta directa, aunque eso le llevara todo el día.


—Me temo que sí. Desde hace años, tengo la costumbre de desayunar todos los días. Detrás de usted, señorita Chaves —dijo, indicándole el camino.


A Paula le hubiera encantado decirle que no pensaba sentarse a la misma mesa que él, pero, por desgracia, también tenía la mala costumbre de desayunar, y la verdad era que estaba hambrienta. Tenía la sospecha, cada vez más firme, de que el señor Alfonso planeaba convertir las comidas en refinadas sesiones de tortura, así que más le convendría ir haciéndose a la idea.


Serás Mía: Capítulo 24

Sacando fuerzas de flaqueza, lo miró con cierta arrogancia, rezando para que ese esfuerzo ocultara lo desgraciada que se sentía.


—Su… Supongo que estoy despedida. —«Es mejor así», se decía a sí misma. «Perderé la oportunidad de mi vida, es cierto, pero, me libraré para siempre de Pedro Alfonso».


Pero su enemigo se limitó a apoyar descuidadamente la mano sobre el respaldo de la silla que tenía más cerca y hacer un gesto señalando la puerta, con una actitud que de puro condescendiente resultaba insultante.


—Que duerma usted bien, señorita Chaves.


—¿Estoy despedida? —Paula no se había sentido tan desconcertada en su vida.


—¿Es eso lo que sus jefes suelen decirle cuando la despiden? — replicó Pedro irónicamente.


—Nunca en mi vida me han despedido —declaró Paula, indignada.


—Muy bien —continuó Pedro tras una pausa que solo sirvió para ponerla más nerviosa—. Entenderá entonces que desearle buenas noches no es una forma de despido… Lo que ocurre es que, en el fondo, desea usted ser despedida, ¿Verdad, señorita Chaves?


Pero ella estaba tan turbada que ni siquiera sabía cuáles eran sus auténticos deseos… Aunque tenía que admitir que salir de aquella casa haría, instantáneamente, que su vida fuera más sencilla. Desesperada, pugnó por articular una respuesta que resultara medianamente sensata. Después de lo que le pareció una eternidad, Pedro repitió:


—Buenas noches, señorita Chaves. Yo no le voy a poner las cosas fáciles, es cierto, pero usted podrá marcharse cuando quiera —añadió, mordaz—. Ya tiene experiencia en eso. 


Si a Paula se le había pasado por la cabeza en algún momento renunciar a aquel trabajo, las últimas palabras de Pedro hicieron que se reafirmara en su idea de quedarse aunque la casa se pusiera a arder. ¿Cómo se atrevía a decirle semejantes cosas? Con solo la décima parte de insultos de los que ella había tenido que oír, cualquier persona se sentiría legitimada para marcharse con la cabeza bien alta. Por desgracia, sabía que Pedro siempre podría echarle en cara que faltó una vez a su palabra, aquello era algo contra lo que no podía hacer nada.


—Muy bien, tiene todo el derecho del mundo a dudar de mí —dijo a su imagen reflejada en el espejo cuando, a la mañana siguiente, se preparaba para otro duro día de trabajo—, pero que ni se le ocurra pensar que eso me convierte en una víctima propiciatoria —murmuró, furiosa, mientras se hacía un moño.


Sorprendida, se dió cuenta de que había elegido un atuendo que casaba perfectamente con su estado de ánimo: Unos simples vaqueros, la más sencilla de las sudaderas y unas zapatillas de deporte. Pasaba completamente desapercibida, y eso era lo único que deseaba.


—Basta de lamentos —se animó—, es hora de empezar a trabajar.


Aunque apenas eran las seis y media de la mañana, le daba la sensación de que era mucho más tarde, pues casi no había podido dormir en toda la noche. 

Serás Mía: Capítulo 23

Paula negó con la cabeza, sonrojada hasta las orejas. Por supuesto, él tenía razón: Su intención había sido insultarlo, pero cuando lo dijo no sabía que Pedro estaba escuchándola. También era mala suerte que se le hubiera ocurrido abrir la bocaza precisamente la única vez que no había detectado su presencia.


—¿Por qué no puedo llamarte sencillamente Paula? —insistió—. No sé por qué tenemos que ser tan formales.


Ella se agachó sobre su taza, como si le interesara enormemente el contenido. No era más que otra patética maniobra de dilación, ya no podía eludir un segundo más la cuestión. ¿Qué podía hacer? ¿Quemar las cortinas, quizá? No era tan mala solución: seguro que en la cárcel importaba bien poco el problema del tratamiento que tanto la angustiaba en aquel momento. Pedro volvió a la carga, como si no se diera cuenta de su incómodo silencio.


