miércoles, 23 de octubre de 2019

El Seductor: Capítulo 40

Como Pedro había imaginado, Paula no se mostró muy entusiasmada por la idea.

–Aprecio la oferta –dijo–, pero no es necesario. Apuesto a que tienes mil lugares en los que preferirías estar en una noche de tormenta como esta.

–No –contestó él, sorprendido al darse cuenta de que era cierto.

Algo andaba mal. Esas solían ser sus noches favoritas. Veladas frías diseñadas para acurrucarse bajo una manta con una hermosa mujer buscando maneras de calentarse. ¿Por qué eso no le parecía apetecible en ese momento? Prefería pasar la noche en casa de Miguel Chaves con una mujer que no quería tener nada que ver con él, durmiendo solo en un frío sofá.

–Paula, no pienso dejarte sola esta noche, y no hay más que hablar. No podría dormir pensando que Melina y tú están aquí atrapadas sin transporte con esta tormenta. No me importa dormir en el sofá.

El teléfono sonó en ese momento en la cocina y, aunque parecía molesto por dejar ese campo de batalla, Nicolás fue a contestar.

–No puedes quedarte aquí –susurró Paula cuando su hijo se marchó–. Es imposible. ¿Qué pensaría la gente si viera tu furgoneta estacionada aquí toda la noche?

Pedro estuvo a punto de reírse, pero se dió cuenta de que hablaba en serio. Estaba tan preocupada por su reputación, que pensaba que una furgoneta aparcada en su puerta la destruiría. ¿Realmente pensaba que alguien creería que la directora de la escuela había invitado al chico malo del pueblo a pasar una noche de sexo salvaje mientras sus hijos estaban en casa? Tenía que admitir que la idea de aquel cuerpo suave y dulce era demasiado atractiva en esas circunstancias, pero consiguió quitárselo de la cabeza.

–Nadie va a estar con este tiempo espiando a los vecinos –le aseguró Pedro–. Todos los cotillas del pueblo están en sus camas soñando con pillar a la mujer del alcalde robando en una tienda o algo así. Y, si alguien es lo suficientemente grosero como para preguntar, le diremos la verdad. O, si no te parece bien, podemos decirles que te presté la furgoneta porque se te estropeó el coche.

–Los que más me preocupan son los que no dirán nada. Esas son el tipo de cosas que pueden destruir una reputación en un instante.

–¿Realmente estás preocupada por las opiniones de unos cotillas sin nada mejor que hacer que criticar a una mujer cuyo único crimen es preocuparse por su hija enferma?

–No es tan simple.

–¿Cuál es la alternativa? ¿Hacer que tu padre venga desde Jackson Hole con este tiempo? Sé que no quieres hacer eso.

–No. Debe de haber otra solución.

–No que a mí se me ocurra. Me quedo, Paula. No conoces la cabezonería hasta que no das con un Alfonso.

Paula abrió la boca para contestar, pero apareció Nicolás en la puerta con el teléfono en la mano.

–El abuelo al teléfono otra vez, mamá.

Paula agarró el teléfono y Nicolás desapareció. Segundos después, Pedro oyó las pisadas en las escaleras y supuso que el chico había regresado a su habitación. Mientras ella estaba al teléfono, Pedro se quitó el abrigo y lo colgó en el perchero de la entrada antes de regresar al salón. Paula había tenido la misma idea; se había quitado el gorro, la bufanda y el abrigo y los había lanzado sobre una silla.

–No, papá. No quiero que vengas a casa –dijo mientras se desabrochaba la chaqueta de lana y Pedro se sentaba en el sofá y estiraba las piernas–. No hay nada que puedas hacer. No hay nada que nadie pueda hacer –añadió mirando a Pedro–. De acuerdo, te llamaré si hay algún cambio, te lo prometo. Sí. De acuerdo. Cuídate. Pásalo bien con tus amigos y no pierdas mucho dinero. Lo sé. Siempre ganas. Por eso vas. De acuerdo. Yo también te quiero, papá.

Colgó el teléfono y lo dejó sobre la mesa del café. Se quedó mirando el árbol de Navidad con tristeza. Segundos después, estiró los hombros y miró a Pedro, que deseó hacer cualquier cosa para borrar esa mirada sombría de su cara.

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