miércoles, 30 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 55

–Le he dicho la verdad –dijo Pedro encogiéndose de hombros–. Que recibiste un puñetazo dirigido a mí. No le ha parecido difícil de creer.

–Supongo que habrás mencionado a la ex vengativa.

–Sí. Por alguna razón, eso le pareció aún menos difícil de creer.

A pesar de su intención de no dejar que la encandilara, Paula no pudo evitar sonreír ante aquel comentario.

–Paula, tengo que decirte otra vez lo mucho que siento todo esto. Carla, la tormenta, todo. Quería que el día fuese perfecto para tí, pero, como de costumbre, lo he fastidiado.

–¿Por qué querías que todo fuese perfecto? –preguntó ella.

–No quería que dejaras de verme –contestó Pedro tras una pausa–. Eso es lo que planeabas decirme anoche, ¿Verdad?

Paula se quedó mirándolo. ¿Cómo lo había averiguado?

–Eres demasiado bueno leyendo la mente de las mujeres.

–No. Solo la tuya. ¿Pero por qué? Eso es lo que no entiendo. ¿Por qué estabas decidida a mandarme a paseo? Podría entender que no quisieras verme más después de lo de hoy. Cualquier mujer se sentiría igual. Pero, antes de esto, pensé que las cosas iban bien. Parecías feliz. Sé que eras feliz. ¿Acaso lo malinterpreté todo?

¿Cómo podía Paula decirle que todas las razones que había visto para cortar con él se habían materializado en la chica del restaurante? Carla Mendenhall era Paula, con un poco más de tiempo y unas cuantas copas de más. Quería pensar que ella nunca montaría una escena borracha en un restaurante, pero querría montarla, y eso era igual de desmoralizador.

–Las cosas iban bien –dijo finalmente.

–¿Y por qué pensabas echar el freno?

No podía decirle la verdad, de modo que evitó el tema.

–No puedes decirme que se te habría roto el corazón si hubieras dejado de verme, Pedro.

–¿No puedo? –murmuró él.

–Tu reputación no te hace justicia –dijo Paula forzando una sonrisa–. Casi habías conseguido que me lo creyera.

–¡Al infierno con mi reputación! –exclamó Pedro poniéndose en pie– . Al infierno con mi reputación –repitió–. Por un segundo, olvídate de todo lo que hayas oído de mí de gente que debería mantener la boca cerrada. Si no hubiera ocurrido lo de hoy con Carla y no hubieras oído los cotilleos, si tuvieras que juzgarme solo por el hombre que has conocido este último mes, ¿Seguirías siendo tan cínica? ¿O te abrirías ante la posibilidad de que puede que me importes?

–No sé –admitió Paula finalmente–. No se me da bien juzgar a los hombres.

–¿Crees que no puedes confiar en tu instinto solo porque tu ex era un cerdo que te engañó?

–¿Quién te ha dicho eso?

La furia desapareció de su rostro tan rápido como había aparecido, y volvió a sentarse a su lado con aspecto cansado.

–Nicolás. Un día, cuando estábamos trabajando con el coche, me dijo que su padre te abandonó por una chica de veintiún años. Os abandonó a todos para irse a Europa con ella. No guarda muy buen recuerdo de él.

–Hasta que Fernando no me dijo que se marchaba, no tenía ni idea de que estaba engañándome. Era completamente ajena. Pensé que tenía la vida perfecta, el matrimonio perfecto. ¡Incluso solía darles consejos sentimentales a mis amigas! Y, mientras tanto, mi marido se acostaba con otra.

–¿Y crees que eso hace que seas mala juzgando a los hombres? ¿Porque cometiste un error? ¿Porque no sabías que tu marido te engañaba? Tal vez él fuera un gran manipulador.

Obviamente, ya se había dado cuenta de eso, pero había sido completamente ajena en su momento. ¿Y si Pedro estaba haciendo lo mismo y ella estaba demasiado ciega para verlo?

El Seductor: Capítulo 54

Casi una hora después, Paula estaba sentada en un sillón junto al fuego.

–Siento hacerte esto, papá –dijo mientras hablaba por el móvil–, pero la tormenta se desató de repente. ¿Qué tal por allí?

–Han caído unos pocos centímetros de nieve, pero parece que se avecina más. Si sigue así, vas a pensar que aquí nunca deja de nevar.

–¿Y es cierto?

–Claro que no, para en junio –dijo su padre riéndose, aunque a Paula le costaba encontrar su sentido del humor en esos momentos.

–Pedro ha dicho que intentaremos regresar en cuanto abran la carretera, pero, en el mejor de los casos, no creo que lleguemos a casa antes de las dos o las tres de la madrugada.

–Eso no tiene sentido. Quedense allí. Estaremos bien. Melina y yo estamos viendo una película de kung fu y Nicolás está en el ordenador hablando con sus amigos de Seattle. ¿Seguro que estás bien? – preguntó su padre.

Con un suspiro, Paula observó la suite de tres habitaciones con la cama de matrimonio, la alfombra y la chimenea. Pedro había conseguido la última habitación libre del pueblo; la suite nupcial de un elegante hotel que figuraba entre los diez más románticos del oeste.

–Estoy bien –dijo finalmente–. No dejes que Nicolás esté toda la noche en el ordenador. Que lo deje a las diez. Si te da problemas, llámame y lo hablaré con él.

–Estaremos bien. Tú estate tranquila.

En ese momento, Paula oyó la llave en la puerta y Pedro entró llevando un cubo con hielo.

–Gracias de nuevo –le dijo a su padre–. Te veré por la mañana.

–No te olvides de la fiesta del colegio.

–No empieza hasta las seis de la tarde de mañana. Tenemos tiempo de sobra.

Se despidió de su padre y colgó mientras Pedro colocaba el cubo de hielo sobre la cómoda.

–¿Todo bien por casa? –preguntó.

–Sí. Mi padre lo tiene todo bajo control. No debería preocuparme.

–Pero eres madre y eso es lo que haces.

–Supongo.

Pedro se sentó en un sillón junto a ella y Paula se preguntó cómo era posible que el romanticismo que destilaba la habitación fuese capaz de hacerlo más peligrosamente sexy.

–Tienes suerte de tener a tu padre para ayudarte con los niños – dijo.

–Mudarme aquí ha sido positivo en ese aspecto.

–¿Y no en los demás?

Si se hubiera quedado en Seattle, habría estado más segura. No se encontraría en una habitación de hotel tratando de resistirse a un hombre tan atractivo.

–Es una habitación bonita la que nos ha conseguido tu amiga –dijo sin embargo–. Supongo que conocer a la directora ayuda.

–Sí. Nadia es genial. Creció en Pine Gulch antes de mudarse a Jackson. Somos amigos desde siempre.

A Paula le parecía que habían sido más que amigos, aunque no dijo nada. Tampoco quería saberlo.

–¿Tienes hambre? –le preguntó Pedro–. No has comido mucho durante la cena.

–Estoy bien –dijo ella.

–Oh, casi lo olvido. Aparte de las cosas para el baño, Nadia me ha dado un par de bolsas de hielo para tu ojo.

–Gracias –murmuró Paula mientras agarraba una de las bolsas que él le ofrecía–. Supongo que se habrá preguntado por qué parezco recién salida de una pelea.

El Seductor: Capítulo 53

Pedro había hecho todo lo posible por calmarla, consciente de la atención que estaban atrayendo en el restaurante. Cuando Carla se había girado hacia Paula, refiriéndose a ella como su última zorra estúpida, la paciencia de él se había agotado. Se puso de pie con la intención de llevarse a Carla a un lugar privado para calmarla y disculparse por el modo en que la había tratado. Pero, cuando le agarró el brazo, ella se puso frenética y lo golpeó. Por desgracia, falló y dió a Paula en su lugar. Desde ese momento, todo había sido un caos. Carla había comenzado a llorar y Paula la había sentado a su lado, pidiéndole un café al camarero e intentando tranquilizarla mientras Pedro se quedaba de pie sintiéndose el mayor idiota del mundo.

–¡Lo quería mucho! –había exclamado Carla y Paula la había abrazado.

–Lo sé, cielo. Lo sé –murmuró.

Resultó que Carla estaba en el restaurante esperando a que su compañera de piso terminara el turno en la cocina para que pudiera llevarla a casa. Tras unos minutos que pasaron criticando a los hombres en general y a Pedro en particular, había salido la otra mujer y se la  había llevado con ella. Después de eso, ninguno de los dos había tocado su comida. Pedro había tratado de explicarse, pero Paula no había estado de humor para escuchar que no era el cerdo que parecía. Finalmente, él se había rendido, había pagado la cuenta y se habían marchado del restaurante, percatándose entonces de que se había desatado una fuerte tormenta. Suspiraba ahora, mientras regresaban a las afueras del pueblo, preguntándose cómo podría haber evitado ese desastre.

–¿Qué quieres hacer? –preguntó tras aparcar la furgoneta en el estacionamiento de una tienda de alimentación–. Podemos buscar un sitio en el que esperar mientras abren la carretera o podemos arriesgarnos e ir por Kemmerer y luego atravesar Star Valley.

–¿Cuánto tiempo nos llevaría eso? –preguntó ella sin mirarlo.

–Con este tiempo, unas seis horas.

Parecía que Paula estaba a punto de echarse a llorar, pero no dijo nada.

–O, como ha dicho el policía, podríamos buscar una habitación de hotel para pasar la noche y marcharnos a casa por la mañana. Probablemente sea la mejor alternativa.

–De acuerdo –accedió Paula finalmente.

–No creo que sea fácil encontrar una habitación –le advirtió Pedro–. Entre las Navidades y la temporada de esquí, los hoteles de Jackson suelen estar llenos. Haré todo lo que pueda, pero tal vez me lleve un rato.

–Tenemos toda la noche, ¿No? –dijo ella.

Dos horas antes, la idea de pasar la noche con ella habría hecho que su cabeza diese vueltas con infinidad de posibilidades. Ahora, preferiría caminar hasta casa descalzo sobre la nieve antes que tener que sentarse a ver cómo Paula se alejaba más de él.

El Seductor: Capítulo 52

Si hubieran salido un par de horas antes, habrían podido atravesar el cañón y ya estarían en casa. Y quizá Paula estuviera recordando el maravilloso día que habían pasado juntos en vez de estar sentada a su lado con cara de pocos amigos.

Durante casi todo el día, las cosas habían ido bien, como Pedro había planeado. Habían pasado un rato agradable paseando por las tiendas y galerías, buscando regalos de última hora.Con la ayuda de Paula, él había encontrado los regalos perfectos para las mujeres importantes de su vida. Ya les había comprado a su madre y a Quinn un regalo, de modo que no tenía que preocuparse por ellos. Ella ya había hecho casi todas sus compras, de modo que solo tuvo que encargarse de unos últimos regalos. Le compró un jersey de lana a su padre, una cesta de libros y unos pendientes a Melina y una tabla de snow a Nicolás. Como Pedro había imaginado, Paula había estado radiante durante casi todo el día. Se había reído más que nunca y lo había tocado con frecuencia, agarrándolo del brazo mientras andaban, incluso dándole la mano mientras miraban los productos.

Y entonces Carla Mendenhall lo había arruinado todo. No. Aunque habría sido más fácil culpar a la otra mujer del desastre, Pedro sabía que la responsabilidad era suya. Si le hubiera prestado atención al clima y se hubieran marchado dos horas antes… Si hubiera elegido otro restaurante… Aparte de eso, si se hubiera mantenido alejado unos años antes cuando Carla se había acercado a su mesa en el Cowboy Bar tras una reunión de negocios. Pero no se había alejado. De hecho, la había invitado a sentarse ya tomarse una copa. Realmente no había pretendido empezar nada aquella noche dos años atrás, pero Carla se había mostrado entusiasmada. Ambos habían estado un poco borrachos, aunque más tarde descubriera que, en ella, era más una norma que una excepción. Habían bailado, habían flirteado y habían acabado la velada en la habitación de su hotel. Había imaginado que Carla solo quería pasar un buen rato y la había buscado en repetidas ocasiones cuando había ido a Jackson, pero pronto había descubierto que la había juzgado mal. De pronto, la chica festiva amante de la diversión se había vuelto dependiente y emocional, y había comenzado a llamarlo a todas horas; de modo que había acabado cambiando su número de móvil. Debería haber afrontado las cosas de forma diferente. Lo decente habría sido hablar con ella y tratar de explicarle que querían cosas distintas. Pero no había tenido tiempo en esa ocasión y le había parecido más fácil ignorarla y esperar que desapareciera.

