viernes, 28 de febrero de 2020

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 5

Pedro aplicó el último punto para cerrar la herida y notó el dolor de cabeza y la rigidez en los hombros después de un día muy largo de trabajo que había empezado con una llamada de emergencia para tratar a un caballo enfermo a las cuatro de la mañana. Le hubiera encantado pasar la noche con sus hijos y después pasar unas horas viendo el baloncesto en la televisión del hotel. Incluso, aunque tuviera que poner bajo el volumen para no despertar a Franco, la idea le resultaba apetecible. La última semana había sido dura y ajetreada. Aunque se recordó a sí mismo que aquello era lo que deseaba. A pesar de que el trabajo fuese pesado, por fin tenía la oportunidad de construir su propia clínica, de establecer nuevas relaciones y de formar parte de una comunidad.

—Ya está. Eso debería bastar por ahora.

—Qué desastre. Tras ver lo cercana al hígado que era la incisión, no puedo creer que haya sobrevivido —comentó Josefina.

Paula no quería admitir delante de su ayudante que el estado del perro seguía siendo  delicado.

—Creo que lo conseguirá —continuó ella, siempre optimista—. No como el pobre Terranova de antes.

Recordó su frustración de aquella tarde mientras empezaba a vendar la herida. Había sido una tragedia. El hermoso perro había saltado de la parte de atrás de una camioneta en marcha y había sido atropellado por el coche que iba detrás. Ese perro no había tenido tanta suerte como Luca. Sus lesiones eran muy graves y había muerto en aquella misma mesa. Lo que realmente le había molestado era la actitud del dueño, más preocupado por la pérdida del dinero que había invertido en el animal que por la pérdida del mismo.

—Ninguno de los accidentes habría tenido lugar de no haber sido por la irresponsabilidad de los dueños.

Josefina, que se encontraba limpiando el desastre que quedaba siempre después de una intervención, lo miró algo sorprendida por su vehemencia.

—Estoy de acuerdo en el caso de Ariel Palmer. Es un idiota al que no debería permitírsele tener animales. Pero no es el caso de Paula Chaves. Es la última a la que yo llamaría una dueña irresponsable. Entrena a perros y a caballos en el rancho River Bow. Nadie de por aquí lo hace mejor que ella.

—Pues a este no le ha entrenado muy bien, ¿No? Si ha salido corriendo y se ha encontrado con un toro.

—Parece que no.

Pedro se dió la vuelta al oír la nueva voz y encontró a la dueña del perro de pie en la puerta. Él maldijo para sus adentros. Pensaba lo que decía, pero no hacía falta decírselo a ella a la cara.

—Creí haberle sugerido que esperase en la otra habitación.

—¿Sugerido? ¿Así llaman a eso los veterinarios de ciudad? —se encogió de hombros—. A mí no se me da muy bien hacer lo que me dicen, doctor Alfonso.

En algún momento mientras curaba a su perro, Pedro se había dado cuenta de que había actuado como un imbécil con ella. Nunca insistía en que los dueños esperasen fuera de la consulta, a no ser que pensara que pudieran ser sensibles. ¿Por qué entonces había cambiado su política con Paula Chaves? Algo en ella le ponía un poco nervioso. No sabía qué era, pero podría tener algo que ver con aquellos ojos de un verde imposible y la dulce inclinación de su boca.

—Acabamos de terminar. Iba a llamarla.

—Entonces, me alegro de haber desobedecido su sugerencia. ¿Puedo?

Él le hizo un gesto para que pasara y ella se acercó a la mesa, donde el perro seguía tumbado bajo los efectos de la anestesia.

—Aquí está mi chico. Oh, Luca —le acarició la cabeza al animal y este abrió levemente los ojos antes de volver a cerrarlos.

—Tardará al menos media hora más hasta que se le pase el efecto de la anestesia, y después tendremos que dejarlo aquí, al menos esta noche.

—¿Alguien se quedará con él?

En su clínica de San José, un técnico y él solían turnarse cada pocas horas durante la noche cuando tenían perros muy enfermos ingresados, pero todavía no había tenido tiempo de contratar al personal suficiente.

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 4

—Perdón, ¿Nos conocemos?

—Soy Paula Chaves. Mi cuñada Laura lleva el hotel.

—¿Eres la hermana del jefe Chaves? —Paula advirtió en ella un tono amistoso casi de inmediato. El encandilador de su hermano tenía ese efecto en las mujeres, sin importar su edad.

—Así es. Ambos jefes Chaves —con un hermano jefe de policía y otro al frente del cuerpo de bomberos, nada excitante ocurría en el pueblo sin que alguien de su familia se viese implicado.

—Me alegro mucho de conocerte. Soy Alicia Michaels, el ama de llaves del doctor Alfonso. O lo seré cuando por fin se instale en su casa. Como el servicio de limpieza se encarga de nuestras habitaciones en el hotel, no tengo mucho más que hacer. Supongo que ahora mismo solo soy la niñera.

—Ah.

—El doctor Alfonso se está construyendo una casa en la carretera de Cold Creek. Se suponía que debía terminar la semana pasada, pero el contratista tuvo algunos problemas y aquí estamos. Seguimos en el hotel. Que es precioso, no me malinterpretes, pero no deja de ser un hotel. Después de tres semanas, estamos todos un poco cansados. Y ahora parece que vamos a seguir ahí hasta después de Año Nuevo. Las Navidades en un hotel. ¿Te lo puedes imaginar?

—Debe de ser muy frustrante para todos ustedes.

—No lo sabes bien. Dos niños en un hotel, incluso en dos habitaciones, durante tantas semanas es demasiado. Necesitan espacio para correr. Les pasa a todos los niños. En San José, los niños tenían un jardín enorme, con piscina y columpios como los de cualquier parque.

—¿Entonces son de California?

Alicia Michaels asintió. Observó a los niños, que no les prestaban ninguna atención mientras jugaban con una videoconsola que Valentina había sacado de su mochila.

—Sí. Yo soy de California. Nací y me crié allí. El doctor Alfonso no. Él es del este. De Chicago. Pero lo dejó todo sin mirar atrás para irse al oeste a estudiar veterinaria en UCDavis. Y ahí es donde conoció a la difunta señora Alfonso. Me contrataron para ayudar con la casa cuando ella estaba embarazada del pequeño Franco, y llevo con ellos desde entonces. Los pobres niños me necesitaban más que nunca después de que su madre muriera. El doctor Alfonso también. Fue una época terrible.

—Me lo imagino.

—Cuando decidió mudarse a Idaho, me dió la opción de dejar el trabajo con buenas recomendaciones, pero no podía hacerlo. Quiero a esos niños, ¿Sabes?

Paula lo entendía bien. Quería a su sobrina Abril como si fuera suya. Había desarrollado un fuerte vínculo con ella después de que su madre los abandonara a Federico y a ella.

—Claro que sí.

De pronto Alicia Michaels negó con la cabeza.

—Mírame, divagando con una desconocida. Estar metida en ese hotel durante tantas semanas está volviéndome loca.

—Tal vez podáis encontrar algo de alquiler mientras terminan la casa —sugirió Paula.

—Eso era lo que yo deseaba hacer, pero Pedro no cree que podamos encontrar a nadie dispuesto a alquilarnos una casa solo durante unas semanas, y menos durante las Navidades.

Paula pensó en la casa del capataz, que llevaba vacía seis meses, desde que la joven pareja de recién casados que Federico había contratado para ayudar en el rancho se mudara a trabajar a otro rancho de Texas. Estaba amueblada con tres dormitorios y probablemente satisfaría las necesidades de los Alfonso, pero no sabía si mencionarlo. No le caía bien el veterinario. ¿Por qué iba a querer que viviese solo a cuatrocientos metros?

—Podría preguntar por ahí. En el pueblo hay algunos lugares de vacaciones que podrían estar disponibles. Al menos así tendrán algo de tranquilidad durante las Navidades, hasta que la casa esté terminada.

—¡Qué amable por tu parte! —exclamó la señora Michaels.

Paula se sintió culpable. Si fuera realmente amable, les habría ofrecido la casa del capataz de inmediato.

—Todos en Pine Gulch están siendo muy amables con nosotros —continuó la mujer.

—Espero que se sientan como en casa.

—Entonces, supongo que el perro al que está atendiendo el doctor Alfonso es tuyo.

Paula asintió.

—Ha tenido una pelea con un toro. Cuando enfrentas a un perro de dieciocho kilos con un toro que pesa una tonelada, normalmente gana el toro.

—Es un gran veterinario, querida. Estoy segura de que tu mascota se pondrá bien enseguida.

Los border collies del rancho de River Bow no eran exactamente mascotas, eran una parte vital del trabajo. Salvo Sam, que estaba demasiado mayor para llevar al ganado.

—Tengo hambre, señora Michaels. ¿Cuándo vamos a comer? —aparentemente aburrido del videojuego, Franco se había acercado a ellas.

—Creo que a su padre le queda un rato. ¿Por qué no nos vamos Valentina, tú y yo a buscar algo? Quizá podamos cenar en el café esta noche. Será divertido, y además podremos comprar algo para vuestro padre.

—¿Puedo tomar un rollito dulce? —preguntó Franco con la cara iluminada.

—Ya veremos —contestó el ama de llaves riéndose—. Creo que la venta de rollitos dulces del café se ha triplicado desde que llegamos al pueblo, y todo gracias a tí.

—Están deliciosos —convino Paula.

La señora Michaels se puso en pie con el crujido de algunas articulaciones.

—Ha sido un placer conocerte, Paula Chaves.

—Yo también me alegro de conocerte. Y estaré atenta por si veo algo en alquiler.

—Tendrás que hablar de eso con el doctor Alfonso, pero gracias.

La mujer parecía eficiente, pensó Paula mientras la veía llevar a los niños hacia la puerta. La recepción se quedó más desolada cuando se marcharon. Aunque eran poco más de las seis, ya había oscurecido, pues era uno de los días más cortos del año. Siguió hojeando la revista un poco más hasta que la cerró y volvió a dejarla sobre la pila. Maldición. Su perro estaba ahí dentro. No podía quedarse allí sentada sin hacer nada. Al menos se merecía saber qué estaba pasando. Reunió valor, tomó aliento y abrió la puerta.

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 3

—Tendré que hacerle una radiografía antes de poder responder a eso. ¿Hasta dónde está dispuesta a llegar con el tratamiento?

Le llevó unos segundos darse cuenta de lo que estaba preguntándole. Una de las cosas difíciles de la vida de un veterinario era saber que, aunque el doctor tuviera el poder para salvar al animal, a veces el dueño no podía permitirse pagar el tratamiento.

—Estoy dispuesta a hacer lo que sea necesario —respondió Paula—. No me importa el precio. Usted haga lo que tenga que hacer.

Él asintió sin dejar de mirar al perro.

—Sin importar lo que salga en la radiografía, el tratamiento va a durar varias horas. Puede irse. Déjele su número a Josefina y le diré que la llame cuando sepa más.

—No. Esperaré aquí.

La sorpresa que vió en sus ojos azules le molestó tremendamente. ¿Pensaba que iba a abandonar a su perro allí con un desconocido durante un par de horas para irse a la peluquería?

—Usted decide.

—Puedo ayudarle aquí. Tengo cierta… experiencia y a veces ayudaba al doctor Harris. De hecho trabajé aquí cuando era adolescente.

Si su vida hubiera salido más acorde con sus planes, tal vez habría sido ella quien se hiciera cargo de la clínica del doctor Harris, aunque esperaba no ser tan amargada y desagradable como aquel nuevo veterinario.

—No será necesario —contestó el doctor Alfonso—. Josefina y yo podemos hacernos cargo. Si insiste en esperar, puede tomar asiento en la sala de espera.

Menudo imbécil. Paula habría podido insistir. Al fin y al cabo iba a pagar por el tratamiento. Si quería quedarse junto a su perro, el desconsiderado doctor Pedro Alfonso no podría hacer nada por impedirlo. Pero no quería perder tiempo y poner en peligro el tratamiento de Luca.

—De acuerdo —murmuró.

Se dio la vuelta y abrió las puertas que daban a la sala de espera. Tras enviarle un mensaje a Federico para ponerle al corriente de la situación y recordarle que tendría que recoger a su hija, Abril, de la parada del autobús del colegio, se dejó caer en uno de los incómodos bancos grises y agarró una revista de la mesita. Estaba hojeando la revista sin prestar atención a los titulares cuando se oyeron las campanitas de la puerta y un niño de unos cinco años entró corriendo, seguido de una niña algo mayor.

—¡Papá! ¡Estamos aquí!

—Shh —una mujer rechoncha y jovial que debía de tener sesenta y pocos años entró detrás de los niños—. Sabes que no debes gritar, jovencito. Puede que tu padre esté atendiendo a algún animal.

