viernes, 17 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 22

 —¿Crees en eso, en cumplir los compromisos por honor?


—¿Qué otra cosa vale más que nuestro honor?


—¿Es esa la historia que guardas en el lápiz de memoria? —preguntó mirándola otra vez.


—No, en él guardo otra.


Aquella también se la contó. Y luego otra y otra. De vez en cuando bebía de la botella de Pedro. No le importaba que le contagiara algún germen puesto que le estaba haciendo el mejor regalo que ningún hombre le había hecho: la estaba escuchando. Mostraba interés y de vez en cuando le hacía alguna pregunta. No intentaba interrumpirla para contarle algo que le interesara más y que le diera la oportunidad de hablar de él. De repente, cayó en la cuenta. Era la clase de hombre con el que le gustaría estar y que había pensado que no existía. Pero allí estaba. Era la prueba de que existía y el universo se lo había puesto delante. ¿Por qué había pensado que Lucas merecía la pena? Si de adolescente la hubieran dejado salir más, si hubiera conocido a más personas, quizá no habría permitido nunca que él la dominara.


—Veo que te gustan esas historias. Se te ilumina la cara.


—Quizá sea por la linterna o porque está amaneciendo.


Aquel comentario le hizo apartar la mirada de ella. A su alrededor la luz empezaba a tornarse azulada. Pedro miró su reloj y en su rostro apareció un gesto de preocupación.


—Muy bien, Paula, la oscuridad se está levantando. Lo hemos conseguido —dijo apretándole la mano—. Ahora voy a necesitar que seas valiente y que confíes en mí.


Paula tardó unos minutos en darse cuenta del motivo por el que se le veía nervioso. Según fue desapareciendo la oscuridad, las formas se fueron haciendo más definidas. Su corazón se aceleró. La sangre parecía habérsele espesado. A su alrededor no había más que copas de árboles, algunas más altas que su coche y otras más bajas. La parte delantera permaneció durante más tiempo a oscuras porque estaba empotrada en la copa de un gran eucalipto. Por el espejo retrovisor exterior vió el ángulo de la montaña en el que estaba encajada la parte trasera. Estaban colgados entre ambos, mirando hacia un abismo. Se sintió aterrorizada. Respiró hondo para gritar, pero le resultó imposible.


—Agárrate a mí, Paula.


La voz de Pedro le proporcionaba más seguridad que todos los cables y cuerdas que sujetaban el coche, y se aferró a ella a pesar de no poder apartar los ojos del paisaje que se extendía bajo ellos, ante el parabrisas. Todo su cuerpo se quedó petrificado por el miedo. La borrosa masa de vegetación australiana fue definiéndose en árboles de cientos de metros que se estrechaban en un hilo de agua al fondo del barranco sobre el que había volado.  Era incapaz de articular palabra.


—Mírame, Paula.


Le resultó imposible. Aquello era mucho peor de lo que había imaginado. Él lo había llamado suerte, pero había sido un milagro que su coche quedara encajado en el árbol y no cayera al fondo del barranco. Se habría matado antes de llegar abajo, golpeándose con los árboles en la caída. Le resultaba imposible apartar la mirada de aquel peligro que acababa de descubrir. Pedro se interpuso en su campo de visión.


—Paula, mírame a mí.


Oyó las palabras, pero fue incapaz de procesarlas. Pedro puso las manos a ambos lados de su cara y la obligó a mirarlo. En ese momento, el universo de Paula se limitó a sus ojos azules, su piel bronceada y sus gruesos labios. 

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