Cuando Paula y él entraron en el Aspen y Pedro había visto a Carla sentada en la barra, había estado a punto de darse la vuelta y salir. Debería haberlo hecho, incluso aunque Paula pensara que estaba loco, pero habían pasado casi dos años desde que hablara por última vez con esa mujer. No podía guardarle rencor. Además, probablemente ni se acordara de él. Se habían sentado inmediatamente en una mesa junto a la chimenea, con vistas a la estación de esquí. Todo había ido bien hasta que Carla había pasado a su lado de camino al baño. Desde ese momento, el día había ido a peor. Carla había visto cómo abrazaba a Paula en la mesa y, en vez de alejarse discretamente, se había acercado y había comenzado a insultarlo.

El Seductor: Capítulo 51

A la mañana siguiente, Pedro se subió a la furgoneta tras dejar a Lucía con Enrique y Ana para que pudiera pasar el día jugando con su hermano. Su cachorro le había dirigido una mirada de reproche al ver que se marchaba sin ella, pero no quería que nada estropeara un día que prometía ser perfecto. Incluso el clima cooperaba. Hacía un día precioso. La nieve que había caído durante la noche brillaba bajo la luz del sol y el cielo estaba despejado y azul. Condujo las pocas manzanas desde la casa de su madre hasta la de Paula sintiendo la anticipación en el estómago. No estaba seguro de si le gustaba esa sensación. Al fin y al cabo, no era más que una cita. Llevaba diciéndose eso toda la mañana, pero no podía dejar de pensar que tenía que hacer todo lo posible para que su tiempo juntos fuese inolvidable y Paula se sintiese incapaz de poner fin a las cosas. No era estúpido. Sabía que ella había pretendido poner fin a aquello la noche anterior, mientras paseaban por el pueblo. Sin embargo, había accedido a ir con él ese día. Tal como él lo veía, tenía una oportunidad más de hacerla cambiar de opinión. Tenía que hacerlo. Ni siquiera quería pensar en la alternativa. No comprendía todo aquello, solo sabía que no podía soportar pensar en un mundo sin Paula y sus hijos. Era lista, graciosa y divertida, y tenía una fuerza que encontraba relajante e increíblemente adictiva. También estaba sorprendido por el modo en que ella parecía sacar lo mejor de todos los que estaban a su alrededor, incluso él. Cuando estaba con ella, se sentía mejor, alguien amable y decente. No estaba preparado para perder todo eso. Aún no. Quizá después de las Navidades, a pesar de que eso también le produjera un intenso dolor en el pecho. Trató de no pensar en eso mientras estacionaba frente a su casa. Ese día no pensaría en las despedidas. El sol brillaba, el día era perfecto, y pasaría el resto de su tiempo juntos enseñándole a Paula las razones por las cuales lo necesitaba.

–¡Por favor! Solo quiero irme a casa –dijo Paula diez horas después. El moratón alrededor de su ojo estaba oscuro y tenía mal aspecto; casi tanto como la ventisca que rodeaba la furgoneta.

–Lo siento mucho, señora –dijo el policía que bloqueaba el acceso a la carretera que unía Jackson con Pine Gulch asomándose por la ventanilla–, pero me temo que nadie va a pasar por el cañón ahora mismo.

Con la tormenta, permanecerá cerrado tres o cuatro horas más. Quizá más tiempo. La tormenta es demasiado fuerte y le recomendamos a todo el mundo que no tenga que viajar que se quede en casa hasta que pase. Ojalá pudiera darle una mejor opción, pero, en este momento, me temo que tendrán que dar la vuelta y regresar al pueblo para buscar un lugar en el que esperar hasta que pase la tormenta y vuelvan a abrirse las carreteras. El Aspen es un lugar muy agradable.

–¡No! –dijeron Paula y Pedro al unísono.

El policía pareció un poco desconcertado por su vehemencia, pero había una larga fila de coches tras ellos y Pedro sabía que el hombre tendría que enfrentarse con más conductores furiosos.

–Hay otros restaurantes en el pueblo. También pueden buscar una habitación de hotel. Puede que eso sea lo mejor.

–Gracias por su ayuda –dijo Pedro–. Ya se nos ocurrirá algo.

Subió la ventanilla y dió la vuelta para regresar a Jackson Hole. Paula se quedó mirando al frente con expresión severa. Pedro lo había fastidiado todo. Tal como iban las cosas, tendría suerte si volvía a dirigirle la palabra. Debería haberle prestado más atención al tiempo, pero había estado tan ocupado asegurándose de que se lo pasara bien, que no había pensado en las nubes que se acumulaban en el cielo.

lunes, 28 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 50

Se apiadó de Melina, pero su hija le devolvió el gesto con un ataque por sorpresa. Tras quince minutos, Pedro alzó la bandera blanca o, en su caso, uno de sus guantes.

–De acuerdo. Ya es suficiente. ¡Ya es suficiente! –exclamó poniéndose en pie–. Vamos a congelarnos si seguimos con esto. Sugiero que lo dejemos en empate y volvamos a casa a tomar chocolatecaliente.

Como si lo hubieran planeado, Paula, Nicolás y Melina le lanzaron tres bolas de nieve desde diferentes ángulos.

–Recuerdenme  que no vuelva a meterme con el clan Chaves a no ser que tenga refuerzos –dijo tras contemplar su abrigo empapado.

Paula lo miró y vió el brillo en sus ojos. Y de pronto se sintió como si le hubieran tirado un kilo de nieve en la cabeza. Allí, en el parque del pueblo, la verdad la golpeó como una avalancha, y tuvo que agarrarse al muñeco de plástico para no caerse. Aquello no era una simple atracción física, algo de lo que pudiera alejarse sin consecuencias. Estaba enamorada de él. ¿Cómo había dejado que ocurriese eso? Sabía que no era bueno para ella. Desde el principio, se había dicho a sí misma que le rompería el corazón, pero aquellas semanas habían sido tan maravillosas, que había ignorado las señales de advertencia de su cerebro. Y ahora se había enamorado de un hombre completamente inapropiado que probablemente no hubiera tenido una relación seria en toda su vida.

–Tengo frío, mamá. ¿Podemos irnos a casa? –preguntó Melina sacándola de su estupor.

–Claro, cariño. Vamos –dijo ella obligándose a sonreír.

Cuando llegaron a casa, los niños se fueron a sus respectivas habitaciones para cambiarse de ropa. Probablemente Miguel estuviera en su estudio, pero no salió a recibirla y, por primera vez en mucho tiempo, el silencio entre Pedro y ella fue extraño.

–¿Quieres ponerte algo seco del armario de mi padre? –preguntó ella.

–No. Pondré la calefacción de la furgoneta a toda potencia de camino a casa y me secaré.

–¿Estás seguro?

–Sí. Estaré bien.

De nuevo, volvieron a quedarse en silencio y Paula supo que era el momento de decirle que no podían seguir viéndose. Pero Pedro la interrumpió como si supiera lo que iba a decir.

–Gracias de nuevo por la cena. Estaba deliciosa.

–Oh, de nada. Pedro…

–¿Qué haces mañana?

–No sé. El domingo tengo una cosa del colegio, pero mañana tengo que ocuparme de algunas compras de última hora para los niños. El último sábado antes de Navidad es el día de compras más importante del año, ¿Lo sabías? Mucha gente cree que es el día después de Acción de Gracias, pero no.

Se dió cuenta de que estaba divagando, pero le resultaba imposible controlar la lengua.

–Yo también tengo que comprar –dijo Pedro–. Probablemente me venga bien tu ayuda.

–¿Mi ayuda?

–No he tenido mucha suerte este año con los regalos de mis cuñadas y de Camila y me estoy quedando sin tiempo. Me vendría bien la perspectiva de una mujer. Planeaba ir a Jackson Hole para ver algunos grandes almacenes. Podríamos ahorrar gasolina e ir juntos. ¿Qué te parece?

Paula deseaba decir que sí. Una vez más. Era lo único que deseaba. Unas pocas horas con él. Iría de compras con él y guardaría en su memoria un recuerdo más antes de decirle adiós.

–De acuerdo –dijo antes de cambiar de opinión.

–Te recogeré a las nueve. ¿Te parece bien?

Ella asintió y Pedro se acercó para darle un beso rápido que Paula había estado esperando toda la noche.

–Buenas noches –agregó Pedro dirigiéndole una sonrisa antes de salir de la casa.

Paula cerró la puerta tras él y se quedó apoyada contra ella. Se sentía débil. Débil y estúpida.

El Seductor: Capítulo 49

El pueblo tenía su propia iluminación en el pequeño parque que había junto a la escuela, y ese fue su destino final. Allí los árboles estaban iluminados con lo que parecían millones de lucecitas de colores. A Paula le parecían adorables, a pesar de que el resto de la decoración parecía haber sido añadida con el paso de los años, haciendo que unas cosas no pegaran con las otras. Melina dejó escapar la correa de Lucía y el cachorro salió corriendo hacia la zona de juegos del parque.

–¡Oh, no! –exclamó Melina.

–No te quedes ahí como una idiota –dijo Cole–. Ve a por ella.

Pedro ni siquiera dijo nada, simplemente arqueó una ceja mirando al chico. Eso siempre parecía ser suficiente para que Nicolás controlase sus modales. Aquella vez no fue una excepción. Tras un segundo, el chico suspiró y se fue tras su hermana y el cachorro. En cuanto se quedaron solos, Paula supo que había llegado el momento que había estado buscando. Estaba intentando encontrar las palabras apropiadas cuando Pedro habló.

–¿Qué sucede? –preguntó.

–¿Qué te hace pensar que sucede algo?

–No has dicho más de cuatro palabras seguidas en toda la noche. ¿Te ronda algo por la cabeza?

–La verdad es que sí. Me ronda algo por la cabeza. Pedro, no podemos hacer esto más.

–Sí, tienes razón –dijo él tras una pausa–. Las luces de Navidad se ven mejor desde aquí, pero hace mucho frío. La próxima vez usaremos el coche para poder cubrir más terreno.

–Sabes que no es a eso a lo que me refiero –suspiró–. Esto ha sido maravilloso. De verdad. Pero…

Dejó de hablar al sentir algo frío y húmedo explotar en su cara. Se quitó la nieve de la cara y miró a sus hijos, que la observaban con cara de inocencia. Sus miradas cándidas duraron solo unos segundos antes de echarse a reír.

–¡Oh, muy gracioso! –exclamó Paula.

–No te preocupes, Paula –dijo Pedro agachándose a por nieve–. Yo te cubro la espalda.

Redondeó la bola de nieve, pero, en vez de tirársela a los niños, el hombre que ella sabía perfectamente que había sido pitcher del equipo de béisbol falló y le estrelló la bola en el abrigo. Por supuesto, aquello hizo que los niños se carcajearan aún más. Paula se dió la vuelta y lo miró.

–Creo que has malinterpretado el significado de esa frase.

Antes de que Pedro pudiera contestar, Nicolás le lanzó otra bola de nieve que aterrizó en el centro de su pecho.

–Chico, eso ha sido un gran error –dijo Pedro.

Desde ese momento, aquello fue la guerra. Paula se ocultó tras un muñeco de nieve hecho de plástico y logró impactar a Pedro y a Nicolás con sendas bolas.

El Seductor: Capítulo 48

Cuarenta y cinco minutos después, Paula seguía sin tener ni idea de cómo poner fin a algo que parecía tan perfecto; aunque, a medida que pasaban los minutos, sabía que no tenía otra opción. Pedro dejó su tenedor en el plato con un suspiro de satisfacción.

–Señoritas, ha sido la mejor cena que he tomado desde hace mucho tiempo. Sobre todo la tarta de queso.

–Es la receta de mi madre –dijo Melina–. Solo he seguido las instrucciones.

–Aunque tengas una buena receta, has sido tú la que ha hecho un gran trabajo. Felicitaciones a tu madre también.

–No es para tanto –dijo Paula–. Yo siempre utilizo la receta que viene en el paquete de la crema de queso. Me temo que no es muy original.

–¡Ya basta de tanta humildad! –exclamó Pedro riéndose–. ¿Alguien puede aceptar un cumplido?

–Yo lo haré –se ofreció Nicolás con una sonrisa.

Todos se rieron, dado que él no había tenido nada que ver con la tarta.

–Tengo que moverme después de una comida así –dijo Pedro con una sonrisa–. ¿A alguien le apetece dar un paseo? Pensé que podríamos ir andando al centro y juzgar por nosotros mismos qué casa debería ganar el concurso de luces de Navidad de este año.

–¡Yo quiero ir! –exclamó Melina.

Nicolás se encogió de hombros, aunque no pareció despreciar la idea.

–¿Paula? ¿Miguel? ¿Qué opinan ustedes?

–Tengo que terminar con los platos –dijo Paula, despreciándose a sí misma por su cobardía.

Aún tenía que ir a cualquier sitio del pueblo con Pedro donde los demás pudieran verlos juntos.

–Ustedes marchen –dijo su padre poniéndose en pie–. Yo recogeré.

–La cocina está hecha un desastre –dijo ella–. Ya sabes lo mucho que ensucio cuando cocino.

