miércoles, 29 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 50

Con quince años, se había quedado con el corazón roto y embarazada. A las pocas semanas Rosa se había casado con el hermano pequeño de Alberto, Jorge, un hombre responsable, tolerante y dispuesto a evitar un escándalo familiar. Habían formado un matrimonio sólido, viviendo en el hogar de los McMahon durante la guerra. Hasta el día en que Alberto recibió un disparo en un pie y volvió a casa convertido en un héroe.


—Vaya —dijo Paula, dejando las hojas de la transcripción sobre lamesa.


Paula se quedó estudiando el techo. Rosa había pasado cada día deseando a un hombre al que no podía tener y viviendo bajo el mismo techo. Le había roto el corazón a Jorge, viendo cómo trataba de ocultarlo. Aunque nunca había vuelto a tener nada con Alberto, respirar el mismo aire que él había sido una tortura para ella y su esposo, incluso después de recoger sus cosas e irse a vivir a Australia para huir de la influencia de su hermano. ¿Cuál era la moraleja que se podía sacar de la historia de Rosa? ¿Servía de advertencia contra el dolor de pasar tiempo con alguien al que se deseaba, pero que nunca se podría tener? ¿O un recordatorio del daño que podía causar a cualquier futura relación que pudiera tener? Cora había vivido setenta años con Jorge McMahon, que se había casado con ella obligado por sus padres, sabiendo durante todo ese tiempo que su corazón pertenecía a su hermano. A pesar del cariño que con el tiempo había surgido entre ambos, los dos habían sabido que no habían sido elegidos por el otro.  Aquello era terrible. Aun así, iba a incluir su historia en el libro. Rosa McMahon había entregado de buen grado su vida al hermano que no amaba. Tenía el mérito de haber hecho lo debido por su familia y su hijo. No se había dejado llevar por el hecho de que no era lo mejor para ella. En apariencia sorprendía por su pasividad, pero había una gran fortaleza en el modo en que había enfrentado a su incierto futuro y había llevado una vida bastante sensata, lo cual hacía que su vida fuera una historia perfecta para Navegantes. Había tomado sus propias decisiones y había asumido las consecuencias, a pesar de lo mucho que había sufrido. Paula recordó la agonía que había visto en los ojos de Rosa al revivir el día en el que se habían marchado del hogar de los McMahon con sus escasas pertenencias. Su mirada se había cruzado durante unos instantes con la de Alberto, mientras se despedían de la familia, y en aquel instante se había dado cuenta de que después de todo seguía queriéndola. ¿Cómo había podido aceptar no volver a verlo, no volver a hablar con él? 


Paula se quedó estudiando la fotografía amarillenta de Rosa y su hijo a bordo del barco que los había llevado hasta Australia. ¿Le había resultado un alivio o una forma de tortura? Recogió las páginas en las que estaba recogida la historia de Rosa y las sujetó con una goma elástica. El título eran las últimas palabras de la viuda en la entrevista: «Esto ha de olvidarse». 

Mi Salvador: Capítulo 49

Ella se quedó mirándolo. Era una buena respuesta si solo se hubiesen limitado a volar cometas. Pero había habido algo más.


—¿Y a qué venía todo ese jugueteo?


Había decidido arriesgarse. Se quedó observándolo a la espera de alguna señal que le indicara que todo era producto de su imaginación. Pero no obtuvo ninguna. 


—No lo sé —murmuró y frunció el ceño mientras se acercaba a ella— . Ha ocurrido así, como algo bonito y natural. No me parecía que estuviera mal.


Había sido bonito y había empezado como algo natural, pero no estaba bien.


—Esto es lo que va a ocurrir siempre. Incluso algo tan normal como volar una cometa puede convertirse en algo… Especial.


—Quizá solo para nosotros —dijo apartándole un mechón de pelo de la cara—. ¿Por qué no dejar que así sea?


—¿Cómo?


—Es lo que es, Paula. Podemos aceptar que entre nosotros hay atracción y seguir adelante.


—Haces que parezca muy sencillo.


—Estoy seguro de que no somos las primeras personas que sienten que entre ellos hay química.


Claro que para ella no era solo química. Su mente y su corazón estaban implicados, y eso complicaba las cosas.


—Lo que acaba de ocurrir con las cometas… Me siento a gusto contigo y simplemente ha ocurrido. De ahora en adelante, tendré cuidado para que no vuelva a pasar.


—¿Qué clase de amistad es esa si los dos vamos a estar continuamente cuidando las palabras y los hechos?


—La nuestra —dijo encogiéndose de hombros—. Vamos. Queda una hora para que tengamos que estar de vuelta. Vayamos a recoger las cometas y volvamos a ese café para seguir con la entrevista.


¿Acaso seguían creyéndose la excusa de la entrevista? Claro que las páginas de su libro servían como territorio neutral entre ambos, así que no era mala idea. Paula sacudió la cabeza. Era fácil creer en él. Estaba convencido de que aquello era una buena idea. Pedro parecía convencido de poder dejar de lado lo que estaba surgiendo entre ellos y tal vez fuera así. Pero ¿Podría hacerlo ella? 



Paula estaba ante la mesa del hotel, releyendo el comienzo de una de las historias que estaba transcribiendo. Aquellas palabras parecían una profecía. Había conocido a Rosa McMahon siendo una anciana de los suburbios de Melbourne, pero Rosa que tenía ahora delante tenía quince años y corría descalza y libre por su casa de la isla de Man. Desde niña había puesto los ojos en Alberto McMahon, un muchacho idealizado por sus amigos y con el que soñaban las chicas. Era moreno, atrevido y con carisma. Se había enamorado perdidamente de Alberto, pero él se había alistado para ir a la Segunda Guerra Mundial. 

Mi Salvador: Capítulo 48

Al instante, su cabeza se llenó de toda clase de imágenes con las que Paula se hubiera escandalizado.


—Una técnica interesante.


Arriba, Pedro dibujó círculos alrededor de la cometa de ella, haciendo unir en espiral sus colas. Paula apartó la suya haciéndola subir, antes de volverla a hacer bajar y colocarla a un lado. Ambos se movieron en paralelo, perfectamente sincronizados. Pedro miró por el rabillo del ojo las manos de ella para intentar adivinar lo que iba a hacer a continuación, antes de volver a mirar el vuelo de su cometa. Cada vez que ella la dejaba caer, él hacía lo mismo. Cada vez que la hacía girar, allí estaba él imitando el movimiento. Allí estaban bailando en el cielo y en perfecta sincronía, libres y sin límites. No había límites y cualquier futuro era posible. Por breves instantes, Pedro hizo subir su cometa antes de hacerla girar y caer sobre la otra para rozarla suavemente como si de un beso se tratara. A su lado, Paula jadeó. Volvió a dejar subir la cometa y se giró para mirarla. Tenía los ojos abiertos como platos y las mejillas sonrojadas. Parecía consternada. Pedro volvió a dejar caer la cometa, pero esta vez se enredó con la de Paula, que se vió obligada a soltarla. Ambas cometas salieron volando, terminando así aquel baile sensual. «Aceptaré lo que me ofrezcas». Eso era lo que le había dicho. Quería alguna clase de compromiso entre lo que él quería, conocerla a fondo, y lo que ella necesitaba, mantener una distancia emocional prudente. Aquellas palabras también resumían su situación: Estaba dispuesta a aceptar lo que él le ofreciera. ¿Cómo había vuelto a encontrarse en aquella situación? No podía dejar de pensar en ello mientras regresaba al coche con el estómago encogido por la furia y el dolor. Estaba enfadada consigo misma y se sentía herida porque nunca podría tocarla de verdad. ¿Qué estaba dispuesta a darle? Todo, pero a la vez, ella también quería que le ofreciera todo. Quería a alguien con quien acurrucarse por la noche y conocer las maravillas del mundo, alguien a quien admirar y con quien recorrer los mercados o volar cometas.  Quería a alguien como Pedro. Se merecía a alguien como él. Era la primera vez que pensaba así en su vida.


—Paula, déjalo.


—Alguien puede robar tus cometas —dijo mientras dejaban atrás el parque.


—Primero tendrán que desenredarlas.


No pudo evitar sonreír. ¿Acaso no le había afectado lo que acababa de pasar en el cielo, aquella seducción aérea?


—Paula, por favor.


Sus pasos se ralentizaron hasta que sus pies se detuvieron. Pero no se dió la vuelta. Quizá se había dado cuenta de lo enfadada que estaba o tal vez había visto confusión en sus ojos. Ninguna de las dos cosas le gustaba.


—Tengo que estar en otro sitio, Pedro —dijo apretando los puños—. No estoy a tu disposición todo el día.


—Estás enfadada conmigo.


—No estoy enfadada contigo —dijo dándose la vuelta—. Esto enfadada con… Con toda esta situación.


—No ha sido nada. No pretendía ser nada.


Eso significaba que él sabía que había algo.


—Solo quería que volaras una cometa.


—¿Por qué?


—Porque nunca lo habías hecho y no me parecía adecuado.


—¿Por qué? ¿Acaso ahora te ocupas de cubrir las deficiencias de mi pasado?


—No sé, Paula. Quizá solo quería ver tu cara la primera vez que volaras una cometa. 

Mi Salvador: Capítulo 47

No le gustaba el resentimiento que había empezado a sentir desde que Micaela se había convertido en un obstáculo en su amistad con Paula.


—No es decisión tuya qué clase de amigos somos —dijo inclinándose para recoger sus bolsas—. Es lo que esperas…


—Te respeto, Paula —dijo deteniéndola—. Y eso incluye la decisión que quieras tomar sobre nosotros.


Ella se irguió y fijó sus ojos verdes en los suyos.


—No me parece justo mantener una amistad superficial, pero no voy a forzar el asunto —dijo cruzándose de brazos sobre la mesa—. Te conozco lo suficiente como para saber que te apartarás si lo intento. Te guste o no, ahora eres parte de mi vida y no quiero que lo hagas. Así que, aunque no estés de acuerdo conmigo, aceptaré lo que me ofrezcas.


—Me gustas y te respeto, Pedro. Pero tienes una esposa. Ahí es donde tienes que poner todos tus sentimientos.


Tenía razón. Y, si había algún matrimonio que necesitara cuidado, ese era el suyo.


—Vámonos —dijo poniéndose de pie—. ¿Cuánto tiempo hace que no vuelas una cometa?


—Creo que nunca lo he hecho. Supongo que mi madre tendría miedo de que me hiciera daño en las manos. 


Paula había pasado su vida sobreprotegida. Había cosas que no debía de saber y que él podría enseñarle. Si al menos fuera suya…


—Venga, ha llegado el momento de que aprendas algo nuevo.


Pedro se sintió contento a la vez que apesadumbrado por la alegría de Paula. Su necesidad de protegerla chocaba con la furia que sentía ante el egoísmo de sus padres por haberla mantenido en una burbuja y apartarla de las diversiones de una infancia normal como volar una cometa.


—La he subido —gritó contenta girándose en medio del parque para mirar a Pedro, que estaba volando la suya.


—Recuerda, si empieza a caer, tira del hilo.


Al cabo de unos segundos se acercó a ella con cuidado de que sus cometas no se enredaran. Luego, puso una mano sobre la de ella y le enseñó a mantener la altitud. Sus manos eran cálidas y suaves y encajaban perfectamente entre las suyas. Rápidamente la soltó.


—Solía volar cometas de niño. Es como montar en bicicleta, nunca se olvida.


—Tampoco aprendí nunca a montar en bicicleta.


La cometa de Paula se fue hacia la izquierda, pero enseguida la corrigió.


—Se te da bien —dijo él sonriendo.


—No me atrevo a moverme demasiado.


—Necesitas la motivación adecuada. Mira.


Con un giro de muñeca, Pedro hizo que su cometa se agitara junto a la de ella como si fuera un depredador persiguiendo a su presa.