—¿Puedo ir a buscarlo? —preguntó la niña.

—Dado que Josefina tampoco está aquí, deben de estar los dos ocupados. No querrá que le molesten. Siéntense aquí y yo iré a decirle que estamos aquí.

—Podría ir yo —insistió la niña a regañadientes, pero se sentó en el banco que había frente a Paula.

De tal palo, tal astilla, pensó ella. Obviamente aquella era la familia del nuevo veterinario y su hija, al menos, parecía compartir con su padre algo más que los ojos azules.

—Siéntate —le ordenó a su hermano. El niño no le sacó la lengua a su hermana, pero estuvo a punto. Se limitó a ignorarla y se colocó justo delante de Paula.

El niño tenía pico de viuda en el pelo y los ojos azules y muy grandes. Un rasgo de los Alfonso, aparentemente.

—Hola —le dijo con una sonrisa—. Soy Franco Alfonso. Mi hermana se llama Valentina. ¿Quién eres tú?

—Yo me llamo Paula —respondió ella.

—Mi padre es médico de perros.

—No solo de perros —le corrigió su hermana—. También atiende a gatos. A veces incluso caballos y vacas.

—Lo sé —dijo Paula—. Por eso estoy aquí.

—¿Tu perro está enfermo? —preguntó Franco.

—Más o menos. Le han hecho daño en nuestro rancho. Su padre está curándole ahora.

—Es muy bueno —dijo la niña con orgullo evidente—. Apuesto a que tu perro se pondrá bien.

—Eso espero.

—A nuestro perro le atropelló un coche una vez y mi padre le curó y ahora está mucho mejor —explicó Franco—. Bueno, aunque ahora solo tiene tres patas. Se llama Tri.

—Tri significa «tres»  —le informó  Valentina con un tono arrogante—. Ya sabes, igual que un triciclo tiene tres ruedas.

—Es bueno saberlo.

Antes de que los niños pudieran decir algo más, la mujer mayor regresó a la sala de espera con una sonrisa triste.

—Parece que estamos solos para cenar, chicos. Su padre está ocupado curando a un perro herido y va a tardar un rato. Iremos a comprar algo de cena y después volveremos al hotel para hacer los deberes antes de acostarnos.

—Se hospedan en el hotel Cold Creek, ¿Verdad? —preguntó Paula.

La otra mujer asintió con cierto recelo.

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 2

Paula no estaba segura de qué le había dicho exactamente a Josefina al llamar para decir que iba de camino.

—Al final ha terminado debajo de un toro. No sé si eso ha sido antes o después de que el otro perro le pisoteara.

El veterinario apretó la boca.

—Un perro joven no tiene por qué andar correteando suelto cerca de un toro peligroso.

—Tenemos un rancho de ganado en River Bow, doctor Alfonso. Estos accidentes ocurren.

—No deberían ocurrir —respondió él antes de darse la vuelta y volver a entrar en la consulta.

Ella lo siguió y deseó que el doctor Harris estuviera allí. El viejo veterinario se había encargado de todos los perros que ella había tenido, desde su primer border collie, Sami, que aún tenía. El doctor Harris era su amigo y su mentor. Si hubiera estado allí, le habría dado un abrazo con olor a linimento y a caramelos de cereza, y le habría prometido que todo saldría bien. El doctor Pedro Alfonso no se parecía en nada al doctor Harris. Era desagradable y arrogante, y ya le caía mal. El veterinario la miró con una mezcla de sorpresa y desagrado al ver que lo había seguido desde la sala de espera hasta la consulta.

—Por aquí es más rápido —explicó ella—. He estacionado junto a la puerta lateral. Pensé que sería más fácil transportarlo en una camilla desde ahí.

Él no dijo nada, simplemente salió por la puerta lateral que ella había señalado. Paula fue tras él, preguntándose cómo el reino animal de Pine Gulch sobreviviría sin la compasión y el cariño por el que era conocido el doctor Harris. Sin esperarla, el veterinario abrió la puerta de la furgoneta. Mientras ella miraba, fue como si de pronto un hombre diferente se hiciera cargo de la situación. Sus rasgos severos parecieron suavizarse y hasta pareció que sus hombros se relajaban.

—Hola, muchacho —le susurró al perro desde la puerta abierta del vehículo—. Te has metido en un buen lío, ¿Verdad?

A pesar del dolor, Luca respondió al desconocido intentando agitar el rabo. No había sitio para ambos en el asiento del copiloto, de modo que ella se acercó al lado del conductor y abrió la puerta para ayudar a sacar al animal de allí. Para cuando quiso hacerlo, el doctor Alfonso ya había colocado otra manta debajo de Luca y tenía los bordes agarrados. Se fijó en que tenía las manos grandes, y la marca blanquecina en un dedo, que indicaba que en otra ocasión había llevado anillo de boda. Sabía algo de él gracias a los cotilleos que circulaban por el pueblo. Era difícil no enterarse cuando se alojaba en el hotel Cold Creek, regentado por su cuñada, Laura, casada con su hermano Iván.

Laura normalmente no chismorreaba sobre sus huéspedes, pero la semana anterior, durante la cena, su hermano David, que como jefe de policía se encargaba de averiguarlo todo sobre cualquier recién llegado al pueblo, la había interrogado con tanta maestría que probablemente Laura no supiese qué cosas había contado. Gracias a esa conversación, Paula había descubierto que Pedro Alfonso tenía dos hijos, una niña y un niño, de nueve y cinco años respectivamente, y que era viudo desde hacía dos años. A todo el mundo le resultaba un misterio por qué había decidido instalarse en un pueblo tranquilo como Pine Gulch. Según su experiencia, la gente que aparecía en aquel rincón perdido de Idaho, al refugio de las Montañas Rocosas, estaba buscando algo o huyendo de algo. Se recordó a sí misma que aquello no era asunto suyo. Lo único que le importaba era cómo tratase a los perros. A juzgar por cómo movía las manos sobre las lesiones de Luca, parecía competente e incluso cariñoso, al menos con los animales.

—Muy bien, Luca. Tú quédate quieto. Buen chico —le dijo al animal con voz calmada—. Ahora vamos a moverte. Tranquilo.

Le pasó a ella la camilla a través de la cabina de la furgoneta y después agarró de nuevo la manta para hacer el traspaso.

—Voy a levantarlo ligeramente y así podrá deslizar la tabla por debajo. Despacio. Sí. Así.

Paula tenía experiencia en trasladar animales heridos. Años de experiencia. Le molestaba que la tratara como si no supiera nada sobre ese tipo de emergencias, pero no le pareció el momento adecuado para corregirle. Juntos llevaron la camilla hasta la consulta y dejaron al perro sobre la mesa. No le gustaba el dolor que veía en los ojos de Luca. Le recordaba mucho a la mirada de Apolo, el pequeño beagle de su hermano Iván, después del accidente de coche que había estado a punto de acabar con su vida. Se recordó a sí misma que ahora Apolo era feliz. Vivía con Iván, con Laura y con sus dos hijos en casa de él, junto al comienzo del cañón de Cold Creek, y se creía el rey del mundo. Si Apolo había podido sobrevivir a eso, no veía razón por la que Luca no pudiera hacer lo mismo.

—Tiene una perforación bastante fea. De al menos dos o cuatro centímetros de profundidad. Me sorprende que no sea más profunda.

Eso era porque había conseguido poner a Luca a salvo antes de que Festus terminara con él.

—¿Y la pata? ¿Puede salvarla?

Cambiaste Mi Vida: Capítulo 1

—Vamos, Luca. Vamos, amigo. Aguanta.

El limpiaparabrisas quitaba la nieve del cristal mientras Paula Chaves recorría las calles de Pine Gulch, Idaho, en una tormentosa tarde de diciembre. Habían caído solo unos centímetros de nieve, pero las carreteras resultaban peligrosas al estar resbaladizas. Por un momento se arriesgó a levantar la mano del volante de su furgoneta para acariciar al animal lloroso que iba sentado en el asiento del copiloto.

—Ya casi hemos llegado. Te pondrás bien, te lo juro. Aguanta, amigo. Solo unos minutos más. Eso es todo.

El pequeño border collie la miró con una confianza que no merecía, ella frunció el ceño y se sintió culpable. Las lesiones de Luca eran culpa suya. Debería haberlo vigilado. Sabía que el cachorro era muy curioso y que no solía hacerle caso cuando se proponía investigar algo. Paula estaba trabajando en el problema de la obediencia, y habían hecho avances las últimas semanas, pero un momento de desatención podía ser desastroso, como había quedado demostrado en la última hora. No sabía si sería irresponsabilidad o arrogancia por su parte al pensar que entrenarlo ella sola sería suficiente. En cualquier caso, debería haberlo mantenido alejado del redil de Festus. El toro era un animal con mal genio y no le gustaba que los pequeños border collies se acercaran a husmear en su terreno.

Alertada por los ladridos de Luca y después por los gruñidos furiosos del toro, Paula había llegado corriendo justo a tiempo de ver como el viejo Festus golpeaba a Luca con las patas traseras, lo que había provocado la rotura de algún hueso. Apretó el volante con fuerza y maldijo en voz baja cuando el último semáforo antes de llegar al veterinario se ponía amarillo cuando ella estaba aún demasiado lejos para cruzarlo. Estuvo casi tentada de saltárselo. Incluso aunque la detuvieran por saltarse un semáforo en rojo en Pine Gulch, probablemente podría librarse de la multa, teniendo en cuenta que su hermano era el jefe de policía y comprendería que se trataba de una emergencia. Sin embargo, si la paraban, supondría un retraso inevitable y no tenía tiempo para eso. La luz del semáforo cambió al fin y ella aceleró sin dudar. Finalmente llegó al edificio donde se encontraba la clínica veterinaria de Pine Gulch y estacionó la furgoneta junto a la puerta lateral, pues sabía que desde ahí tardaría menos en llegar a la consulta. Pensó en entrar ella misma con el perro, pero a su hermano Federico y a ella ya les había costado un gran esfuerzo ponerle una manta debajo y trasladarlo hasta el asiento de la furgoneta. Decidió que los de la clínica podrían sacar allí la camilla.

—Voy a pedir ayuda —le dijo acariciándole el cuello a Luca—. Tú aguanta aquí.

El perro gimoteó de dolor y ella se mordió el labio con fuerza mientras intentaba controlar el miedo. Quería a aquel perrito, aunque fuese un cotilla. El animal confiaba en ella para que cuidara de él, y Paula se negaba a dejarlo morir. Corrió hacia la puerta delantera e ignoró el aguanieve que le golpeaba la cara a pesar de llevar el sombrero puesto. Sintió el aire caliente al abrir la puerta.

—Hola, Paula —dijo una mujer con pijama verde mientras corría hacia la puerta—. Has tardado poco desde River Bow.

—Hola, Josefina. Puede que haya infringido algunas normas de tráfico, pero es una emergencia.

—Después de que llamaras, he advertido a Pedro de que venías y cuál era la situación. Está preparado. Le diré que has llegado.

Paula esperó y sintió el paso de cada segundo a medida que pasaba el tiempo. El nuevo veterinario llevaba solo unas semanas en el pueblo y ya había hecho cambios en la clínica. Tal vez estuviera siendo pesimista, pero le gustaba más cuando el doctor Harris llevaba la clínica. La zona de recepción parecía diferente. El alegre amarillo de las paredes había sido sustituido por un blanco aburrido, y el viejo sofá y las sillas habían dado paso a unos bancos modernos cubiertos de vinilo. En un rincón había un muestrario de regalos navideños apropiados para veterinarios, incluyendo un enorme calcetín lleno de juguetes y un hueso de cuero gigante que parecía sacado de un dinosaurio. Lo más significativo era que antes la recepción estaba abierta, pero ahora se ocultaba tras un medio muro con la parte de arriba de cristal. Desde un punto de vista eficiente, tenía sentido modernizar, pero a ella le gustaba más el aspecto acogedor y desgastado de antes. Aunque en aquel momento no le importase nada de aquello, teniendo a Luca en la camioneta, herido y probablemente asustado. ¿Dónde se había metido el veterinario? ¿Estaría haciéndose las uñas? Solo había pasado un momento, pero cada segundo era vital. Justo cuando estaba a punto de llamar a Josefina para ver por qué tardaban tanto, se abrió la puerta de la consulta y apareció el nuevo veterinario.

—¿Dónde está el perro? —preguntó abruptamente, y a ella le pareció ver a un hombre moreno de ceño fruncido vestido con un pijama azul.

—Sigue en mi furgoneta.

—¿Por qué? No puedo tratarlo ahí.

—Sí, eso ya lo sé —contestó Paula intentando sonar civilizada—. No quería moverlo. Temo que se le haya podido romper algo.

—Creía que había sangre de por medio.