—Después de todo, si nos hubiéramos casado, te llamaría Kalli.


Aquellas palabras fueron como un puñetazo en el estómago. Levantó la cabeza como si le hubiera picado una serpiente.


—Escuche, señor Alfonso, sé que lo que pretende es volverme loca, y lo entiendo, tiene usted todo el derecho del mundo a sentirse ofendido. No debí haber roto el compromiso de la forma en que lo hice. Puede estar enfadado conmigo todo el tiempo que quiera. Lo único que puedo decir en mi defensa es que lo lamento muchísimo, que me siento profundamente avergonzada, y que si pudiera volver atrás, habría actuado de otra forma — puso las manos sobre la fría superficie de la mesa, parpadeando con furia para evitar las lágrimas—. La verdad, señor Alfonso, considerando cuáles son sus sentimientos hacia mí… Me refiero a que los dos sabemos que yo no le gusto, y que tampoco confía en mí… Bien, pues si lo desea, si así considera que su orgullo queda a salvo, puede maltratarme de palabra y obra cuanto quiera, pero no espere que yo lo llame Pedro —se levantó con tanta precipitación que casi tiró la silla al suelo—. Y respondiendo a su pregunta, le diré que prefiero que me siga llamando señorita Chaves. Y ahora, si me perdona, subiré a mi habitación; tengo que descansar si quiero levantarme pronto mañana para continuar con mi tarea. Le aseguro que voy a acabar con este trabajo, y lo voy a hacer tan rápido y bien como me sea humanamente posible. Cuanto antes desaparezca de su vida, señor Varos, antes seremos los dos mucho más felices. ¿Lo he dejado claro?


Se quedaron mirándose sin decir nada, durante un momento que a Paula se le antojó el más largo de su vida. Por fin, él asintió:


—Sí, lo ha expresado usted con una claridad meridiana.


De pronto, ella se dió cuenta de lo que acababa de hacer: ni una palabra de su ardiente discurso, ni una sola, había sido dictada por la razón o el sentido común. Estaba tan rabiosa consigo misma que le daban ganas de comerse la mesa. Toda aquella perorata no había sido más que un cúmulo de errores. ¿Qué diantres le pasaba? Ella jamás gritaba a nadie, y mucho menos cuando se suponía que estaba pidiendo disculpas. ¿Por qué aquel hombre tenía sobre ella el efecto de ponerla al borde de la locura? No solo su pretendida defensa había sido expresada de la forma grosera posible, sino que, además, había puesto en peligro su trabajo, la oportunidad de su vida. 

Serás Mía: Capítulo 22

 —Que me llames Pedro —inmediatamente dirigió su atención hacia la puerta. Ella siguió su mirada y descubrió que entraba un camarero llevando un plato humeante en la mano, lo que la puso aún más nerviosa. ¿Es que el señor Alfonso pensaba cenar con ella? Entonces, ¿Habría preparado su entrada para estar seguro de que lo hacía con un retraso insultante? Otro camarero seguía al primero empujando un carrito—. Insisto en que me llames Pedro —repitió su anfitrión alegremente.


Incómoda, Paula se dió cuenta de que esperaba que, en reciprocidad, ella le diera también la posibilidad de tutearla, cosa que no se sentía capaz de hacer. Psicológicamente, llamarlo de usted la ayudaba a mantener las distancias. Había pensado en él como «Pedro» a secas cuando estaban preparando la fallida boda. En sus fantasías solía pronunciar frase como: «Quiero presentarle a mi marido, Pedro», o «Pedro, cariño, muchas gracias por las flores», y también «Pedro, cielo, pásame la leche». Qué ridículo e infantil se le antojaba todo aquello después de conocer al tal Pedro en carne y hueso, y darse cuenta de que no tenía nada que ver con el hombre alegre y cariñoso que su abuelo le había descrito, de que no era más que un ser rencoroso y vengativo. Tutearlo le parecía demasiado íntimo, y más después de haberle dado calabazas y de darse cuenta de que no era más que un tirano engreído. No quería ni pensar en ello, pero la verdad era que el simple hecho de pronunciar su nombre removía el sentimiento de culpa con el que llevaba bregando desde el día de la boda. Tal vez había sido ella la única culpable de despertar a la bestia vengativa que él llevaba en su interior. Podría ser incluso que hubiese sido un hombre moderadamente gentil y atento hasta llevarse el chasco de que ella lo rechazara. Sin embargo, y por mucho que le doliera, no podía hacer nada al respecto: había roto el compromiso y eso no tenía solución posible. Lo que más le dolía era la forma tan brusca en que lo había hecho, apenas justificable, ni siquiera teniendo en cuenta lo afectada que estaba por la muerte de su abuelo. Se sentía incómoda y enfadada a partes iguales, tanto consigo misma como con él, por haber consentido seguir adelante con aquella historia del matrimonio de conveniencia. No, nunca sería capaz de llamarle por su nombre de pila, ni aunque pasaran un millón de años… Sabía que ese gesto solo serviría para conjurar incómodos recuerdos que prefería olvidar. Al terminar la cena, frente al café que les sirvieron en un juego completo de plata, Pedro volvió a la carga:


—¿Y cómo prefieres que te llame yo a tí?


—Eh… Pues… —Paula tuvo que dominar un acceso de pánico. En una fracción de segundo, su mente decidió por ella que lo mejor sería cambiar radicalmente de tema y así por lo menos retrasar el momento de abordar aquella espinosa cuestión del tratamiento—. He de reconocer que la decoración años cincuenta no me disgusta en absoluto, he visto casas preciosas en ese estilo. Lo que pasa es que no pega para nada con el ambiente victoriano. Por lo menos, esa es mi opinión, aunque también es cierto que yo soy muy purista. Por eso —continuó, procurando escoger con cuidado sus palabras—, cuando dije que la decoración iba con su carácter, no es que quisiera dar a entender que…


—Sí, sí que lo quería dar a entender, señorita Chaves —la interrumpió Pedro al tiempo que se servía una taza de café—. ¿Quiere un poco más? 

Serás Mía: Capítulo 21

Rodeaban la mesa nada menos que veinte sillas de finas patas de metal y respaldo de fibra de vidrio, someramente tapizadas en vinilo color amarillo limón. Al verlas, no pudo reprimir una carcajada: 


—Paula, evidentemente, no estás en Kansas; es como si hubieras aterrizado en la tierra de Oz. 


Miró hacia arriba. Donde una vez habían colgado lámparas de cristal solo había tristes fluorescentes. Diseminadas por los rincones había frías lámparas halógenas que hacían que el ambiente fuera aún más desangelado.


—Si quiere usted saber mi opinión —se burló—, señor Alfonso, esta decoración le cuadra perfectamente.


—Muchas gracias.


Paula dió un respingo del susto.


—¿Es que pretende que me de un ataque al corazón? —exclamó, volviéndose hacia la puerta con las manos en el pecho.


Él todavía llevaba los vaqueros y una camiseta, con lo que más que nunca parecía un técnico que acudía a realizar una reparación, en vez del dueño de la casa y anfitrión.


—¿Disfrutando del cangrejo Chantilly?


—¿Por qué lo pregunta? ¿Es que está envenenado? —replicó Paula ácidamente.


Pedro se sentó en el extremo opuesto de la mesa.


—¿Por qué cree usted que hemos empezado con tal mal pie, señorita Chaves?


Ella apoyó los codos y lo miró directamente a los ojos.


—¿Quizá porque usted me odia y le cuesta trabajo disimularlo? — replicó sin ambages.


Él también se apoyó en la mesa, en un gesto idéntico al de ella, con los labios aún curvados en una sonrisa.


—Yo no intento ocultarlo, señorita Chaves.


La joven se recostó en la silla. Decidió cambiar de estrategia, no tenía ningún sentido enfrentarse abiertamente a un adversario de su categoría. Se estremeció al pensar que, al entrar en esa habitación, la estancia le había parecido fría e imponente… Sin embargo, desde que entrara en ella aquel hombre terrible, la encontraba casi cálida y acogedora.


—Entonces —prosiguió Pedro tras una tensa pausa—, y dejando a un lado el hecho de que esta decoración va con mi personalidad, ¿Cuál es su primera impresión de mi casa?


A Paula no le hacía la menor gracia que estuviera allí con ella, no soportaba su cínica sonrisa. Pero no podía olvidar que era una profesional y que, al menos aparentemente, él le había hecho una consulta relativa a su trabajo, así que dejando a un lado sus prejuicios, optó por darle la respuesta más conveniente. Carraspeó y se puso las manos en el regazo, para poder retorcérselas a gusto sin que él se diera cuenta.


—A decir verdad… Lo cierto, señor Alfonso, es que…


—Llámame Pedro —la interrumpió.