—¡Detente! —exclamó Paula, sonriendo.


—Oblígame.


Soltó hilo, colocando su cometa delante de la de él para anticiparse a cualquier maniobra que pudiera hacer. Estaba tan concentrada, que tenía el ceño fruncido.


—¿No te ayuda morderte el labio?


—Sí, mejora mi aerodinámica. 

Mi Salvador: Capítuo 46

 —Lo siento, Paula, pero no entiendo lo que estás diciendo.


—Me cuesta abrirme y, si lo hiciera, sería porque habría algo entre nosotros. No tenemos esa clase de relación.


—Eres importante para mí, Paula.


—No me refiero a amistad.


Pedro sacudió la cabeza al caer en la cuenta.


—¿Quieres decir que solo te abres si tienes una relación con alguien? ¿Si no, no hay nada?


—No eres alguien con quien pueda abrirme fácilmente.


«Por favor, Pedro, entiende lo que te estoy diciendo».


—No quiero que me apartes de tí.


—Pero no puedo abrirte mi corazón. 


Pedro se echó hacia atrás en su asiento y respiró hondo.


—Esto es por Micaela.


—Por supuesto.


—¿Te mantienes distante por ella, verdad?


—Mantengo las distancias que tú deberías estar manteniendo, Pedro.


Aquel comentario debió de afectarle, porque el color desapareció de su cara. Pero no puso excusas ni se defendió.


—Paula, ¿Qué te han hecho? —preguntó sorprendiéndola.


—¿Quién?


—Tu familia, los hombres de tu pasado… Pareces querer todo o nada. No puedes tener amistades sin poner reglas.


—No me han hecho nada.


Lo cual no era del todo cierto. Lucas la había apartado de todos sus amigos con la excusa de querer estar solo con ella. Su padre había hecho lo mismo con su madre hasta el día en que ella le había tirado sus cosas por la ventana. Ambos hombres y las lecciones que de ellos había aprendido, la habían marcado.


—Todavía tengo valores. No han cambiado porque haya decidido tomar las riendas de mi vida.


—Tú has buscado esta amistad —dijo él.


Paula suspiró. Sabía que era cierto. Era ella la que había abierto la puerta a aquello el día de la ceremonia de entrega de las condecoraciones.


—¿Pero dices que solo puede ser superficial?


¿Cómo podía ser tan ciego un hombre inteligente?


—Tienes una esposa, Pedro.


—No estoy proponiendo nada ilícito, Paula. Los amigos juegan un papel diferente, tienen otro grado de intimidad.


Paula se puso de pie y apoyó las manos en la mesa.


—Para mí no. Si dejo que entres en mi vida, todo se complicará. ¿Es eso lo que quieres?


Pedro se quedó contemplando la pasión que reflejaban sus ojos. Por un instante deseó que las cosas se complicaran.  Pero Paula tenía razón: Intimar con ella emocionalmente no iba a hacerles bien a ninguno de los dos. No debería admirar la fuerza de su personalidad o maldecir la suya. Lo que debía tener en cuenta era que aquella increíble mujer estaba fuera de su alcance. Y no había otra cosa que deseara más.


—Así que ¿Es así como debe ser? ¿Debemos mantener una distancia prudencial?


—¿No te parece que es lo más sensato? —dijo Paula volviéndose a sentar en el banco.


—No si eso supone no poder conocerte.


Paula se estaba convirtiendo en una de las personas más importantes de su vida y apartarla no era una opción a considerar.


—Me gustas, Paula. Me gusta cómo piensas diferente que yo en algunas cosas, pero no en las esenciales. No me gusta que no podamos ser amigos solo por Micaela. 

lunes, 27 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 45

 —¿Afortunada?


—De que te hayas tomado tantas molestias. Podías haberle enviado unas flores.


—No se dará cuenta.


—Entonces, díselo —dijo clavando los ojos en los de Pedro—. Toda mujer merece saber que es querida.


Pedro frunció el ceño.


—No me imagino teniendo una conversación con ella así.


—¿No hablan? —preguntó ella arqueando las cejas.


—No de esta manera —contestó sacudiendo la cabeza y apartando la mirada.


Paula se quedó sin aliento. Así que no era solo ella la que se sentía a gusto a su lado.


—Me sorprende.


—¿Por qué?


—No me imaginó al Pedro que conocí junto a aquella carretera teniendo problemas de comunicación.


—Mica no es demasiado habladora.


—¿Lo has intentado?


—Muchas veces.


Paula sabía lo frustrante que era intentar hablar con alguien y no ser correspondido. Claro que, en su caso, el problema había sido que a Lucas no le gustaba escuchar, tan solo hablar de sí mismo. La suave voz de Pedro la sacó de sus pensamientos.


—¿Alguien te ha hecho sentir querida?


Abrió la boca, pero enseguida la cerró sin contestar. Era una pregunta a la que no podía responder sin avergonzarlos a ambos.


—Paula, ¿Qué clase de amistad es la nuestra? —preguntó Pedro después de unos segundos de silencio—. ¿Tú puedes hacerme preguntas personales y yo a tí no?


—Yo… —comenzó sintiendo que el corazón se le aceleraba—. He debido de…


—Todo lo que conozco de tí, lo sé de aquella noche en la montaña. Desde entonces, no has dado pie a ningún tema personal —dijo echándose hacia delante.


—Solo hemos tenido una. Sobre…


«El beso», pensó terminando la frase.


—Eso no fue personal. Los dos tuvimos algo que ver. Quisiera saber más cosas sobre Paula Chaves. Ayer en una hora les contaste a aquellos chicos más sobre tí de lo que me has contado a mí desde que nos conocemos. Somos amigos, Paula, o al menos creo que lo somos, ¿No?


—Sí, claro que lo somos.


«Eso es todo lo que seremos».


—Ten confianza y comparte las cosas conmigo.


—No puedo.


—¿Por qué no?


—Porque no eres mío para compartir nada —contestó, sorprendiéndose de lo que acababa de admitir.


Ninguno de los dos se movió durante largos segundos.


—Compartir cosas implica mucho para mí, Pedro.


Sus padres se habían mantenido tan distantes, que no sabía cómo hablar de asuntos personales. 

Mi Salvador: Capítulo 44

 —¿Pero?


—Pero tu lenguaje corporal y lo que dices cuentan historias diferentes.


—¿Lo que no cuento de ella dice más que lo que cuento?


—Esto es lo que hago para ganarme la vida, Pedro.


—¿Estamos en la entrevista?


—¿Ves? El que te pongas tan nervioso me dice muchas cosas.


—Mica y yo estamos bien.


—¿Solo bien? ¿No muy bien o locamente enamorados?


Conocía la respuesta. Si lo estuviera, no le habría costado tanto trabajo encontrarle un regalo y, desde luego, no estaría allí sentado con ella. Por la expresión de sus ojos sabía que se estaba esforzando por no ser descortés.


—Todos los matrimonios pasan malas temporadas.


—¿Cuánto hace que dura esta mala temporada? 


Pedro bajó la vista a la mesa, y cuando volvió a levantarla, su expresión era depredadora.


—Creo que ahora deberíamos hablar de ese beso.


—No cambies de conversación.


—No eludas el tema. ¿Por qué no quieres hablar del beso?


—¿Por qué te cuesta tanto hablar de tu mujer? —preguntó Paula echándose hacia delante.


—Por la misma razón por la que te cuesta reconocer que me besaste —replicó él acercándose al centro de la mesa—. Es una cuestión personal y me asusta.


Paula se acomodó en su asiento. Pedro Alfonso, el hombre que parecía no temerle a nada, estaba asustado de su matrimonio. Aquello lo cambiaba todo y no cambiaba nada. Aimee decidió seguir el ejemplo y mostrar coraje.


—Te besé antes de saber que estabas casado.


Él la miró sorprendido de que hubiera contestado aquella pregunta tabú.


—Si lo hubiera sabido, no lo habría hecho —añadió.


Inconscientemente, dirigió la mirada hacia sus labios y recordó lo cálidos que le habían resultado. Enseguida se obligó a apartar la mirada.


—Al menos lo recuerdas. Estaba empezando a dudarlo.


—Claro que me acuerdo. ¿A cuántos hombres crees que he besado después de un accidente?


—Probablemente los mismos que yo en la boca —dijo y enseguida sonrió.


Aquella sonrisa borró la tensión de los últimos minutos y Paula se sintió aliviada.


—Eso es todo.


—Sigamos —dijo él sin dejar de sonreír—. Por cierto que fue un beso en la boca muy bueno —añadió desviando la mirada hacia el paquete que contenía el espejo—. Espero que a Mica le guste tanto como nos ha gustado a tí y a mí.


—Seguro que sí. Se dará cuenta de lo mucho que te has esforzado por dar con el regalo perfecto. Es una mujer muy afortunada. 

Mi Salvador: Capítulo 43

Luego, forzó una pose exagerada, hizo la señal de la paz con los dedos y sonrió. Pedro clavó sus ojos azules en ella y Paula se quedó sin aliento al darse cuenta del fuego que desprendían. Era el mismo fuego que había visto en ellos el día en que lo había besado después del rescate. El tiempo se congeló mientras se miraban. Se quedaron así durante largos segundos. Paula fue a quitarse el pañuelo, pero él se lo impidió. 


—Déjatelo. Te sienta bien la libertad.


Sí, la libertad le sentaba bien. El año que había pasado desde que se hiciera cargo de su vida había sido el mejor, especialmente las horas que había pasado con Pedro.


—Voy a tener que comprármelo —murmuró ella.


—Deja que yo te lo regale —dijo rápidamente Sam, dándole un billete al vendedor.


—Muchas gracias —dijo demasiado sorprendida como para protestar—. Ahora, tenemos que encontrar algo para Micaela. No está bien que el único regalo que compres hoy sea para otra mujer.


—Tú no eres cualquier otra mujer, Paula —dijo mirándola muy serio—. Tú eres tú. Esto es para agradecerte tu ayuda.


—¿Tenemos un trato, recuerdas? Yo te ayudo con el regalo y tú me ayudas con la entrevista.


—Lo de hoy es extra.


Se hizo un incómodo silencio entre ellos mientras seguían mirándose. Por fin, Pedro miró por detrás del hombro de Paula y su cara se animó.


—¿Qué te parece una cometa? —preguntó y se puso en marcha.


—¿Los hombres sois niños en cuerpos grandes, verdad?


Se sentaron en una mesa de madera, bajo una pérgola cubierta de jazmines a disfrutar de una comida compuesta por queso, pan, paté y algo delicioso hecho con berenjenas. Paula apartó los ojos de las dos enormes cometas y miró sonriente a Pedro.


—Las cometas son eternas. Son piezas de arte voladoras.


Le gustaba mucho Pedro. Su pasión por la vida y su franqueza le resultaban peligrosamente sugerentes. Al contrario que Lucas, no estaba continuamente hablando de sí mismo. Se mostraba tal cual era.


—Teniendo en cuenta que ya has encontrado el regalo de Micaela, no puedo reprocharte las cometas.


Le había comprado a su esposa un precioso espejo de marco artesanal en forma de parra hecho de hierro forjado y con cristales de colores incrustados.  «Nos representa a ambos», le había dicho al elegirlo. «La brillantez de Micaela y mi amor por la naturaleza». Su corazón se había encogido de dolor al oírle decir aquellas bonitas palabras. En ellas se transmitía la incertidumbre de estar eligiendo un regalo equivocado para la mujer con la que estaba compartiendo su vida, además de la realidad de su relación. De vez en cuando había hecho algún comentario que daba a entender que las cosas no iban bien entre ellos, pero aquellas palabras evidenciaban sus sentimientos por su esposa.


—Pedro, ¿Puedo…?


—Dime, continúa.


—Quiero preguntarte algo, pero no quiero ofenderte.


—Estoy pasando un día muy agradable como para ofenderme. Vamos, pregunta.