Cambiaste Mi Vida: Sinopsis

Paula Chaves disfrutaba de una vida plena… cuando una terrible tragedia la obligó a esconderse del mundo. Ahora se conformaba con cuidar a los animales del rancho familiar, pero la llegada del viudo Pedro Alfonso y sus dos hijos a Pine Gulch, le hicieron desear algo más que una vida en la sombra…

Pedro necesitaba un lugar en el que pasar las Navidades y en el que su familia pudiera superar su propia pérdida. ¡En absoluto estaba buscando de nuevo el amor! Sin embargo, los brillantes ojos verdes de Paula Chaves y su dulce sonrisa le llegaron al corazón y le hicieron tener esperanza en el futuro.




Esta es la historia de Luciana en la piel de Paula. La familia Alfonso pasa a ser la familia Chaves.

miércoles, 26 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 75

Pedro asintió con la cabeza. Estar con Paula llenaba un vacío en su corazón; un vacío que había intentado llenar de otras maneras, siempre sin éxito.

—Lo sé.

—Si quieres que te diga la verdad, temía que te acercases demasiado. Desde el primer día me di cuenta de que eras un hombre con el que podía contar, pero… es que no he tenido muchos de esos en mi vida.

Pedro la besó suavemente, pensando en lo que debía haber sufrido de niña con una madre como Alejandra. No quería ni imaginarla con dieciséis años, intentando buscarse la vida en un mundo que no solía ser amable con nadie. Gracias a su fuerza de voluntad, se había forjado una vida y un futuro. Había estudiado y trabajado hasta conseguir un puesto en un prestigioso bufete y luego, debido a su innata honradez, había tenido que dejarlo todo para empezar de nuevo.

—Yo estoy aquí ahora —murmuró—. Y si no te importa, no pienso irme a ningún sitio.

—Lo sé.

Pedro hizo una pausa, con las palabras que nunca le había dicho a una mujer en la punta de la lengua. Y, aunque el instinto le decía que tuviese cuidado, por una vez no le hizo caso. Paula era la mujer más valiente que había conocido nunca y él debía mostrar un poco de coraje.

—Será mejor que ponga las cartas sobre la mesa. Estoy enamorado de tí, Pau.

El eco de esas palabras pareció quedar colgando en el aire mientras ella lo miraba, en silencio, durante un momento que le pareció interminable. Como temía, había hablado antes de tiempo… Pero entonces ella sonrió, las luces del árbol de Navidad reflejándose en el rostro de aquella mujer que lo afectaba como no lo había afectado ninguna otra.

—Me alegro mucho —le dijo—. Sobre todo porque yo siento lo mismo por tí.

Paula lo besó de nuevo y él la aplastó contra su pecho, deseando estar así durante los próximos cincuenta o sesenta años. Para empezar. Nunca había soñado siquiera que pudiese ser tan feliz. Alejandra había desaparecido de su vida, tenía la tutela, o al menos el inicio del procedimiento de tutela legal, de Gabi y tenía también a aquel hombre fuerte y maravilloso que la abrazaba como si no quisiera soltarla nunca. La palabra «feliz» no podía explicar lo que sentía. El viejo reloj de la chimenea dió la hora entonces; un sonido suave en medio de la tranquilidad de la noche. Curiosamente, creyó notar la presencia de su abuelo y deseó de nuevo haber tenido la oportunidad de conocerlo. Una larga y complicada jornada la había llevado hasta allí, pensó, pero no cambiaría nada de esa jornada. El reloj dejó de sonar y miró los copos de nieve cayendo suavemente al otro lado de la ventana.

—Es medianoche —susurró—. Feliz Navidad, Pedro.

—Feliz Navidad.

Él la besó de nuevo, su cuerpo cálido y sólido haciendo que se sintiera totalmente segura y a salvo.

—Debería irme —dijo luego—. Tienes que dormir.

—No, no te vayas.

Pedro enarcó una ceja y Paula se ruborizó.

—No quería decir eso. Bueno, es lo que quiero, pero aún no. Quiero decir…

Riendo, Pedro besó su frente.

—Sé lo que quieres decir.

—Tengo que hacer de Santa Claus y colocar los regalos para Gabi bajo el árbol. Quiero que todo esté perfecto —sonrió—. Sus primeras navidades… —Paula se mordió los labios entonces—. Sé lo que sientes por las navidades y lo entiendo, ¿Pero podrías quedarte un rato para ayudarme?

—Nada me gustaría más —respondió Pedro, con una sonrisa en los labios—. Bueno, se me ocurren un par de cosas, pero por el momento esto valdrá.

La ayudó a sacar los regalos del sótano, donde los había ido escondiendo a medida que los compraba, y fueron más viajes de los esperados. Paula se sorprendió al ver el montón de regalos que había ido coleccionando durante las últimas semanas. Mientras colocaban los paquetes bajo el árbol y colgando de sus ramas, se enamoraba un poco más de él. Si eso era posible. Cuando terminaron de colocar los regalos, dieron un paso atrás para ver el efecto.

—Creo que me he dejado llevar. Pensé que la pobre Gabi no iba a tener nada, pero… ¿Tú crees que son demasiados regalos? Son poca cosa, nada caro.

—A mí me parece perfecto. Gabi dará saltos de alegría.

Bobby se acercó a los paquetes y empezó a olisquearlos, mirándolos como si fueran para él.

—Si se quedase ahí toda la noche sería perfecto —bromeó Paula.

—No creo que eso sea posible —Pedro sonrió mientras acariciaba su cara—. Estás contenta, ¿Verdad?

—Sí, mucho. Nunca había tenido unas navidades de verdad. Para mí solo eran unas fechas que había que soportar, pero este año es diferente —Paula hizo una pausa y, por alguna razón, sus ojos se llenaron de lágrimas—. Es maravilloso, las navidades más perfectas de mi vida.

—Estoy completamente de acuerdo —murmuró él, estrechándola entre sus brazos mientras las luces del árbol titilaban, la nieve caía sobre las calles de Pine Gulch y un perrillo feo los miraba con una sonrisa de aprobación.






FIN

Mi Bella Embustera: Capítulo 74

—Hola.

—Hola —Pedro soltó la correa de Bobby y el animal entró en la casa como si fuera el dueño.

Paula sonrió, con los ojos brillantes mientras se inclinaba para acariciar su cabezota y el bulldog francés la miraba con total adoración.

—Gracias por traerlo. Gabi se va a llevar una alegría enorme mañana cuando lo vea bajo el árbol.

—No es el perro más guapo del mundo, pero en fin…

—Es adorable. Seguro que le encantará.

Pedro le quitó la correa y Bobby trotó por la habitación, olisqueando el árbol de Navidad. Al menos ya no parecía como si esperase encontrar a Alfredo.

—¿Quieres pasar? —le preguntó Paula.

Sí, pensó él, con una ferocidad que lo asustaba. Pero consiguió esbozar una sonrisa.

—Sí, claro. Gracias.

Paula cerró la puerta y, de inmediato, se sintió envuelto por el calor de la chimenea y el aroma a resina y canela.

—Dame tu impermeable.

Cuando sus manos se rozaron fue como si saltara una chispa. Le gustaría tanto besarla que no sabía cómo iba a contenerse. La última vez, Paula le había dicho que no podía ser. ¿Volvería a hacerlo? Ella colgó el impermeable en el perchero.

—¿Quieres algo… un chocolate caliente o un té? Me temo que no tengo nada más. Debería haber comprado una botella de vino o de champán, pero no se me ha ocurrido.

—No quiero nada, gracias.

Se miraron durante unos segundos en un incómodo silencio que ella fue la primera en romper:

—Siento mucho lo de mi madre y todo lo demás. Me siento fatal por haberte mentido.

Pedro sacudió la cabeza.

—Por favor, no te preocupes. Solo me gustaría que hubieras confiado en mí, así podría haberte ayudado antes.

—Debería haberlo hecho, es verdad —Paula suspiró—. Desde el día que nos conocimos has sido tan amble conmigo y con Gabi.

—La amabilidad no tiene nada que ver —esas palabras sonaron bruscas incluso a sus propios oídos, pero cuando Paula empezó a apartarse, nerviosa, Pedro intentó arreglarlo—. Perdona, ha sonado muy brusco. Lo que quería decir es…

—Sé lo que querías decir —murmuró ella, echándose en sus brazos.

Pedro la aplastó contra su torso mientras buscaba sus labios. Sabía a algo dulce y encantador… a chocolate y peppermint. Se besaron durante largo rato con una extraña sensación de familiaridad, como si llevaran esperando ese momento toda su vida. Cuando levantó la cabeza para mirarla y vió que tenía los ojos nublados y los labios húmedos estuvo a punto de besarla de nuevo. Intentó decir algo, pero tuvo que aclararse la garganta para encontrar su voz.

—Tengo que saberlo, Paula.  La última vez que nos besamos dijiste que no estabas interesada en una relación. ¿Sigues pensando lo mismo?

Ella no dijo nada durante unos segundos, como si estuviera intentando tomar una decisión, pero luego se puso de puntillas para besarlo de nuevo. Pedro rió sobre su boca, abrazándola y besándola con todas sus fuerzas. Paula respondía con tal pasión que tuvo que contenerse para no tumbarla en el suelo y olvidarse de todo. Pero era demasiado pronto. Él quería ir despacio y saborear cada momento, de modo que haciendo un supremo esfuerzo, se apartó, respirando agitadamente. Seguían en la entrada, se dió cuenta, sorprendido.

—¿Nos sentamos?

—Sí, claro —respondió Paula.

Pedro se tumbó en el sofá, llevándola con él y envolviéndola en sus brazos.

—¿Debo suponer que vas a darme una segunda oportunidad?

—No tenía nada que ver contigo —respondió ella, mirando el fuego de la chimenea y las luces del árbol.

Mi Bella Embustera: Capítulo 73

—Sí, claro —asintió Paula—. Gracias otra vez. Me has hecho un precioso regalo de Navidad. Mucho mejor que cualquier cosa que pudiera haber encontrado bajo el árbol.

—Me alegro —Pedro sonrió y, por un momento, Paula se perdió en el verde de sus ojos, como hojas nuevas en primavera… Pero intentó volver a la realidad.

—No quiero molestarte más, pero me gustaría saber si podrías hacerme un último favor.

—Lo que quieras.

Esa respuesta hizo que su corazón se enterneciese aún más.

—¿Sigues pensando buscar otro hogar para tu perro?

Él parpadeó, sorprendido.

—No quiero librarme de él, pero el pobre está siempre solo.

—En ese caso, creo que a Gabi le gustaría mucho que Bobby formase parte de la familia. Nunca ha tenido una mascota.

—Genial —dijo Pedro—. Bobby se pondrá muy contento. Y Gabi también, claro. ¿Quieres que te lo traiga esta noche, para que puedas dárselo por la mañana como regalo?

—Ah, qué buena idea.

—Estoy de servicio hasta las once. ¿Sería demasiado tarde?

—No, no, en absoluto. ¿Estás seguro de que quieres que nos lo quedemos?

—Es lo mejor para Bobby. Será más feliz aquí, en una casa que fue suya durante muchos años. Echaré de menos su fea cara, pero siempre puedo venir a visitarlo, ¿Verdad?

Por alguna razón, Paula se puso colorada.

—Sí, claro. Puedes venir cuando quieras.

—Me alegra saberlo —Pedro alargó una mano para apartar un mechón de pelo de su frente—. Pasaré por aquí más tarde con Bobby.

—Muy bien.

—Feliz Nochebuena, por cierto.

Paula asintió con la cabeza, feliz porque las navidades de repente le parecían maravillosas. Pero también porque sabía que iba a volver a verlo en unas horas.




—Ya sé que hace frío. Espera, pequeñajo, llegaremos en un minuto.

Bobby tiraba de la correa, moviendo sus gordas patitas sobre la acera cubierta de nieve. El animal parecía saber dónde iban y por qué mientras atravesaban las calles de Pine Gulch. Mostraba más energía y entusiasmo que nunca y Pedro, cargado con su manta, la bolsa de pienso y los cuencos de agua y comida, casi tenía que correr para seguirlo. En realidad, debía admitir que él tenía las mismas ganas de llegar a casa de Paula, pero hacía un esfuerzo por tranquilizarse, disfrutando del frío de la noche, del brillo de las estrellas sobre su cabeza y de las luces encendidas en las casas. Había trabajado durante todo el día solucionando accidentes de tráfico sin importancia, peleas de borrachos y hasta un pequeño incendio en la cocina de los Mc Purdy, pero no era por eso por lo que estaba nervioso sino porque iba a verla. No había podido quitarse de la cabeza la alegría que había visto en sus ojos mientras su madre se alejaba por la calle. De alguna forma, había intuido que los momentos de alegría eran raros para ella y quería darle más. Sí, estaba loco por Paula Chaves. Suspiró, esperando no estar adelantándose a los acontecimientos. Bobby soltó un ladrido sordo cuando llegaron a la casa de Alfredo Chaves e incluso hizo una especie de bailecito que hizo reír a Pedro. Sí, aquel sitio sería bueno para él, pensó. Y para Gabi y Paula también. Las cortinas estaban apartadas y podía ver el árbol de Navidad con las luces encendidas y a ella leyendo un libro en el sofá. La escena era increíblemente invitadora. Pedro llamó a la puerta suavemente para no despertar a Gabi, en esa noche en la que los niños debían irse a la cama temprano y en la que casi nunca podían dormir, y Paula abrió de inmediato, como si hubiera estado esperándolo. Era tan guapa iluminada por las luces del árbol que le gustaría quedarse en el porche mirándola para siempre.