–Eres la única persona que conozco que puede ensuciar tres o cuatro cacerolas hirviendo agua para la pasta –dijo su padre con una sonrisa–. Pero creo que podré hacerlo. Vete.

–De acuerdo –dijo Paula finalmente–. Gracias. Tengo que ir a por mi abrigo.

Decidió que no tenía por qué ser tan malo. Si lograba encontrar un momento en el que Melina y Nicolás estuvieran distraídos, tal vez pudiera hablar con Pedro. Quince minutos más tarde, envueltos en el frío de la noche, caminaban con Lucía a la cabeza. La gente en Pine Gulch se tomaba la iluminación navideña muy en serio. Casi todas las casas tenían decoración especial, desde una fila de luces de colores rodeando una ventana hasta renos y Papás Noeles. Pedro caminaba junto a Melina y Paula al lado de Nicolás, satisfecha de que su hijo fuera con ellos.

El Seductor: Capítulo 47

Incluso habían ido a montar a caballo a la luz de la luna, cosa que habría sido romántica si no hubieran llevado a Camila y a Melina con ellos. Había sido después de aquel paseo a caballo, hacía dos noches, cuando Paula había dado el gran paso y lo había invitado a cenar. No había sido su intención; de hecho, había planeado decirle que no podían seguir viéndose. Pero la invitación había escapado a su subconsciente y a su lengua antes de darse cuenta. Por muy maravillosos que hubieran sido esos diez días, no estaba muy segura de cómo estaban las cosas entre ellos. A pesar del calor que había existido entre los dos aquella noche en el garaje, no habían compartido nada parecido desde entonces. Había descubierto que Pedro era fiel a su palabra. Al decir que mantendría las manos quietas, lo decía en serio. No podían seguir así.

–¿Hay algo que pueda hacer? –preguntó Pedro.

–Creo que nos apañamos bien, ¿Verdad, Melina?

Su hija asintió.

–Solo tenemos que llevar la comida al comedor.

–No sabes lo delicioso que parece todo –murmuró él, y Paula fue consciente de que estaba mirándola a ella, y no a la cena que habíapasado horas preparando.

–Toma –dijo ella abruptamente entregándole una bandeja–.Puedes llevar el pollo.

Pedro sonrió como si supiera perfectamente el efecto que le producía, pero tomó la bandeja y salió de la cocina. Cuando se marchó, Paula se dió la vuelta y encontró a Melina mirándola con curiosidad. Tardó unos diez segundos antes de hacer la pregunta.

–¿Vas a casarte con Pedro?

–¡No! –exclamó Paula sintiendo cómo el cuenco del puré de patatas se le resbalaba entre los dedos–. ¿De dónde has sacado esaidea?

–Pero te gusta, ¿Verdad?

–Sí. Claro que me gusta. Pero eso no significa que vaya a casarme con él, cariño. Solo somos amigos.

–Solo quería que supieras que no me importaría. Y creo que a Nicolás tampoco. Es mucho más simpático cuando Pedro está cerca.

–De acuerdo. Es bueno saberlo.

–Camila dice que está bien tener una madrastra. La señora Alfonso es simpática con ella y le arregla el pelo y todo.

–Tú ya tienes a alguien que te arregle el pelo –dijo Paula con la esperanza de distraerla–. ¡Yo!

–Lo sé. Pero no tengo a nadie que me enseñe a montar a caballo ni que sepa cómo me siento cuando me da un ataque de asma. Y tú te ríes mucho más cuando está Pedro aquí. Así que, si quisieras casarte con él, no me importaría.

Su hija tomó la tarta de queso que había preparado y la sacó de la cocina. Cuando se marchó, Paula se llevó una mano a la boca. Tenía que poner fin a aquello. Debería haberse dado cuenta de que Melina albergaría esperanzas con respecto a eso. Pedro era el único hombre con el que se había relacionado desde el divorcio, de modo que era lógico que su hija sacara conclusiones equivocadas. Pedro no iba en serio con ella. Aún no sabía por qué parecía querer pasar tanto tiempo con ella, pero seguro que no quería tener nada duradero.

–¿Vamos a cenar o nos vamos a quedar sentados mirando la comida? –gritó su padre desde el comedor.

–Ya voy. Lo siento.

Paula suspiró y agarró el cuenco de la ensalada. Esa misma noche, tenía que encontrar la manera de decirle que aquello era el final. No importaba lo mucho que adorase estar con él, tenía que poner fin a aquello antes de que sus hijos le abrieran sus corazones y sus vidas más aún. Y antes de que ella hiciera lo mismo.

El Seductor: Capítulo 46

Diez días después, justo una semana antes de Navidad, Paula sacó el pollo del horno para comprobarlo una última vez. La piel parecía perfecta, crujiente y dorada, y la cocina estaba plagada de olores deliciosos.

–¿Te parece que está bien? –preguntó Melina desde la encimera mientras extendía el sirope de chocolate sobre la tarta de queso que había preparado aquella mañana.

–Delicioso –dijo Paula.

–¿Crees que a Pedro le gustará?

–¿Gustarme el qué? –preguntó el hombre en cuestión desde la puerta, haciéndole sentir el acostumbrado vuelco en el estómago.

Realmente tenía que hablar con su padre sobre dejar entrar a Pedro en la casa sin avisarla primero para que pudiera prepararse para el impacto. ¿Cómo era posible que cada día que pasara estuviera más guapo? Esa noche llevaba puestos unos vaqueros gastados, botas y un jersey de color borgoña. Si a su sonrisa increíblemente sexy añadía el cachorro que jugueteaba entre sus piernas, no era de extrañar que no tuviera defensas frente a él.

–Hola –dijo ella tras aclararse la garganta.

–Hola. ¿Qué me tiene que gustar?

Melina te ha preparado un postre –dijo Paula–. Le preocupa que no te guste.

–¿Lo has hecho tú?

Pedro se acercó, llevando consigo el aroma de su aftershave. Olía mucho mejor que cualquier cosa que Paula hubiera preparado, y lo único que quería hacer era devorarlo. Se obligó a respirar profundamente para calmarse mientras Melina asentía con la cabeza.

–Está un poco desigual –admitió su hija–. Esperaba que con el sirope de chocolate se disimulase.

–¿Estás de broma? Parece sacado de una revista. Espero que nadie más tenga hambre, porque es posible que me lo coma todo.

Melina se rió. Sus ojos brillaban, y Paula sabía que ella debía de tener el mismo aspecto. ¿Cómo habían llegado a eso? No tenía fuerza de voluntad en lo que a él respectaba. Lo que había comenzado como una simple invitación a cenar en uno de los restaurantes más exclusivos de Jackson Hole se había convertido en un acontecimiento regular en los últimos diez días. Lo había visto prácticamente cada día desde la noche del ataque de Melina. Habían ido a cenar dos veces a Jackson Hole, habían llevado a los niños al cine en Idaho Falls un día, y otro habían ido a Mesa Falls para ver el magnífico espectáculo del agua saliendo a borbotones del hielo.

viernes, 25 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 45

–¿Por qué soy tan terrible? –preguntó Pedro–. ¿Porque el pueblo entero pueda provocar una revolución al enterarse de que la directora del colegio quiere tener una vida?

Una vida era una cosa. Una aventura tórrida con el soltero más cotizado del pueblo era algo bien distinto.

–Estás fuera de mi alcance, Pedro. Muy lejos de mi alcance. Soy como el suministrador de agua en un partido de fútbol local y tú el quarterback en la Superbowl.

–Lo siento, pero el béisbol no es mi deporte.

–Ya sabes a lo que me refiero. Ni siquiera sé por qué estás aquí. A tí te gusta… jugar. Eres sexy y excitante. Yo soy una directora de colegio aburrida de treinta y seis años que se ha acostado con un solo hombre en toda su vida.

–¿De verdad?

–Eso no tiene importancia. Lo que intento decir es que no entiendo nada de esto. ¿Qué quieres de mí, Pedro? Sé de sobra que no soy tu tipo. No soy guapa ni sexy ni excitante. Nunca he sido el tipo de persona que alegra las fiestas. Soy una mujer normal, alguien a quien un hombre como tú no miraría dos veces.

–¿Cómo puedes decir algo así?

–¡Porque es cierto!

–Creo que no te conoces muy bien –murmuró Pedro–. Y estoy seguro de que no me conoces. Pareces pensar que no soy más que un vaquero mujeriego que solo piensa en cuál será su próxima conquista. Admito que tengo cierta reputación. Parte me la he ganado, lo siento, pero la mayoría es mentira. ¿Sabes? Soy más que una reputación.

Paula se rodeó a sí misma con los brazos, sorprendida por sus palabras. Tenía razón. Había sido injusta con él por dejarse llevar solo por un cotilleo que había oído en su oficina. Era más de lo que la gente decía de él. No tenía más que ver todo lo que había hecho por su familia en el último mes. Si acaso necesitaba más pruebas sobre su naturaleza bondadosa, simplemente tenía que observar su relación con su familia. Los Alfonso estaban unidos y se querían con locura. A Pedro no le daba vergüenza abrazar a su madre en público, adoraba a sus sobrinos, se apasionaba con sus caballos.

–Sé que eres más que una reputación –admitió finalmente–. Tal vez por eso no puedo dejar de pensar en tí.

Al oír sus palabras, Pedro sintió un intenso calor en todo su cuerpo y no pudo apartar los ojos de ella. ¿Cómo podía decir que no era guapa? Justo en ese momento, con los labios hinchados y los párpados medio cerrados, estaba magnífica. Parecía agitada y pasional, y la deseaba con una ferocidad que lo sobrepasaba. Por el momento, se contentó con darle la mano.

–No sé si esto ayuda en algo –dijo finalmente–, pero yo tampoco puedo dejar de pensar en tí. Parece una locura, lo sé, pero, por alguna razón, te he echado de menos estas últimas semanas. Me dijiste que me apartara y he tratado de respetar eso. Pero no podía sacarte de mi cabeza.

–¿Cómo has podido echarme de menos? Ni siquiera me conoces. No realmente.

–No sé la respuesta a eso, solo sé que es cierto. Me gustaría conocerte, Paula. Al igual que no soy solo una reputación, tú tampoco eres la educadora aburrida que ves en el espejo. Sé que es así. Eres guapa, lista y divertida. Creo que nos debemos a nosotros mismos la oportunidad de ver más allá de la superficie.

–Pedro…

–Cena conmigo. Solo una cita. Es lo único que te pido –insistió él–. Una velada sin toda esta tensión. Conozco un restaurante fantástico en Jackson Hole. Territorio neutral. No veremos a nadie conocido y podremos hablar y reír y disfrutar de la compañía del otro. Incluso prometo mantener las manos quietas, si es lo que hace falta para que aceptes.

Paula le soltó la mano y Pedro se preparó para otra negativa, sabiendo que esa le dolería más que todas las demás después del beso que acababan de compartir. Vió la indecisión en sus ojos, pero entonces ella miró brevemente al coche. No tenía ni idea de lo que veía allí, pero, cuando volvió a mirarlo a los ojos, se sorprendió al ver que la inseguridad había dejado paso a algo suave y cálido, algo que lo dejó sin aliento.

–De acuerdo. Sí. Cenaré contigo.

No estaba preparado en absoluto para la reacción que sintió al escuchar sus palabras; una mezcla de felicidad, alivio y alegría. Se sintió un poco inquieto también, pero decidió no preocuparse por ello de momento. ¿Cómo habían llegado a eso?

El Seductor: Capítulo 44

Pedro la rodeó con los brazos y ella se agarró a su camiseta, dejándose llevar por la pasión de sus besos. Su boca la devoraba hasta que se sintió incapaz de pensar con coherencia. Una voz en su cerebro le advirtió que estaba jugando a un juego arriesgado. Era una locura, algo absurdo. Una mujer sensata debería huir de algo que acabaría rompiéndole el corazón y no al contrario. Pero no podía pensar en esos momentos, cuando saboreaba su boca y sentía su cuerpo bajo los dedos, sobrecogida aún por la magnitud de lo que acababa de hacer por ella.  El frío garaje pareció desaparecer. Su coche, las herramientas de su padre, la nieve entrando por la ventana. Nada existía salvo ellos dos, aquel hombre que parecía conocerla tan bien, que se colaba en sus sueños y le proporcionaba una realidad mucho más mágica que cualquier cosa que pudiera haber imaginado. Se sentía segura en sus brazos. Era algo extraño que no comprendía bien, teniendo en cuenta que era el hombre más peligroso que había conocido jamás. Al menos peligroso para sus emociones. No supo cuánto duró el beso. El tiempo parecía haberse estirado. La teoría de la relatividad de Einstein cobraba un nuevo significado cuando una mujer se encontraba en brazos de Pedro Alfonso. Cuando finalmente se apartó para tomar aliento, los dos respiraban entrecortadamente y se preguntó si parecería tan asombrada como él.

