viernes, 18 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 26

–¿Por qué no vuelven ustedes dos junto al árbol que hemos cortado para vosotros y lo llevan hasta las motos mientras su madre me ayuda a cargar con este? –sugirió–. ¿Podrán encontrar el camino?

–Podemos verlas desde aquí –dijo Nicolás señalando colina abajo hacia las motos de nieve.

Se marchó, seguido de cerca por Melina, y Pedro se quedó a solas con Paula, como había planeado. No imaginaba que ella fuese a estar mirándolo con semejante sonrisa.

–Gracias por esto –dijo ella–. Tenías razón. Será un recuerdo imborrable para los niños.

–¿Y qué me dices de tí?

–Yo he disfrutado –murmuró tras apartar la mirada.

–No te relajas lo suficiente. Deberías hacerlo más a menudo.

Paula abrió la boca con expresión de indignación. En vez de la respuesta ácida que Pedro esperaba, volvió a cerrar la boca y suspiró.

–Tienes razón. Sé que tienes razón, pero no es lo más fácil del mundo conseguirlo.

Pedro se atrevió a dar un paso hacia ella, manteniendo las manos a los lados.

–Me pregunto por qué será eso.

Paula centró la mirada en sus ojos y la mantuvo ahí unos instantes, como un pájaro salvaje siguiendo un rastro de semillas de girasol hacia una mano extendida.

–Supongo que porque demasiadas cosas dependen de mí. Es difícil ser directora de un colegio y más difícil ser madre soltera.

–Haces las dos cosas muy bien.

–¿Y eso cómo lo sabes? No tienes hijos en mi escuela para juzgar mi labor como directora, ni tampoco tienes hijos en casa como para poder opinar sobre mi labor como madre.

–No tienes que ser jinete para reconocer a un buen caballo de carreras.

–Creo que nunca me habían comparado con un caballo.

Pedro se preguntó si debía dar marcha atrás en ese momento, darle la oportunidad de recomponerse, pero decidió que sería una tontería. Sería mejor mantenerla descolocada. Se acercó de nuevo hasta que no quedó más que un pie de distancia entre ambos. Paula tragó saliva, pero no se apartó. En vez de eso, levantó la barbilla.

–No me gusta que me avasallen, Pedro.

–¿Es eso lo que estoy haciendo? –preguntó él riéndose.

–Sabes perfectamente lo que estás haciendo. Se te da muy bien. No lo niego.

–¿Y qué hago?

–Todo el asunto de la seducción. Los roces casuales, las sonrisas sexys e íntimas. Acercarte más y más hasta que no pueda concentrarme en nada más que en tí. Supongo que la mayoría de las mujeres se derrite a tus pies.

–¿Y tú no?

–Lo siento si eso hiere tu orgullo, pero no estoy interesada. Creo que ya te lo dije.

–Claro que me lo dijiste –convino él–. ¿Pero estás tan segura de eso?

Haciendo caso omiso a su instinto, se acercó más. Advirtió cómo el pulso se le aceleraba en el cuello y la respiración comenzaba a agitársele. La necesidad que sentía por saborearla amenazaba con consumirlo, con acabar con el poco autocontrol que le quedaba.

–Sí –dijo ella con voz entrecortada.

–Creo que ambos sabemos que eso no es cierto –murmuró.

 Estiró la mano y agarró los extremos de su bufanda en un intento de que no huyera, y luego se inclinó hacia ella lentamente, sintiendo la anticipación dentro de él. Un segundo antes de que sus bocas se hubieran encontrado por fin, una advertencia inconsciente hizo que Pedro le soltara la bufanda y se echara hacia atrás, justo antes de que Federico apareciera en el pequeño claro. Su hermano contempló la escena, advirtiéndolo todo con sus ojos azules, pero simplemente le dirigió una mirada censuradora a Pedro.

–Nicolás y Melina han dicho que has cortado uno grande para tu casa. He venido para ver si necesitaban ayuda para bajarlo. Mis hijos están empezando a encontrarse cansados, y creo que Joaquín está listo para echarse una siesta.

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