Mi Bella Embustera: Capítulo 72

—Solo lo hice porque me dijo que haría que metiesen a Pau en la cárcel si no me iba con ella.

—Gabi…

—Es mi madre y la quiero, aunque no siempre es fácil —siguió su hermana—. Pero las cosas son mejores desde que estamos aquí. Me gusta el colegio y mis amigas y tener mi propia habitación —Gabi hizo una pausa, mirando a Paula—. ¿De verdad quieres que me quede contigo?

—Claro que sí, cariño.

—Pero ya me he metido en líos con la mentira que conté… bueno, ya sabes.

Paula abrazó a su hermana, pensando en cuánto había cambiado su vida en unos meses. Las palabras de Pedro daban vuelta en su cabeza: «una mujer no tiene que parir a un niño para ser una buena madre».

—Quiero que te quedes conmigo para siempre.

No había querido ser madre antes de que Gabi apareciese en su vida, pero ya no podía imaginarla sin ella.

—¡Voy a llevar mis cosas a la habitación! —exclamó Gabi—. ¿Crees que podría colgar unos pósteres en la pared, Pau?

Ella tuvo que hacer un esfuerzo para contener las lágrimas.

—Pues claro que sí. Me parece muy buena idea.

Con la energía de la juventud, Gabi subió corriendo la escalera, dejando a Pedro y Paula solos en el salón. Ella lo miró, tragando saliva. Recordaba el calor de sus labios, la paz que había encontrado entre sus brazos. Pero debía concentrarse en lo que había ocurrido esa mañana y no en los besos en los que no había podido dejar de pensar en esos días.

—No sé cómo darte las gracias. Y no puedo creer que la hayas dejado ir así, sin detenerla.

—No habría servido de nada.

—¿Y ese caso abierto del que me hablaste?

Pedro sacudió la cabeza.

—Lo importante ahora mismo era convencerla para que te diese la custodia legal de Gabi, no intentar conectarla con un crimen que ocurrió hace diez años. Me habría gustado interrogarla para ver si ella podía llevarme hasta los culpables, pero ahora que la tengo localizada tal vez pueda hacerlo de todas formas.

Paula lo miró y, por fin, entendió a qué se refería.

—Pine Gulch, hace diez años, en Navidad… tus padres. Dios mío, Pedro. ¿Crees que Alejandra podría haber tenido algo que ver?

—No lo sé. Una mujer que dijo ser estudiante de arte apareció en el rancho unos días antes de los asesinatos, pidiendo ver la colección. Mi madre era la única que estaba en casa en ese momento y se lo contó a Luciana cuando volvió del ensayo del coro. Según ella, la mujer le había dado pena porque estaba en avanzado estado de gestación, pero no llevaba alianza en el dedo y parecía angustiada —Pedro hizo una mueca—. Mi madre, por supuesto, la dejó entrar, pensando que ver la colección la animaría. Y le contó a Luciana que era una mujer muy simpática.

Paula se llevó una mano al corazón.

—¿Crees que podría haber sido Alejandra?

—No lo sé, tal vez.

—¡Más razones para haberla detenido!

—No tengo pruebas, Paula. Nada que la conecte con los asesinatos salvo un encuentro contado por mi madre a mi hermana. En fin, al menos es algo nuevo. Tal vez pueda seguirle la pista.

—Lo siento mucho.

—No es culpa tuya —dijo él—. Tú no eres responsable de algo que tu madre podría o no haber hecho.

Tenía razón. Llevaba demasiado tiempo disculpándose por Alejandra y dejando que esa mujer destrozase su vida. Había estado a punto de ser expulsada del Colegio de Abogados, había vendido todo lo que tenía para devolverle el dinero a la pareja a la que había estafado… Otra persona se habría desentendido, pero Paula no era así. Ella no había cometido el fraude, pero Alejandra había usado sus contactos en el mundo inmobiliario, de modo que se sentía culpable.

Pedro miró su reloj.

—Debería irme. Tengo que patrullar un poco por el pueblo.

Mi Bella Embustera: Capítulo 71

—Yo no hice nada.

—Entonces, no tiene nada de qué preocuparse —dijo Pedro.

—Esto es injusto. No se puede separar a una niña de su madre…

Pedro miró a Paula, que apretaba la mano de Gabi.

—Tiene toda la razón. Y lo curioso es que eso es precisamente lo que estamos intentando evitar. Una mujer no tiene por qué haber parido a un niño para ser una buena madre.

Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas al escuchar eso. El reloj de la chimenea dió las diez en ese momento. Ni siquiera era mediodía y sentía como si hubiera vivido una vida entera desde que despertó esa mañana. Alejandra miró el reloj con gesto de pánico y luego a sus dos hijas. Después de una larga pausa, durante la cual Paula casi podía verla buscando una salida, por fin dejó escapar un suspiro.

—No hay alternativa, ¿Verdad?

—Ya le he ofrecido una alternativa —respondió Pedro—. Una demanda por abandonar a su hija y todo lo que pueda encontrar sobre usted o le da a Paula la custodia legal de Gabi y se marcha de Pine Gulch ahora mismo.

Todos esperaron, los segundos interminables, hasta que Alejandra por fin frunció el ceño.

—¿Cómo voy a firmar nada con las malditas esposas puestas?

Gabi dejó escapar un gemido, con una mezcla de alivio y tristeza.

—Ningún problema. No estaban cerradas con llave —Pedro se las quitó y volvió a colgárselas del cinturón—. Paula, tú eres abogada y supongo que podrás redactar un documento legal.

—Todavía no he convalidado mi título en Idaho, pero podría ser un documento preliminar —dijo ella.

—Yo puedo firmarlo como testigo —anunció Pedro—. Puede que tengamos que buscar alguna ayuda, pero tengo amigos en Idaho que podrían echarnos una mano.

Alejandra se frotó las muñecas, furiosa.

—Vamos a hacerlo de una maldita vez. Tengo que marcharme de aquí cuanto antes.

Quince minutos después, estaba hecho. Alejandra firmó el documento en el que le otorgaba la tutela legal de Gabi y Pedro firmó también como testigo antes de sacar las cosas de la niña del coche. Su madre abrazó a la niña, prometiendo volver a visitarla pronto y luego fulminó a Paula con la mirada, algo que no la molestó en absoluto. Pedro dió marcha atrás para dejarla salir y Alejandra se perdió entre la niebla calle abajo. Paula no podía dejar de mirar los faros del coche, deseando no volver a verla nunca.

—Vamos dentro, aquí hace un frío horrible —dijo Pedro—. ¿Estás bien, Gabi?

—Sí, estoy bien.

—Cuando dijiste que querías irte con ella no hablabas en serio, ¿Verdad?

lunes, 24 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 70

—Tendrá que perdonarme, pero sobre ese punto tengo mis dudas. Gabi, ¿Cuánto tiempo estuviste sola con tu hermana antes de venir a Pine Gulch?

La niña frunció el ceño, desconcertada.

—No lo sé, creo que un mes o algo así.

—Ah, un mes. ¿Y dónde estaba tu madre durante ese tiempo?

Gabi miró a Paula y luego a Alejandra antes de volver a mirar a Pedro.

—No lo sé, no me lo dijo. Estábamos en casa de Paula en Arizona y una mañana, cuando desperté, mi madre no estaba allí. No me dijo dónde iba antes de marcharse. Esperé y esperé que volviera, pero no volvió.

La niña parecía tan triste que Paula podría pensar que era una interpretación, pero sabía que no era así. La había visto tan desesperada cuando Alejandra desapareció…

—¿Tú sabías dónde estaba tu madre en ese tiempo, Paula? — preguntó Pedro.

Ah, por fin un poco de esperanza, como un rayo de sol atravesando las nubes. Paula entendía perfectamente lo que estaba haciendo.

—No tenía la menor idea —respondió.

—¿Ah, no?

Ella negó con la cabeza.

—No dejó una nota ni un número de teléfono, nada. Lo único que dejó fue una montaña de deudas que tuve que pagar yo.

—¿Te dejó endeudada? —Pedro miró a Alejandra, que apartó la mirada de inmediato.

—Hasta el cuello. Tuve que vender mi casa y liquidar todas mis posesiones para pagar sus… deudas, si podemos llamarlas así. Por esto tuvimos que mudarnos a Pine Gulch.

Pedro asintió con la cabeza.

—Parece un caso de abandono infantil.

Alejandra se quedó sin habla durante unos segundos, mirando de uno a otro como para intentar entender dónde se había equivocado. Cuando habló, la damisela en apuros había desaparecido y era la misma de siempre, la mujer furiosa y amarga que Paula recordaba.

—Bueno, pero he venido a buscar a mi hija ahora. Ella misma ha dicho que quiere irse conmigo.

—Pues lo siento mucho por Gabi, pero me temo que no puede ser, señora Chaves —dijo Pedro—. Voy a tener que llevarla conmigo a la comisaría.

—¿Qué?

—Tengo que hablar con las autoridades de Arizona para aclarar esto, pero siendo Nochebuena puede que no sea tan sencillo —dijo Pedro, encogiéndose de hombros como si también él estuviera frustrado por la molesta burocracia.

Aparentemente, las mujeres de la familia Chaves no eran las únicas farsantes, pensó Paula.

—Pero tenemos que irnos.

—No puede ser, lo siento. Tardaremos algún tiempo en solucionar esto, pero imagino que no le importará. Lo primordial es aclarar el asunto, ¿No le parece?

En ese momento, Paula se dió cuenta de que estaba locamente enamorada de Pedro Alfonso. Querría abrazarlo hasta que le dolieran los brazos y decirle lo maravillosamente bien que estaba manejando la situación. Gabi se había acercado un poco a ella y Paula alargó una mano para tocar su brazo. Su hermana tenía miedo de confiar, estaba claro. Y ella sabía muy bien lo que sentía, de modo que atrapó su mano y le dio un apretón para tranquilizarla. Alejandra se puso en jarras. Aparentemente, había decidido mostrarse guerrera para ver si eso la llevaba a algún sitio.

—Está cometiendo un grave error, sheriff.

—¿Ah, sí?

—No tiene ni idea. Está loco si cree que voy a dejar que un policía de un pueblucho de mala muerte me acuse de abandonar a mi hija. Tengo un buen abogado y él hará que le quiten la placa antes de que acabemos con esto.

Pedro se limitó a encogerse de hombros, con una sonrisa letal.

—Como quiera, señora Chaves. Y ahora, ¿Le importaría poner las manos a la espalda?

—¿No irá a detenerme?

—Me temo que sí.

Para sorpresa de Paula, Pedro sacó las esposas del cinturón y sujetó a Alejandra del brazo.

—¡Suélteme ahora mismo!

Gabi emitió un gemido de angustia al escuchar el sonido metálico de las esposas y Pedro pareció pensárselo mejor.

—¿Sabe una cosa? Tal vez haya una alternativa.

—¿Cuál? —preguntó Alejandra.

—Que firme un documento dándole a Becca la custodia legal de Gabi.

—Olvídelo.

Pedro colocó su otro brazo a la espalda.

—En fin, esto significa más papeleo, pero es mejor que estar bajo la nieve en Nochebuena. Como he dicho, puede que tardemos un par de días en solucionar este asunto… pero tenemos algunos casos abiertos de los que me gustaría hablar con usted, señora Parsons.

—¿Qué casos?

—Algo que ocurrió en Pine Gulch hace una década, precisamente en esta época del año.

Alejandra, pálida, lanzó sobre Paula una mirada venenosa. De repente parecía mayor. Mayor y derrotada.

Mi Bella Embustera: Capítulo 69

Pedro asintió, como si la entendiera y simpatizara con ella. Por un momento, Paula sintió miedo. ¿Y si creía las mentiras de Alejandra? Su madre era una estafadora extraordinaria. No, debía controlar el pánico. Pedro la conocía, eran amigos y posiblemente algo más. Nunca creería que había secuestrado a Gabi por venganza. Tenía que confiar en él.