—Es sobre Micaela. ¿Va todo bien entre ustedes?


—¿Por qué lo preguntas? —dijo poniéndose tenso.


—Te muestras muy apasionado defendiéndola, muy considerado para satisfacer sus necesidades, muy orgulloso y muy leal cuando hablas de ella…. 

Mi Salvador: Capítulo 42

 —No, definitivamente no.


Paula estaba recorriendo con Pedro los coloridos puestos de un concurrido mercadillo en el que se vendían aceites, productos ecológicos, bisutería y toda clase de artesanías. Allí se podía encontrar cualquier regalo imaginable. Pero Sam seguía sin encontrar el suyo.


—¿Y este candelabro? —dijo él mostrándole un objeto retorcido—. Es original.


—No, Pedro —contestó sonriendo ante su expresión.


—Pero a mí me gusta.


—Entonces, cómpratelo para tí. Pero no permitiré que le compres a tu esposa un candelabro por su cumpleaños.


Había decidido referirse a Micaela como «Tu esposa» como mecanismo de defensa. No solo le servía para recordarse que no debía tener nada con Pedro, sino también para no personalizar a Micaela. Mientras no tuviera nombre, Paula se sentía menos culpable. Una mujer de pelo morado pasó junto a ellos tirando de una cabra que llevaba atada de una cuerda. Pedro la protegió rodeándola con su brazo y atrayéndola hacia él. Paula sintió su calor y percibió el olor de algo divino bajo la lana de su chaqueta. Cerró los ojos.


—De acuerdo —dijo devolviendo el candelabro a su autor con una sonrisa forzada.


Siguieron avanzando entre la gente.


—En serio, Pedro, no vamos a llegar muy lejos si compras cada cosa que te llama la atención.


Pedro caminaba a su lado, protegiéndola con su cuerpo del resto de la gente e inclinando la cabeza para escucharla.


—Podría funcionar. Si no le gusta un regalo, siempre tendré el siguiente.


—Claro —dijo ella riendo—. Y no se dará cuenta.


—Entonces, ¿Qué es lo que te gusta? 


—Cumple treinta años. Lo que le gustará será algo bonito y único. Algo que le demuestre que la conoces.


—La conozco, pero sigo perdido.


—No te preocupes —dijo tomándolo del brazo—. Nos quedan dos horas más. Encontraremos algo.


—No debería necesitar ayuda para comprarle un regalo a mi mujer.


—Bueno, puedes hacer algo al respecto o seguir lamentándote. Me has sacado de la cama en nuestra única mañana libre, así que, si vas a seguir lamentándote, será mejor que me vaya —dijo Paula poniendo los brazos en jarras.


Pedro se detuvo y la miró fijamente.


—Me recuerdas a mi madre. A ella tampoco le gustan las lamentaciones. No estoy acostumbrado a eso fuera de mi familia.


Paula sonrió mientras volvían a ponerse en marcha.


—Entonces, seguramente nos llevaríamos bien.


—Estoy convencido de que así sería.


Paula se detuvo ante un puesto de pañuelos de seda.


—¿Qué te parece uno de estos? Son muy bonitos.


—¿Qué haría con un pañuelo? —preguntó Pedro frunciendo el ceño.


—Ponérselo.


—¿En la cabeza? ¿No es un poco de abuela?


Paula soltó uno de los pañuelos y se lo anudó al cuello.


—Puede llevarlo así, o también así —dijo mostrándole diferentes maneras de ponérselo sin que resultara anticuado—. Y, si es atrevida, puede ponérselo en el pelo, a modo de banda —añadió e inclinando la cabeza, se lo puso. 

Mi Salvador: Capítulo 41

Rápidamente pensó en Micaela. Era la única mujer que le había obsesionado de la misma manera, sobre todo porque en su momento no podía tenerla. Habían sido cuatro años de amor platónico durante su adolescencia hasta que había tenido una oportunidad con la chica a la que había admirado en secreto y a la que había otorgado la categoría de diosa, de mujer perfecta.  El contraste entre la intensa atracción que había sentido entonces por la chica que no había podido tener y la indiferencia que sentía ahora, pocos años después de casarse con ella… ¿No había aprendido nada desde los diecinueve años? Ya debería saber sobre enamoramientos a primera vista. ¿Era eso lo que le estaba pasando con Paula? ¿La estaba convirtiendo en su nuevo ideal de la mujer perfecta? Micaela había resultado no serlo. Además tampoco habían conseguido ser la pareja perfecta. Por aquel entonces, su lista de exigencias era breve. Ahora se había vuelto más extensa. Le interesaba alguien inteligente, compasivo, cálido, alguien que quisiera ser tan fuerte en pareja como lo era en solitario. Sus necesidades habían aumentado y su matrimonio no las llenaba. Pedro cerró los ojos. Debería llamar a Mica. No le había pedido que lo hiciera ni lo esperaría. Seguramente estaría en el laboratorio, dedicada a su proyecto, ajena a la hora que era y disfrutando de la oportunidad de poder concentrarse en su trabajo al no tener que volver a casa para encontrarse con él. Probablemente no le agradaría que la interrumpiera. Iba a haberlo hecho antes, pero sin darse cuenta, había marcado por error el teléfono de Paula. Había tenido que inventarse una excusa para justificar su llamada y se le había ocurrido recurrir al cumpleaños de Mica. Era cierto que no tenía ni idea de qué regalarle, pero no tenía pensado pedirle a Paula que le ayudara a buscar un regalo. No era tan masoquista.


Pedro apoyó la cabeza en el respaldo del sofá y se quedó mirando la pared que separaba la habitación de Paula de la suya. Se la imaginó sentada allí, relajada y somnolienta, y enseguida su cuerpo reaccionó con un tormentoso hormigueo. Le llevaría unos instantes vestirse, salir al pasillo y llamar a su puerta, y unos segundos más volverse a quitar la ropa. Como si eso fuera a pasar alguna vez. Estaba casado y ella era Paula. Era imposible que el destino los uniera. Se puso de pie y marcó el teléfono de Mica. Al instante dió señal. Paula le recordaba los mejores momentos de su relación con su esposa, aquellos primeros años en los que había habido pasión y admiración. Luego, ambos habían madurado y la vida se había complicado. ¿Podrían recuperar lo que habían perdido? Habían asumido una serie de compromisos ante el sacerdote que los había casado y Mica había creído en él. Se lo debía. Saltó el buzón de voz. El tono impaciente en la voz de su mujer sugería que incluso un mensaje de voz era una interrupción. Cerró los ojos y pensó en la mujer a la que había prometido amor y lealtad, apartando de su cabeza a la que, sin pretenderlo, lo estaba seduciendo.


—Hola, Mica.


«Hola Mica, ¿Qué tal? Escucha, no soy feliz y creo que tú tampoco. ¿Crees que nos equivocamos al casarnos? Mira, Mica, siento no quererte como te mereces».


—Solo quería decirte que hemos llegado bien y que…


Abrió los ojos y se quedó de nuevo mirando la pared, imaginándose a Paula al otro lado. Ardía en deseos de estar con ella, pero su lealtad, su vida, pertenecía a otra mujer.


—… que estoy pensando en tí.


Colgó y dejó el teléfono sobre la cama. Estaba honrando a su esposa, pero ¿Por qué sentía que la estaba traicionando? 

viernes, 24 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 40

Después de que Pedro colgara, se quedó un rato más sentada, con el teléfono en la oreja, pendiente de cualquier ruido que pudiera venir de la habitación de al lado. Mantener una conversación con alguien mientras se estaba desnudo implicaba una cierta intimidad. Eso sugería que en la mente de él desempeñaba un papel no sexual, como si de una hermana o una vieja amiga se tratara. Paula frunció el ceño. No quería ser insignificante para Pedro, no quería que la tratara como a una hermana. Solo porque no se estuviese mostrando seductora con él no significaba que no pudiera seguir siendo femenina en su cabeza. Le gustaba lo sexy que se sentía cuando estaba cerca de Pedro. La otra posibilidad le molestaba todavía más. Solo debía de haber tres mujeres con las que se sintiera cómodo desnudo: su madre, su doctora y su esposa. Y ella no era ninguna de ellas. Su cabeza empezó a dar vueltas. ¿No le había dicho que era la primera persona a la que había llamado después de salir de la ducha? ¿O acaso la había llamado para quitarse la obligación antes de acomodarse en la cama y mantener una larga conversación con su mujer? Aquello hizo que su mente empezara a crear otras imágenes, que rápidamente apartó. De una manera o de otra, el comportamiento de Sam le estaba diciendo algo sobre la naturaleza de su relación, que hacía saltar las alarmas. Quizá los hombres no le dieran importancia a estar desnudos mientras hablaban con una mujer por teléfono y Sam tan solo se estuviera relajando después de un día agotador. Se quitó el teléfono de la oreja y lo dejó sobre su pecho.



Pedro se sentó en el sofá de su habitación, cruzó los brazos por detrás de la cabeza y se quedó mirando el techo. No podía ser bueno que aún siguiera tratando de apartar la imagen de Paula de su cabeza. Se la imaginaba recién salida de la bañera, envuelta en un albornoz y rodeada de papeles mientras trabajaba en su transcripción, mientras esperaba a que se acercara a besarla. Habían pasado muchas horas juntos ese día. Había escuchado su suave voz mientras narraba a los escolares el miedo que había pasado tras el accidente y juntos, en el coche que su departamento había puesto a su disposición, habían recorrido Melbourne. Habían trabajado muy bien como equipo. Tenía que evitar aquellas fantasías, puesto que no servían de nada en aquella situación. No era la primera vez que las tenía desde que, semanas atrás, volviera a aparecer en su vida en aquel escenario. Cuanto más intentaba no pensar en ella, más a menudo aparecía en sus pensamientos. Nunca era nada lascivo ni irrespetuoso, tan solo detalles de su sonrisa, del olor de su pelo, del recuerdo de un roce… Pero no había ido allí por diversión. Había ido a ayudar a su departamento. No era culpa suya ser la persona más dulce, fresca y entretenida que había conocido en mucho tiempo.


Mi Salvador: Capítulo 39

 —¿Qué habías pensado?


—Ir a los mercados.


«Dí que estás ocupada, que tienes que hacer una transcripción, que no te sientes bien».


—De acuerdo.


—Estupendo, gracias Paula. Te lo agradezco.


¿Por qué no iba a hacerlo? Estaba a su entera disposición y esa era una dinámica peligrosamente familiar. Se llevó las manos a las sienes y respiró hondo. No era culpa de Pedro que se estremeciera al oír su voz y que no pudiera dejar de imaginar noches largas y apasionadas. No había servido de nada para calmar lo que había entre ellos el no verlo durante las últimas semanas. Tampoco podía haber nada entre ellos por su esposa, de acuerdo a sus principios. Se había comprometido a ayudarlo y quería hacerlo.


—El precio por mi ayuda es seguir adelante con la entrevista.


—¿El placer de mi compañía no es suficiente? 


No podía dejar que así fuera.


—Tienes una opinión demasiado buena de tí mismo, Pedro Alfonso.


Adivinó su sonrisa al otro lado del teléfono.


—Parece que los días en los que me veías como a un héroe se han acabado.


—Siempre serás mi héroe —dijo con el corazón en la mano.


—Por comentarios como ese es por lo que tengo tan buena opinión de mí mismo.


—Es una lástima que todo ese talento no incluya la elección de regalos.


—Gracias por destacarlo.


—Bueno, ya sabes que siempre puedes contar conmigo para devolverte a la realidad.


—¿Qué te parece si nos encontramos en el vestíbulo mañana a las nueve?


—Mejor a las ocho. Algo me dice que vamos a necesitar mucho tiempo.


Un fuerte sonido al otro lado de la línea la hizo saltar. No había dejado de haber ruido durante todo el tiempo que llevaban hablando.


—¿Qué estás haciendo?