—¿Qué? 

lunes, 19 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 20

 —Sí —exclamó en voz alta y clara—, merecerá la pena y aunque el señor Alfonso se empeñe en hacerme la vida imposible —con una mirada de determinación, se volvió hacia la puerta, desafiante—. No me importa que su plan para estas vacaciones sea ponerme cada día las cosas más difíciles, señor Alfonso. Lo único que me preocupa es este trabajo, y pienso sacarle adelante. Le demostraré que soy más fuerte de lo que usted cree, y convertiré esta especie de casa de la familia Monster en una auténtica belleza.


Paula no estaba dispuesta a pasar un minuto más de lo estrictamente necesario bajo el mismo techo que Pedro Alfonso, así que al día siguiente, muy temprano, empezó a visitar la casa habitación por habitación, tomando numerosas fotos y garabateando notas y esquemas en un bloc. Cada estancia la maravillaba y la repelía a la vez. Supuso que el señor Alfonso había comprado la casa con el mobiliario incluido; no quería ni imaginar que se hubiera gastado ni un céntimo en completar la decoración con algún elemento a juego con lo que ya había… Algo totalmente indispensable; a no ser que tuviera mucho más dinero que sentido común… Lo que, pensándolo bien, no tenía por qué ser necesariamente imposible. A fin de cuentas, alguien tenía que ser el responsable del lamentable estado de la casa. Aunque se preciaba de ser capaz de mantener la concentración hasta en las más adversas circunstancias, siempre presentía cuándo Pedro estaba cerca. Parecía como si todos sus sentidos estuviesen alerta, pues no le costaba ni un segundo advertir el rumor de sus pasos o la fragancia de su loción, lo que de inmediato provocaba que perdiera el hilo de lo que estaba haciendo. Se sentía furiosa y exasperada consigo misma. ¿Tan agobiada estaba por su presencia que no podía relajarse ni un segundo? ¿Tanto miedo le tenía? En un momento dado, se obligó a centrarse en lo que tenía entre manos: Arrancó un trozo de papel pintado y descubrió los restos de un panel de madera tallado a mano. Gracias al cielo, ese fue el revulsivo que la ayudó a seguir trabajando sin pensar demasiado en su ex prometido. La tarde transcurrió sin más sobresaltos. Pedro no apareció ni una sola vez de hecho, ni siquiera bajó a cenar, así que Paula permaneció completamente sola en la enorme estancia, tan grande que hubiera podido albergar sin problemas dos autobuses. En medio de un silencio sepulcral, apenas picoteó un exquisito y exótico guiso de cangrejo. Todo su interés se centraba en los detalles de la estancia. Las paredes, antaño cubiertas de paneles de madera de castaño, estaban pintadas hasta media altura de un feo color naranja, a juego con un psicodélico papel pintado que ofendía a la vista de tal modo que ganas le daban de esconderse debajo de la mesa… Cosa que habría hecho de no tratarse de semejante monstruosidad con las patas de metal y la superficie de fría serpentina.


Serás Mía: Capítulo 19

 —¡Por Dios santo! —estalló Paula temblando de ira—¡Pero si es lo más feo que he visto en mi vida!


—¿Y no es un reto lo suficientemente atractivo como para animarla a pasar tres semanas en este «infierno»? —preguntó, ladino.


Aunque Paula estaba de espaldas, solo por la tensión de sus músculos era evidente la lucha que se estaba desarrollando en su interior: Delante de ella, a su alrededor, la más hermosa de las casas estaba clamando porque la liberara de los desafueros que sucesivas generaciones de propietarios habían cometido con ella. Sabía que podía salvar la casa, y que, precisamente por eso, era su deber intentarlo. Al cabo de un momento, el mayordomo bajó por las escaleras llevando en una mano la bolsa y en la otra, la maleta. Kalli alzó la vista y se quedó mirándolo, sin atreverse todavía a tomar una decisión que Niko esperaba, expectante y en silencio. Habría sido un terrible error recordarle a ella su presencia: si quería que se decantara por lo que era más favorable a sus intereses, tenía que dejarle pensar en la casa y solo en la casa.


—Yo… Esto… Lo siento mucho —declaró la joven al fin dirigiéndose al mayordomo—. Creo que me quedo —subió los escalones en dos zancadas y asió sus cosas—. Por favor, dígame cuál es mi cuarto.