—¿Por qué no entramos en casa para hablar tranquilamente? Aquí hace mucho frío —dijo Pedro, con aparente tranquilidad—. ¿Dónde está Gabi?

—Dentro, guardando sus cosas. Está deseando marcharse de aquí.

Paula miró a su madre, sorprendida por una mentira que sería ridículamente fácil de desmontar en cuanto hablasen con la niña. No era un error que Alejandra cometería… a menos que estuviera completamente segura de que Gabi iba a apoyar su coartada. Pero no lo haría, ¿Verdad? Gabi la había llamado para advertirle que su madre quería llevársela de allí. Incluso le había suplicado que fuese a buscarla. Cuando entraron en la casa, la niña estaba sentada en el suelo, mirando las luces del árbol de Navidad. Y parecía asustada. Paula se acercó de inmediato para darle un abrazo y, por suerte, en esa ocasión Gabi no se resistió. Al contrario, le echó los brazos al cuello.

—A mí no me parece que esté deseando marcharse — comentó Pedro.

En los ojos de Alejandra apareció un brillo de furia, pero mantuvo el papel de damisela en apuros.

—Díselo al agente, Gabriela. Dile que Paula te secuestró y que no he podido encontrarte hasta ahora. Te trajo aquí contra tu voluntad y lo has pasado mal desde entonces. Me llamaste al móvil para suplicarme que viniera a buscarte… díselo.

Gabi se levantó, sin mirarla. Sin mirar a nadie.

—Sí, es verdad que la llamé.

A Paula se le encogió el corazón. ¿Qué podría haber dicho Alejandra para asustarla tanto? ¿Aparte del cariño de una hija por su madre, qué podía atar a Gabi a una persona así? «Pobrecita». La expresión de Trace no revelaba sus pensamientos y Paula se asustó de nuevo. ¿Con la corroboración de Gabi creería que se había llevado a su hermana sin permiso de Alejandra?

—Gabi, esto es importante —empezó a decir—. Necesito que me digas la verdad. ¿Quieres irte con tu madre?

La niña miró el árbol de Navidad y luego a Alejandra, evitando a Paula antes de asentir con la cabeza.

—Gabi…

Alejandra debía haberla convencido de algún modo, pensó. Tal vez con amenazas. Recordaba el miedo que había notado en la voz de su hermana cuando la llamó al móvil. «No quiero irme, Paula. Me gusta estar aquí, contigo». Alejandra sonrió, triunfante, mientras Gabi parecía cada vez más asustada.

—¿Lo ve? Ya se lo había dicho —le espetó, con una sonrisa irónica—. La pobre lo ha pasado fatal aquí. Ha sido una pesadilla para ella y está deseando marcharse —añadió, volviéndose hacia Puala—. Espero que te avergüences de tí misma, Paula. Intentar alejar a una niña de su madre… no puedo imaginar cómo te has vuelto tan cruel. Yo no te eduqué para que fueras así. Y ahora, si no le importa mover el coche, agente…

—Sheriff Alfonso.

—Si no le importa mover el coche, sheriff, tenemos que irnos. Nos espera un viaje muy largo, imagino que lo entenderá.

—Sí, creo que lo entiendo perfectamente —Pedro sonrió y Paula volvió a sentir un escalofrío—. Pero me temo que no puedo dejarla ir todavía.

—¿Por qué no?

—Antes necesito hacer unas llamadas. Imagino que lo entenderá, es el procedimiento habitual.

La máscara de Alejandra empezaba a romperse.

—No, no lo entiendo. ¿A quién tiene que llamar?

—Aún no me ha explicado por qué abandonó a Gabi en Arizona.

—¿Abandonarla? Yo no abandoné a nadie. Ella se marchó de Phoenix sin decirme nada.

Mi Bella Embustera: Capítulo 68

—No debería haberte mentido, pero no sabía qué otra cosa podía hacer. Lo siento mucho, de verdad.

—No te preocupes, lo entiendo.

—Cuando fui a matricular a Gabi al colegio y no tenía ningún documento legal… me pareció la única opción. Temía que llamaran a los Servicios Sociales y se llevaran a la niña —Paula suspiró, angustiada—. No podía soportar que la llevaran a una casa de acogida o a un orfanato cuando yo podía cuidar de Gabi.

Ella misma había estado en casas de acogida en las ocasiones en las que Alejandra había pasado por la cárcel y no se lo desearía a nadie, especialmente a una hermana a la que quería tanto.

—Me habría gustado que confiases en mí —dijo Pedro.

—Y debería haberlo hecho, pero no es fácil para mí confiar en los demás.

Él la miró un momento y luego volvió a concentrarse en la carretera.

—¿Esa es la razón por la que dijiste que no podías tener una relación conmigo? ¿Porque soy policía y temías que descubriese la verdad sobre Gabi?

Paula asintió con la cabeza.

—Alejandra me educó para no llamar la atención de la policía y es una costumbre difícil de romper. Pero sí, esa era la razón.

Pedro no dijo nada, pero le pareció ver un brillo de alegría en sus ojos verdes… Lamentablemente no pudo decir nada porque acababan de llegar a casa de su abuelo. Alejandra estaba en la puerta, metiendo las maletas en su deportivo rojo, pero él  detuvo el coche patrulla tras ella, bloqueándole la salida. Bien hecho, pensó Paula, mientras veía que el rostro de su madre se convertía en una máscara de ira que, de inmediato, intentó disimular. Cuando bajaron del vehículo y se dirigieron hacia ella, su madre estaba haciendo el papel de damisela en apuros. Era tan hábil, pensó Paula. Siempre le había sorprendido que pudiese llevar a cabo esa transformación. En treinta segundos, Alejandra había conseguido desencajar sus facciones para parecer una persona mayor, asustada y frágil.

—Agente, cuánto me alegro de que esté aquí. Tiene que ayudarme.

Pedro enarcó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Mi hija está siendo retenida contra su voluntad —dijo Alejandra, señalando a Paula con un dedo tembloroso—. Ella se la llevó sin decirme dónde iba. No sabe cómo la he buscado, creí que la había perdido para siempre.

—Sin duda.

—Llevo meses buscándolas y ahora, por fin, las he encontrado. Estaba esperando mi oportunidad para llevarme a mi hija a casa, donde debe estar.

—Debe haber sido aterrador para usted.

Alejandra lo estudiaba, como intentando decidir si estaba siendo sarcástico o no, pero en el rostro de Trace no había expresión alguna.

—Sí, bueno, afortunadamente ya la he encontrado y estamos juntas de nuevo. No quiero presentar una demanda ni nada parecido, solo quiero llevarme a mi hija.

—¿Por qué?

Esa pregunta pareció detener a Alejandra, que lo miró un momento en silencio.

—¿Por qué?

—Sí, ¿Por qué? —repitió Pedro—. Los policías tendemos a buscar un motivo para todo, ya sabe —añadió, con una sonrisa que provocó un escalofrío en la espina dorsal de Paula.

Cuando se portaba como un sheriff, Pedro era aterrador. ¿Quién habría esperado que un hombre tan agradable pudiese dar tanto miedo?

—No le entiendo.

—¿Qué razón podría tener la señorita Chaves para secuestrar a su hija y traerla a Pine Gulch?

—Venganza y odio —respondió Alejandra—. Estaba furiosa conmigo porque… en fin, hice una infortunada inversión inmobiliaria con su dinero y me lo ha devuelto quitándome a mi hija.

Mi Bella Embustera: Capítulo 67

Pero no se le escapaba la ironía; estaba enamorado de una mujer que podría ser la hija de alguien involucrado en un crimen tan horrible. No se preocuparía de eso en aquel momento, pensó. Lo haría más adelante, cuando hubiese conocido a la mujer y pudiera estudiar bien la situación.

—Tengo que irme —susurró Paula—. No puedo quedarme aquí un segundo más. Gabi me ha dicho que Alejandra estaba haciendo sus maletas.

—Muy bien, ponte el abrigo —dijo Pedro—. Nos vamos.

Ella lo miró, sorprendida, como si no creyera que fuese a ayudarla. Y eso sirvió para reforzar su impresión de que había poca gente con la que pudiese contar en su vida.

—Tengo que decírselo a Diana.

—Lo he oído, cariño —dijo la mujer, que estaba a unos metros de ellos.

—¿Lo has oído todo? —le preguntó Paula, preocupada.

—Haz lo que tengas que hacer para proteger a la niña. No te preocupes, yo puedo arreglármelas aquí.

Con los ojos empañados, Paula abrazó a su jefa antes de ir a buscar su abrigo.

—Lo digo en serio, Pedro —añadió Diana cuando Paula se alejó—. Hagan lo que tengan que hacer. Paula quiere a esa niña, sea su hija o no. Y tengo la impresión de que la madre es una buena pieza.

—Sí, yo también.

—Déjale bien claro que en Pine Gulch cuidamos unos de otros.

Pedro suspiró. Haría lo que pudiera, desde luego, pero si Alejandra era la madre de Gabi, sus opciones eran muy limitadas. Iba a ayudarla.

Paula no podía creer que no fuese a llevarla a la comisaría para acusarla de obstrucción a la justicia o algo parecido. A su lado en el coche patrulla, Pedro miraba la carretera y los copos de nieve que caían sobre el parabrisas. Estaba muy serio y tenía un aspecto peligroso con la mandíbula tensa, como si estuviera apretando los dientes. Definitivamente, un hombre al que no querría tener como enemigo. Por un momento, casi sintió pena por Alejandra por no saber la que iba a caerle encima en unos minutos. Sí, se alegraba mucho de tener a Pedro Alfonso de su lado. Claro que estaba de su lado, pensó. Lo había estado desde el principio. Y ella había sido una tonta por no confiar en él. En general, quería creer que su tumultuosa infancia no había dejado huellas, pero de vez en cuando veía con claridad que no era así. Le resultaba tan difícil confiar en la gente… Llevaba tanto tiempo sola, incluso antes de romper toda relación con Alejandra, que le costaba mucho darle a los demás la oportunidad de hacerse un sitio en su vida. No había esperado sentir tal alivio al saber que había alguien de su lado, ayudándola a luchar contra aquel dragón. Por impulso, Paula tocó su brazo, sintiendo el calor de su cuerpo a través del impermeable.

Mi Bella Embustera: Capítulo 66

—Ayúdame a entenderlo, Paula. ¿Qué hay de malo en que una madre quiera estar con su hija?

Ella suspiró, angustiada.

—Mi madre es una estafadora profesional y no tiene el menor interés en Gabi, solo quiere utilizarla como cebo para sus estafas.

—¿Qué?

—Lleva toda su vida engañando a la gente y utilizando a todos los que están a su alrededor para vivir del cuento. Yo tuve que emanciparme a los dieciséis años porque no podía soportarlo más —Becca tragó saliva—. Ni siquiera sabía de la existencia de Gabi hasta hace unos meses, cuando aparecieron en mi casa.

—¿No conocías a Gabi hasta hace unos meses? —Pedro empezaba a ver que aquello era más complicado de lo que había creído.

—No, no la conocía. Y como yo no quería saber nada de Alejandra, la pobre Gabi ha pasado nueve años viviendo con ella. De haberlo sabido, tal vez hubiera podido ayudarla —Paula suspiró de nuevo—. Pero ahora estoy aquí y le he prometido que no dejaría que se la llevase. Por favor, tienes que ayudarme.

Pedro no sabía cómo iba a hacerlo, pero no se lo dijo.

—¿Puedes demostrar que tu madre está intentando cometer un delito en Pine Gulch?

—No, sé que aquí no haría nada —Paula frunció el ceño—. Me dijo que había estado involucrada en algo hace años y que había aprendido la lección. Pero tenemos que darnos prisa, Pedro —le dijo, mirando su reloj—. Podría marcharse ahora mismo. Por favor, tienes que ayudarme a detenerla.

Pedro nunca se había sentido más impotente.

—Sin pruebas de que haya cometido un delito, no puedo evitar que se marche, Paula. Ojalá fuera tan sencillo.

—¿Entonces no vas a ayudarme? Alejandra va a destruir la infancia de Gabi como hizo con la mía…

—¿Con la tuya?

En un segundo, muchas cosas sobre Paula Chaves habían quedado claras para él. Era una mujer con muchas capas, compleja y misteriosa. Un reto que cada día le parecía más intrigante. Pero sobre todo era una mujer que intentaba hacer lo que creía su deber para con Gabi y juró que haría todo lo que estuviera en su mano para ayudarla.

—Puedo demorar su partida —dijo por fin.

—Solo te pido eso.

—Tal vez podría llevarla a la comisaría para hacerle unas cuantas preguntas. Tenemos varios casos pendientes en Pine Gulch…. ¿Dices que estuvo involucrada en algo hace unos años?