—Me estoy afeitando. Acabo de salir de la ducha y he cerrado la puerta del armario del baño demasiado deprisa.


—Está bien.


Durante los siguientes minutos no dejó de prestar atención al más mínimo ruido: Cómo la acústica cambiaba al salir del baño, sus pies sobre la moqueta, el buscar en la maleta… Sintió que su temperatura se elevaba. Miró hacia la gran pared blanca que los separaba. Era el lienzo perfecto para que su imaginación lo dibujara descalzo y húmedo mientras recorría la habitación, con una toalla por las caderas mientras hablaba con ella por el móvil.


—Bueno, voy a dejarte. Tengo que trabajar un rato. Hasta mañana.


—De acuerdo, todavía tengo que llamar a Mica. No quiero preocuparla. Hasta mañana, Paula.

Mi Salvador: Capítulo 38

 —Solo quería contarte por qué no he llegado a tiempo para cenar.


—No hace falta que me estés cuidando todo el rato.


—Lo sé, pero estamos en mi ciudad. Me siento mal por haberte dejado sola en nuestra primera noche.


—No te sientas mal. Pedí una sopa al servicio de habitaciones y luego me dí un baño —dijo sonriendo y cambiando de postura en el sofá—. ¿Para eso has llamado, para disculparte? 


—Uno de los motivos para salir era para respirar aire fresco. Además, Mica cumple treinta años la semana que viene y quería comprarle algo.


La sonrisa de Paula se heló al oírle pronunciar el nombre de su esposa. Tenía que acostumbrarse. Fijó la mirada en la pared, pensando en que estaba en la habitación de al lado.


—Supongo que hay más variedad en la gran ciudad.


—No tengo ni idea de qué regalarle.


«¿A su propia esposa?».


—¿No se te ocurre nada?


—¿Flores, chocolate, algo caro?


—No consideres el precio como lo más importante.


—¿No le gustan a todas las mujeres los regalos caros?


—No si no es algo íntimo.


—Mi hermana dice que le compre lencería, pero…


«Por favor, que no me pregunte de lencería para su esposa».


—… ¿No pensará que espero verla con ella puesta?


A pesar de no querer hablar de aquello, Paula frunció el ceño.


—Es tu esposa, Pedro.


—Sí, pero la lencería es… Una declaración.


Ella parpadeó extrañada. ¿Qué clase de matrimonio tenían? Antes de poder decir nada, él continuó:


—De la misma manera que una tostadora es una declaración o unas zapatillas.


—No le compres unas zapatillas.


Lo oyó sonreír al otro lado de la línea y se estremeció.


—Incluso yo sé eso.


Paula suspiró. Estaba en deuda con Pedro y necesitaba unos consejos para hacerle un regalo a su esposa.


—Está bien, así que quieres algo íntimo, pero no demasiado íntimo.


—Así es.


—¿Y no sabes qué regalarle? —preguntó Paula frunciendo el ceño.


—Tengo muchas ideas, pero no sé cuál es la mejor.


—¿Quieres comentarme alguna?


Se hizo una pausa.


—Lo cierto es que esperaba que me ayudaras… En persona. Mañana tenemos un par de horas libres.


Paula sintió la tensión en la espalda justo cuando empezaba a relajarse. Podía soportar recorrer juntos los suburbios de Melbourne, tenerlo al otro lado de la pared de su habitación, pero ¿Ir de compras en busca de un regalo para su mujer?


Se puso de pie y empezó a pasear por la habitación.


—¿Juntos?


—Esa es la idea —contestó Pedro riendo—. A menos que prefieras darme apoyo telefónico.


Lo mejor sería seguir conversando por teléfono. Dudaba que aquellos metros de separación sirvieran para dejar de pensar en él, pero sí le evitarían la frustración de estar junto a un hombre que sabía que no podía tocar. 

Mi Salvador: Capítulo 37

Pedro vió cómo la luz del baño pasaba de verde a rojo y suspiró. Su pulso seguía acelerado. La química entre ellos no había desaparecido desde aquel día de la entrega de condecoraciones. Se frotó el muslo, allí donde había estado en contacto con ella. Toda aquella tensión acumulada tenía que acabar en alguna parte. ¿Por qué había decidido sacar aquel tema de conversación? ¿Tan desesperado estaba por entablar un vínculo con ella? Tal vez era la única manera de revivir ese momento, aquel en el que Paula había pasado de ser su paciente para convertirse en algo más importante. Era algo que no le había pedido ni que él podía ofrecerle. Pero disfrutaba estando con ella: el brillo de sus ojos, el color que iluminaba sus mejillas, su pelo revuelto… Tenía que controlarse. Tenían por delante tres días intensos de promoción y no iban a ser fáciles. Ambos eran adultos y ahora compañeros. Aquel era un viaje de trabajo. Hubiera o no atracción, si no podía confiar en su juicio, entonces tendría que contar con su profesionalidad para superarlo. Volvió a mirar hacia el símbolo rojo del baño, a la espera de que saliera en cualquier momento.



Después de su primer y largo día en Melbourne, Paula se acomodó en el sofá de esquina de la suite del hotel y echó la cabeza hacia atrás, riéndose.


—¿Hablas en serio?


—Desde luego.


—¿Y cuántos años tenía ella?


—Ochenta y dos. Pero tenía la densidad ósea de una persona mucho más joven.


—Pedro Alfonso rendido ante una anciana. ¿Es que no puedes dejar de ir por ahí sin salvar a la gente?


La anciana se estaba defendiendo de un joven que había intentado robarle el bolso cuando Pedro había intervenido.


—Se estaba defendiendo ella sola muy bien contra aquel chico. Yo solo le eché una mano.


—Y te llevaste un puñetazo —dijo riendo otra vez—. Se supone que ibas a relajarte paseando, no a acabar el día en la comisaría presentando una denuncia.


No habían parado desde que pusieran el pie en el aeropuerto de Tullamarine aquella mañana. Habían estado en dos colegios y luego en un centro de rescate hablando de las mismas cosas y contestando las mismas preguntas sobre lo que había pasado aquella noche junto a la A-10. Se sentía aliviada de tener a Pedro a su lado. Él despersonalizaba el accidente empleando expresiones como procedimiento operativo estándar, protocolo o entrenamiento, mientras que ella hablaba de sus sentimientos y miedos, y del apoyo que le había brindado la presencia de él. 

Mi Salvador: Capítulo 36

 —Eso dice la gente. Supongo que es porque no tienes lazos emocionales conmigo. Es como si estuvieras hablando con el camarero de la barra de un bar.


—Es evidente que no vas mucho a bares. Eso solo ocurre en las películas. Además, no somos desconocidos, somos amigos, ¿No? No importa la situación tan peculiar en la que nos conocimos.


Paula asintió. Temía que, si abría la boca, en lugar de palabras se oyeran los latidos de su corazón.


—Así que no es cierto que no haya lazos emocionales entre nosotros —añadió Pedro.


Se quedó sin respiración. ¿Qué podía decir a eso?


—Además —continuó él, y tomó la grabadora para apagarla—, también está el beso.


Se sintió avergonzada. ¿De veras esperaba que no saliera el tema? Había dedicado mucho tiempo en los últimos meses a analizar aquel beso. Y aunque se arrepentía de haber actuado por impulso, especialmente después de conocer que había una señora Alfonso, lamentaba habérselo dado.


—Fue culpa mía, Pedro.


—No buscaba una disculpa, pero creo que tenemos que hablar de ello para superarlo.


—No creo que hablar de ello sirva para explicarlo. Estaba asustada y eras el único que estaba allí para ayudarme. Necesitaba un poco de… Contacto.


—Paula, no tienes que justificar por qué lo hiciste.


—Entonces, ¿Por qué hablar de ello? —preguntó Paula frunciendo el ceño.


—Porque no puedo dejar de darle vueltas. Yo estaba trabajando y tú eras la herida. Entiendo perfectamente por qué lo hiciste. Lo que no consigo entender —dijo atravesándola con sus ojos azules—, es por qué te lo permití.


Sintió un nudo en la garganta. Estaba sentada en un avión, camino a otra ciudad con un hombre casado al que había besado, hablando de aquel beso…


—No te dí otra opción…


—Estabas sujeta a tu asiento. Podía haberme apartado de tí. ¿Por qué no lo hice? ¿Y por qué no lo he olvidado?


Difícilmente podía haber sido por una atracción incontrolable. Una mujer llena de sangre y suciedad, mojada por su propia orina… Se quedó mirándolo y sacudió la cabeza.


La azafata anunció por la megafonía de que estaban empezando el descenso hacia Melbourne. No tenía ni idea de lo que Pedro esperaba, así que forzó una sonrisa.


—Un misterio para la eternidad.


—¿No te molesta? —preguntó él entornando los ojos.


—Me molesta haberte besado y me avergüenzo por ello.


—¿Eso es todo?


—Voy a ir a… Enseguida vuelvo.


—En algún momento vamos a tener que hablar de ello, Paula —le dijo antes de que se fuera. 


Se fue al baño antes de que se encendiera la señal luminosa que indicaba que se pusieran los cinturones. Había huido de la conversación más bochornosa de su vida. Volvió y se abrochó el cinturón como si fuera lo único que podía salvarle la vida.

miércoles, 22 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 35

Una vez sentados en el avión, se entretuvo con una revista, pasando páginas que no leía. Eso la ayudaba a no pensar en cómo su muslo rozaba el de Pedro y en cómo iba a sobrevivir tres días junto a él.


—Creo que podríamos aprovechar este tiempo para conocernos mejor.


—¿Cómo? —preguntó sorprendida.


—Para tu libro. No terminamos la entrevista. 


—Creo que lo estropeé con mi última pregunta.


—¿Qué pregunta? Pensé que habíamos quedado en olvidarla. ¿Llevas la grabadora?


—¿Estás seguro? —preguntó sacándola del bolso—. Tendré que preguntarte sobre Micaela.


—¿Por qué no empezamos por ahí?


Paula bajó la bandeja y colocó encima la grabadora.


—¿Cuántos años tenías cuando te casaste?


—Veintiuno.


Aquello la convertía en una solterona de veinticinco años.


—Muy joven. ¿Es una cosa católica?


—No, es una cosa de los Alfonso. No nos gusta perder el tiempo — contestó sonriendo.


—¿Cómo sabías que estabas preparado para dar el paso?


—Lo supe. Además, Mica llevaba años formando parte de mi familia por su amistad con mi hermano —dijo y bajó la mirada a la grabadora para evitar mirarla a los ojos.


—¿Qué piensa del trabajo que haces?


—No le gusta. Las horas, la falta de rutina… A ella le gustan los hábitos.


—¿Y el que asumas tantos riesgos?


—No le gusta pensar que pueda quedarse viuda. La incertidumbre económica, lo entiendo.


Paula se conmovió ante la tristeza que trasmitía su voz. Defender a su mujer parecía algo automático en él. Micaela no estaba preocupada por perderlo, sino por perder a su esposo y, al parecer, la mayor parte de los ingresos de su hogar.


—¿Nunca te has planteado dejar el departamento de búsqueda y rescate?


—Cuando tengamos hijos, sí.


—Lo cual todavía no ha ocurrido.


Antes de terminar de pronunciar aquellas palabras, supo que había sido un error, pero él no reaccionó. Al menos, no de la manera en que lo había hecho cuando había sugerido que su matrimonio no era estable. Esta vez sus ojos reflejaron dolor y le dolió al verlo. 


—¿Vives en Hobart? —preguntó Paula cambiando de tema.


—Las oficinas del trabajo de Mica están allí, así que fue necesario mudarnos para que pudiera llevar a cabo su proyecto.


—Todo un logro, teniendo en cuenta lo joven que es.


—Estaba muy contenta el día en que me dijo que la habían ascendido.


Hacía mucho tiempo que no la veía tan animada.


—¿Te importó mudarte, alejarte de tu familia?


—Ambos pensamos que sería una buena idea para ambos empezar nuestra vida en un lugar diferente.