Bernardo miró a su jefe sin saber muy bien a qué carta quedarse. Pedro asintió, satisfecho; una sonrisa perversa se dibujó en su semblante al ver a su presa adentrarse en a boca del lobo. Paula ordenó sus cosas en una especie de cómoda de formica y en un armario con remates de aluminio. Mientras guardaba la ropa, la voz de su conciencia no dejó de atormentarla ni un segundo: «¡Tres semanas! Has consentido en quedarte nada menos que tres semanas bajo el mismo techo que un hombre que, evidentemente, te odia. ¿En qué demonios estabas pensando, Paula?» Sin embargo, su alma de artista tenía argumentos más que suficientes para justificarse: «En el fondo, él tenía razón cuando dijo que merecía la pena pasar tres semanas en el infierno a cambio de la posibilidad de convertir esta maravilla de casa en el monumento nacional que merece ser». «Por Dios, Paula, ¡Reacciona! Ese tipo te odia y va a hacerte la vida imposible. ¿De verdad estás preparada para soportarlo?»  «No lo sé, no lo sé… ¡Dejenme tranquila!» Desesperada, se dejó caer sobre la cama, apretando los puños.


—Sé que me odia —murmuró—, y que quiere hacerme pagar la humillación de la boda, pero…


Alzó la vista, recreándose en la amplitud del dormitorio, con sus techos de casi cinco metros. Hubo un tiempo en el que había sido realmente hermoso. Las ventanas, por ejemplo, aún conservaban la antigua elegancia, y había detectado restos del parquet original en el vestidor, oculto bajo la moqueta. Los armarios, amplios y bien diseñados, también eran victorianos, lo mismo que las molduras decorativas, por desgracia ocultas bajo la triste capa de pintura color gris que también cubría las paredes. Todos aquellos desastres se remontaban a los años cincuenta, una época de transición en la que el público había quedado fascinado por la tecnología aeroespacial, que había influido hasta en la decoración, caracterizada por las formas geométricas y las insólitas mezclas de colores. Paula siempre había admirado ese estilo, ligero y minimalista, pero, desgraciadamente, había sido aplicado en aquella preciosa casa por alguien sin el menor criterio ni la más mínima sensibilidad. Y el resultado eran unos interiores de pesadilla que nada tenían que ver con la arquitectura original. ¿Valdría la pena el placer de rescatar a esa hermosa bella durmiente, a cambio del seguro tormento que tendría que soportar durante las tres semanas siguientes a manos de aquel hombre vengativo y cruel? No estaba segura, pero sí sabía que marcharse sería el mayor de los pecados. La casa la necesitaba y, si se marchaba, lo lamentaría durante el resto de su vida. 

Serás Mía: Capítulo 18

 —¿Y por qué tendría que pensar yo semejante cosa? —preguntó a su vez—. ¿Es que acaso no suele cumplir sus promesas?


Paula abrió la boca, pero la volvió a cerrar de inmediato. No podía alegar nada en su defensa. Antes de que tuviera tiempo de recuperarse, Pedro soltó la bomba:


—La verdad es que esta es una casa preciosa, y me pertenece, así que ¿Por qué no habría de quedarme? Después de todo, debería estar disfrutando de mi luna de miel.


Por la forma en que Paula gimió, supo que había dado en el blanco.


—Esto… Esto es horrible —se llevó las manos a las sienes, como si quisiera dar alivio a una jaqueca—. No podré soportar su acoso durante tres semanas, no creo que aguante ni tres minutos más —se dio la vuelta al oír que se acercaba el mayordomo, al que abordó en cuanto lo vio—. Por favor, señor, baje mis maletas. Me marcho ahora mismo —anunció.


—Está huyendo otra vez —declaró Pedro, desafiante.


—¿Huir, dice? —ella le lanzó otra de sus terribles miradas—. ¿Cómo se atreve? No estoy huyendo, lo único que quiero es evitar que me sigan insultando, y si no me quiere creer, es su problema.


Pedro sabía muy bien lo que ella deseaba, así que se quedó contemplando sus esfuerzos por convencerse a sí misma de que no era una cobarde. Aunque era evidente que se había zafado de la peor forma posible de un matrimonio que no le interesaba, Paula no iba a hacer lo mismo con el proyecto. Era una excelente profesional y le apasionaba su trabajo, ya se había asegurado él de hacer las averiguaciones necesarias para comprobar ambos baremos.