—Eso me contó, pero no sé nada más. Solo que al final se marchó del pueblo porque los tipos con los que trabajaba utilizaron la violencia. Mi madre es inmoral, pero odia la violencia. Dice que es innecesaria y desagradable.

Pedro frunció el ceño, sintiendo que se le encogía el estómago.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—No lo sé, no me lo dijo —respondió Paula—. No he sabido nada de ella en los últimos doce años… pero me contó que entonces estaba embarazada de Gabi, de modo que debió ser hace ocho o nueve años. Su trabajo era «echar una ojeada», según ella.

¿Sería posible que la madre de Paula hubiera tenido algo que ver con el asesinato de sus padres?, se preguntó Pedro. Las autoridades locales siempre habían estado convencidas de que había más gente involucrada y no solo los dos hombres que Luciana había visto disparar a sus padres y la mujer que lo había distraído a él para que no volviese al rancho esa noche. Pedro sintió un cosquilleo de anticipación ante la posibilidad de reabrir el caso y encontrar a todos los responsables del asesinato de sus padres.

viernes, 21 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 65

Gabi cortó la comunicación y Paula intentó llevar oxígeno a sus pulmones. En un segundo, todo iba a cambiar. El momento de las mentiras había terminado. Tal vez Pedro la odiaría, pero no podía preocuparse por eso en aquel momento. Tenía que proteger a su hermana, costase lo que costase.

Pedro decidió que tenía que dejar de ir al Gulch. Tendría que levantarse más temprano para hacerse el desayuno en casa o comprar un sándwich de máquina en la cafetería que había a la entrada del pueblo. Era insoportable ir al Gulch y encontrarse con Paula. Cada vez que la veía tenía que hacer un esfuerzo para no tomarla entre sus brazos…

—Aquí tienes tu burrito. No sé dónde anda Paula —Diana miró alrededor—. Creí que estaba metiendo el rollito en el microondas. Espera, voy a buscarla.

—La he visto entrar en el almacén hace un momento —dijo él.

Por supuesto, siempre sabía dónde estaba, patético tonto enamorado que era.

—Voy a ver qué pasa —Diana iba a entrar en el almacén cuando Paula abrió la puerta y entró como una tromba.

Era evidente que le ocurría algo y algo serio. Estaba tensa, con los puños apretados, tan pálida como el día que su madre apareció en el restaurante. Cuando se acercó, vió tal brillo de miedo en sus ojos que, instintivamente, alargó la mano hacia su arma reglamentaria.

—¿Qué pasa?

Ella dejó escapar un largo suspiro.

—Necesito tu ayuda, Pedro.

—¿Qué ocurre?

—Tengo que contarte algo antes y no te va a gustar.

—Bueno, pero siéntate. Parece como si estuvieras a punto de caerte al suelo.

—No puedo, no hay tiempo. Tengo que… —de nuevo, Paula suspiró—. Gabi no es mi hija.

Pedro la miró, convencido de haber oído mal. Pero, por su expresión, no era así.

—No te entiendo.

—Es una larga historia y no tengo tiempo para explicártelo todo ahora mismo, pero Gabi es mi hermana pequeña. Mi hermanastra, en realidad.

De repente, todo tenía sentido; lo evasiva que era sobre su pasado, que nunca le hubiese parecido la madre de Gabi…

—Sé que te sorprendió ver a tu madre y no era una sorpresa agradable —dijo Pedro.

—Nunca me alegro de ver a mi madre —Paula se pasó una mano por la cara, nerviosa—. Hace unos meses, Alejandra apareció en mi casa de Phoenix, dejó a Gabi allí y desapareció sin decir una palabra. Yo no sabía dónde estaba o cómo ponerme en contacto con ella, pero aquí está otra vez y quiere llevarse a Gabi. Tenemos que detenerla, Pedro.

Él no entendía nada. Tenía que haber algo más que una relación difícil con su madre.

—¿Dices que Alejandra es la madre de la niña?

—Sí.

—¿Y cómo voy a evitar que se la lleve? ¿Tienes la custodialegal de Gabi?

—No, ya te he dicho que Alejandra la dejó en mi casa hace un par de meses. No tengo la custodia legal, por eso nos vinimos a vivir aquí. En el colegio dije que era mi hija y que había perdido su partida de nacimiento en la mudanza porque no sabía qué otra cosa podía hacer —Paula miró su reloj—. Pero con la custodia o sin ella, tengo que hacer algo. Gabi no quiere irse con Alejandra, Pedro. Por fin tiene un hogar seguro, amigos en el colegio… es feliz aquí y si se la lleva… —no terminó la frase y Pedro intuyó que esa era la raíz del problema. Aunque no sabía qué lo llevaba a esa conclusión.

—¿Qué pasará si se la lleva?

Paula miró el suelo, a los clientes, a la barra, a todos menos a él.

Mi Bella Embustera: Capítulo 64

Aunque siempre lo llevaba con ella, poca gente conocía su número y Paula frunció el ceño, a punto de apagarlo. Pero entonces pensó que había dejado a Alejandra con Gabi y siempre había una posibilidad de que fuese una emergencia.

—¿Sí? —respondió por fin.

—¡Está haciendo mis maletas!

Era Gabi y la angustia que había en su voz hizo que el corazón de Paula diese un vuelco.

—¿Qué? —exclamó, rezando para que todo fuese un error, para haber oído mal.

—Acaba de entrar al baño y le he quitado el móvil… está haciendo mis maletas y quiere que nos marchemos antes de que vuelvas.

Paula se mordió los labios, asustada. Había sospechado que Alejandra tramaba algo… ¿por qué no había llevado a Gabi con ella al restaurante aprovechando que no tenía colegio? ¿Cuándo aprendería que no se podía confiar en Alejandra ni un solo segundo?

—¡Pero si hoy es Nochebuena!

—He intentado convencerla de que esperásemos hasta después de las vacaciones, pero ha dicho que tenemos que irnos ahora mismo porque hay gente esperándola en California.

—¿Quién la espera en California?

—No lo sé, un hombre al que le ha hablado de mí. Por lo visto, le ha dicho que estaba en un internado y ahora quiere que pase las fiestas con ellos.

—¡No!

No iba a dejar que eso pasara, pensó Paula. ¿Pero qué podía hacer? Sintiéndose atrapada, miró alrededor y se encontró con Pedro, grande y sólido, apoyado en la barra. Pedro. «Espero que sepas que si tienes algún problema siempre puedes acudir a mí», le había dicho una vez. Tenía que contárselo, pensó. Él era el único que podía ayudarla. Cómo iba a hacerlo, no tenía ni idea, pero haría lo que fuera para proteger a su hermana.

—Entretenla como puedas, Gabi. Como sea, ¿De acuerdo?

—Lo intentaré.

—Yo llegaré enseguida.

—Ven ahora mismo, por favor —le suplicó su hermana.

—Tranquila, cariño. Pero borra esta llamada para que Alejandra no la vea. ¿Sabes hacerlo?

—¡Pues claro!

—Perdón, perdón —Paula había olvidado que los niños sabían de tecnología más que los adultos.

—No quiero irme —dijo su hermana entonces, con tono asustado—. Me gusta estar aquí, contigo.

Paula se emocionó por tan inusual confesión de afecto, pero intentó disimular.

—Lo sé, cielo. A mí también me gusta estar contigo y no voy a dejar que Alejandra te lleve con ella. Tu sitio está aquí, conmigo. Entretenla todo lo que puedas.

—Tengo que cortar. Acaba de tirar de la cadena.

Mi Bella Embustera: Capítulo 63

Al día siguiente era Nochebuena y el Gulch solo abría durante el desayuno, afortunadamente. Paula entregó los caramelos, que fueron recibidos con entusiasmo por los clientes, y luego descubrió, atónita, que varios de ellos tenían regalos para ella: una caja de chocolatinas, una cestita con galletas caseras, sobres de chocolate a la taza. Hasta Diana y Luis habían dejado un regalo para ella en el almacén. Pine Gulch era un pueblo encantador, pensó. La gente hacía todo lo posible para que se sintiera bienvenida y Paula no lo olvidaría nunca. Su alegría duró hasta las nueve, cuando el sheriff entró en el restaurante. Iba de uniforme, algo raro en él, con el impermeable y el sombrero Stetson casi ocultando sus ojos. Su traidor corazón empezó a temblar y, por un momento, deseó que las cosas fueran diferentes. Sobre todo, deseó haber sido sincera con él sobre Gabi. Pero también desearía que Diana no estuviese en el almacén porque de ese modo ella no tendría que atenderlo.

—Feliz Navidad, sheriff.

—Feliz Navidad —dijo él, con cierta frialdad.

—¿Quieres desayunar?

—No, solo quiero un burrito de pollo y un rollito de canela para llevar. Tengo que volver a la comisaría.

—Vaya, veo que los policías de Pine Gulch no toman vacaciones.

Pedro se encogió de hombros.

—Yo intento que mis hombres puedan estar con sus hijos estos días, así que hago varios turnos.

Diana eligió ese momento para volver del almacén.

—Seguro que vas a hacer turnos dobles y triples hasta Año Nuevo, como siempre —le dijo.

—No tiene tanta importancia —replicó él—. Mis hombres trabajan mucho durante todo el año y darles un par de días libres en Navidad es lo más lógico.

Paula miró a aquel hombre fuerte y honesto, emocionada. Pedro trabajaba hasta la extenuación durante las fiestas para que sus hombres pudieran disfrutar con sus hijos… ¿Qué mujer podría resistirse a un hombre así? No estaba enamorándose de él, pensó entonces, se había enamorado ya. No sabía cuándo había pasado, tal vez el día que la protegió de los gamberros o tal vez antes, cuando apareció en su casa con el árbol de Navidad. O quizá se había enamorado cuando conoció al perro de su abuelo, Bobby, y descubrió que Pedro era un hombre que le daba un hogar a un perro feo sencillamente porque no había nadie más que lo hiciera. ¿Y si se atreviera a decirle la verdad? Tal vez lo entendería y la perdonaría. Tenía que creer eso. Después de todo, ella solo había intentado proteger a su hermana. Mientras Luis preparaba el burrito de Pedro, ella tomó uno de los famosos rollitos de canela y lo metió en el microondas. Luego, impulsivamente, entró en el almacén para tomar la última bolsita de caramelos. Sabía que Pedro era goloso y tal vez unos caramelos lo ayudarían a soportar el turno de trabajo en Nochebuena. Volvía al interior del local cuando sonó su móvil.

Mi Bella Embustera: Capítulo 62

Alejandra torció el gesto, como si el comentario la hubiese herido en el alma. Podría haber sido una actriz de Hollywood si hubiera decidido usar su talento para eso. Era una gran actriz, por eso era capaz de convencer a los más cándidos para que le diesen su dinero.

—No sé a qué te refieres —respondió, abriendo el envoltorio de un caramelo.

—Te conozco bien y sé reconocer las señales. Estás tramando algo que tiene que ver con Gabi.

—¿Por qué dices eso?

Paula tuvo que apretar los dientes.

—Porque te conozco muy bien. Olvidas que yo estuve en el sitio de Gabi hace años, hasta que pedí la emancipación. Ya está bien, Alejandra. Gabi y yo somos felices aquí. La niña tiene amigos, lo pasa bien en el colegio… incluso estoy pensando adoptar un perro.

—¿No me digas?

—Aquí está segura y no voy a dejar que te la lleves. La quiero demasiado como para dejar que sigas destrozando su vida.

En cuanto pronunció esa última frase, Paula apretó los dientes. Había sido un error táctico. Era un error dejar tan claro que quería proteger a Gabi porque Alejandra se aprovecharía de esa información. Habría sido mejor fingir que Gabi le importaba un bledo, que era una carga para ella.

—Estás imaginando cosas —su madre hizo una mueca de dolor, tan falsa como todo en ella—. No sé por qué siempre eres tan rápida en acusarme. Solo he venido a pasar las navidades…

—No estarás pensando estafar a alguien de Pine Gulch, ¿Verdad?

La expresión sorprendida de Alejandra pareció genuina en aquella ocasión.

—¿Aquí? No, no, de eso nada. Aprendí una buena lección en Pine Gulch.

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que no tengo buenos recuerdos de este pueblo. Cuando tu padre murió, me puse en contacto con tu abuelo para pedirle ayuda. —Monica frunció los labios en un gesto que la hacía parecer la mujer de cincuenta años que era—. Y él amenazó con pedir tu custodia legal, el viejo imbécil… yo no iba a dejar que eso pasara, así que juré no volver nunca. Pero cuando me quedé embarazada de Gabi, unos conocidos necesitaban que alguien les echase una mano para hacer un trabajito aquí.

—¿Un trabajito?

—Bueno, ya sabes. El dinero que me ofrecían estaba bien, pero al final todo resultó un desastre. Lo único que hice fue echar una ojeada durante un par de días y, por suerte, pude irme del pueblo antes de que las cosas se pusieran feas. Tú sabes que a mí no me gusta la violencia.

