miércoles, 9 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 6

-Esto es patético –murmuró su hijo, sentado en el coche, a la mañana siguiente–. ¿Por qué tengo que renunciar a un sábado entero?

Paula suspiró y le dirigió a Nicolás una mirada de advertencia.

–¿Prefieres la alternativa? Puedo llamar al señor Alfonso ahora mismo y decirle que siga hacia delante y presente cargos, si quieres eso.

Nicolás le dirigió una mirada de desprecio que indicaba que también la consideraba patética a ella, pero no dijo nada.

–Yo tampoco creo que sea justo –dijo Melina desde el asiento de atrás–. ¿Por qué Nico siempre hace las cosas divertidas? Yo también quiero ayudar con los caballos. Camila dice que los caballos de Cold Creek son los más bonitos y los más listos. Han ganado todo tipo de premios en los rodeos y se venden por mucho dinero. Dijo que su tío Pedro sabe más de caballos que nadie en el mundo entero.

–Vaya. ¿El mundo entero? –repitió Nicolás con sarcasmo.

O Melina no lo entendió, o decidió ignorarlo. A juzgar por la experiencia anterior, Paula pensó que se trataría de lo segundo. Su hija tendía a ignorar todo lo que no encajaba en su visión sobre cómo debería funcionar el mundo. Incluso durante sus frecuentes estancias en el hospital después de sus ataques de asma, siempre conseguía concentrarse en otra cosa, como en una nueva amiga o en una enfermera particularmente amable.

–Sí –dijo la niña con la misma confianza en Pedro Alfonso que hubiera tenido si hubiese sido su tío y no el de su amiga–. La gente le lleva caballos de todo el mundo para que los entrene porque es muy bueno.

–Si tanto sabe de caballos, ¿Por qué está metido en el fin del mundo, Idaho?

–Solo porque no te guste no tienes que decir esas cosas –dijo Melina frunciendo el ceño.

–Pensé que ese era el nombre –dijo Nicolás–. Justo entre Villa Sobaco Peludo y el trasero de la Vaca.

–Ya basta –dijo Paula apretando el volante con fuerza y sintiendo una tensión familiar sobre los hombros. No sabía si lograría sobrevivir a la adolescencia de su hijo–. Espero que trates al señor Alfonso con más respeto del que nos muestras a tu hermana y a mí.

–¿Cómo no iba a hacerlo, puesto que, al parecer, ese hombre sabe más de caballos que nadie en el mundo entero? –murmuró Nicolás.

Paula se preguntaba quién sería aquel extraño furioso metido en el cuerpo de su hijo. ¿Qué había ocurrido con el niño al que le encantaba acurrucarse con ella a la hora de irse a la cama mientras le contaba un cuento? ¿El niño que corría a su aula después del colegio para contarle todo lo que había ocurrido ese día? Ese niño cariñoso había ido alejándose de ella desde el año en que cumpliera los once, cuando Fernando se había mudado. Durante los tres años posteriores, se había ido encerrando cada vez más en sí mismo. Obviamente, esa no iba a ser una de esas ocasiones. De algún modo, Nicolás había llegado a culparla de la separación y del divorcio. Paula no sabía por qué había llegado a soportar esa carga, pero la injusticia sobre todo aquello le daba ganas de gritar. Ella, al menos, había sido fiel a los votos matrimoniales. Aunque no había sido perfecta y hubiese aceptado hacía tiempo su parte de responsabilidad en la ruptura, sabía que había intentado ser una buena esposa.

Había apoyado a Fernando durante sus últimos años en la escuela de Medicina. Había ahorrado durante sus doce años de matrimonio para ayudar a pagar sus créditos estudiantiles, había llevado la casa básicamente sola durante esa época mientras él trabajaba para hacerse un hueco en el mundo de la medicina, había intentado disminuir el abismo que había ido abriéndose entre ellos. Lo había intentado. No a la perfección, pero había deseado que su matrimonio funcionase. Sin embargo, Fernando tenía otros planes. Se fue a París a una conferencia y conoció a su Tamara, decidiendo que su familia y los votos matrimoniales no valían nada en comparación con una mujer francesa de veinte años con el cuerpo perfecto y la boca de piñón. Paula había asumido hacía tiempo la traición de Fernando Morales. Pero nunca lo perdonaría por lo que su abandono había supuesto para sus hijos. Melina había dejado de llorar hasta quedarse dormida hacía algún tiempo y parecía estar asumiéndolo, pero Nicolás llevaba una gran cantidad de ira dentro de él. Y ella parecía ser el objetivo con el que descargar toda esa ira. Trató de recordar lo que el terapeuta de Seattle le había dicho: que la tomaba con ella porque era un objetivo fácil. Su hijo sabía que ella no lo abandonaría como su padre, de modo que concentraba toda su rabia en ella.

Pasados unos kilómetros, llegaron a un arco de madera que anunciaba el rancho de Cold Creek con letras de hierro. Paula aminoró la velocidad y giró.

–No será tan malo –dijo tratando de controlar la necesidad adolescente de cruzar los dedos–. ¿Quién sabe? Puede que te lo pases bien.

–¿Limpiando la porquería de los caballos? –preguntó Nicolás–. Claro. No puedo esperar.

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