—No… No merece la pena este infierno, ni siquiera por esta casa — continuaba justificándose Paula, que aún así estaba fascinada por el ajado esplendor del recibidor—, ni todo el oro del mundo haría soportable tener que aguantar…


Se detuvo bruscamente con la expresión del más vivo horror pintada en su rostro, pues acababa de descubrir uno de los muchos «sacrilegios» cometidos en la casa contra su adorado estilo victoriano. El precioso suelo de madera había sido pintado a cuadros verdes y amarillos mientras que la pared había sido empapelada con uno de los diseños más feos que ella había visto en su vida. En cuanto a la iluminación, se limitaba a tres crudas bombillas embutidas en unos globos de plástico de color amarillo. Debajo habían colocado una mesa en forma de ameba que se remontaba directamente a 1972, sobre la cual había un espejo horrendo. Paula se llevó las manos a la boca para ahogar un gemido de dolor al ver una mesa plegable apoyada en otra de las paredes; encima había otra lámpara indescriptible y en la pared contraria un reloj rectangular de color amarillo del tamaño de una bandeja de desayuno que se pretendía de diseño, y que por eso tenía las manecillas en unas posiciones inverosímiles. Aquel conjunto de horrores dañaba la sensibilidad de Paula de una forma casi física. Pedro contemplaba divertido sus reacciones que iban desde la incredulidad hasta el horror. No le resultó difícil deducir que ya estaba maquinando cómo contrarrestar todos aquellos actos vandálicos.


—¿A que es bonito? —le preguntó con una gran sonrisa, a sabiendas de que estaba siendo terriblemente cruel—. Lo que más me gusta es el papel pintado. ¡Qué diseño tan encantador! 

Serás Mía: Capítulo 17

Aquel insulto representó el momento de auténtica victoria para Pedro Alfonso. Tal y como esperaba, su ex prometida estuvo a punto de venirse a bajo, pero, curiosamente, aquel espectáculo no le proporcionó ni con mucho la satisfacción que esperaba. La joven abrió la boca para replicar, pero antes de que pudiera decir nada, él la asió por el codo y la obligó a entrar en el recibidor.


—Señor Alfonso…


—Creo recordar —la interrumpió Pedro bruscamente, sin llevar a cabo su plan de enseñarle un par de lecciones sobre lo que suponía romper promesas— que antes se mostró usted muy agradecida por esta oportunidad. Me complacerá ser su anfitrión.


Paula luchó por desasirse y se puso frente a él con expresión desafiante.


—¿Es que acaso piensa quedarse en la casa todo el tiempo? —por sus ojos color lavanda cruzó una sombra de puro despecho. 


Aunque los rasgos eran los mismos del rostro de la foto que tanto había admirado, Pedro empezaba a acostumbrarse a aquella expresión de fiera determinación. Para acentuar el efecto, tenía el pelo revuelto alrededor de la cara de una forma especialmente favorecedora, y las mejillas arreboladas. Se maldijo a sí mismo por ser tan sensible a semejantes carácter lo había conducido a una de las peores situaciones de su vida. A cualquier parte que fuera era señalado como el tipo al que acababan de dejar plantado ante el altar.


—¿Y bien? —insistió Paula con determinación—. ¿De verdad piensa quedarse todo el tiempo?


Haciendo gala de una indiferencia que estaba muy lejos de sentir, Pedro contestó:


—Le recuerdo que estoy de vacaciones.


—¿Y no tiene usted una casa en la ciudad? —estaba a punto de perder los papeles, incapaz de manejar aquella situación.


—Sí, pero está en obras —replicó Pedro encantado—. Me quedaré aquí hasta que acaben.


—¿Hasta que acaben?


—Unas tres semanas.


Paula puso tal cara de horror que él no pudo por menos que sonreír.


—Pe… Pero… eso es justamente lo que yo… —se detuvo, incapaz de seguir. Ambos sabían que aquel era el tiempo que ella iba a quedarse para trabajar en el proyecto de reforma de la mansión. Tragó saliva varias veces para intentar recuperar la voz—. Usted me mintió —susurró por fin.


—¿De verdad? —replicó Pedro con su expresión más inocente.


—¡Sí! —si las miradas matasen, Paula habría conseguido fulminarlo en aquel mismo instante—. Me mintió cuando me dijo que no se quedaría aquí.


—Fue Mariano el que le dijo que no se quedaría aquí.


—Pero usted me hizo creer que él…


—Lo que usted creyera o dejara de creer es problema suyo, señorita Chaves.


Paula parpadeó, asombrada.


—¿Es que piensa acaso que tiene que vigilarme? ¿Por eso se queda? ¿Es que no confía en mí?


Aunque aquella no era la razón, sus palabras le dieron a Pedro una idea.