Paula no estaba interesada en los cuentos de Alejandra, lo único que quería era proteger a su hermana.

—Gabi es feliz aquí —repitió—. ¿No crees que la niña merece tener una vida normal?

—Gabriela no es como tú, Paula. Tú siempre quisiste una vida normal y mírate ahora, trabajando de camarera en un restaurante en medio de ninguna parte. No puedo creer que una hija mía sea feliz haciendo eso, pero la verdad es que nunca te he entendido. A Gabi, sin embargo, le gustan las aventuras.

—Te recuerdo que tengo que trabajar de camarera por tu culpa —dijo Paula—. Y también que Gabi es feliz aquí, aunque esté en medio de ninguna parte.

Su madre se levantó, sonriendo mientras tiraba el papel de caramelo al cubo de la basura.

—Si eso fuera cierto no me habría llamado. Buenas noches, cariño, que duermas bien.

Y luego salió de la cocina, dejando a Paula con una sensación de pánico en la boca del estómago.

Mi Bella Embustera: Capítulo 61

Veinticuatro horas después de que Alejandra apareciese en el pueblo, Paula sabía con toda certeza que estaba tramando algo. Hablaba constantemente por el móvil e insistía en hacerlo en su habitación, entre las cajas, para que no la oyesen. Además, se mostraba inquieta y parecía vigilar a Gabi. Paula la encontró varias veces mirando a su hermana con una expresión que la preocupaba. Y si la pillaba mirándola, Alejandra esbozaba una sonrisa que no engañaba a ninguna de las dos.

Paula nunca había estado tan nerviosa. Se sentía atrapada y le gustaría pedirle a su madre que no le estropease las navidades a Gabi, pero sin tener la custodia legal de la niña, Alejandra podría llevársela en cualquier momento y ella no podría hacer nada. Tan angustiada se sentía que estuvo a punto de llamar al restaurante para decir que no se encontraba bien, pero eso no era justo para Luis y Diana, que tan bien se habían portado con ella. Además, el restaurante estaría lleno de gente y no podía dejarlos en la estacada. Tenía que confiar en que Alejandra no hiciese ninguna tontería, aunque había pocas probabilidades de que así fuera, pero cuando volvió del Gulch y detuvo el coche tras el deportivo rojo de su madre, Paula dejó escapar un suspiro de alivio. Al menos, su repentina aparición le había hecho ver cuánto quería a su hermana. No sabía cuándo había ocurrido, pero ya no consideraba a Gabi una carga. La quería y deseaba vivir con ella para darle una infancia normal. Una niña de nueve años debería ir a fiestas de cumpleaños y a clases de ballet, no tomar parte en las estafas de su madre.

Si Alejandra se la llevaba, ella sabía qué destino le esperaría: más mentiras, más estafas, más manipulaciones. Gabi tendría que tomar parte en los engaños de su madre, quisiera o no, y Paula no iba a permitirlo. Había dado su palabra y haría lo que tuviera que hacer para cumplir su promesa. Esa tarde y esa noche fueron tan incómodos como el día anterior. Aunque ella hizo lo que pudo para mantener a Gabi ocupada en la cocina, la niña parecía preocupada mientras hacían caramelos caseros que pensaba regalar a los Archuleta y a los clientes del Gulch al día siguiente, el día de Nochebuena. Alejandra logró llevarse a Gabi aparte para hablar con ella a solas y la niña volvió muy seria a la cocina, pero se negaba a contarle de qué se trataba. Cuando terminaron de envolver los caramelos, por fin le dijo que estaba cansada y que se iba a su habitación. Y, aunque era temprano, Paula no la detuvo.

—Bueno, yo tengo que hacer unas llamadas —Alejandra se apartó de la mesa para dirigirse a la escalera.

—Antes de irte, tengo que hablar contigo —la detuvo Paula, con voz firme.

Su madre la miró, desconcertada por el tono.

—¿Te importa si me como un caramelo mientras me echas el sermón?

—No voy a echarte un sermón porque sé que no serviría de nada —respondió Paula. En realidad, lo que le gustaría sería estrangularla, pero no iba a hacerlo—. Quiero que me digas la verdad: ¿Qué planeas hacer con Gabi?

miércoles, 19 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 60

—¡Yo no sé nada de eso! Jamás me has compensado por nada de lo que has hecho. No quiero que vivas aquí y Gabi tampoco. Por fin, la niña tiene un hogar estable y alguien que cuida de ella.

Su madre hizo una mueca.

—¿Llamas acogedor a esto? Es horrible.

Aunque ella había pensado lo mismo cuando llegó, de repente Paula estaba dispuesta a defender la casa de su abuelo. La casa que había sido un refugio para Gabi y para ella cuando no tenían dónde ir.

—A esta casa no le pasa nada que no se pueda solucionar con un poco de cariño. Estamos en ello, por cierto. Además, ese no es el asunto. La cuestión es que Gabi está bien, va al colegio, tiene amigas. No puedes aparecer así de repente para confundirla otra vez…

—Me llamó ella —le recordó Alejandra.

—Eso da igual. Gabi…

«Está aquí», pensó, al oír el ruido de la puerta.

—¿De quién es el coche que está en el camino?

Paula no tuvo oportunidad de responder antes de que su hermana entrase en la cocina.

—¡Mamá!

—¡Cariño! —Alejandra se limpió las manos en el delantal para abrazar a Gabi, pero la niña no le devolvió el abrazo. Se quedó inmóvil, con las manos a los lados —¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Tú me llamaste, cielo. Me dijiste dónde estabas y pensé que eso significaba que querías que viniese a verte.

Gabi miró a Paula con gesto compungido.

—Solo quería saber si te había pasado algo y decirte que nosotras estábamos bien. Pero no pensé que vendrías.

—Es Navidad, cielo. ¿Dónde iba a querer estar más que con mi hija… con mis dos hijas?

Paula tuvo que hacer un esfuerzo para no soltar un bufido. Ella llevaba doce años sin pasar las navidades con su madre. E incluso cuando vivía con Alejandra, jamás las celebraban.

—Vamos a pasarlo de maravilla, Gabi. Podremos cantar villancicos y… mira, estoy haciendo galletas.

—Ya.

—Y podremos abrir juntas los regalos de Navidad. ¿No te alegras de que vayamos a estar juntas?

—Sí, bueno… —murmuró Gabi, con esa expresión indescifrable que tanto preocupaba a Paula.

El resto de la tarde fue muy incómodo, con Alejandra mostrando un exagerado entusiasmo por todo salvo por la casa. Le encantaban los copos de nieve de algodón que Gabi había hecho para el árbol. Adoraba el espumillón y no se cansaba de mirar los calcetines que Paula y Gabi habían colgado frente a la chimenea… Aparentemente, no se daba cuenta de que ni Gabi ni Paula compartían su entusiasmo. O tal vez le daba lo mismo. Paula no tuvo oportunidad de charlar con su hermana a solas hasta después de cenar, cuando Monica se instaló en uno de los dormitorios libres, poniendo cara de asco al ver la cama y las cajas que aún no habían tenido tiempo de abrir. Gabi se metió inmediatamente en la ducha, como si quisiera evitar sus preguntas, pero ella esperó hasta que la oyó cerrar el grifo. Pensó que estaría en su habitación, pero la encontró sentada en el suelo del salón, iluminado solo por las luces del árbol que Pedro había llevado y decorado con ellas. Y esas luces reflejaban sus lágrimas.

—Cariño… —Paula la abrazó, maravillándose una vez más de que aquella niña le importase tanto cuando prácticamente acababa de conocerla.

Gabi permaneció inmóvil durante unos segundos, pero luego se dejó caer sobre su pecho y a Paula se le hizo un nudo en la garganta cuando le echó los brazos al cuello.

—Lo he estropeado todo —empezó a decir, sorbiendo por la nariz—. Lo siento, Pau. No pensé que vendría.

Ella pasó una mano por su pelo.

—No es culpa tuya. Alejandra es imprevisible.

—No debería haberla llamado.

Paula no iba a mentirle fingiendo que todo estaba bien.

—Desde luego, complica las cosas. Pero no pasa nada, lo arreglaremos.

—Va estropearnos las navidades.

—Si no la dejamos, no.

—¿Me lo prometes?

La confianza que había en la voz de su hermana dejó a Paula sorprendida.

—Te lo prometo —le dijo. Aunque no sabía cómo iba a cumplir su palabra.

Alejandra había ido a Pine Gulch por alguna razón, eso seguro. Y las razones de su madre nunca eran buenas.

Mi Bella Embustera: Capítulo 59

—No esperaba que te marchases de Arizona con ella, desde luego. No recuerdo haberte dado permiso.

Aunque su parte racional sabía que Alejandra no querría llamar la atención sobre sí misma denunciando un delito falso cuando tenía muchos delitos verdaderos a sus espaldas, Paula no quería arriesgarse.

—¿Qué quieres?

Su madre se había encogido de hombros.

—Solo un sitio en el que alojarme durante unos días. Quiero pasar la Navidad con mis hijas. La familia es lo más importante, ¿No?

Paula tuvo que contenerse para no decir lo que pensaba de ella. Lo único que quería era perderla de vista y, al final, le dio la llave de su casa. Estaría allí en ese momento, probablemente hurgando entre sus cosas, buscando algo de lo que pudiera aprovecharse. ¿Qué iba a hacer? Cuando su turno terminó, se quitó el delantal, tomó su abrigo del perchero del almacén y volvió a casa a toda velocidad por las calles nevadas de Pine Gulch, intentando encontrar la forma de echar a Alejandra de allí. La encontró en la cocina, con uno de sus delantales, moviendo algo en una cacerola y con la radio puesta.

—¿Qué estás haciendo?

—Se me ha ocurrido hacer galletas de manteca de cacahuete. Siempre han sido mis favoritas y a Gabi también le gustan mucho.

Paula no recordaba haber visto jamás a su madre haciendo galletas. O ninguna otra cosa en la cocina.

—¿Cómo nos has encontrado? —le espetó.

Como era de esperar, Alejandra no se molestó en responder a la pregunta.

—¿Cómo puedes soportar toda esta nieve? Admito que está muy bien para un día, pero no entiendo cómo puedes soportarla durante meses.

—Dime la verdad, Alejandra, ¿Qué haces aquí? Y no me cuentes que has venido a pasar las navidades en familia porque no me lo creo.

—¿Por qué si no iba a venir, cariño? Echaba de menos a Gabi. Y a tí, por supuesto —su madre sonrió mientras añadía vainilla a la masa.

—Gabi está perfectamente y es feliz aquí. «Y no necesita que tú vengas a estropearlo todo».

—¿Tú crees?

Al escuchar esas palabras, de repente todo quedó claro. Paula miró a su madre, nerviosa.

—Ella se ha puesto en contacto contigo, ¿Verdad?

Alejandra abrió la boca como para negarlo, pero luego pareció pensar que era más ventajoso decir la verdad.

—Por lo visto, tomó prestado el móvil de una amiga del colegio para llamarme.

Ah, claro. Las niñas le habían regalado sus móviles cuando les contó que estaba enferma… Gabi debía haber pensado que si usaba su móvil ella podría sospechar y había encontrado otra manera de ponerse en contacto con su madre.

—Gabi sabe que esté donde esté siempre puede localizarme en el móvil si hay alguna emergencia.

—Yo no lo sabía. No me diste el número de tu móvil.

Alejandra se encogió de hombros.

—Llamó la semana pasada para decirme dónde estaba y, por supuesto, lo dejé todo para venir aquí.

Su hermana tenía nueve años, se recordó Paula a sí misma. La pobre no conocía otra vida más que la que Alejandra le había enseñado. Aun así, le dolió que la hubiera llamado a sus espaldas.

—La dejaste conmigo en Phoenix. Me utilizaste en un fraude hipotecario y no tuve más remedio que solucionarlo como pude para que no me expulsaran del Colegio de Abogados.

—¿Por qué iban a expulsarte? Tú no habías tenido nada que ver.

—¡Tuve que vender mi casa! ¡Me quedé sin un céntimo para pagar lo que tú habías robado!

Alejandra sonrió, conciliadora.

—Te compensaré, cariño. Tú sabes que…

Mi Bella Embustera: Capítulo 58

Paula enarcó una ceja.

—¿Estás vigilándome?

Pedro no pensaba morder el anzuelo.

—No, pero suelo observar las cosas que ocurren a mi alrededor y me he dado cuenta de que te disgustaba su presencia.

—No, no es que me ha sorprendido. Era mi madre, que ha venido a pasar las fiestas con Gabi y conmigo. Maravilloso, ¿Verdad?