Estaba segura de que tenía que haber alguna otra razón.


—Debió de ser duro. Pero al menos os teníais el uno al otro.


Pedro asintió. Las sombras de sus ojos desaparecieron y se quedó mirando a Paula fijamente.


—Es muy fácil hablar contigo, Paula.


Se sintió halagada con aquel cumplido, pero no podía permitir que le afectara. 


Mi Salvador: Capítulo 34

Paula carraspeó y le tocó en el brazo para conseguir su atención. Él se sobresaltó sorprendido, se dió la vuelta y la miró sonriente, quitándose los auriculares de las orejas.


—Has venido —dijo mirándola con alegría—. No estaba seguro de que fueras a venir.


Había estado a punto de no hacerlo. ¿Sabría comportarse con Pedro en un vuelo largo y pasar unos días a solas con él? Entrelazó las manos tras su espalda para reprimir el impulso de tocarlo.


—Tu departamento fue responsable de salvarme la vida y necesitaron mucho esfuerzo. Acompañarte en este recorrido promocional es lo menos que puedo hacer por ellos.


Aunque eso supusiera arriesgar su corazón. Pedro le tomó su equipaje de mano y se encaminó hacia el área de facturación. 


—Al parecer causamos tanta sensación en la gente aquel día en Camberra, que a mi jefe se le ocurrió esto.


—¿No se te ocurrió a tí?


—¿Pasar más tiempo bajo los focos? No, gracias —dijo buscando su mirada—. Pero no lamento volver a verte. Espero comportarme mejor esta vez.


—¿Micaela no te acompaña? —preguntó Paula, tratando de no darle importancia a la pregunta.


Deseaba que dijera que sí tanto como que dijera que no. El que su esposa lo acompañara les evitaría muchos problemas.


—No se puede permitir estar tres días apartada del trabajo. Trabaja para la división australiana en el Antártico y está en mitad de un proyecto. Está estudiando los patrones de quiebra de las capas de hielo.


Le había dicho que Micaela era inteligente. Se lo había tomado como una frase hecha de lo que la gente solía decir de sus cónyuges.


—Al menos yo puedo llevar mi trabajo conmigo. Siempre llevo alguna transcripción —dijo y lo miró—. Entonces, ¿Vamos a hablar en los colegios?


Hablar con los escolares había sido un punto a favor para aceptar la invitación. Podría contarles lo que había descubierto de sí misma en aquellas horas que había pasado en la montaña.


—Creo que sí. Además, tengo entendido que los servicios de parques y de rescate están separados. Así tendré la oportunidad de hablar, compartir experiencias y aportar algo nuevo a mi equipo.


—Parece que vamos a estar muy ocupados.


—También tendremos tiempo libre —dijo Pedro y sus ojos parecieron tornarse más azules.


Paula se esforzó en mantener la conversación mientras esperaban en la sala de embarque. 

Mi Salvador: Capítulo 33

 —Paula, siéntate…


—Te deseo mucha suerte en el futuro, Pedro.


Se había puesto de pie y tenía el bolso colgado del hombro. Se dió la vuelta y empezó a alejarse. Pedro se levantó.


—¿Así que eso es todo? —preguntó, llamando la atención de las mesas de su alrededor—. No te vayas, Paula. Tu rescate no fue algo normal, aunque debería haberlo sido. No sé lo que eso significa, ni quiero averiguarlo. Pero que tú me preguntes por mi matrimonio…


Pedro se quedó sin coraje, sin palabras y sin aire.


—¿Quieres hablar de ello?


—No.


En el fondo sí quería. Paula Chaves era la última persona con la que debería hablar de su matrimonio, pero la única con la que se imaginaba hablando de ello.


—Está bien.


De repente, todas sus prioridades se quedaron en una: Retener a Paula allí.


—No quiero que nos separemos de esta manera. Lo siento, es que no me gusta hablar de mi vida privada.


—Creo que será mejor dejarlo. Olvidaré que me has contestado como lo has hecho si tú olvidas lo que te he preguntado.


—¿Te gustan las fantasías?


Esperaba que así fuera para que no lo recordara como un canalla.


—Intentémoslo —dijo y volvió a darse la vuelta.


—¿Qué pasa con tu libro?


Era un intento desesperado, pero si conseguía retenerla… Ella se detuvo, pero no se dio la vuelta.


—Quizá en otra ocasión. Adiós, Pedro.


—¡Te tomo la palabra! —exclamó mientras Paula se dirigía decidida hacia la puerta.


De nuevo se fue. Esta vez había sido culpa suya. 





El destino debía de querer que se enfrentara a aquello. Si no, la habría dejado en paz y no habría vuelto a ver a Pedro Alfonso más que en sus sueños después de salir de aquel café. Allí estaba él en aquel momento, en carne y hueso, apoyado en la barra de la cafetería del aeropuerto, de espaldas a ella, vestido con unos vaqueros y un jersey. Sintió un nudo en la garganta. No debía de ser una buena señal reconocerlo por detrás. Las semanas que habían transcurrido sin verlo, no habían servido para quitárselo de la cabeza. Los seis días que habían pasado desde que aceptara la invitación del gobierno no le habían servido para prepararse para aquel momento. Se paró a pocos metros de él y respiró hondo.


—Pedro.


Nada. Se quedó mirando sus anchas espaldas. Sus hombros se movían ligeramente y movía un pie junto a la barra. Vió un cable blanco saliendo de su oreja. ¿Estaba bailando? Era evidente que aquello no era algo importante para él. 

Mi Salvador: Capítulo 32

 —Sí, me lo dijiste. Pero también lo hace tu padre e imagino que habría hecho lo imposible por estar ahí si hubiera sido tu madre la que iba a recibir el reconocimiento de su país y a estrechar la mano del gobernador.


Sintió un nudo en el estómago. También se le había pasado por la cabeza.


—¿Me estás dando consejos de pareja? ¿Tú?


No se le escapó el tono con que preguntó aquello y al instante se sintió dolida.


—No. Eso sería como pedirme a mí que te sacara de un coche accidentado en medio de la montaña. No tengo esa habilidad, pero sé algo de las personas. Estoy acostumbrada a leer entre líneas.


—Mi relación con Micaela no es tema para el libro.


—¿Piensas que tu esposa no es de interés en la historia de su vida?


Pedro arrojó bruscamente su servilleta sobre la mesa. Era su manera de decir que la conversación había terminado.


—Si quieres que aparezca en el libro, pídele permiso a ella.


—La estás protegiendo.


—Por supuesto, es mi esposa.


—La quieres.


—Es mi esposa —repitió.


—¿Por qué te pones tan a la defensiva? —preguntó ella, ladeando la cabeza.


—¿Por qué insistes tanto? ¿Te molesta que no te dijera que estaba casado? Conocí a Micaela por uno de mis hermanos, estuvimos juntos dos años y nos casamos. Fin de la historia.


Aunque no era cierto. Había mucho más en su historia.


—¿Por qué no me hablaste antes de ella? —dijo inclinándose hacia delante y bajando la voz—. Tuviste muchas ocasiones.


Aquella era una pregunta peligrosa. Tal vez era porque había sentido que algo surgía entre ellos en aquel rincón de la montaña y no había querido que se evaporara. ¿Tan desesperado estaba por sentir un poco de atracción?


—No era asunto tuyo. 


Paula cerró los puños sobre la mesa y esperó unos segundos para serenarse. Sam pensó que aquello le recordaba a algo.


—Yo… —comenzó, pero apretó los labios y se echó hacia atrás.


Pedro cayó en la cuenta de lo que le recordaba. Tenía el mismo aspecto que en la montaña. Estaba tan pálida y tensa como meses atrás, el día del accidente, y no pudo evitar que los recuerdos surgieran. Se había sentido muy unido a ella en mitad de la oscuridad. Le había impresionado lo calmada que se había mantenido en aquella situación y lo abierta que había sido con él al confesarle sus miedos. Al parecer, la sensación había sido mutua.


—Te debo una disculpa, Pedro. Las horas que pasé en aquella montaña fueron tan intensas que creo que… Les he dado demasiada importancia. Aquel día cambió mi vida, pero para tí fue un día más de trabajo. Con razón te sientes incómodo con la distinción y con mi obsesión de tenerte en mi libro —dijo y apagó la grabadora—. Lo siento.


Pedro sintió un nudo en el estómago. Estaba siendo un canalla.


—Paula…


—Quería hacer algo tan importante para tí como lo que tú hiciste por mí aquel día. Lo único que puedo ofrecerte es mi interés y recoger tu historia en mi libro. No puedo ofrecerte nada más.


—No hace falta que lo hagas.


—Necesito hacerlo, necesito equilibrar la balanza —dijo y tomó su bolso—. Pero me imaginé que había surgido una conexión, y lo siento.


—No te vayas…


—Ya he hecho el ridículo una vez contigo. Debería aprender de mis errores.


Aquel beso… Así que ella lo recordaba también. 

Mi Salvador: Capítulo 31

 —¿Siempre llevas eso contigo?


—Sí.


—¿Estás muy emocionada con este libro, verdad?


—Más allá de lo que pueden expresar las palabras —dijo y sus verdes ojos brillaron—. Esta idea es solamente mía, para lo bueno y para lo malo.


Pedro se agitó en su asiento. ¿Había mencionado aquellos votos matrimoniales intencionadamente? ¿Pretendía recordarle que debían mantener las distancias? Si así era, había elegido bien el momento para hacerlo.


—Así que háblame de tu familia. ¿Eres el mayor de… Siete?


—Ocho. Soy el segundo.


—Una gran familia. 


—Y mucho cariño alrededor. Todos colaborábamos y nos cuidábamos unos a otros. Mi padre trabajaba muchas horas y mi madre necesitaba apoyo.


—¿Eras su favorito?


—Esa es una pregunta con trampa. Me sentía como si fuera su favorito, pero estoy seguro de que mis hermanos sentían lo mismo. A las madres se les da muy bien eso.


—Háblame de tus padres. ¿Cómo se conocieron?


Pedro le habló de sus padres, de sus logros y fracasos y de su decisión de ir a Australia para empezar una nueva vida.


—Suena idílico.


—Tuvieron que superar muchos retos en su camino hacia la felicidad. Son unos grandes modelos a seguir.


—¿Cuántos de vosotros estáis casados?


—Una de mis hermanas y yo.


—¿Resulta difícil seguir el ejemplo de tus padres?


—Creo que resulta inspirador, no desmoralizante.


—¿Es así para tí? Me refiero a tu matrimonio. ¿Aspiras a tener una relación tan buena como la de tus padres?


—¿Das por sentado que no es buena? —preguntó Pedro cruzándose de brazos.


Paula se sonrojó y el verde de sus ojos se volvió más intenso. Pedro se sintió molesto de que su cuerpo reaccionara a pesar de que estaba enfadado e intentó controlar sus hormonas.


—Tienes razón. Lo siento. Yo solo…


Paula no terminó la frase y Sam decidió insistir. Si estaba dando pistas a desconocidos de que su matrimonio no iba bien, ¿Pensaría lo mismo Mica?


—¿Solo qué?


—No ha venido. Hoy era un día importante y no ha venido. Sé que los billetes de avión de cortesía eran para dos personas. Yo tampoco usé el otro.


—Trabaja mucho —dijo excusando a Micaela. 

lunes, 20 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 30

 —Pensé en lo que me dijiste, en cómo mis historias acaban acumulando polvo una vez las termino.


—Paula, lo siento. Probablemente aquella noche dije algunas cosas sin mucha delicadeza. Tan solo intentaba mantenerte despierta.


—Tenías toda la razón. Pero antes me sentía demasiado insegura para hacer algo al respecto.


—¿Antes?


—Así es como pienso ahora, hay un antes y un después del accidente —dijo y se inclinó hacia delante apoyando las manos en la mesa—. Voy a escribir un libro.