–Vaya –dijo Pedro con voz rasgada–. Es una propina estupenda por arreglarte el coche.

–No deberías haber hecho eso –murmuró Paula.

–Si pretendes que esté de acuerdo contigo en eso, me temo que no va a ser así.

–No tengo fuerza de voluntad en lo que a tí respecta. Lo siento.

–Cariño, no tienes nada por lo que disculparte –dijo él apretándola con fuerza entre sus brazos.

–Sí que tengo. No he hecho más que enviarte señales equivocas sobre lo que deseo desde el día que viniste a mi casa con Nicolás. Te digo que no estoy interesada, luego te ataco como una… maníaca sexual.

–¿Lo eres? –preguntó Pedro con una sonrisa.

Sí. Claro que sí. Al menos, en lo que a él respectaba. Unas semanas antes, se habría carcajeado ante esa idea. No había tenido una relación física desde su divorcio, no había considerado la posibilidad de tener una con Pedro, y no se había dado cuenta de lo mucho que la necesitaba. Había dedicado todo su tiempo y energía a sus hijos y a su trabajo. Ningún hombre la había tentado hasta que él entrara en su vida.

–Te estás sonrojando –observó él.

–Estoy tratando de disculparme por las señales equívocas. Es solo que… no se me da muy bien esto.

–¿Esto?

–Esto que hay entre nosotros. No sé qué hacer al respecto. Pensé que mantener la distancia era la respuesta, pero obviamente no funciona.

–¿No?

–Incluso aunque sé que eres malo para mí, no puedo dejar de pensar en tí.

El Seductor: Capítulo 43

Se quedó frente a la puerta sintiendo los nervios por todo el cuerpo, hasta que decidió que aquello era ridículo. Solo era un hombre, por el amor de Dios. Solo un hombre que probablemente estuviese roncando en ese momento. Aun así, se sintió un poco como Pandora abriendo su caja mientras abría la puerta del dormitorio. Pedro tampoco estaba allí. Su cama estaba como la había dejado esa mañana. Completamente desconcertada, Paula regresó a la cocina. Él tenía que estar en alguna parte de la casa. Estaba a punto de ir a ver si habría descubierto la habitación de invitados del sótano cuando oyó un sonido al otro lado de la puerta que conducía al garaje y luego un murmullo. Por primera vez, advirtió un destello de luz bajo la puerta. Frunció el ceño. ¿El garaje? ¿Qué diablos estaría haciendo Seth en el garaje a las cuatro y media de la mañana? Abrió la puerta y se estremeció cuando el aire frío la golpeó. Primero oyó un silbido, una melodía que no reconocía. Siguió el sonido y estuvo a punto de tropezar en los dos escalones que conducían al garaje al ver lo que allí había. El capó de su coche estaba abierto y Pedro estaba inclinado sobre él tratando de arreglarlo. ¿Por qué iba a hacer algo así? Algo pareció desatarse dentro de ella, algo preciado, tierno y aterrador, y se llevó la mano a la boca, conmovida como estaba. Debió de emitir algún sonido, porque los silbidos cesaron y Pedro levantó la cabeza por encima del capó. Cuando la vió, le dirigió una de sus sonrisas.

–¡Hola! –dijo Pedro alegremente.

Paula no sabía qué decir, perdida en el tumulto de emociones que la embargaban. Al ver que no contestaba, Pedro dejó de sonreír.

–¿Va todo bien con Melina? Fui a verla hace un rato y todo parecía normal, lo juro, o de lo contrario te habría despertado.

–Está bien –dijo Paula–. Sus niveles de oxígeno son normales y acabo de darle la medicación. En cuanto ha terminado, ha vuelto aquedarse dormida.

–Eso es maravilloso –dijo él.

–Pedro, ¿Qué estás haciendo aquí? –preguntó Paula acercándose a él.

–Me parece que es evidente, ¿No crees?

–¡Son las cuatro y media de la mañana! Deberías estar en casa, en la cama, no en un garaje helado haciendo reparaciones.

–No es nada. Simplemente no quería que estuvieses atrapada aquí mañana si tu padre no consigue llegar desde Jackson por el tiempo. En cualquier caso, ya casi he terminado. Vamos a ver si funciona.

Se sentó tras el volante y metió la llave en el contacto. El motor se encendió al instante.

–Por supuesto –murmuró ella. Como todas las demás mujeres a las que ese hombre tocaba.

–Ya está –dijo Pedro saliendo del coche–. Listo.

–¿Qué le pasaba?

–Corrosión en los cables de la batería. Simplemente los he limpiado un poco con bicarbonato y agua. Pero luego descubrí por la pegatina del parabrisas que tenías que cambiarle el aceite y ví que tu padre tenía más de un litro del grado apropiado, de modo que decidí encargarme de eso también. No es gran cosa.

–Para mí sí es gran cosa –murmuró Paula.

–Me alegro de que ya no estés sin coche –dijo él mientras se limpiaba las manos con un trapo.

–Tienes una mancha en la cara –añadió ella acercándose más.

–Sí, siempre me ensucio cuando trabajo con un coche.

Se la frotó sin mucho éxito. Sin pensárselo dos veces, Paula le quitó el trapo y dió un paso al frente, limpiándole la mancha de grasa que tenía encima de la mandíbula. Segundos después, se dió cuenta de lo que estaba haciendo y paró. Lo miró a los ojos y el calor que vió en ellos pareció encenderla por dentro. Tragó saliva y pensó que podría haber dicho su nombre, pero sus palabras se perdieron bajo el fuego de sus besos.

El Seductor: Capítulo 42

Suspiró aliviada y quitó unos cuantos animales de peluche de la mecedora que había junto a la cama para poder sentarse. Su hija tenía que recibir el tratamiento otra vez y, aunque Paula odiaba despertarla, sabía que no le quedaba otra opción.

–Lo siento, cariño, pero tienes que ponerte la mascarilla –dijo mientras la despertaba.

Melina gimió, pero abrió los ojos con rapidez, el tiempo suficiente para que Paula le pusiera la mascarilla y encendiera la máquina. La niña odiaba esa parte.

–¿Quieres que te abrace? –le preguntó.

Melina asintió, de modo que Paula se metió en la cama con ella y la abrazó con fuerza, cantándole suavemente hasta que terminó de inhalar la medicina. La dejó en la cama y se sintió aliviada al ver que cerraba los ojos y se quedaba dormida casi al instante. Cuando abandonó la habitación, no pudo evitar recordar la velada que había pasado con Nicolás y con Pedro y sonreír. No sabía cómo Pedro lo había hecho, pero, de algún modo mientras jugaban a las cartas, le había devuelto a su hijo alegre y dulce. Sabía que probablemente fuese algo fugaz, que por la mañana Nicolás volvería a su personalidad malhumorada. Pero, durante unas horas, se había reído y había bromeado con ella, disfrutando de su compañía. Alrededor de medianoche, se caía de sueño, de modo que lo había enviado a la cama. No había querido despedirse de su hijo, no solo porque había disfrutado de su compañía, sino también porque necesitaba la barrera que representaba entre Pedro y ella. Pero no tenía por qué haberse preocupado. Mientras ella despertaba a Melina para su tratamiento de las doce, Pedro había comenzado a rebuscar entre la colección de DVDs de su padre hasta encontrar una antigua película de Alfred Hitchcock, una de sus favoritas.

–No he visto esta película en años –exclamó él cuando Paula regresó al estudio después de darle la medicación a su hija–. ¿Qué te parece? ¿Te apetece ver una película?

Paula había accedido y había tratado de mantenerse despierta, pero no lo había conseguido. Ni siquiera creía que hubiese llegado muy lejos en la película. Ahora, la televisión estaba apagada y su invitado no estaba por ninguna parte. ¿Se habría ido a casa? Corrió hacia la ventana, pero la furgoneta seguía allí. Debía de haber decidido irse a la cama. No habría pasado mucho tiempo antes de que ella se despertara, pues el leño en la chimenea seguía casi entero. Se sentía vulnerable sabiendo que debía de haberse quedado dormida delante de él. Era algo desconcertante darse cuenta de que otra persona la había visto dormir, sobre todo cuando esa persona era un hombre al que encontraba sumamente atractivo. ¿Dónde se habría metido? Tal vez hubiese encontrado una cama vacía, la suya o la de su padre. Como buena anfitriona, debía asegurarse de si su invitado necesitaba algo. El pulso se le aceleró al pensar en besos apasionados y piernas enredadas. ¡No!, simplemente se refería a una toalla limpia o a un cepillo de dientes. Trató de sacar de su cabeza esas imágenes, pero la perseguían mientras se detenía frente al dormitorio de su padre. No salía luz por debajo de la puerta, pero la abrió de todas formas y respiró aliviada al ver que no había nadie. Entonces debía de haberse ido a su habitación. Sintió un vuelco en el estómago al imaginárselo tumbado en su cama. Su almohada olería a él.

El Seductor: Capítulo 41

–Obviamente a tu padre le encanta jugar a las cartas, ¿Pero cómo se te da a tí el póquer? –preguntó.

–¿Perdón?

–Vamos a estar en pie toda la noche preocupándonos por Melina y dándole el tratamiento cada cuatro horas, pero no tenemos por qué aburrirnos. Vamos a llamar a Nicolás y a jugar un rato a las cartas. ¿Qué dices? Podemos jugar por peniques o lo que tengas. A no ser que pienses que estaríamos pervirtiendo a un menor.

–¿Estás de broma? –preguntó ella riéndose–. Mi padre le enseñó a jugar al blackjack en cuanto tuvo edad para contar. Barrerá el suelo con nosotros.

–Habla por tí. Nunca has jugado a las cartas conmigo. No me gusta perder.

–Creo que ya me había dado cuenta.

Él se rió, feliz por ser capaz de distraerla, aunque solo fuera por un momento.

¿Dónde estaba su hija? Paula recorría los pasillos de un hospital desconocido, encontrándose a su paso con camillas, equipamiento médico y corredores que no conducían a ninguna parte. Abría todas las puertas, pero no encontraba a Melina. Su hija estaba en alguna parte de aquel laberíntico infierno, pero no tenía ni idea de dónde buscar. Su hija la necesitaba y ella no estaba allí. Le rogaba a todo el mundo que la ayudaran, pero nadie contestaba. Nadie en absoluto. Finalmente, cuando estaba a punto de rendirse, recorría el último pasillo desprovisto de puertas salvo por una al final, iluminada por un extraño brillo naranja. Su hija tenía que estar allí, pensaba mientras se cruzaba con personas que la ignoraban. Se sentía sola. Estaba cansada de luchar sin nadie a su lado. Lo único que quería era acurrucarse y llorar, pero tenía que encontrar a su hija. De pronto, como si de un milagro se tratase, se abría un camino entre la multitud. Había alguien delante de ella, alguien con los hombros anchos. No podía verle la cara. Paula corría hacia la puerta y, al llegar, extendía la mano para darle las gracias a la única persona que la había ayudado. La persona se giraba y le dirigía una cálida sonrisa mientras le abría la puerta. Por alguna razón, sabía que se trataba de Pedro, incluso mientras cruzaba la puerta a toda prisa para reunirse con su hija.

Se despertó de golpe, desorientada por aquel extraño sueño. Al principio no estaba segura de dónde se encontraba, pero luego se dió cuenta de que el brillo naranja con el que había soñado debía de ser el fuego que seguía crepitando en la chimenea. Estaba en el estudio de su padre, acurrucada en el sofá. Frunció el ceño tratando de recordar por qué se había quedado dormida allí; entonces los últimos retazos del sueño se apoderaron de ella y emitió un leve gemido. ¡Melina! Paula se quitó de encima la manta con la que no recordaba haberse tapado y se puso en pie tan rápidamente, que la habitación comenzó a dar vueltas. No esperó a que las paredes se estabilizaran y salió corriendo hacia la habitación de su hija. Todo estaba tranquilo allí. El reloj que había junto a la cama indicaba que había dormido más de lo que pensaba. Eran casi las cuatro y cuarto. ¿Cómo había podido quedarse dormida cuando su hija la necesitaba? Pero no. Observó a Melina y vió que estaba profundamente dormida. El monitor del oxígeno junto a su cama indicaba que su respiración era de un noventa y cuatro por ciento. No era fabuloso, pero tampoco terrible.

miércoles, 23 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 40

Como Pedro había imaginado, Paula no se mostró muy entusiasmada por la idea.

–Aprecio la oferta –dijo–, pero no es necesario. Apuesto a que tienes mil lugares en los que preferirías estar en una noche de tormenta como esta.

–No –contestó él, sorprendido al darse cuenta de que era cierto.

Algo andaba mal. Esas solían ser sus noches favoritas. Veladas frías diseñadas para acurrucarse bajo una manta con una hermosa mujer buscando maneras de calentarse. ¿Por qué eso no le parecía apetecible en ese momento? Prefería pasar la noche en casa de Miguel Chaves con una mujer que no quería tener nada que ver con él, durmiendo solo en un frío sofá.