Evidentemente, la presencia de la mujer no la complacía en absoluto. Su madre, pensó Pedro. Por eso su cara le había parecido tan familiar. ¿Pero por qué no se alegraba de que hubiera ido a Pine Gulch?

—Gabi se alegrará mucho de ver a su abuela, ¿No?

—Sí, claro —respondió ella mecánicamente antes de darse la vuelta.

Y, aunque era una locura, Pedro alargó una mano para tomarla del brazo.

—Sé que lo he dicho antes, pero deja que lo repita: puedes pedirme ayuda para lo que quieras. Sin ataduras, no espero nada a cambio.

En sus ojos le pareció ver un brillo de anhelo, pero Paula lo ocultó de inmediato.

—¿Por qué iba a necesitar tu ayuda? —le preguntó, con esa fría sonrisa que Pedro estaba empezando a odiar, antes de volverse hacia otro grupo de clientes.

Paula no podía pensar con claridad. Apenas sabía lo que estaba haciendo durante el resto del turno, mientras tomaba pedidos y servía platos. ¿Cómo las había encontrado su madre? Ella no había descubierto que su abuelo le había dejado una casa hasta después de que Alejandra se hubiera ido de Phoenix y había tenido mucho cuidado de ocultar su rastro. Ninguno de sus vecinos y amigos sabía dónde estaba. Pero había temido que ocurriera desde el principio, por supuesto. Alejandra no podía tener en mente nada bueno, estaba segura. ¿Qué podía querer? ¿Se atrevería a estafar a alguien en Pine Gulch? Su experiencia con ella le había enseñado que era más que posible. Si había algo de dinero que robar en Pine Gulch, Monica encontraría la manera de ponerse en acción. Y no podía dejar que lo hiciera, se dijo, intentando contener un ataque de pánico. Si Alejandra robaba los ahorros de los ciudadanos de Pine Gulch, Gabi y ella no tendrían ningún sitio al que ir. Cuánto habría deseado poder mandar a su madre a paseo cuando apareció en el restaurante. ¿Y cómo había sabido que trabajaba allí? No tenía ni idea, pero la cuestión era que había aparecido diciendo que necesitaba un sitio en el que alojarse y, aunque le hubiese gustado mandarla al infierno, no pudo hacerlo.

—He visto un coche de policía en la puerta. ¿Quién es? —le había preguntado Alejandra, mirando alrededor—. Ah, seguro que es ese tan guapo de los ojos verdes. Pero no lleva uniforme, ¿Por qué? ¿Es un detective?

—Es el sheriff de Pine Gulch —había respondido ella.

—Ah, perfecto. ¿Qué diría ese sheriff tan guapo si yo le contase que has secuestrado a mi hija? Puedo ser muy convincente y tú lo sabes.

Paula se había echado a temblar porque la sabía muy capaz.

—Yo no he secuestrado a Gabi, tú la dejaste en Phoenix y desapareciste sin decir dónde ibas. ¿Qué querías que hiciera?

Mi Bella Embustera: Capítulo 57

—Lo siento, lo siento —se disculpó—. Le diré a Luis que les traiga otro plato ahora mismo. ¡Ay, Dios! ¿La he manchado?

Mientras intentaba limpiar una mancha del jersey de Alicia Sheffield, miraba con cara de terror a la mujer que acababa de entrar en el restaurante. ¿Quién era?, se preguntó Pedro. ¿Y qué tenía que ver con Paula? No era asunto suyo, se recordó a sí mismo, a menos que la mujer hubiese ido a crear problemas en el pueblo. Pero no pudo evitar levantarse para ayudarla.

—¿Necesitas que te eche una mano? —sin esperar respuesta, se inclinó a su lado y empezó a recoger los platos rotos.

—No, yo… tengo que decírselo a Luis.

Diana se acercó con una sonrisa en los labios.

—No te preocupes, cariño, no pasa nada. Luis ya ha puesto dos pechugas de pollo en el grill. Y al pastel de hoy invita la casa — dijo, mirando a las hermanas Sheffield.

—¿Qué tal un rollito de canela en lugar de pastel? —sugirió Alicia.

—Muy bien, como quiera.

—Si no sabe llevar una bandeja, deberían despedir a esa chica —oyó que murmuraba Alicia.

La palidez de Paula había sido reemplazada por un rubor violento mientras limpiaba el suelo.

—Puedo hacerlo sola.

—Y yo puedo ayudarte —dijo él—. ¿Todo bien?

Ella lo miró a los ojos, intentando demostrar que estaba calmada. Esa habilidad para esconder sus emociones era increíble, pensó. Aunque podía ver una sombra en sus ojos y se había dado cuenta de que no quería mirar a la mujer que acababa de entrar, con quien Diana estaba hablando en la barra.

—No pasa nada —dijo Paula—. No sé por qué estoy tan torpe hoy. Imagino que ha sido un día muy largo. Llevo de pie desde las seis y media.

Si no fuera por el brillo de miedo que veía en sus ojos y sus decididos esfuerzos por no mirar a la recién llegada, Pedro la hubiese creído. Cuando terminaron de limpiar, Paula intentó esbozar una sonrisa.

—Gracias.

—La cuenta…

—Ah, perdona, se me había olvidado. Espera un momento, enseguida te la traigo.

—No hace falta, se la pediré a Diana.

La mujer se había sentado al otro lado del local y, aunque Pedro sentía la tentación de acercarse, pensó que tal vez no era lo más inteligente. Pero cuando esperaba que Paula le ofreciese un menú, como hacía con todos los clientes, vió que se sentaba a su lado. Sorprendido, Pedro decidió esperar un momento. Paula y la extraña hablaban en voz baja y, con el ruido del restaurante, no podía oír lo que decían. Parecía enfadada y frustrada, pero a la otra mujer no parecía importarle en absoluto. ¿Quién sería?, se preguntó. ¿Por qué su rostro le resultaba familiar? ¿Y por qué parecía tan disgustada? Después de cinco minutos de conversación, vió que ella metía la mano en el bolsillo de sus vaqueros para sacar una llave, que dejó sobre la mesa con gesto desafiante. La mujer sonrió, con una expresión de triunfo que hizo que Pedro tuviese que apretar los dientes, y después de darle un beso en la mejilla salió del restaurante sin haber pedido nada. Paula se quedó un momento en la silla, pálida. Le encantaría acercarse y preguntarle qué pasaba, prometerle que echaría a esa mujer del pueblo si había ido a crear problemas. No podría hacerlo, pero al menos lo intentaría. Ella pasó las manos por el delantal, como intentando calmarse, y luego se levantó para volver a trabajar.

—¿Querías algo más? —le preguntó, al ver que seguía allí.

—No, gracias —respondió Pedro. A pesar de años de entrenamiento y práctica interrogando a sospechosos, no se le ocurría una manera inteligente de preguntarle por lo que acababa de presenciar—. ¿Quién era tu amiga?

—¿Mi amiga?

—La mujer a la que le has dado la llave de tu casa.

Mi Bella Embustera: Capítulo 56

—Podría ser, pero sigo conduciendo perfectamente.

Por impulso, Pedro tomó su mano; una mano arrugada y temblorosa.

—Señora Sheffield, usted no querría provocar un accidente, ¿Verdad?

—¡Pues claro que no!

—¿Y si no pudiese parar a tiempo en el paso de cebra del colegio? No querría usted herir a ningún niño, ¿no?

—Yo no haría eso. Soy una buena conductora.

—Seguro que sí —Pedro hizo una pausa—. ¿Qué tal si después de las fiestas vamos a dar una vuelta juntos en el coche? Podemos pedirle al agente Rivera que vaya con nosotros. Si puede demostrarnos que es capaz de conducir, romperé la multa y le pediremos disculpas.

—¿Y si no? —preguntó ella.

Pedro apretó su mano.

—Entonces, no podrá seguir conduciendo. Pero tal vez podría hacerlo Violeta. Ella no está operada de cataratas, ¿No?

La mujer puso cara de pocos amigos.

—Bueno, ya veremos.

El alcalde entró en el restaurante en ese momento y, en treinta segundos, tenía a Alicia ruborizándose como una colegiala. Pedro giró la cabeza y vió que Paula estaba mirándolo con una extraña expresión… que desapareció mientras se acercaba a ellos.

—Señora Sheffield, he sentado a Violeta en su mesa favorita.

—Ah, muy bien.

—¿Qué quiere tomar, alcalde?

Los cuarenta y cinco minutos siguientes fueron una tortura. Pedro intentaba no mirar a Paula, pero a pesar de sus esfuerzos, no podía dejar de hacerlo. Por fin, cuando la reunión terminó, dejó escapar un suspiro de alivio.

—Gracias por reunirte aquí conmigo —dijo el alcalde, dejando a un lado la servilleta—. Era el único momento libre que tenía en todo el día.

—Sí, pero esta vez pago yo.

Discutieron durante unos segundos sobre quién pagaba la cuenta, pero Pedro salió victorioso y el alcalde se despidió para ir a una reunión con el gabinete de transportes. Estaba esperando la cuenta cuando se abrió la puerta del restaurante. La recién llegada era una mujer elegantemente vestida de unos cuarenta y cinco años que intentaba parecer una década más joven. No la conocía, pero su rostro le resultaba vagamente familiar… Estaba intentando averiguar de qué le sonaba su cara cuando de repente sonó un estruendo. Pedro se volvió y vió a Paula mirando una bandeja que había caído al suelo.

—¡Mira lo que has hecho! —gritó Alicia Sheffield.

Ella estaba pálida como un cadáver, tan conmocionada que tardó un momento en correr a la barra para buscar un cepillo.

lunes, 17 de febrero de 2020

Mi Bella Embustera: Capítulo 55

Suspirando, Pedro bajó del coche y entró en el restaurante. Como de costumbre, todas las cabezas se volvieron cuando sonó la campanita de la puerta. Un par de personas lo saludaron, otras giraron la cabeza. Ser el sheriff de un pueblo pequeño no siempre te otorgaba el título del «Más popular». Sobre todo, cuando tenías que detener al hermano o al marido de alguien. Aunque a Pedro eso no le importaba mucho. Pero el alcalde aún no había llegado, maldita fuera. Paula se puso colorada al verlo, pero irguió los hombros mientras se acercaba con una sonrisa nerviosa en los labios.

—Hola, Pedro.

—Hola.

—¿Vas a sentarte a una mesa o en la barra?

Él frunció el ceño. Más bien le gustaría comer un bocadillo en el coche.

—En una mesa, por favor, estoy esperando al alcalde — respondió, intentando sonreír. Y, con un poco de suerte, estaría a punto de llegar.

—¿Quieres un menú o ya sabes lo que vas a tomar?

—Prefiero esperar a Montgomery.

Pedro odiaba la distancia que había entre ellos, la tensión.

—¿Un café entonces?

—No, solo agua, gracias.

No quería que Paula lo atendiese, pero no podía hacer nada. Ella le llevó el vaso de agua un segundo después y Pedro tomó un trago mientras miraba su reloj. No llevaba allí más de tres minutos cuando se abrió la puerta del restaurante, pero no era el alcalde sino  Alicia Sheffield con su hermana Violeta. Las hermanas Sheffield habían vivido en el pueblo toda la vida e incluso se habían casado con dos hermanos, difuntos ambos en aquel momento. Alicia  se fijó en él y se acercó, su bastón repiqueteando sobre el suelo de madera.

—¡Esto es intolerable! ¡No pienso aceptarlo! ¿Me oye, sheriff?

Sí, Pedro la había oído, como el resto de los clientes. Y seguramente la gente de la calle.

—¿Cuál es el problema, señora Sheffield?

—Yo le diré cuál es el problema: quiero una disculpa. Una disculpa oficial, por escrito. Ese tonto tiene suerte de que no pida que le retiren la placa.

—¿Y a qué tonto se refiere, señora Sheffield?

—A uno de sus hombres, el tal Rivera, que me ha puesto una multa de tráfico. Es ridículo, yo conduzco perfectamente. Nunca me habían puesto una multa, jovencito.

Deberían haberle retirado el permiso de conducir tres años antes, cuando la operaron de cataratas en los dos ojos. Su hijo era amigo de Pedro y sabía que debería haber hablado con él. Aquella mujer se estaba convirtiendo en un peligro y tendría que ser firme, por difícil que fuera.

—Hablaré con Rivera, pero ninguno de mis agentes pondría una multa si no tuviese que hacerlo.

—Siempre hay una primera vez para todo —replicó Alicia—. Yo no hice nada mal… puede que rozase la línea que separa un carril de otro, pero estaba nevando y le podría pasar a cualquiera.

—Pero usted sabe que ya no ve tan bien como antes, ¿Verdad?

Algo brilló en los pálidos ojos azules de la mujer. Y Pedro lo entendía; perder la libertad de conducir podía ser un golpe terrible para una persona tan orgullosa e independiente como Alicia Sheffield.