—¿De veras? —preguntó él enarcando las cejas.


—Sí. Voy a reunir todas las historias y voy a dar un paso atrevido. Al igual que gente como Dora. Lo importante es que se hicieron navegantes de una manera o de otra. Ese podría ser el título: «Navegantes».


—Me alegro mucho por tí, Paula —dijo mirándola con un brillo de interés en los ojos. 


—Y no porque me hicieras ver que lo que hago no es completo, sino porque no es completo. Esas historias siempre me sorprendieron, pero nunca lo reconocí.


Pedro sonrió.


—Me gusta la idea, Paula. Dime si hay algo que pueda hacer para ayudarte.


Ella se irguió, respiró hondo y mantuvo su mirada.


—Déjame hacer la tuya. Sí, tu historia. Deja que te entreviste. Quiero incluir algunas historias actuales y eres el navegador más hábil que conozco. Me encantaría incluirte.


—Mi vida no es tan interesante, Paula.


—Todo el mundo es interesante, pero no a sí mismos.


—¿Hablas en serio? ¿Quieres incluirme en tu libro?


—Quiero darte las gracias… —dijo y alzó la mano para que no la interrumpiera—, más allá que con una medalla o un par de tazas de café. Estuviste presente en el momento en el que redefiní mi vida y quiero reflejar ese momento tan importante —añadió irguiéndose—. Así que sí, quiero que el hombre que salvó mi vida figure en mi libro.


—¿Puedo pensármelo?


—No porque te negarás si te lo piensas.


—Quizá ya conozcas mi historia.


—Eres un hombre muy humilde, Sam. Es parte de tu encanto. Entiendo que no quieras que esta historia se convierta en un reflejo de tu trabajo, pero quiero recoger lo importante que ha sido para mí —dijo y mantuvo la mirada fija en él—. Por favor, di que sí.


—¿Qué me ofreces a cambio? —preguntó mirándola con los ojos entornados.


—Más café.


—Si vamos a necesitar más café, necesito comer algo. ¿Tienes hambre?


—Estoy muerta de hambre —dijo—. ¿A qué hora es tu vuelo?


—Bastante tarde. 


Era un placer ver a una mujer disfrutar de la comida como hacía ella. Estaba acostumbrado a que Micaela y sus amigas protestaran por las ligeras ensaladas con las que se alimentaban, o a que se castigaran cada vez que se excedían. Aquella voracidad le recordaba a su casa y a su familia. Mientras comían hablaron de los otros rescates en los que había participado durante el último año, sobre el trabajo de Paula y sobre las veces que habían estado antes en Camberra. Antes de que pudiera darse cuenta, una camarera apareció de la nada, recogió los platos vacíos y les sirvió el café.


—Puede que nunca pueda volver a dormir —bromeó Paula ante su cuarta taza de café.


Había habido algo especial durante aquella tarde que había hecho que una interminable taza de café pareciera una necesidad tan razonable como conversar con ella. Durante las horas que habían pasado en el interior del coche se había dado cuenta de lo inteligente que era, pero por aquel entonces Aimee estaba afectada por el dolor y la medicación, además de por sus demonios personales. Aquella nueva Paula mostraba un optimismo que resultaba cautivador y contagioso. Para cuando sacó una grabadora digital del bolso y la encendió en el centro de la mesa, ya tenía claro que quería ayudarla.


Mi Salvador: Capítulo 29

Ella asintió.


—Me sentí como una tonta. Lo único que sabía era la fecha y el lugar del accidente, además de tu nombre de pila. Ellos hicieron el resto.


—Eso lo cambia todo.


—¿A qué te refieres?


—No quería el reconocimiento. Me parecía una locura que me nominaran solo por hacer mi trabajo. Pero tú… —dijo sonriendo—. Lo acepto de tí.


—Me alegro. No sabes cómo cambió mi vida ese día. 


—Cuéntamelo.


—¿Ahora? —dijo abriendo los ojos como platos.


—No pronunciaste ningún discurso en la ceremonia, así que hazlo ahora. Cuéntame lo que significó para tí.


Abrió la boca para decir algo, pero no encontró las palabras. Respiró hondo y decidió empezar por el día del accidente.


—Aquella noche me cambió, Pedro. Me enseñaste la diferencia entre hacerse cargo y llevar las riendas.


Pedro frunció el ceño. Al parecer, no se estaba explicando bien.


—Me llevó tiempo darme cuenta de que la protección a la que me habían sometido mis padres mientras crecía se debía más a ellos que a mí. Me dejé llevar por sus cuidados y protección y se me olvidó ser independiente. Tal vez nunca haya aprendido a serlo. Luego conocí a Lucas y dejé que controlara nuestra relación porque estaba acostumbrada a que otros pensaran por mí, que se hicieran cargo y me dieran instrucciones.


—Como hice yo —comentó Pedro frunciendo el ceño.


Ella sacudió la cabeza.


—Me enseñaste que la mejor capacidad no viene de dar instrucciones, sino de conseguir influenciar. Lo hiciste durante todo el tiempo que estuviste en el coche. Querías que hiciera cosas, pero no me dabas órdenes. Simplemente me explicabas los hechos y tu preferencia, y me dejabas elegir. O me lo pedías. Y, si decía que no, lo respetabas, aunque fuera la decisión equivocada.


Pedro parecía incómodo con aquello.


—Tan solo te traté de la manera en que me habría gustado que me trataran de estar en tu situación.


—¿Cómo?


—Como una persona madura, facilitándome todos los detalles, como un equipo.


—¡Así es! Nunca en mi vida me había sentido parte de un equipo, en donde todos trabajamos juntos para conseguir una solución.


—Bueno, me alegro. Fuimos un equipo aquella noche desde el momento en el que entré en el coche, así que nuestras opiniones valían lo mismo. 


—¿Ves? Eso es una novedad para mí.


—Me alegro.


Estaba encantado de verla tan contenta, aunque algo sorprendido.


—No te rías de mí. No quiero volver a ser esa persona que necesita pedir permiso para todo. Todavía me sorprende que dejara que eso ocurriera. No solo me salvaste físicamente en aquella montaña.


—No me santifiques solo por eso. Estoy seguro de que ya te habías dado cuenta de todo.


—¿Qué quieres decir?


—Habías puesto rumbo a las montañas para replantearte tu vida. Acababas de romper una relación y estabas lidiando con tus padres.


—De acuerdo, no estaba empezando de cero, pero en el accidente me dí cuenta de lo que no iba bien en mi vida. Y tú me ayudaste a hacerlo — dijo y terminó su café antes de pedir otro—. Bueno, por eso te estoy tan agradecida. También ha cambiado la manera en que hago mi trabajo.


Pedro la miró interrogante. 

Mi Salvador: Capítulo 28

Había llegado a imaginar que Pedro estaba divorciado, pero que seguía siendo buen amigo de su esposa. O que el enfermero se había equivocado con otra persona. Cualquier cosa que significara que no estaba casado. Paula suspiró. Lo cierto era que él no estaba ocultando su anillo de casado, sino que lo estaba protegiendo.


—Estoy segura de que se habrá quedado muy triste por no haber podido venir.


—Sí —dijo y su mirada se ensombreció.


El público empezó a aplaudir para recibir al siguiente galardonado y Paula sintió que se le escapaba su oportunidad. La ceremonia estaba a punto de terminar y él volvería a su vida, a la que no estaba invitada. 


—¿Por qué no me dijiste que estabas casado? —preguntó y se sorprendió ante su falta de tacto.


Él frunció el ceño.


—Los rescates son…


Alguien pasó junto a ellos, pidiendo a los galardonados que posaran juntos para las fotografías de la prensa.


—Paula, ¿Vas a pasar el día en Camberra? ¿Quieres tomar un café?


Aquello no le parecía una buena idea. Miró su reloj y fingió estar considerándolo.


—Tan solo quiero hablar, saber cómo te ha ido todo después del rescate —añadió.


No le parecía correcto entregarle la medalla y salir corriendo. Al fin y al cabo, era el hombre que había salvado su vida.


—Por supuesto.


Pedro le regaló una de sus sonrisas.


—Nos vemos en diez minutos —le dijo y se fue a atender a la prensa.


«Está casado».


—Pero es solo un café —se dijo en voz alta.


Respiró hondo. Se había estado engañando al pensar que había conseguido apartar a Pedro de sus pensamientos y de su corazón. Siempre estaba ahí, en los momentos más inoportunos, recordándole la clase de hombre que todavía no había encontrado. No estaba dispuesta a inmiscuirse en el matrimonio de nadie, por muy tentador que le resultara. Pero solo sería un café. Le daría las gracias, se disculparía por el beso y le desearía lo mejor en su vida. Podrían despedirse como amigos y no como desconocidos. Después, la vida volvería a la normalidad. 




—¿Así que solo estuviste ingresada unos cuantos días? ¡Increíble!


Paula se bajó la falda tras enseñarle a Pedro la cicatriz que le había quedado en el gemelo. Era su único recuerdo de la noche que había pasado en la ladera de la montaña.


—Me alegro de hablar contigo —dijo y le dio un sorbo a su café—. Nadie parece entenderlo. Se quedan mirando la cicatriz y piensan que eso da idea de la magnitud del accidente que tuve.


—¿No se lo has contado a nadie?


—Sí, al psicólogo del hospital y a mi amiga Romina. A mis padres les conté lo básico.


—Pretendías quitarle importancia —dijo él sonriendo.


—Solo porque recibieron una llamada a las dos de la mañana de tus compañeros que los dejó asustados.


—¿Ya lo has superado?


—Sí, lo he recordado un montón de veces, de diferentes maneras. Si hubiera hecho las cosas de otra forma… —dijo apartando la mirada—. Creo que lo llevé lo mejor que pude.


—Lo hiciste muy bien. Me lo pusiste muy fácil para ayudarte.


—Quise darte las gracias, pero estabas ocupado —dijo y suspiró al recordarlo besando a su esposa—. No se me ocurrió otra cosa que proponer tu nominación.


—¿Tú presentaste la nominación?

Mi Salvador: Capítulo 27

Pedro sintió un nudo en el estómago. No esperaba una banda de música, pero sí una sonrisa.


—¿Paula?


Ella lo miró con cautela y forzó una sonrisa. Luego, con manos temblorosas, le dió la medalla. Pedro la recibió con la mano izquierda, mientras con la derecha le estrechaba la mano que le ofrecía. «¿Qué demonios estaba pasando?». Aquella era la mujer a la que había salvado la vida, con la que había pasado horas hablando y cuyo dolor había calmado. Lo había besado en agradecimiento y en aquel instante no era capaz de sonreírle. Cuando Paula fue a retirar su mano, él la sujetó por más tiempo del necesario. Sus miradas se encontraron.


—Te has cortado el pelo —susurró y luego sonrió.


Como si aquel comentario banal hubiera surtido efecto, sus ojos brillaron confusos antes de reflejar alivio. Su fría fachada se vino abajo y surgió la Aimee que recordaba de la A-10. Antes de que pudiera darse cuenta, se puso de puntillas y lo abrazó. Sus manos la tomaron de la cintura y le devolvió el abrazo. El público se puso de pie para aplaudir.


—Te he echado de menos —le susurró ella al oído, como si hubiera esperado un año para decírselo—. Me alegro de verte.


Mientras abrazaba a una mujer que no era su esposa ante doscientas personas desconocidas, Pedro se dió cuenta de que aquellos sueños y recuerdos que había intentado ignorar le habían estado diciendo algo: que él también la había echado de menos. Aunque tan solo había pasado con ella unas horas, la había echado de menos todo un año y la había mantenido presente en su subconsciente. La abrazó con más fuerza levantándola del suelo y estrechando sus curvas contra él. Se le había olvidado la medalla que tenía en la mano. Después de todo, aquel era todo el reconocimiento que necesitaba. El corazón de Paula seguía acelerado veinte minutos más tarde, mientras charlaban en un rincón del escenario. Al mirar aquellos ojos azules, toda su determinación había desaparecido y el tiempo había dado marcha atrás once meses, nueve días y dieciséis horas, volviendo a unir a dos completos desconocidos.