–Paula, no pienso dejarte sola esta noche, y no hay más que hablar. No podría dormir pensando que Melina y tú están aquí atrapadas sin transporte con esta tormenta. No me importa dormir en el sofá.

El teléfono sonó en ese momento en la cocina y, aunque parecía molesto por dejar ese campo de batalla, Nicolás fue a contestar.

–No puedes quedarte aquí –susurró Paula cuando su hijo se marchó–. Es imposible. ¿Qué pensaría la gente si viera tu furgoneta estacionada aquí toda la noche?

Pedro estuvo a punto de reírse, pero se dió cuenta de que hablaba en serio. Estaba tan preocupada por su reputación, que pensaba que una furgoneta aparcada en su puerta la destruiría. ¿Realmente pensaba que alguien creería que la directora de la escuela había invitado al chico malo del pueblo a pasar una noche de sexo salvaje mientras sus hijos estaban en casa? Tenía que admitir que la idea de aquel cuerpo suave y dulce era demasiado atractiva en esas circunstancias, pero consiguió quitárselo de la cabeza.

–Nadie va a estar con este tiempo espiando a los vecinos –le aseguró Pedro–. Todos los cotillas del pueblo están en sus camas soñando con pillar a la mujer del alcalde robando en una tienda o algo así. Y, si alguien es lo suficientemente grosero como para preguntar, le diremos la verdad. O, si no te parece bien, podemos decirles que te presté la furgoneta porque se te estropeó el coche.

–Los que más me preocupan son los que no dirán nada. Esas son el tipo de cosas que pueden destruir una reputación en un instante.

–¿Realmente estás preocupada por las opiniones de unos cotillas sin nada mejor que hacer que criticar a una mujer cuyo único crimen es preocuparse por su hija enferma?

–No es tan simple.

–¿Cuál es la alternativa? ¿Hacer que tu padre venga desde Jackson Hole con este tiempo? Sé que no quieres hacer eso.

–No. Debe de haber otra solución.

–No que a mí se me ocurra. Me quedo, Paula. No conoces la cabezonería hasta que no das con un Alfonso.

Paula abrió la boca para contestar, pero apareció Nicolás en la puerta con el teléfono en la mano.

–El abuelo al teléfono otra vez, mamá.

Paula agarró el teléfono y Nicolás desapareció. Segundos después, Pedro oyó las pisadas en las escaleras y supuso que el chico había regresado a su habitación. Mientras ella estaba al teléfono, Pedro se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero de la entrada antes de regresar al salón. Paula había tenido la misma idea; se había quitado el gorro, la bufanda y el abrigo y los había lanzado sobre una silla.

–No, papá. No quiero que vengas a casa –dijo mientras se desabrochaba la chaqueta de lana y Pedro se sentaba en el sofá y estiraba las piernas–. No hay nada que puedas hacer. No hay nada que nadie pueda hacer –añadió mirando a Pedro–. De acuerdo, te llamaré si hay algún cambio, te lo prometo. Sí. De acuerdo. Cuídate. Pásalo bien con tus amigos y no pierdas mucho dinero. Lo sé. Siempre ganas. Por eso vas. De acuerdo. Yo también te quiero, papá.

Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa del café. Se quedó mirando el árbol de Navidad con tristeza. Segundos después, estiró los hombros y miró a Pedro, que deseó hacer cualquier cosa para borrar esa mirada sombría de su cara.

El Seductor: Capítulo 39

Una hora después, Paula estaba sentada junto a la cama de su hija en una de las salas de la clínica, apretándole la mano a Melina y leyéndole una revista que Pedro había encontrado en la sala de espera mientras Leandro comprobaba sus constantes vitales.

–Parece que lo peor ya ha pasado –dijo Leandro quitándose el estetoscopio de los oídos.

–¿Así que crees que ha sido el resfriado lo que lo ha desencadenado? –preguntó Paula.

–Hay rastro de bronquitis, y no creo que eso ayude. Mi instinto me dice que es viral, pero voy a darte antibióticos de todas formas, por si acaso me equivoco.

–De acuerdo.

–Y vamos a tener que continuar con el tratamiento de mascarilla con esteroides cada cuatro horas.

–Bien.

–Ahora tenemos que tomar una decisión y voy a dejarlo en tus manos –le dijo Leandro–. Puedo enviaros al hospital de Idaho Falls si te sientes mejor pasando la noche allí.

–¿O?

–Puedo enviarte a casa con un monitor para que puedas vigilar sus niveles de oxígeno durante la noche y realizarle el tratamiento tú misma. No podrás dormir de ninguna de las maneras, pero tal vez ella se sienta mejor en su cama. Si tienes algún problema, puedo estar en tu casa en cinco minutos.

–¿Estás seguro de que eso es seguro? –preguntó Pedro desde una esquina.

–No lo habría sugerido si no pensara que podría estar bien en casa. Dado que el ataque está bajo control, creo que será más seguro que esté en su propia cama que hacer que la trasladen al hospital con la tormenta.

–Quiero irme a casa –dijo Melina con voz débil.

Paula le apretó la mano, sabiendo lo mucho que su hija odiaba los hospitales.

–Creo que abriremos la puerta número dos –dijo ella finalmente–. Tengo que pensar que lo peor ha pasado.

–Estoy de acuerdo. Pero solo estoy dispuesto a dejarte ir a casa si prometes que me llamarás si tienes algún problema durante la noche.

Paula asintió y les dirigió a Mariana y a él una sonrisa cansada, pero de agradecimiento.

–Gracias a los dos por recibirnos aquí. Tengo que confesar que una de mis mayores preocupaciones de mudarme a un pueblo pequeño tan alejado de un centro médico importante era encontrar un buen cuidado para el asma de Melina. Nunca esperé encontrar unos profesionales tan buenos en Pine Gulch. No saben lo tranquilizador que es tenerlos cerca.

–No encontrarás mejor servicio médico en ninguna parte –dijo Pedro–. Pine Gulch tiene suerte de que Leandro decidiera volver a casa y no aceptara las ofertas de las grandes ciudades que le llovieron cuando terminó de estudiar. Tener una enfermera experimentada como Mariana es maravilloso.

Su hermano pareció sorprendido por el cumplido, aunque a Paula le dió la impresión de que Pedro parecía un poco avergonzado después de hablar.

–Bueno, siento haberos sacado en mitad de la noche de este modo –dijo Paula.

–Es parte del trabajo –le aseguró Mariana–. No le des importancia.

Después de que Leandro preparara el monitor para controlar el oxígeno, Mariana llevó una silla de ruedas para transportar a Melina a la furgoneta, pero Pedro negó con la cabeza.

–Yo me encargo –dijo, envolvió a la niña con una manta y la tomó en brazos de nuevo.

La llevó a la furgoneta y Paula observó cómo Melina le dirigía una sonrisa somnolienta mientras le abrochaba el cinturón de seguridad. Su hija ya estaba loca por Pedro. Aquel episodio no iba a ayudar a mermar la imagen de héroe que tenía de él. Esperaba sinceramente que a su hija no le rompiera el corazón otro hombre más después de su padre. Agotada después del ataque, Melina se quedó dormida antes de que salieran del estacionamiento. Pedro condujo con una soltura increíble bajo las tremendas condiciones climáticas. Al menos habían caído treinta centímetros de nieve desde que comenzara la tormenta aquella tarde, y casi toda estaba en la carretera, aunque él no parecía inmutarse.  Al llegar a casa de su padre, Paula se sorprendió al ver que la nieve había desaparecido de la entrada. ¿Quién podría haberla quitado? Solo esperaba que Miguel no hubiera conducido desde Jackson Hole en esas condiciones. Tal vez hubiera sido un vecino, pensó mientras seguía a Melina y a Pedro dentro.

–¿Adónde voy? –preguntó Pedro susurrando cuando entró. Melina seguía dormida.

–A su habitación –respondió ella con otro susurro–. Te mostraré el camino.

Lo condujo a la habitación de Melina, situada frente a la suya, y Pedro la dejó sobre la cama.

–Gracias –murmuró Paula mientras colocaba el monitor y tapaba a Melina con una manta.

En el salón, encontraron a Nicolás esperándolos, tratando de no parecer preocupado.

–¿Cómo está? –preguntó.

–Mejor. Por suerte el doctor Alfonso ha considerado que estaría mejor en casa esta noche –dijo Paula.

–Has hecho un buen trabajo limpiando la acera de nieve –dijo Pedro.

–¿Has sido tú? –le preguntó Paula a su hijo.

–Sí. ¿Por qué?

–Gracias –contestó ella dándole un abrazo.

–Tienes que llamar al abuelo –añadió Nicolás–. Dijo que podía venir a casa si lo necesitabas.

–No quiero que conduzca con esta tormenta. Pero tampoco quiero quedarme atrapada aquí sin un medio de transporte por si Melina tiene una recaída.

–No estarás sin medio de transporte –dijo Pedro–. Tendrás mi furgoneta.

–¿Si dejas tu furgoneta, cómo regresarás a Cold Creek?

–No me iré. Al menos esta noche. Me quedaré en tu sofá.

El Seductor: Capítulo 38

Paró la furgoneta frente a la casa y observó que la entrada estaba cubierta de nieve. Habían caído unos diez centímetros desde el mediodía y se preveía más durante la noche.

–Hablaré con tu madre con la condición de que luego me ayudes a quitar la nieve con la pala.

–¿Qué sentido tiene quitarla mientras siga nevando? –preguntó Nicolás–. Me parece más inteligente esperar a que pare y tener que hacerlo solo una vez.

–Aquí va una pequeña lección de la vida, chico. Sé que probablemente esta sea tu primera tormenta importante, así que no lo habrás aprendido todavía. La mayoría de los trabajos son más fáciles si los haces poco a poco. Quitar diez centímetros de nieve tres veces en una tormenta puede parecer un aburrimiento. Pero, confía en mí, es mucho más fácil que esperar a que acabe y tener que manejar la pala con sesenta centímetros de nieve.

–O podríamos mudarnos a algún sitio cálido y no tener que preocuparnos de la nieve.

–¿Qué? ¿Y perdernos todo esto? –preguntó Pedro abriendo la puerta y dejando que la nieve se colara en el vehículo.

Los dos caminaron por la acera hacia la casa, dejando sus huellas en la nieve. Pedro observó el árbol de Navidad colocado junto a la ventana, pero las luces no estaban encendidas, ni tampoco las del porche. Extraño. Nicolás abrió la puerta delantera y dijo:

–Mamá, estoy en casa –pulsó un interruptor y las luces del árbol se encendieron. Estaba hermosamente decorado, con adornos que parecían hechos a mano–. ¿Mamá?

Segundos después, Paula entró en la sala llevando un abrigo a medio abrochar, un guante en una mano y las llaves del coche en la otra. Parecía alterada y a punto de llorar.

–¡Oh, gracias a Dios! No sabes lo mucho que me alegro de verte – le dijo a Pedro.

–¿Qué sucede?

–Melina. Tiene un ataque de asma. Lleva así media hora y nada de lo que hemos intentado funciona. He llamado a tu hermano y se reunirá con nosotros en la clínica, pero no logro que mi coche arranque.

–Yo te llevaré –dijo él al instante–. ¿Dónde está Melina?

–En la cocina.

Lo condujo hasta allí y a Pedro se le rompió el corazón al ver a Melina aterrorizada y respirando con una mascarilla.

–De acuerdo, cielo. Patrulla antiasma al rescate. Vamos a llevarte a ver al doctor Leandro y todo saldrá bien.

Se sintió abrumado al ver la confianza en los ojos de la niña mientras asentía. La tomó en brazos, con manta y todo, y atravesó la casa en dirección a su furgoneta. Tras dejar a Melina en el asiento y abrocharle el cinturón, ayudó a Paula a subir.

–Solo tengo tres cinturones en mi furgoneta, y no me atrevo a conducir con alguien que no vaya abrochado en estas condiciones –le dijo a Nicolás–. ¿Te importa quedarte aquí?

–No –dijo él con cara de susto.

A pesar de toda su fachada, seguía siendo un niño. Un chico preocupado por su hermana.

–No te preocupes –le dijo Pedro antes de subirse a la furgoneta–. Es dura. Leandro se ocupará de ella y se pondrá bien. Mientras tanto, tu madre y tu hermana probablemente se alegrarían de no tener que caminar por la nieve para entrar en casa cuando regresen.

Nicolás asintió y se dirigió a por la pala que había en el porche.

–Siento mucho todo esto –dijo Paula mientras conducían hacia la clínica–. Estaba a punto de llamar a una ambulancia.

–Olvídalo. Llegaremos antes de este modo.

