lunes, 7 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 4

Llegaba tarde. Como de costumbre. Con un solo movimiento, Paula Chaves se puso los zapatos y su chaqueta favorita.

–Haz caso al abuelo mientras no estoy, ¿De acuerdo? –dijo mientras se ponía un par de pendientes de oro.

–Siempre le hago caso –dijo Melina, su hija de nueve años, que hablaba como una mujer de cincuenta, con la elegancia de una dama de la alta sociedad que acababa de encontrar algo desagradable en su té– . Es a Nicolás al que no le gusta la autoridad.

–Bueno, pues asegúrate de que él también le haga caso al abuelo –dijo Paula con un suspiro.

Melina se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

–Lo intentaré, pero dudo que nos haga caso al abuelo o a mí.

Probablemente no. Nadie parecía ser capaz de hacerse cargo de Nicolás. Había imaginado que mudarse a Idaho a vivir con su padre ayudaría a estabilizar a su hijo, al menos se alejaría de los elementos indeseables de Seattle, que no hacían más que meterlo en problemas. Había albergado la esperanza de que su abuelo le proporcionase el modelo de conducta masculino que había perdido con la ausencia de su padre. Había sido una esperanza en vano. A pesar de que Miguel lo intentaba, Nicolás estaba furioso con el mundo, más furioso con ella por haberse mudado a ese pueblo que con su padre por haberse ido a otro continente. Paula miró el reloj y emitió un gemido. La reunión de la junta de la escuela empezaba en diez minutos y ella debía dar una presentación en Power Point resaltando sus esfuerzos por elevar los resultados del colegio frente a los exámenes estandarizados. Era su primera reunión con la junta y no podía permitirse echarlo todo a perder. El terapeuta al que había ido después del divorcio sugería que la impuntualidad de Paula indicaba algún tipo de acción pasivo-agresiva, su manera de gobernar una vida que, frecuentemente, escapaba a su control.

–Tengo que darme prisa, cariño. Te prometo que estaré en casa antes de que te vayas a dormir –le dió un beso en la frente a su hija, preguntándose mientras salía de su habitación si tendría tiempo de bajar al sótano a despedirse de Nicolás. Decidió que no. Aparte de su falta de tiempo, cualquier conversación entre ellos últimamente acababa en una pelea, y no sabía si podría soportar otra esa noche.

–Adiós, papá –dijo desde el pasillo mientras agarraba el maletín de su portátil y el bolso–. ¡Gracias por ocuparte de ellos!

–No te preocupes por nada –Miguel apareció en el marco de la puerta con su jersey favorito y unos vaqueros que le hacían aparentar mucho menos de sus sesenta y cinco años–. Destrózalos.

Paula sonrió distraídamente, sintiéndose una vez más agradecida por haber sido capaz de superar las discordancias en su relación en el pasado al mudarse a Pine Gulch. Haciendo equilibrios con el maletín, el bolso y las llaves, abrió la puerta y dió un brinco al encontrarse de frente con un hombre.

–Lo siento. No lo había visto –dijo tras estabilizarse.

Sabía de quién se trataba, por supuesto. ¿Qué mujer en Pine Gulch no lo sabría? Con esa sonrisa y aquellos ojos azules que parecían adivinar los deseos más profundos de una mujer, era difícil no ver a Pedro Alfonso. Aunque ella lo intentaba. El pequeño de los Alfonso era precisamente el tipo de hombre que Paula trataba de evitar a toda costa. Ya había tenido más que suficientes hombres que encandilaban a las mujeres con flores y champán, dejándolas tiradas después para irse con otra más joven.

¿Qué razón tendría Alfonso para aparecer en su puerta? No tenía hijos en el colegio, hacía años que había terminado su formación y no podía imaginárselo horneando galletas para sacar fondos para la asociación de padres y profesores.

–¿Puedo ayudarlo, señor Alfonso?

–Solo vengo a hacer una entrega.

Paula frunció el ceño, impaciente y confusa, mientras él se echaba a un lado para llevar algo hasta la puerta. Algo no, alguien. Alguien con el ceño fruncido y una sudadera gris.

–¡Nicolás!

Bajo la apariencia descarada de su hijo, advirtió que había algo más que actitud, algo nervioso.

–¿Qué sucede? ¡Se supone que debías estar en tu habitación haciendo los deberes de geometría! – exclamó ella.

–La geometría apesta. Me escapé.

–Te escapaste –repitió ella sintiéndose frustrada y fracasada. ¿Cómo podría llegar a los niños del colegio si no podía encontrar la más mínima conexión con su propio hijo?–. ¿Adónde? No te oí marcharte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario