lunes, 20 de junio de 2022

Mi Salvador: Capítulo 30

 —Pensé en lo que me dijiste, en cómo mis historias acaban acumulando polvo una vez las termino.


—Paula, lo siento. Probablemente aquella noche dije algunas cosas sin mucha delicadeza. Tan solo intentaba mantenerte despierta.


—Tenías toda la razón. Pero antes me sentía demasiado insegura para hacer algo al respecto.


—¿Antes?


—Así es como pienso ahora, hay un antes y un después del accidente —dijo y se inclinó hacia delante apoyando las manos en la mesa—. Voy a escribir un libro.


—¿De veras? —preguntó él enarcando las cejas.


—Sí. Voy a reunir todas las historias y voy a dar un paso atrevido. Al igual que gente como Dora. Lo importante es que se hicieron navegantes de una manera o de otra. Ese podría ser el título: «Navegantes».


—Me alegro mucho por tí, Paula —dijo mirándola con un brillo de interés en los ojos. 


—Y no porque me hicieras ver que lo que hago no es completo, sino porque no es completo. Esas historias siempre me sorprendieron, pero nunca lo reconocí.


Pedro sonrió.


—Me gusta la idea, Paula. Dime si hay algo que pueda hacer para ayudarte.


Ella se irguió, respiró hondo y mantuvo su mirada.


—Déjame hacer la tuya. Sí, tu historia. Deja que te entreviste. Quiero incluir algunas historias actuales y eres el navegador más hábil que conozco. Me encantaría incluirte.


—Mi vida no es tan interesante, Paula.


—Todo el mundo es interesante, pero no a sí mismos.


—¿Hablas en serio? ¿Quieres incluirme en tu libro?


—Quiero darte las gracias… —dijo y alzó la mano para que no la interrumpiera—, más allá que con una medalla o un par de tazas de café. Estuviste presente en el momento en el que redefiní mi vida y quiero reflejar ese momento tan importante —añadió irguiéndose—. Así que sí, quiero que el hombre que salvó mi vida figure en mi libro.


—¿Puedo pensármelo?


—No porque te negarás si te lo piensas.


—Quizá ya conozcas mi historia.


—Eres un hombre muy humilde, Sam. Es parte de tu encanto. Entiendo que no quieras que esta historia se convierta en un reflejo de tu trabajo, pero quiero recoger lo importante que ha sido para mí —dijo y mantuvo la mirada fija en él—. Por favor, di que sí.


—¿Qué me ofreces a cambio? —preguntó mirándola con los ojos entornados.


—Más café.


—Si vamos a necesitar más café, necesito comer algo. ¿Tienes hambre?


—Estoy muerta de hambre —dijo—. ¿A qué hora es tu vuelo?


—Bastante tarde. 


Era un placer ver a una mujer disfrutar de la comida como hacía ella. Estaba acostumbrado a que Micaela y sus amigas protestaran por las ligeras ensaladas con las que se alimentaban, o a que se castigaran cada vez que se excedían. Aquella voracidad le recordaba a su casa y a su familia. Mientras comían hablaron de los otros rescates en los que había participado durante el último año, sobre el trabajo de Paula y sobre las veces que habían estado antes en Camberra. Antes de que pudiera darse cuenta, una camarera apareció de la nada, recogió los platos vacíos y les sirvió el café.


—Puede que nunca pueda volver a dormir —bromeó Paula ante su cuarta taza de café.


Había habido algo especial durante aquella tarde que había hecho que una interminable taza de café pareciera una necesidad tan razonable como conversar con ella. Durante las horas que habían pasado en el interior del coche se había dado cuenta de lo inteligente que era, pero por aquel entonces Aimee estaba afectada por el dolor y la medicación, además de por sus demonios personales. Aquella nueva Paula mostraba un optimismo que resultaba cautivador y contagioso. Para cuando sacó una grabadora digital del bolso y la encendió en el centro de la mesa, ya tenía claro que quería ayudarla.


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