Cuando Pedro estacionó finalmente frente a la clínica, estaba sudando. Respiró aliviado al ver el coche de Leandro en el estacionamiento. Tomó a Melina en brazos y se dirigió hacia la puerta, protegiéndola de la nieve con su cuerpo. Su cuñada Mariana fue la primera en recibirlos dentro, preparada con el oxígeno y la silla de ruedas. Leandro estaba justo detrás de ella, derrochando la competencia que hacía que todo el mundo en el pueblo confiara en él. Los dos parecieron sorprendidos de verlo allí, pero Pedro no perdió el tiempo en dar explicaciones y dejó a Melina en la silla de ruedas antes de apartarse para dejar que hicieran su trabajo.

El Seductor: Capítulo 37

No la había echado de menos. En lo más mínimo. Al menos, eso era lo que intentaba decirse a sí mismo. Durante dos semanas, Paula Chaves y él habían conseguido evitarse. Tarea no precisamente fácil en una comunidad tan pequeña como Pine Gulch. Ahora, mientras Pedro llevaba a Nicolás a casa después de un sábado trabajando en el coche, se preguntaba si lograría verla o si seguiría mostrándose frustrantemente esquiva. Tal vez no la hubiera visto físicamente desde el día en que fueran a cortar los árboles de Navidad en Cold Creek, pero nunca se había alejado de sus pensamientos. Se decía a sí mismo que era solo porque lo había rechazado. Representaba lo intocable, lo imposible. De modo que, naturalmente, no podía concentrarse en nada más que en ella. Definitivamente, estaba evitándolo. Las pocas veces que Nicolás había ido a Cold Creek a trabajar con el coche o los caballos, había tomado el autobús de la escuela y su abuelo había pasado a recogerlo.

–Gracias por llevarme –dijo Nicolás cuando llegaron a las afueras del pueblo.

–No tiene importancia. De todas formas, tengo que comprar algunas cosas en la tienda.

Lo único que tenía en casa era un bote de la mermelada de fresa de Brenda y un huevo, y se había quedado sin jabón para hacer la colada. Aunque tenía que admitir que, en parte, se había ofrecido a llevar a Nicolás con la esperanza de ver a su madre. Sabía que aquello era patético. ¿Por qué estaba obsesionado con ella? Era una manera miserable de pasar el sábado por la noche, escuchando a un adolescente hablar de coches y pensando en la lista de la compra, y en la mujer que no podría tener.

–¿Cuánto falta para que traigan la pintura para el coche que encargaste? –preguntó el chico.

–Dijeron que una semana o dos. Entonces solo tendremos que darle un par de capas y habremos terminado. Quizá durante las vacaciones de Navidad podamos dar una vuelta, si el tiempo no es muymalo.

–Sí. Genial –a pesar de su entusiasmo por trabajar en el coche, Nicolás no parecía muy contento con la idea.

–Has trabajado duro para pagar tu deuda. Supongo que, cuando terminemos con la pintura, estaremos en paz. Seguro que te alegrarás de no tener que recoger más estiércol.

–Supongo –Nicolás se hundió en su asiento y miró por la ventana.

Pedro frunció el ceño al escuchar el tono de abatimiento en la voz del chico. ¿Acaso estaba triste por no poder seguir trabajando en Cold Creek? A él tampoco le alegraría dejar de verlo. Trabajar con los coches siempre había sido una vía de escape para él, pero había disfrutado de tener compañía durante el último mes y Nicolás se había mostrado abierto y entusiasta durante ese tiempo.

–Por supuesto –dijo Pedro–, jamás rechazaría a un buen trabajador si quisiera ganar un poco de dinero extra trabajando con los caballos y ayudando con las reparaciones ocasionales. El dinero no es gran cosa, pero podrías montar a caballo todo lo que quisieras. Y, en verano, cuando termine la escuela, podría darte todas las horas que quisieras trabajar, siempre y cuando estuvieras dispuesto a conducir un tractor.

Nicolás se estiró y sus rasgos se animaron, aunque obviamente estaba intentando ocultar su entusiasmo. El chico le recordaba tanto a sí mismo, que a veces le costaba trabajo observarlo.

–Tendremos que hablar con tu madre del tema –le advirtió Pedro mientras estacionaba frente a la casa de Miguel Chaves–. Tal vez prefiera que busques un trabajo para después de clase que te pille más cerca de casa.

–Podríamos hablar con ella ahora –sugirió Nicolás–. Si tú quisieras, claro. Sé que estará en casa porque mi abuelo se fue a Jackson Hole ayer y no volverá hasta el lunes.

–De acuerdo –convino él sintiendo la anticipación al saber que vería a Paula en unos segundos.

El Seductor: Capítulo 36

–Supongo que lo has dejado suficientemente claro –dijo él.

–No puedo permitirme una complicación como esta, Pedro. Ahora no. Acabaría con mi carrera laboral.

–Un poco dramático, ¿No crees? Solo te he invitado a cenar, no a practicar sexo en el patio del colegio durante el recreo.

Paula se sonrojó, pero mantuvo su posición.

–No puedo permitírmelo –repitió–. Supongo que lo entenderás. Soy perfectamente consciente de que, cuando los de la junta del colegio me contrataron, algunos protestaron por contratar a una forastera, además de una divorciada. Todavía no he tenido tiempo para demostrar mi valía. Si tuviera algo contigo, los padres y los miembros de la junta me etiquetarían para siempre. Aquellas voces que hablaron en mi contra se rebelarán de nuevo. Estoy intentando construir una nueva vida aquí para mí y para mis hijos. No puedo hacer nada que pudiera poner en peligro eso.

Pedro quería contradecirla, pero, antes de que pudiera dar forma al torrente de palabras que se acumulaban en su mente, sonó el timbre y, un instante después, Leandro apareció en la habitación sin esperar a que le abrieran la puerta. Lucía se despertó de golpe y emitió un ladrido de bienvenida.

–Siento haber tardado más de lo planeado –dijo Leandro quitándose el abrigo y tomando al cachorro en brazos.

Parecía ajeno a la tensión que había en la sala, hecho que Pedro contempló con gratitud. No estaba de humor para otro sermón. Por otra parte, no le habría importado poder lanzarse contra algo en ese instante, y Leandro le parecía un objetivo bastante apropiado. La única desventaja a eso sería tener que enfrentarse a la ira de Mariana Cruz Alfonso, que le daba más miedo que su marido.

–Caroline decidió que no podía esperar a poner su árbol, de modo que hemos estado ayudándola a decorarlo y he perdido la noción del tiempo –prosiguió Leandro.

–No tenías por qué regresar –dijo Paula–. Estoy perfectamente bien, te lo prometo, y lista para irme a casa.

Leandro la observó, y algo en su tono o en sus rasgos hizo que mirara a Pedro con severidad. Éste le devolvió la mirada, odiando el hecho de que Leandro pudiera hacerle sentir como si tuviera dieciséis años otra vez.

–Ha estado durmiendo casi todo el tiempo. Se ha despertado hace apenas quince minutos –dijo.

Leandro le mantuvo la mirada durante unos segundos y luego volvió a mirar a Paula.

–Bien. Descanso es justo lo que te recomendaría. Durante los próximos días, tómate las cosas con calma. Al principio te sentirás un poco como si te hubiera atropellado un autobús, pero eso durará solo un día o dos.

–De acuerdo. Estoy deseando que llegue –dijo ella, haciendo que Leandro sonriera.

–Mariana y yo te llevaremos a casa. Ya tenemos que marcharnos, de modo que te podemos dejar sin problemas.

Pedro estuvo a punto de protestar y decir que prefería ceñirse al plan original. Pero se dió cuenta de que sonaría ridículo y optó por mantener la boca cerrada.

–Gracias –dijo ella sin mirar a Pedro. Consiguió evitar su mirada mientras Leandro la ayudaba a ponerse el abrigo y la conducía hasta la puerta.

Pedro pensó que iba a marcharse sin decirle nada, pero, antes de salir por la puerta, se dió la vuelta y dijo:

–Gracias por invitarnos hoy. Mis hijos se lo han pasado muy bien.

Sus hijos. No ella.

–Siento que haya tenido que acabar así –dijo él.

–Yo también –contestó Paula en voz baja, y ambos supieron que no estaban hablando del accidente en la nieve–. Adiós.

Pedro se quedó en el porche mientras Leandro la conducía hacia su coche. Durante un largo rato después de que el coche desapareciera por la colina, se quedó de pie preguntándose por qué sería él el que se sentía como atropellado por un autobús.

lunes, 21 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 35

Decir que aquello era un error era quedarse corto. Pedro trató de tomar aliento, preguntándose cómo diablos un simple beso había escapado a su control con tanta velocidad. Simplemente había pretendido probar sus labios un instante para dejar de preguntarse cómo sería, pero, en cuanto sus bocas se habían encontrado, se había sentido como si fuese él quien tropezaba y cayera montaña abajo por la colina. Cuando Paula le devolvió el beso, tuvo que utilizar toda su fuerza de voluntad para no aprisionarla contra el sofá y devorarla. La única manera que tuvo de contenerse fue recordar que acababa de sufrir un golpe en la cabeza y que no estaba en condiciones para nada más apasionado que un beso. Cuando sintió que su autocontrol se desvanecía, se obligó a sí mismo a apartarse.

–Cena conmigo mañana –le dijo impulsivamente–. Conozco un lugar genial en Idaho Falls.

Ella lo miró durante varios segundos, luego pareció cerrarse como las flores de su madre al final del día. Dejó a un lado toda la dulzura de sus besos, como si nunca hubiera estado ahí.

–No.

–¿Así, sin más? –preguntó él arqueando una ceja.

–¿Qué más necesitas? Sé que probablemente no sea una palabra con la que estés muy familiarizado, pero no cenaré contigo. Aunque gracias por invitarme.

Pedro no debería haberse sorprendido ante su negativa, pero, tras su respuesta al beso, albergaba la esperanza de que hubiera cambiado de opinión sobre él. Obviamente, un beso no era suficiente.

–¿Es un «no» porque realmente no quieres o un «no» por alguna otra razón? –preguntó él tras un incómodo silencio.

–¿Acaso importa?

–Sí. Hazme el favor, me gustaría saberlo.

–De acuerdo –dijo Paula con un suspiro–. Me siento atraída por tí, Pedro. Estaría mintiendo si dijera otra cosa.

–Y aun así lo dices como si fuera algo malo.

–Es algo malo, al menos desde mi perspectiva. O, si no algo malo, algo imposible.

–¿Por qué?

–Estoy en una situación de inferioridad. Seguramente te des cuenta.

Pedro trató de encontrarle sentido a lo que decía, pero no lo consiguió.

–Supongo que solo soy un estúpido vaquero –dijo–. ¿Por qué no me lo explicas?

–Pine Gulch es un pueblo pequeño. Si nosotros… si yo me entregara a esa atracción, la gente lo sabría. Hablarían.

–Estás exagerando un poco, ¿No te parece? ¿Quién iba a saber o a preocuparse por lo que haces en tu vida personal?

–O eres increíblemente ingenuo, cosa que dudo, o no estás siendo sincero. ¡Claro que a la gente le importa! Estoy en una posición de confianza y responsabilidad educando a sus hijos. Y tú eres…

–¿Soy qué?

Paula cambió de posición sobre el sofá y se negó a mirarlo a los ojos.

–Eres el tema de conversación favorito por aquí, para empezar.

–No puedo evitar que la gente hable de mí.

–¿No puedes?

–¿Qué se supone que significa eso?

Paula cerró los ojos por un momento, pero luego los abrió, y parecía más decidida a apartarlo de su lado.

–Te gusta jugar. Nunca sales con una mujer más de unas cuantas veces y has dejado un rastro de corazones rotos por todo el condado. Por lo que parece, tus conquistas contribuyen a construir una leyenda y, francamente, no me interesa ser parte de eso.

Paula era incluso mejor que Leandro o Federico dando sermones. Pedro se preguntó si sus intestinos estarían derramándose por el suelo después de esa puñalada.

El Seductor: Capítulo 34

–Supongo que no debería estar sorprendida de que me haya ocurrido esto. Hace tiempo que asumí la dolorosa verdad. No tengo coordinación. Habría sido la alumna de mi clase que diera el discurso de fin de curso de no ser porque no sabía jugar al voleibol y mi nota en educación física no fue más que un suficiente.

Pedro se rió abiertamente.

–Hablo en serio. No es divertido. No sabes lo traumático que puede ser sobrevivir para una niña de catorce años que no sabe tirar a canasta ni atrapar una bola de béisbol.

–Lo comprendo. Créeme. Estás hablando con el niño al que siempre elegían el último en los equipos de balón prisionero, y al que primero eliminaban.

Paula observó su complexión atlética y masculina y dijo:

–De acuerdo, tienes que estar mintiendo.

–¡Pregúntales a mis hermanos! Era bajito para mi edad y tenía asma. Nadie quería a un patoso en su equipo.