—Te estará esperando alguien —dijo Paula, ofreciéndole una salida para el caso de que su sensación fuera equivocada.


—No. He venido solo a Camberra.


—Tu… ¿Tu familia no ha venido contigo?


Se sentía una cobarde, pero no quería preguntar. Quería que fuera él el que se lo dijera abiertamente para comprobar que no era como su padre.


—Se han quedado en casa. Querían venir, pero les dije que no. Era demasiado caro para ellos. Iré a verlos y les daré la medalla.


—Ya.


¿Qué otra cosa podía decir? Solo quería saber una cosa, pero no se atrevía a preguntar.


¿Por qué no lo había acompañado?


—Ningún compañero podía acompañarme porque tenían que cubrirme. Y Mica no podía dejar el trabajo.


—¿Mica? —preguntó inocente.


—Micaela, mi esposa.


Paula miró su mano y seguía sin llevar anillo. Él se dió cuenta y se llevó la mano al cuello.


—Lo llevo colgado del cuello. No es aconsejable llevarlo mientras trabajo. 

Mi Salvador: Capítulo 26

 —Prepárese, señor Alfonso.


El maestro de ceremonias acabó su discurso y el agricultor avanzó en el escenario y recibió la medalla del gobernador. Fue entonces cuando Pedro se dió cuenta de la importancia de aquello y de la razón que tenía su jefe. Aquel reconocimiento iba dedicado a cada uno de sus compañeros que habían arriesgado su vida por los demás. El público aplaudió mientras el condecorado abandonaba el escenario y el maestro de ceremonias miró hacia ellos para asegurarse de que estaban preparados. Respiró hondo.


—Nuestro próximo galardonado pasó una larga y peligrosa noche dentro de un coche tambaleante y suspendido en un acantilado para asegurarse de que su conductora saliera de allí con vida. 


De repente se oyeron aplausos y se encontró avanzando por el escenario. Ante él había un montón de rostros que estaban allí para acompañar a otros galardonados y dispuestos a celebrar los méritos de otros. El maestro de ceremonias seguía hablando, detallando la hoja de servicios de Pedro, pero no le estaba prestando atención. Levantó la mirada para saludar al gobernador y trató de disimular su nerviosismo.


—Gracias, Gobernador.


Luego, su mirada se desvió hacia el otro lado del escenario. La sombra seguía esperando.


—Y hoy está aquí, para entregar a Pedro Alfonso su medalla, la mujer cuya vida salvó en las montañas de Tasmania, la señorita Paula Chaves.


El foco alumbró hacia Paula que, aunque nerviosa, caminó con determinación. Pedro se concentró en su respiración. Llevaba una falda amarilla, una blusa blanca muy femenina y unos zapatos de tacón que le daban unos cuantos centímetros que no necesitaba. Cayó en la cuenta de que nunca la había visto de pie. Se la había imaginado más menuda, aunque su estatura era perfecta para la mujer fuerte y valiente con la que había pasado la mayor parte de aquella noche. Se había cortado el pelo. Una de las cosas que más recordaba era haberle tenido que apartar una y otra vez su larga melena rubia para tomarle el pulso. Se sentía incómodo ante el escrutinio de tantas personas mientras Paula cruzaba el escenario hacia él. Hacía un año, la había visto vestida informal, con la piel manchada de sangre y polvo del airbag. No estaba preparado para aquella visión. Estaba perfectamente arreglada y maquillada. Estaba muy guapa. Y lo mejor de todo era que estaba viva. Advirtió que mantenía la cabeza gacha para evitar mirarlo a los ojos y que sus labios no sonreían. Tenía las manos cerradas en puños y parecía estar a la defensiva. ¿Le dolería algo o, al igual que él, no se sentía cómodo ante tanta gente?


—Agradecemos a Paula que haya venido a entregar la condecoración al hombre que le salvó la vida el año pasado —anunció por el micrófono el maestro de ceremonias.


Paula se detuvo ante el atril y levantó sus ojos verdes hacia el gobernador, que le dio la medalla adornada con un lazo. Al recogerla, mostró una tímida sonrisa que enseguida desapareció. 

viernes, 17 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 25

 Once meses más tarde…



Pedro miró de reojo a la mujer que tenía a su lado y se secó la humedad de la mano en el muslo derecho. Luego se irguió y se ajustó la corbata una vez más. Daría lo que fuera por estar en medio de una montaña y no allí, esperando. Al otro lado había un grupo de jóvenes y mayores, hombres y mujeres, profesionales y ciudadanos, todos nerviosos como él. Estaban esperando para saludar al gobernador y recibir sus medallas por actos de valentía. Una medalla por hacer su trabajo. Sacudió la cabeza. Había participado en seis rescates más desde que el coche de Paula Chaves había sido izado del barranco y la ambulancia enfilara a toda prisa por la A-10. No habían hecho falta las sirenas, otra buena noticia aquel día. Las sirenas se utilizaban solo en caso de que las emergencias fueran críticas, algo que no había ocurrido en el caso de Paula. Su coche había quedado siniestro. A juzgar por el brillo de la pintura y lo impecable que tenía el interior, era evidente que lo cuidaba con esmero. Era increíble cómo un coche tan pequeño había salvado su vida de un impacto como aquel.


—¿Alfonso? —preguntó una voz desde lo alto de unos escalones que se habían colocado provisionalmente—. ¿Pedro Alfonso?


Había llegado su turno. Al no contar con apoyo moral, se giró hacia la desconocida que tenía a su lado y arqueó las cejas interrogante. La mujer lo miró y lo animó con un movimiento de cabeza, antes de desearle suerte. Pedro se puso de pie y se estiró el traje en el que tan extraño se sentía. Pero Micaela le había convencido de que se lo pusiera. Le había dicho que iría, pero sabía que estaba muy ocupada en el trabajo. Sabía que habría estado allí a disgusto y eso era peor a que no estuviera. Al menos, eso era lo que había pensado en su momento.


—Por aquí, señor Alfonso —dijo una asistente, acompañándole hasta las cortinas del escenario. 


El galardonado anterior a él estaba justo en mitad del escenario, junto al maestro de ceremonias, mientras se mostraba una grabación de vídeo hecha con un móvil. En ella se veía al hombre, con las piernas colgadas al borde de un puente, rescatando supervivientes en mitad de una inundación. Había salvado a tres personas aquel día. Eso sí era heroico. Era un hombre que había pasado en segundos de conducir su tractor a arriesgar su vida por unos desconocidos. No tenía preparación, ni entrenamiento, ni equipo, ni compañeros dándole apoyo. Pedro irguió los hombros. No sabía cómo alguien pensaba que merecía estar en el mismo escenario que aquel hombre. Había querido rechazar la nominación cuando su jefe se lo dijo. Le había advertido de que, si no aceptaba, sería considerado un insulto para todos los hombres y mujeres con los que trabajaba y que no habían sido nominados.


—Hazlo por el equipo —le había dicho.


Así que allí estaba, vestido con un traje, dispuesto a recibir la condecoración en nombre de sus compañeros solo por hacer su trabajo. Al acabar la proyección y encenderse las luces, el hombre de su lado hizo un gesto al que estaba al otro lado del escenario. Había dos personas, aunque la segunda estaba en penumbra. Aun así, Pedro adivinó al instante de quién se trataba: Era Paula. Era la otra razón por la que había ido. Estaba allí para entregarle la condecoración. Necesitaba ver a Paula Chaves y saber que sus esfuerzos no habían sido en vano y que había vuelto a hacer su vida normal. Necesitaba información. Quizá así dejara de ocupar sus sueños. 

Mi Salvador: Capítulo 24

El equipo de emergencia tardó casi tres horas en liberar a Paula, colocarle un corsé e izarla hasta donde esperaba la ambulancia. Pedro no hablaba en broma cuando le había dicho que su equipo se haría cargo de todo. Tiraron de ella, la empujaron y la movieron en todas direcciones, siempre con él a su lado para darle néctar de hormiga y velar por su dignidad, unida a él por aquel cordón umbilical artificial. Ella permaneció en silencio y dejó que hicieran su trabajo. Durante el último rato, al ser izada montaña arriba, cerró los ojos y se concentró en la voz de Pedro mientras daba algunas instrucciones y seguía otras.


—Ya queda poco, Paula —le dijo al llegar a la carretera desde la que había salido despedida—. A partir de ahora esto va a ser una locura.


Giró la cabeza lo que el corsé le permitió y abrió la boca para darle las gracias. Pero alguien le metió un termómetro en la boca y de repente se encontró en una camilla, a toda velocidad hacia la ambulancia. Sam corrió a su lado y enseguida se vio rodeada por el equipo médico de la ambulancia. Paula levantó la mano en señal de agradecimiento y, al llegar a la ambulancia, Pedro se detuvo y soltó la cuerda que los unía.


—Adiós. Buena suerte con la recuperación.


Se mostraba profesional ante sus compañeros y su estómago dió un vuelco. ¿Se había imaginado la cercanía que había surgido entre ellos? Entonces, vió la expresión de sus ojos al apartarle un mechón de pelo de la cara.


—Disfruta de la vida, Paula.


Y entonces lo vió desaparecer y se encontró dentro de una ambulancia. Levantó el cuello lo que la sujeción que llevaba le permitió y trató de distinguir a Pedro entre la gente. Había miembros del equipo de rescate, agricultores en sus tractores y curiosos que no podían transitar por la A-10 debido al rescate. Pero de pronto lo distinguió. Una mancha naranja se interpuso en su campo de visión al entrar en la ambulancia. Era uno de los miembros del equipo médico.


—Pedro dice que necesita esto —dijo colocando su bolso junto a ella.


Paula lo miró como si aquel objeto le resultara desconocido.


—¿Es suyo? 


Paula recordó que aquel hombre había pasado una gélida noche en la montaña para salvarle la vida. No era culpa suya que Pedro hubiera decidido incumplir su promesa de llevárselo al hospital.


—Sí, gracias.


Pedro sabía lo mucho que le preocupaba la historia que guardaba en el lápiz de memoria y volvió a mirarlo mientras el desconocido se movía en el interior de la ambulancia. Mientras lo miraba, una mujer de aspecto frágil se abrió paso entre la gente y se abrazó a Pedro. Aquellos brazos masculinos que la habían mantenido a salvo en la ladera de la montaña rodearon a la mujer por la cintura y la levantaron del suelo mientras ella hundía el rostro en su cuello. La mancha naranja volvió a impedirle la vista cuando el desconocido se subió a la ambulancia.


—¡Espere, por favor! Esa mujer que está con Pedro, ¿Quién es?


El hombre se dió la vuelta y después volvió a mirar a Paula.


—Ah, es Micaela —dijo como si eso lo explicara todo—. Es la esposa de Pedro. 

Mi Salvador: Capítulo 23

 —Paula, piensa en Dora, en lo asustada y sola que se sentía con quince años y junto a un hombre al que acababa de conocer. Piensa en lo valiente que fue subiéndose a aquel barco en Liverpool y dejando atrás a toda su familia para ir a un país desconocido. Piensa en cómo tuvo que luchar contra el miedo.


Era la mujer más distinguida y agradable que había entrevistado, además de la más fuerte.


—Tenía a su marido…


—Tú me tienes a mí —dijo y buscó su mirada—. Paula, voy a sacarte de aquí.


Esta vez no apartó la mirada hacia el vacío que se extendía bajo ellos.


—Muy bien, buena chica —dijo inclinándose y besándola en la frente.


—Pedro…


—Lo sé —dijo volviendo a su posición, colocándose entre ella y aquella terrible vista—. Pero estás bien. No te va a pasar nada mientras esté contigo.


—De acuerdo.


