miércoles, 28 de diciembre de 2022

Serás Mía: Capítulo 39

Paula no sabía qué hacer, si asentir o negar. No conseguía que su cerebro funcionara correctamente. Solo podía pensar en el brillo afilado de aquellos ojos. Era como ver un incendio distante en una noche helada. Tenía deseos de acercarse, pero si lo hacía, se abrasaría. Pedro la agarró por los brazos. Ella nunca había visto una mirada semejante.


—Su madre no me ha convertido en un hazmerreír —dijo él, con voz gutural—, eso es responsabilidad exclusivamente suya, mi pequeña ex.


Paula pensó que aquella era la misma expresión que podría tener un lobo asesino. Comenzaba a alarmarse. ¿Acaso sería capaz de arrastrarla por el suelo hasta un acantilado y despeñarla? Entre ellos se hizo un silencio insoportable. Su mente era un torbellino de pensamientos absurdos. Sentía el pálpito de la sangre en las sienes, en consonancia con el fragor de las olas rompiendo contra el acantilado, no lejos de allí. Todo su ser parecía estar lleno de expectación. ¿Qué ocurriría a continuación? ¿Cómo se resolvería aquella situación sin salida? 


Pedro escrutó su cara con una mirada brillante y perturbadora. Paula no podía pensar, ni moverse. El relámpago de fuego que había visto en su interior la había paralizado. Era incapaz de moverse o de decir nada. Y, de repente, él la besó, aunque más que un beso, su gesto pareció un ataque, un asalto. Fue un beso agresivo, arrasador, con unos labios firmes que exigían una respuesta que ella aborrecía dar y, al mismo tiempo, era incapaz de negar. No tenía otra elección que devolverle el beso. Su cuerpo se sobresaltaba con oleadas de deseo sorprendente pero no por ello menos intensas. Pedro recorrió la boca de Paula con su propia boca, en un beso salvaje pero lleno de misterio. A ella le ardían los labios, su conciencia sucumbió antes de brillar como nunca antes lo había hecho. Gimió, sumergida en la divina agonía de aquel íntimo asalto. Sentía un deseo nuevo y extraño.  Necesitaba conocer a Pedro Alfonso de un modo más íntimo, costara lo que costase. Entonces, con la misma brusquedad con que había comenzado, el beso terminó. Los labios del embaucador se separaron de su boca y el delicioso tormento cesó. También la soltó. Su cuerpo, su olor, su tacto, se alejaron para siempre, dejaron de tentarla, de incitarla a la rendición. Paula se sentía ligera, libre de carne y de huesos. Pedro la miraba con el ceño fruncido, taladrándola con la mirada. Parecía a punto de decir algo, pero no habló. Luego, de repente, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a la mansión. En cuanto rompió el contacto visual con él, Paula perdió su capacidad de seguir en pie y cayó de rodillas sobre la hierba. Después de lo que le pareció una eternidad, recobró la capacidad de pensar y de sentir, lo cual era muy triste, pues solo podía sentir dolor. No un dolor físico —aunque le daba la impresión de que tenía los labios hinchados tras el agresivo beso de Pedro—, sino el dolor de la humillación. No se había parado a pensar que, anulando la boda, lo había dejado a él en muy mal lugar. Sin embargo, en aquel momento no le cabía la menor duda de que el beso había sido un gesto calculado para humillarla, puesto que la había rechazado en el mismo instante en que su rendición evidente. 

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