–No eres un patoso.

–Dí el estirón cuando tenía más o menos la edad de Nicolás. Antes de eso, era un flacucho.

–Déjame adivinar –dijo ella–. También comenzaste a levantar pesas más o menos a esa edad.

–No fue necesario. Cuando trabajas en un rancho de ganado, cada día es un entrenamiento. Cuando logré controlar el asma, pude hacer más cosas en el rancho. Es increíble lo mucho que se puede desarrollar el cuerpo levantando heno y juntando ganado.

Paula se quedó mirándolo, preguntándose en qué medida su desarrollo tardío y sus problemas de salud durante la infancia habrían afectado a su carácter.

–¿Por qué me miras de ese modo? –preguntó Pedro.

A Paula le habría gustado ser de esas mujeres que eran capaces de contestar con rapidez e ingenio. Pero, con Pedro mirándola con esos ojos azules y su sonrisa embaucadora, no se le ocurrió nada que decir más que la verdad.

–Me preguntaba si fue esa la misma época en la que descubriste que eras irresistible para las mujeres.

–¿Irresistible? Ni de lejos. Tú, por ejemplo, pareces estar haciendo un trabajo excelente a la hora de resistirte.

–¿De verdad?

–Esto es un error –murmuró él tras una larga pausa.

–¿El qué?

Casi antes de que pronunciara las palabras, Pedro emitió una especie de gemido que sonó como si acabara de perder una batalla interior, se inclinó hacia delante y la besó. El beso fue lento, suave y sumamente erótico. Solo la tocó con la boca, pero, aun así, Paula se sintió rodeada por él, consumida por él. Sabía que tenía que poner fin a aquello, aunque solo fuese por el bien de su salud mental. Pero su boca era cálida y sabía a canela y manzana, y ella se sentía como si hubiera estado años bajo la nieve. No entendía cómo él podía pensar que ella tenía la capacidad de resistirse. Con un gemido de rendición, le devolvió el beso, deslizando una mano por su camiseta y la otra por detrás de su cuello. Pedro tenía razón al decir que aquello era una mala idea. Ella lo sabía y no había hecho más que advertirse a sí misma sobre los peligros desde el día en que lo había conocido, pero había decidido preocuparse por ello más tarde. De pronto recordó la teoría de su secretaria, Diana, que había compartido con Vanina aquel día en la oficina. La escuela de rodeo de Pedro Alfonso. «Súbete al toro y agárrate fuerte. Tal vez no dure mucho, pero lo que dure no lo olvidarás». Por el momento, simplemente disfrutaría del torrente de adrenalina y viviría el momento.

El Seductor: Capítulo 33

-Siento todo esto –le dijo Paula a Leandro cinco minutos después mientras la examinaba tras echar a Pedro y a Nicolás de la habitación–. Me siento como una idiota.

–No te preocupes. No eres la primera persona a la que le pasa esto. Creo que todos nos hemos caído por la colina. Incluso Pedro se rompió la clavícula cuando tenía más o menos la edad de Melina. Supongo que no te lo ha contado, ¿Verdad?

–No. No lo ha mencionado.

–Vió unos tableros en televisión y pensó que podría intentarlo.

–Oh, no –murmuró ella.

–Exacto. No teníamos equipamiento, claro, de modo que improvisó con una pieza de madera que encontró en el establo. Tuvo suerte de romperse solo la clavícula.

Paula sonrió, aunque en realidad no quería hablar de Pedro. No podía quitarse de la cabeza el recuerdo de despertarse y ver que la estaba examinando. En su estado semiinconsciente, había estado a punto de rodearlo con los brazos y apretarlo con fuerza. Había tenido infinidad de sensaciones mientras su mano examinaba sus costillas. Suspiró y Leandro le dirigió una mirada de curiosidad mientras le apretaba el hombro.

–¿Te duele ahí?

–No. Lo siento.

–Bueno, no veo que se te haya roto nada. Tienes un chichón y me temo que una conmoción, pero quiero vigilar ese dolor de cabeza durante la próxima hora. Quiero que te quedes aquí durante un rato para poder controlar tu cabeza, ¿De acuerdo?

–He sido un estorbo.

–No es cierto, te lo prometo. No quiero que conduzcas hoy, de modo que tu padre se va a llevar a Nicolás y a Melina a casa. Vendré dentro de una hora a ver cómo estás. Si te sientes mejor entonces, Pedro te llevará a casa.

–Ya estoy bien.

–Seguro que sí. Pero tienes que hacerme ese favor, ¿De acuerdo?  Es cosa de médicos. No quiero dejar que te vayas demasiado pronto y que me despiertes a mitad de la noche porque tengas complicaciones. Descansa, ¿Quieres?

Paula asintió y cerró los ojos, sintiendo un súbito alivio a su dolor. Se despertó un rato después y vio que la habitación estaba a oscuras salvo por el fuego y una lámpara de pie encendida junto a la chimenea. La luz de la lámpara iluminaba a un hombre increíblemente atractivo sentado en un sillón junto al fuego, con una revista abierta sobre su regazo y un cachorro tumbado a sus pies. Él levantó la vista pronto, como si hubiera sentido su mirada. Cuando vió que tenía los ojos abiertos, le dirigió una sonrisa y Paula sintió un vuelco en el corazón.

–¿Qué tal la cabeza? –preguntó Pedro en voz baja.

–Mejor, creo. Todavía me duele un poco, pero creo que sobreviviré. Puedo asegurarte que tardaré en volver a subirme a un trineo. ¿Ha vuelto tu hermano? –preguntó mientras se incorporaba.

–No, dijo que vendría a las seis y son menos cuarto. Has estado durmiendo cuarenta y cinco minutos.

–Creo que ya estoy bien para irme. Simplemente quiero irme a casa. Seguro que mi padre y mis hijos están preocupados por mí, y ya he sido suficiente molestia para tí y tu familia.

–¿Tienes hermanos mayores? –preguntó Pedro dejando la revista sobre una mesa y mirando a Paula con severidad.

–No. Soy hija única.

–Ah. Entonces no tienes ni idea de lo que tendría que soportar si desobedeciera las estrictas órdenes de mi hermano y te llevase a casa antes de que pudiera examinarte la cabeza otra vez. Simplemente cumplo órdenes.

–¿Siempre haces lo que tus hermanos te dicen? –preguntó ella.

–Casi nunca –contestó Pedro riéndose–. Pregúntales. Pero, en esta ocasión, no pienso correr riesgos. Si Leandro piensa que deberías descansar hasta que vuelva a verte, entonces será lo que harás.

–Todo este alboroto para nada.

–¿Nada? No sabes lo horrible que fue verte salir disparada y aterrizar en el suelo. Llevo toda la tarde recordándolo.

–Debió de ser todo un espectáculo, ¿Verdad?

–Te doy un ocho por la ejecución y un diez por la creatividad. Me temo que tu aparatoso aterrizaje ha hecho que descienda tu puntuación global.

El Seductor: Capítulo 32

Nicolás arrancó la moto y se alejó. Entonces, Pedro devolvió su atención a Paula. Tal vez el médico de la familia fuese Leandro, pero los años en el rancho le habían enseñado a Pedro ciertos conocimientos sobre primeros auxilios. La examinó con las manos y no le pareció notar ningún hueso roto. Para entonces, Jimena, Tomás y las niñas se habían agrupado a su alrededor y lo observaban. Tomás y las niñas parecían horrorizados, e incluso la sensata Jimena parecía nerviosa. Según los cálculos de Pedro, Nicolás tardaría diez minutos en conducir hasta la casa, recoger a Leandro y regresar. No podía soportar la idea de que Paula estuviese tirada ahí tanto tiempo. Sin pensárselo dos veces, la tomó en brazos. Llevarla a un lugar seco y cálido era desobedecer el axioma de los primeros auxilios sobre no moverla. Probablemente Leandro le gritaría, pero sabía que su hermano habría hecho lo mismo.

–Jimena, voy a llevarla dentro. Ven conmigo y lleva a los niños a la cocina, ¿De acuerdo? Tengo galletas y creo que en alguna parte hay mezcla para hacer chocolate caliente. Meli, Cami, necesito que ayuden a Jimena con Tomás.

–¿Y qué pasa con mi madre? –preguntó Melina aterrorizada.

–Solo se ha golpeado la cabeza al caerse del trineo, pero seguro que se pondrá bien –contestó Pedro mientras llevaba a Paula hacia su casa–. Tenemos suerte de tener a un médico entre nosotros. Te prometo que Leandro se ocupará de ella.

–¿Por qué sigue con los ojos cerrados? –preguntó la niña mientras Pedro colocaba a su madre en el sofá.

–¿Alguna vez te has caído en el parque y has sentido que te quedabas sin aire? Eso es lo que le ha ocurrido a tu madre.

Se tomó unos segundos para darle un abrazo a Melina. La niña pareció tranquilizarse, y él también.

–Vete a la cocina con los demás y, cuando llegue Leandro y examine a tu madre, podrás volver a hablar con ella, ¿De acuerdo?

–Ella siempre se queda conmigo y me da la mano cuando tengo un ataque de asma. ¿Te quedarás tú con ella?

–No voy a ninguna parte, cariño –le prometió Pedro.

Cuando la niña se marchó a la cocina, él devolvió la atención a Paula. Parecía sumamente frágil. Hacía unos minutos estaba riéndose con él y quejándose del tiempo y ahora estaba terriblemente quieta. Le abrió más el abrigo y estaba examinándola con la mano otra vez cuando ella abrió los ojos de pronto. Lo miró durante unos segundos y luego parpadeó, pareciendo más nerviosa a cada segundo que pasaba.

–Parece que te tomas muchas molestias para poder tocarme – murmuró ella.

Pedro suspiró aliviado y cerró los ojos por un segundo. Paula no podía estar a las puertas de la muerte si tenía fuerzas para hacer un comentario así.

–Ese ha sido un beneficio extra –dijo él con una sonrisa.

Ella le devolvió la sonrisa, pero, acto seguido, puso cara de dolor.

–¿Qué te duele aparte de la cabeza?

–¿Qué no me duele? –respondió ella tratando de incorporarse.

–Con calma –dijo Pedro–. No pienso dejarte ir a ninguna parte, así que será mejor que te relajes por ahora.

Paula obedeció, aunque su sumisión probablemente tuviese que ver más con su falta de fuerza que con otra cosa.

–Creo que no te has roto nada –dijo él–. ¿Te duele en alguna zona concreta?

–Solo en la cabeza. Todo mi cuerpo es como un gran dolor, salvo la cabeza, que parece que se me va a caer.

–No me sorprendería que tuvieras una conmoción. Te has golpeado con fuerza.

–Y con mucha gracia, como siempre.

–Simplemente ha sido la trayectoria –dijo Pedro apretándole la mano–. No podías esquivar la piedra, sin importar lo que intentaras hacer. Cualquiera se habría estrellado en la misma situación.

–Gracias por intentar hacer que me sienta mejor –murmuró Paula.

–¿Y funciona?

–La verdad es que no.

Los dos se rieron y Pedro tuvo que resistir nuevamente la necesidad de tomarla entre sus brazos.

–¿Dónde están mis hijos? –preguntó ella.

–Melina está en la cocina con Jimena y los demás, y he enviado a Nicolás a la casa a buscar a Leandro. Llegarán en cualquier momento. De hecho, si no me equivoco, creo que estoy oyendo el motor de la moto ahora mismo.

Pedro apenas tuvo tiempo de soltarle la mano antes de que Leandro y Nicolás entraran en la casa.

El Seductor: Capítulo 31

 Paula se sintió aliviada cuando Nicolás frenó frente a ellos.

–Tu turno, mamá –dijo su hijo–. Súbete. Puedes usar el trineo de Melina.

–No, gracias –dijo Paula–. Me gustan mis piernas sin huesos rotos.

–Vamos –insistió Nicolás–. Meli se ha tirado seis o siete veces y solo tiene nueve años. ¿Es que es más dura que tú?

–De eso no hay duda.

–Vamos –persistió su hijo–. Todos se lo están pasando bien. No puedes quedarte ahí sentada todo el tiempo.

–Te lo pasarás bien –intervino Pedro–. Esta puede ser tu primera experiencia en los deportes de invierno.

–Te echaré la culpa si esto sale mal –le dijo Paula a Pedro riéndose mientras se ponía en pie con un suspiro.