De pronto se escucharon unos ruidos y Pedro desvió su mirada unos segundos antes de volver a mirarla.


—Paula, el equipo de rescate está tomando posiciones. Alguien va a hacerse cargo, pero no voy a dejarte, ¿de acuerdo? Quiero que lo recuerdes. En algunos momentos estaremos separados, pero estaré todo el tiempo ahí. Sigo sujeto a tí, ¿De acuerdo?


Ella asintió y le agarró con fuerza la mano. No quería dejarlo marchar. Pedro le acarició el pelo.


—Va a haber mucho movimiento y nadie te va a pedir permiso para nada. Van a hacerse cargo de todo. No te va a gustar, pero sé paciente. Enseguida estarás ahí arriba.


Su sonrisa eclipsó el amanecer. Paula tiró de su mano y se la llevó a los labios para besarla. Pedro apoyó la frente en la de ella durante unos segundos mientras los crujidos se oían cada vez más cerca.


—Me he mojado —susurró avergonzada.


—No importa —dijo secándole una lágrima con el dedo.


—Creo que no puedo hacer esto.


—Puedes hacer todo lo que te propongas, Paula Chaves.


Su seguridad era tan sincera que se sintió optimista, al menos lo suficiente como para cometer una estupidez. Se echó hacia delante todo lo que los tensores le permitieron, tiró del chaleco de Pedro y unió sus labios a los de él. Su boca era tan cálida y suave como le había parecido cuando le había besado la mano. Movió sus labios junto a los suyos, ignorando el hecho de que no le estaba devolviendo el beso. Pero al menos, no se estaba apartando. Su corazón latió triunfante.


Una cara desconocida apareció al otro lado de la ventanilla justo cuando Pedro acababa de apartar su boca. En unas décimas de segundo, su expresión pasó de la pena a la vergüenza y terminó en confusión, siempre con el inconfundible brillo de deseo recíproco. El hombre que estaba fuera del coche disimuló tan bien como él su sorpresa e inmediatamente rompió la ventanilla del conductor. Pedro recuperó la compostura antes que ella. Miró al resto del equipo repartido alrededor del coche y de nuevo a ella. Luego sonrió. Era una sonrisa de comprensión y de perdón, con cierta dosis de arrepentimiento.


—Muy bien, Paula. Allá vamos —dijo mientras otro hombre se metía en el coche—. Te echo una carrera arriba —añadió guiñándole un ojo. 

Mi Salvador: Capítulo 22

 —¿Crees en eso, en cumplir los compromisos por honor?


—¿Qué otra cosa vale más que nuestro honor?


—¿Es esa la historia que guardas en el lápiz de memoria? —preguntó mirándola otra vez.


—No, en él guardo otra.


Aquella también se la contó. Y luego otra y otra. De vez en cuando bebía de la botella de Pedro. No le importaba que le contagiara algún germen puesto que le estaba haciendo el mejor regalo que ningún hombre le había hecho: la estaba escuchando. Mostraba interés y de vez en cuando le hacía alguna pregunta. No intentaba interrumpirla para contarle algo que le interesara más y que le diera la oportunidad de hablar de él. De repente, cayó en la cuenta. Era la clase de hombre con el que le gustaría estar y que había pensado que no existía. Pero allí estaba. Era la prueba de que existía y el universo se lo había puesto delante. ¿Por qué había pensado que Lucas merecía la pena? Si de adolescente la hubieran dejado salir más, si hubiera conocido a más personas, quizá no habría permitido nunca que él la dominara.


—Veo que te gustan esas historias. Se te ilumina la cara.


—Quizá sea por la linterna o porque está amaneciendo.


Aquel comentario le hizo apartar la mirada de ella. A su alrededor la luz empezaba a tornarse azulada. Pedro miró su reloj y en su rostro apareció un gesto de preocupación.


—Muy bien, Paula, la oscuridad se está levantando. Lo hemos conseguido —dijo apretándole la mano—. Ahora voy a necesitar que seas valiente y que confíes en mí.


Paula tardó unos minutos en darse cuenta del motivo por el que se le veía nervioso. Según fue desapareciendo la oscuridad, las formas se fueron haciendo más definidas. Su corazón se aceleró. La sangre parecía habérsele espesado. A su alrededor no había más que copas de árboles, algunas más altas que su coche y otras más bajas. La parte delantera permaneció durante más tiempo a oscuras porque estaba empotrada en la copa de un gran eucalipto. Por el espejo retrovisor exterior vió el ángulo de la montaña en el que estaba encajada la parte trasera. Estaban colgados entre ambos, mirando hacia un abismo. Se sintió aterrorizada. Respiró hondo para gritar, pero le resultó imposible.


—Agárrate a mí, Paula.


La voz de Pedro le proporcionaba más seguridad que todos los cables y cuerdas que sujetaban el coche, y se aferró a ella a pesar de no poder apartar los ojos del paisaje que se extendía bajo ellos, ante el parabrisas. Todo su cuerpo se quedó petrificado por el miedo. La borrosa masa de vegetación australiana fue definiéndose en árboles de cientos de metros que se estrechaban en un hilo de agua al fondo del barranco sobre el que había volado.  Era incapaz de articular palabra.


—Mírame, Paula.


Le resultó imposible. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Él lo había llamado suerte, pero había sido un milagro que su coche quedara encajado en el árbol y no cayera al fondo del barranco. Se habría matado antes de llegar abajo, golpeándose con los árboles en la caída. Le resultaba imposible apartar la mirada de aquel peligro que acababa de descubrir. Pedro se interpuso en su campo de visión.


—Paula, mírame a mí.


Oyó las palabras, pero fue incapaz de procesarlas. Pedro puso las manos a ambos lados de su cara y la obligó a mirarlo. En ese momento, el universo de Paula se limitó a sus ojos azules, su piel bronceada y sus gruesos labios. 

Mi Salvador: Capítulo 21

 —¿Te gusta lo que haces?


—Me encanta lo que hago.


—Entonces, eso es lo que tienes que hacer. No dudes de tí misma.


Aquella seguridad la sorprendió.


—¿Y si también me hubiera gustado ser médico?


—Lo habrías descubierto —dijo él encogiéndose de hombros—. La vida te lo habría mostrado.


La convicción con la que Pedro hablaba le resultaba tan desconocida como agotadora. ¿Qué se sentiría al estar tan seguro de todo? Paula se acomodó en su asiento y cerró los ojos unos segundos para humedecerlos.


—Paula…


Pedro estaba allí, acariciándole suavemente la mejilla.


—¿Ni siquiera puedo descansar la vista?


—Te has quedado dormida.


—¿No puedo dormir?


Pedro volvió a acariciarle el pelo. Parecía una manera de disculparse.


—Cuando llegues al hospital, podrás dormir todo lo que quieras. Pero ahora necesito que te quedes despierta, que te quedes conmigo. ¿Puedes hacerlo?


—Claro que sí.


Pero iba a ser todo un reto. Debían de ser las cuatro de la mañana y se había levantado el día anterior a las seis. Llevaba despierta casi veinticuatro horas, sin tener en cuenta los minutos que había pasado inconsciente antes de que él apareciera. Al parecer, acababa de tener otro de aquellos breves desmayos.


—Háblame de tu trabajo —dijo, decidido a mantenerla despierta—. ¿Cuál es tu historia favorita?


Se la contó. Era sobre una anciana de noventa y cinco años, Dora Kenworthy, que había llegado a Australia ocho décadas antes para casarse con un hombre al que apenas conocía y empezar una vida en una ciudad de la que nunca había oído hablar. Era una ciudad llena de proyectos, oro y potencial. Habían sido muy pobres y habían recorrido seiscientos kilómetros desde la costa hasta la ciudad minera que para ellos se había convertido en su hogar. El amor había tardado en aparecer y setenta años después, el corazón de Dora se había quedado roto para siempre tras perderlo. Esa clase de adversidades, de cómo enfrentarlas y superarlas, era casi imposible de imaginar en la actualidad y eran siempre sus favoritas.


—Dora me hace sentir que siempre hay esperanza, por muy difícil que se pongan las cosas.


Pedro frunció el ceño y volvió a apartar la mirada de ella. Pero no porque le hubiera aburrido la historia, a la que había prestado atención desde el principio, sino porque le había llegado muy hondo y estaba asimilándola.


—¿Por qué no se dió por vencida? —preguntó al cabo de unos segundos.


—Porque había llegado muy lejos, tanto literal como figuradamente. Sabía lo importante que era para su marido y no quería defraudarlo. Además, había asumido un compromiso y era una mujer con gran sentido del honor. 

miércoles, 15 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 20

 —Estaré contigo todo el tiempo, Paula. Estaremos sujetos el uno al otro todo el tiempo.


—¿Durante todo el proceso?


—Hasta el final, hasta que llegue la ambulancia.


—Entonces, ¿Qué pasará? —preguntó ella frunciendo el ceño.


—Irás al hospital y luego volverás a casa.


¿Por qué de repente no quería abandonar el coche ni la manta de aluminio ni el cuidadoso trato de Pedro?


—¿Eso es todo? ¿No volveré a verte nunca más?


Pedro se quedó mirándola fijamente.


—Quizá vaya a llevarte tu equipaje cuando la grúa saque el coche. Pero no te preocupes porque estarás muy ocupada.


Era una locura lo ansiosa que se sentía ante aquella idea. Hacía horas que conocía a aquel hombre.


—Quisiera volver a verte en circunstancias más normales. Para darte las gracias. 


«Cuando me haya duchado y tenga mejor aspecto».


—Ya veré cómo lo hacemos —dijo asintiendo.


Aquella era la misma manera de hablar de su padre y de Lucas. Lo que significaba una cosa: Que no volverían a verse. 


—¿Cuántos hermanos tienes? —preguntó Paula después de un rato, tras asumir su aparente indiferencia.


Tenía que recordar que aquello era trabajo para Pedro, por muy agradable que fuera la charla que estaban manteniendo hasta que amaneciera. Quizá fuera un requisito para formar parte del equipo de búsqueda y rescate tener buenas técnicas de comunicación. Eso no suponía que quisiera llevarse a casa el trabajo.


—Siete —contestó, inclinándose hacia delante y soplándole aire caliente en la mano que seguía sosteniendo entre la suya.


Por un instante, sus labios rozaron sus dedos. Eran tan suaves como parecían, pero más cálidos. Lucas le había besado muchas veces las manos, así como otras partes del cuerpo, pero nunca le había provocado la misma sensación que le provocaba cualquier mínimo roce de Pedro. «Por favor, que no me estén haciendo hablar las drogas ». 


—Yo quiero tener más de un hijo —dijo ella y se sorprendió al oírse hablar con aquel tono ensoñador—. Fui hija única y me gustaría tener varios hijos.


—¿Tus padres no quisieron tener más?


—Creo que mi madre sí, pero mi padre se conformaba conmigo.


—¿Por qué solo tú? Estoy seguro de que están muy orgullosos de su única hija.


—Estoy segura de que mi padre se siente decepcionado de que su única hija no haya destacado.


—¿A qué te refieres?


—Ya sabes: Notas, deportes, logros…


—Trabajas en uno de los departamentos de ciencia y cultura más importantes del país. Eso es todo un logro.


—Así es. Y tuve buenas notas. Aunque no destacaba, era constante.


—Imagino —dijo él sonriendo. 


Su sonrisa le recordó la manera en que la gente sonreía a los niños o a los borrachos, y no le gustó. 


—Te estás riendo de mí.


—Estoy disfrutando contigo —dijo rápidamente, corrigiéndose— de tu compañía, de tu conversación.


—De todas formas, nada habría satisfecho a mi padre, aunque hubiera estudiado Medicina o Derecho. Siempre tuvo grandes expectativas conmigo.


Se sentía continuamente defraudado. Era irónico, teniendo en cuenta cómo había acabado su matrimonio y lo poco que había hecho para salvarlo.