Su sonrisa desapareció al darse cuenta de que Pedro estaba mirándole la boca. Paula notó un vuelco en el estómago y se sintió aliviada cuando Nicolás arrancó y se alejó con ella en la moto. Tenía que salir de allí. Rápido. Todas sus intenciones se estaban yendo por la borda a medida que pasaba más tiempo con Paula Chaves. La observó subida a la moto de nieve mientras su hijo ascendía la colina. Incluso desde allí, podía ver la tensión en su postura. Obviamente no le gustaba estar allí arriba, pero lo estaba haciendo de todos modos, negándose a que sus miedos la controlaran. Admiraba a esa mujer. Admiraba muchas cosas de ella. Le gustaba cómo se iluminaban sus ojos cuando hablaba de sus hijos, le gustaba el modo tan genuino que tenía de escuchar a las personas, le gustaba la predisposición que tenía por reírse de sí misma. Suspiró profundamente. ¿Qué bien hacía contar todas las cosas que le gustaban de ella? El hecho era que Leandro tenía razón. Paula se merecía a alguien mejor que él, alguien que no estuviese siempre buscando su próximo objetivo. Observó cómo hablaba con sus hijos en lo alto de la colina antes de subirse al trineo. Permaneció allí unos instantes, hasta que los niños la empujaron. Su exclamación inicial se convirtió en una risa de alegría que hizo que un escalofrío recorriera su espalda. Pedro tenía que marcharse de allí mientras tuviera la oportunidad. Se levantó y se dirigió hacia el establo, pero solo había recorrido unos metros cuando oyó un grito. Se dió la vuelta y vió cómo ella se caía del trineo. El trineo se fue en una dirección y ella en otra. Dio tres o cuatro vueltas y se quedó tirada, sin moverse. Corrió colina arriba, asombrado por sus instintos de protección. Deseaba abrazarla con fuerza.

–Paula, háblame.

Paula no contestó, pero vió que respiraba y le desabrochó el abrigo; justo cuando Nicolás llegaba con la moto de nieve.

–Ve a la casa a buscar a mi hermano Leandro –le dijo al chico, que estaba tan blanco como el paisaje que lo rodeaba–. Corre.

–Sí. Voy.

viernes, 18 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 30

A pesar de que quedaban horas para la puesta de sol, el cielo ya había comenzado a teñirse de lavanda y había empezado a nevar de nuevo; dándole ganas de abrir la boca y atrapar un copo con la lengua, como hacían los niños en el patio del colegio. Tras unos segundos, se rindió a la tentación y sacó la lengua. Por supuesto, en ese momento Pedro salió del establo. Paula cerró la boca rápidamente y la mantuvo así mientras él la observaba desde la puerta. Ella esperaba que no la hubiese visto, pero tenía la sensación de que era una esperanza en vano. Tras unos instantes, Pedro cerró la puerta tras él y se aproximó a ella. Paula se odió a sí misma por el pequeño vuelco en el estómago, pero no podía controlarlo.

–Parece que se lo están pasando bien –dijo Pedro sentándose junto a ella en el banco–. Esta era la mejor colina para deslizarse cuando éramos pequeños. Es mucho más divertido con más nieve. Tienes que traer a Nicolás y a Melina dentro de un mes, cuando las condiciones sean mejores.

–No puedo creer que aún quede una semana para Acción de Gracias y que las montañas ya estén cubiertas de nieve –dijo ella.

–Será mejor que te acostumbres. Probablemente no volvamos a ver la tierra hasta marzo o abril. Y en las partes más altas, hasta dos o tres meses después.

Paula se estremeció, haciendo que Pedro se riera.

–¿Es que tu padre no te advirtió de nuestros inviernos antes de que te mudaras desde Seattle? – preguntó él.

–Me dijo que eran duros, pero me ha prometido que los veranos lo compensan.

–Eso es cierto. Mi madre siempre dice que, si te quejas del invierno, no te mereces el verano.

–Supongo que entonces debería controlar lo que digo.

–Busca un deporte de invierno que te guste, como la escalada sobre el hielo o el esquí de fondo. Eso te da otra perspectiva del invierno.

La idea no le parecía muy atrayente, pues se consideraba la persona menos atlética del pueblo.

–¿Cuenta acurrucarse frente al fuego con un buen libro? –preguntó ella.

–Claro –contestó él con una sonrisa–. Y ganas puntos si al menos es un libro sobre deportes de invierno.

–Tendré que rebuscar entre los libros de mi padre, a ver qué encuentro sobre hockey o pesca en el hielo –dijo ella riéndose–. Estoy dispuesta a cualquier cosa con tal de que el invierno pase más deprisa.

–Si no te gusta el mal tiempo, ¿Qué te trae por Pine Gulch? – preguntó él–. Pensaba que una directora de escuela podría encontrar trabajo en cualquier parte.

–Quizá. Pero mi padre solo estaba aquí. Él adora Pine Gulch. Tras el divorcio, él se ofreció a irse a Seattle a vivir con nosotros, pero yo sabía que no lo soportaría. Todos los amigos que hizo tras la jubilación están aquí, y tiene una vida muy satisfactoria. La pesca, la fotografía, su partida de póquer mensual con sus amigos en Jackson. No podía apartarlo de todo eso. Por otra parte, sabía que mis hijos lo necesitaban. Sobre todo Nicolás. Dado que su padre ya no estaba, yo tenía que hacer algo. Cuando salió el puesto de directora en la escuela, me pareció una oportunidad que no podía dejar pasar.

–¿Por eso aceptaste el puesto y te mudaste al pueblo? –preguntó Pedro–. ¿Para estar cerca de tu padre?

–Tenía que hacer algo. Nico se metía en problemas a todas horas en Seattle. Pensé que, trayéndolo aquí, se centraría. Pero seis semanas después consigue robar y estrellar un coche.

–Pero está haciendo un gran trabajo tratando de arreglarlo.

–¿Sabes? Al primer mes de mudarnos aquí, pensé que había cometido un terrible error. Estas últimas semanas han sido mucho mejores. Gracias por lo que estás haciendo con Nico.

–No he hecho nada más que ponerlo a trabajar –dijo él.

–Quizá fuese eso lo que necesitaba. Un proyecto en el que centrarse. O quizá alguien que se interesara por él. No sé lo que es, solo sé que las cosas han comenzado a mejorar desde que empezó a venir aquí. Ya no parece odiarme tanto a mí y a Idaho.

–Me alegro.

Se quedaron en silencio durante unos segundos. Solo se oían las risas de los niños a lo lejos y el crepitar del fuego. A Paula le parecía agradable. Demasiado agradable. Sentía cómo volvía a caer en el embrujo de Pedro; y, en esa ocasión, no podía culparlo realmente, dado que no había hecho nada más que sentarse a su lado.

El Seductor: Capítulo 29

Iba a costarle trabajo llevarse a los niños de allí. Paula observó a su familia en la enorme cocina de los Alfonso y trató de recordar la última vez que los había visto disfrutar tanto de una comida. Sí, la comida era fabulosa, pero la compañía era la mejor parte. Melina y Camila reían sentadas a la pequeña mesa que habían dispuesto en la cocina para los niños. En la barra del desayuno, Nicolás y Jimena se encontraban inmersos en un debate sobre cuál era la mejor banda de ska de todos los tiempos. Incluso Miguel se encontraba a gusto, riéndose por algo que había dicho Enrique Montgomery, sentado al otro extremo de la mesa. Había ruido y mucha gente, pero su familia parecía entusiasmada. De hecho, todo el mundo parecía estar pasando un buen rato excepto ella. No podía relajarse ni permitirse pasárselo bien. Los Alfonso habían sido agradables. Le parecían gente encantadora, incluso el hermano mayor de Pedro, Federico. Al principio lo había encontrado gruñón e intimidante, pero, a medida que había ido pasando el día, los había tratado a ella y a los niños con suma amabilidad. A pesar de todo eso, Paula no podía dejar de sentirse incómoda. Todo el mundo sentado a la mesa había sido dividido por parejas, de modo que, por defecto, ella se había sentado junto a Pedro. Le costó trabajo concentrarse en algo que no fuera su cercanía durante toda la comida, sus manos fuertes y su aroma masculino y seductor. No quería estar allí. Habría preferido estar sentada a la mesa de los niños en vez de tener que soportar aquello, sobre todo porque él se había mostrado distante y distraído durante toda la comida. Lamentaba haberla invitado a ella y a su familia.

–El pastel está delicioso –dijo Brenda Alfonso desde el otro lado de la mesa mientras tomaban el postre–. Me encanta la capa de caramelo crujiente.

Paula sonrió educadamente mientras los demás alababan el pastel de manzana que había llevado, una de sus pocas especialidades. Pero, incluso mientras les dirigía sonrisas de agradecimiento, fue consciente de cómo Pedro dejaba el tenedor como si estuviera comiendo aceite de coche, dejando el resto del pastel en el plato. Segundos después, echó la silla hacia atrás y sonrió a todo el mundo menos a ella.

–Gracias a todos por la comida, pero tengo que regresar al establo.

–¿Podemos ir, tío Pepe? –preguntó Camila–. Dijiste que a lo mejor podíamos montar luego.

–Supongo que sí –dijo él; entonces se detuvo, como si lamentara las palabras que estaba a punto de decir–. O Nicolás podría tomar una de las motos de nieve y subiros a la colina que hay detrás del establo para que se tiren por la nieve.

Camila, Melina y Tomás parecieron entusiasmados ante la posibilidad; y hasta Nicolás y Jimena parecían contentos con la idea.

–¡Oh, por favor, mamá! –exclamó Melina.

–Gracias –murmuró Paula en voz baja dirigiéndose a Pedro.

–¿A los demás les parece bien? –preguntó Pedro.

–Acaban de entrar en calor –dijo Brenda–. ¿Están seguros de que quieren volver fuera?

Los niños contestaron afirmativamente y se levantaron de las sillas para ponerse de nuevo la ropa de abrigo. Media hora después, Nicolás los subía por turnos con la moto a lo alto de la colina. El chico parecía estar pasándoselo mejor que nunca. Brenda se había ofrecido voluntaria para ir a vigilar a los niños mientras los demás se quedaban en casa viendo una película. A pesar de que Paula no quería pasar otro minuto más con Pedro, tampoco le gustaba la idea de que una mujer embarazada tuviera que estar en la nieve.

–Lo haré yo –había insistido, de modo que allí estaba, sentada en un banco mirando a la colina.

Al menos no tenía que seguir conversando con Pedro, pues este se había apresurado a desaparecer tras dejarla en el banco, no sin antes encender un pequeño fuego en una pequeña chimenea exterior. A Paula no le había importado quedarse allí viendo a los niños. Era una oportunidad más de contemplar el increíble paisaje. Era una imagen impactante con las montañas de fondo.

El Seductor: Capítulo 28

–¿Y hacia dónde va?

–Sales a cenar con ella, la seduces, consigues lo que quieres y luego te vas con la siguiente que aparezca en tu camino.

–Sí, sí. Egoísta, irresponsable, cerdo. Esa parte ya la he entendido.

–Yo no he dicho eso. La mayor parte del tiempo, las mujeres con las que sales saben lo que esperar de tí y probablemente busquen lo mismo que tú estés dispuesto a darles. De acuerdo. Si los dos son adultos responsables, ningún problema. Pero esto es diferente. Paula Chaves no es una de las chicas del bar. Tiene hijos. Pepe, uno de ellos es un adolescente que te idolatra. Por lo que he oído, Nicolás ya ha sido abandonado por su padre. ¿No crees que vas a reafirmar ese pésimo ejemplo de cómo un hombre tiene que tratar a una mujer cuando dejes abandonada a su madre también?

–¡Si ni siquiera la he besado!

–Pero quieres hacerlo, ¿Verdad?

–No es asunto tuyo.

–Cierto –convino Leandro–. Pero he de decir que a esos niños ya les importas y, si llevas las cosas a donde creo que quieres llevarlas, es probable que Nicolás y Melina salgan heridos de esto cuando te canses y te vayas.

Pedro se dió cuenta avergonzado de que no había prestado mucha atención a sus sentimientos en toda esa historia.

–Hay un bosque entero lleno de árboles jóvenes y hermosos – prosiguió Leandro–. Busca a otra diferente con la que pasar un buen rato. Eso es lo único que digo.

–¿Y si no quiero a otra diferente?

No había pretendido decir eso, pero las palabras se le escaparon. Leandro lo miró con severidad, haciéndole sentir como si tuviera quince años otra vez.

–Quizá por una vez deberías intentar no pensar tanto en lo que tú deseas y un poco más en lo que ella desea, y ver qué sientes al respecto.

Antes de poder elaborar una respuesta, Leandro se marchó de aquella manera tan frustrante y característica suya. Pedro debería sentirse aliviado porque el sermón hubiese terminado, pero no podía dejar de pensar en lo que su hermano había dicho. La cuestión era que tenía toda la razón. Paula no quería tener nada que ver con él. Aunque sabía que se sentía atraída por él, a pesar de sus quejas, no iba a seguir avasallándola. Aun así, tendría que seguir viéndola debido a su acuerdo con Nicolás. Pero, después de ese día, simplemente sería educado y amable y se olvidaría de todo lo demás. Sin importar lo imposible que le pareciese de pronto.